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Colección Támesis SERIE A: MONOGRAFÍAS, 224
EL CUERPO VESTIDO Y LA CO...
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Colección Támesis SERIE A: MONOGRAFÍAS, 224
EL CUERPO VESTIDO Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD EN LAS NARRATIVAS AUTOBIOGRÁFICAS DEL SIGLO DE ORO Este libro examina el significativo papel de las ropas y de los adornos corporales en la construcción de la identidad en nueve autobiografías ficticias e históricas del Siglo de Oro: Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Guitón Onofre, El Buscón, La pícara Justina, Vida del soldado español Miguel de Castro, Discurso de mi vida de Alonso de Contreras, Vida i sucesos de la Monja Alférez de Catalina de Erauso y Comentarios del desengañado de Duque de Estrada. En estas obras las vestiduras proyectan una compleja visión externa de la personalidad que sustituye la falta de introspección y de descripción del cuerpo características de estas narraciones. Este estudio considera la representación verbal de la ropa como un sitio donde confluyen dialécticamente el sujeto escindido en busca de unidad ficticia y de distinción personal y el individuo enfrentado a las estructuras y discursos que lo configuran. El análisis tiene en cuenta el significado filológico, económico, político, moral y artístico del vestido en el periodo pero sigue diferentes metodologías, tales como las teorías de Bakhtin, Mulvey, Freud, Lacan y Kristeva, para explicar la subjetividad particular de cada Vida. ENCARNACIÓN JUÁREZ ALMENDROS es profesora de español en la Universidad de Notre Dame.
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EL CUERPO VESTIDO Y LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD EN LAS NARRATIVAS AUTOBIOGRÁFICAS DEL SIGLO DE ORO
TAMESIS
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© Encarnación Juárez Almendros 2006 All Rights Reserved. Except as permitted under current legislation no part of this work may be photocopied, stored in a retrieval system, published, performed in public, adapted, broadcast, transmitted, recorded or reproduced in any form or by any means, without the prior permission of the copyright owner The right of Encarnación Juárez Almendros to be identified as the author of this work has been asserted in accordance with sections 77 and 78 of the Copyright, Designs and Patents Act 1988 First published 2006 by Tamesis, Woodbridge ISBN 1 85566 124 1
Tamesis is an imprint of Boydell & Brewer Ltd PO Box 9, Woodbridge, Suffolk IP12 3DF, UK and of Boydell & Brewer Inc. 668 Mt Hope Avenue, Rochester, NY 14620, USA website: www.boydellandbrewer.com A CIP catalogue record for this book is available from the British Library
This publicationDisclaimer: is printed on acid-free paper Some images in the printed version of this book are not available for inclusion in the eBook. To view these imagesPrinted please refer to the printed in Great Britain byversion of this book. Athenaeum Press Ltd, Gateshead, Tyne & Wear
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ÍNDICE GENERAL Ilustraciones .........................................................................................................vi Agradecimientos .................................................................................................vii Introducción ..........................................................................................................1 I: Autobiografía, identidad y ropa en el Siglo de Oro 1 La autobiografía en el Siglo de Oro...........................................................11 2 El discurso sartorial durante el Renacimiento ...........................................19 3 Aproximaciones teóricas ............................................................................26 II: Rebelde mascarada picaresca 4 El modelo de la Vida del Lazarillo de Tormes ..........................................43 5 Guzmán de Alfarache y la vestimenta del hombre nuevo .........................54 6 El honrado vestido del guitón Onofre........................................................87 7 Remiendos, roturas, retazos y trazas o la imposibilidad de medra en La vida del Buscón ...............................................................95 8 Indumentaria y resistencia en las relaciones del poder sexual en La pícara Justina......................................................................112 III: Las Autobiografías de soldados y el vestido de la heroicidad Prefacio .............................................................................................................127 9 Travestismo y afirmación personal en la relación de Catalina de Erauso....................................................................................128 10 Política del vestido en Discurso de mi vida de Alonso de Contreras .............................................................................................144 11 El atavío de la ley del padre en la Vida del soldado español Miguel de Castro ........................................................................162 12 El traje del heroísmo: Comentarios del desengañado de Diego Duque de Estrada ....................................................................175 Conclusión ........................................................................................................198 Glosario ............................................................................................................203 Obras citadas ....................................................................................................207 Índice.................................................................................................................227
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ILUSTRACIONES 1 Bartolomé Esteban Murillo (1618–1682). El niño mendigo. Museo del Louvre, París. Fotografía: C. Jean. Con permiso de Réunion des Musées Nationaux/Art Resource, Nueva York . . . . . . . . . . 50 2 Diego Rodríguez Velázquez (1599–1660). El almuerzo. 1617–1619. Hermitage, St. Petersburg, Rusia. Con permiso de Scala/Art Resource, Nueva York . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64 3 Diego Rodríguez Velázquez (1599–1660). Isabel de Borbón, reina de España (1602–1644). Kunsthistorisches Museum, Viena, Austria. Con permiso de Erich Lessing/Art Resource, Nueva York . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 4 Diego Rodríguez Velázquez (1599–1660). Encuentro de trece personas. Fotografía: Herve Lewandowski. Museo del Louvre, París. Con permiso de Réunion des Musées Nationaux/Art Resource, Nueva York . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 170 5 Francisco Zurbarán (1598–1664). La defensa de Cádiz (1625). Museo del Prado, Madrid. Con permiso de Scala/Art Resource, Nueva York . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 Disclaimer: Some images in the printed version of this book are not available for inclusion in the eBook. To view these images please refer to the printed version of this book.
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AGRADECIMIENTOS Quiero agradecer al National Endowment for the Humanities por la beca que me permitió participar en 1993 en un Summer Seminar for College Teachers, titulado Spanish Autobiography in the European Context, dirigido por el Profesor Randolph Pope, semilla inicial del presente proyecto, y por el NEH Summer Stipend que financió la investigación de un capítulo del presente libro en 1999. Quiero también reconocer el año de excedencia (2002–2003) que me concedió la University of Notre Dame y que me permitió avanzar notablemente en la finalización del presente proyecto. Agradezco en particular, al Institute for Scholarship in the Liberal Arts, al College of Arts and Letters, al Hersburgh Library y al Departamento de Romance Languages and Literatures, por el apoyo financiero e infraestructural que ha facilitado mi investigación. Agradezco al Liverpool University Press su permiso para usar material publicado en el volumen 74 del Bulletin of Hispanic Studies (1997) en el capítulo sobre Alonso de Contreras e igualmente a Indiana University por su autorización para incluir en el capítulo 9 material de ‘La mujer militar en la América colonial: el caso de la Monja Alférez,’ que apareció en los números 10 y 11 del Indiana Journal of Hispanic Literatures en 1997. Por último quiero agradecer al Art Resource por el suministro y autorización de las fotos que ilustran este libro. Mi más sincera gratitud por la lectura y los comentarios de varias secciones del libro a mis amables colegas Emilie L. Bergmann, Edward H. Friedman, Kristine Ibsen, Randolph D. Pope e Isis Quinteros. A Nancy Márquez, mi leal amiga, le agradezco su eficiente elaboración del Índice. Por último, les doy las gracias eternas a mi esposo Robert, compañero fiel, fuente de confianza y paciente ayudante de mi investigación, y a mis queridos hijos Kirk y Leonor por su cariño y fe. La autora y los editores agradecen al Institute for Scholarship in the Liberal Arts of the University of Notre Dame por su apoyo financiero en la publicación de este libro.
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A Robert, Kirk y Leonor, mis fieles apoyos
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Introducción Cualquier lector de nuestra literatura clásica en sus diferentes géneros habrá observado el énfasis en la descripción de vestidos y ornamentos en muchas obras. No hay más que pensar, por sólo nombrar conocidísimos pasajes de las letras áureas, en el tratado III de El Lazarillo de Tormes, en el episodio del Caballero del Verde Gabán de Don Quijote o en las escenas iniciales de La vida es sueño de Calderón, para darnos cuenta de esta ocurrencia. La ropa, por su fuerte simbolismo y por su capacidad de vestir o de formar a los personajes ficticios, aparece a menudo en las obras literarias de cualquier época, pero ocupa, sin duda, un lugar privilegiado en los textos del Siglo de Oro a causa de su importancia económica y social en este periodo histórico. Por su habilidad de transformar a los individuos las vestiduras han mantenido un puesto central en el teatro, especialmente en la comedia nacional, donde aportan una expresividad de que carecen los básicos escenarios de la época. También tienen un destacado papel en la prosa novelística y son fundamentales en los escritos autobiográficos del Siglo de Oro para la creación y el desarrollo de los personajes. De hecho, la representación de las vestiduras es un tópico que caracteriza numerosas obras del distintivo género autobiográfico de finales del XVI y del XVII en España. El presente proyecto trata de responder a ciertas preguntas claves en relación con el uso de la ropa en las narraciones personales. ¿Cuál es la raíz de la obsesión por la vestimenta manifestada en tales textos? ¿Cómo se conecta tal preocupación con los diferentes discursos de la época? ¿Cómo contribuyen, en forma consciente o inconsciente, en la creación del sujeto pre-moderno? ¿Cuál es su función en los relatos de auto-presentación personal? Para responder a esas preguntas examino el papel de las ropas y de los adornos corporales en nueve autobiografías del Siglo de Oro, elegidas por su mayor consenso de calidad en la historia de nuestras letras. En primer lugar considero someramente la Vida del Lazarillo de Tormes (1554), por su importancia modélica en la creación del género autobiográfico en el Siglo de Oro. De las otras ocho, cuatro son novelas picarescas ya canónicas: Guzmán de Alfarache (1599, 1604) de Mateo Alemán; Guitón Honofre (1604) de Gregorio González; El Buscón (¿1604?, 1627) de Francisco de Quevedo y La pícara Justina (1604) de Francisco López de Úbeda. Las otras cuatro son Vidas de soldados y aventureros: Vida del soldado español Miguel de Castro (c. 1612) de Miguel de Castro; Discurso de mi vida (1633) de Alonso de Contreras;
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Vida i sucesos de la Monja Alférez (c. 1626) de Catalina de Erauso, y Comentarios del desengañado de sí mismo (1614–45) de Diego Duque de Estrada. Sólo dos son narraciones de mujeres. He eliminado de mi estudio la autobiografía estrictamente espiritual que, tras el modelo de El libro de la vida (c. 1562) de Teresa de Ávila, tiene un amplio cultivo tanto en España como en la América colonial, ya que estas autobiografías, al tener por objetivo trazar el desarrollo espiritual de los individuos, relegan a un plano insignificante su aspecto externo. En las narraciones seleccionadas las apariencias reflejan, entre otras funciones, paradigmas culturales y preocupaciones de la época y confirman la capacidad de auto creación de los protagonistas. Las autobiografías son actos discursivos, retóricos y políticos que dan forma y sentido a una vida y en ellas la ropa es un lenguaje que habla por el individuo y construye al sujeto. Por su riqueza de expresión, el examen del código sartorial se presenta, por tanto, como un eficaz instrumento analítico para el estudio de los heterogéneos aspectos que involucran la creación del yo. En mi estudio reúno autobiografías fingidas e históricas porque ambas siguen modelos comunes, se influencian mutuamente y testimonian los discursos culturales, políticos e institucionales de su época. En estas obras se presenta la dialéctica del yo enfrentado a los otros, y la agencia y voluntad de cambio individual frente a estructuras sociales limitantes. En un periodo en el que no se exponen los recovecos de la intimidad ni se especifican las características físicas del cuerpo la descripción verbal de la ropa proyecta una visión externa de sí mismo subjetiva e íntima. El vestido conforma el cuerpo y la personalidad, pero es un cuerpo situado política y socialmente. También acompaña el viaje existencial de los protagonistas y sus transformaciones. Cuando su aspecto disturba dicotomías esenciales – sexo, clase, estado profesional, etnia – la ropa se convierte en un factor subversivo. En fin, la vestimenta proyecta el doble movimiento de distinción (moldea el cuerpo individual) y de pertenencia, de comunicación consciente e inconsciente.
Propósitos y metodología Los multivalentes aspectos de las vestiduras son fundamentales para la conformación de las diferentes subjetividades autobiográficas. En el presente libro considero la representación verbal de la ropa como un sitio donde confluyen la dialéctica entre el sujeto escindido en busca de una unidad ficticia y la del individuo enfrentado a las estructuras y discursos que lo configuran. En mi análisis tengo en cuenta los diversos valores económicos, sociales y discursivos de las vestiduras en su realidad histórica, como significado material del referente literario. También considero que la construcción del sujeto es un proceso de apropiación creativa de los objetos y del mundo (Montrose 1986, ‘Renaissance’ 9; Roche 2000, A History 6).
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Para Thomas Carlyle, el vestido es un velo que cubre lo invisible en la naturaleza, la eternidad, la parte trascendental del ser, Dios. Es la postura del pensamiento tradicional que se basa en oposiciones binarias tales como superficies/interioridad, cuerpo/espíritu, para explicar el mundo. Mi posición acepta que en nuestra realidad humana no hay una separación del fuera y dentro. La exploración interna de los órganos del cuerpo no nos explica el ser humano. Tampoco existe un espíritu desconectado de un cuerpo con el cual experimentamos el mundo y desarrollamos nuestra existencia, como expone la fenomenología de Jean Paul Sartre y Maurice Merlou-Ponty. Por otro lado, el psicoanálisis, al elaborar el proceso de la auto concepción de nuestro yo, demuestra que nuestra psique es un fenómeno social. Desde que nacemos estamos inmersos en la sociedad, en el lenguaje o Ley del padre, que nos forma y con el que nos hacemos. De niños somos vistos y nos vemos, y nos convertimos desde entonces en una imagen que no muestra su interior. En el cuerpo y en el material cultural que lo cubre están incrustadas la imagen propia y las miradas de los demás, de ahí que el análisis de las apariencias sea una vía para el estudio de la subjetividad y de la identidad. La autobiografía es una construcción del yo cuyo sujeto es siempre un reflejo, una ficción (Paul de Man). La construcción textual del yo funciona como un ropaje que cubre una realidad que nunca se puede aprehender en su totalidad. El fenómeno lo expresa acertadamente Lemoine-Luccioni con la dilogía francesa dérobe, ‘le vêtement dérobe le sujet’ (12), que quiere decir que la vestidura roba y viste al sujeto al mismo tiempo. Tanto la autobiografía como las ropas mismas, son coberturas y velos que dan sentido al sujeto autobiográfico en su imposibilidad de auto-conocimiento. El término francés voiles, usado por Derrida en su doble sentido de velos y velas, se puede usar como metáfora del discurso autobiográfico entendido como un despliegue de velas (un viaje existencial) y como una exposición de velos, la ropa con la que el sujeto se cubre y se auto-crea. De hecho, para Jonathan Culler la figura retórica llamada metáfora está constituida por una distinción inestable entre lo literal y lo figurativo, pues la metáfora surge de una red de asociaciones culturales convencionales (The Pursuit of Signs 207, 209). El viaje, el relato de una vida, es un movimiento personal de distinción y de pertenencia, de hechura individual y social. No hay posibilidad de conocerse y poseerse a sí mismo y el acto de desvelarse en las narraciones del yo siempre permanecerá siendo un movimiento del velarse, según expresa Derrida: ‘Does not this movement always consist, in its very consistency, in its texture, in finishing itself off, lifting itself, disappearing, drawing itself aside to let something be seen or to let it be, to let?’ (Cixous 2001, Veils 28). Como ocurre con el velo que cubre el Tabernáculo de los judíos, el rasgar los velos revela que lo que esconden o protegen, es nada, es un hueco vacío. El velo es la separación perenne del otro. Tanto el autobiógrafo como el lector nos quedamos siempre al otro lado de la cobertura. El velo sirve de separación entre el sujeto y los otros y, de acuerdo con Lacan, también recrea la
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primera envoltura perdida del hombre. El velo es el himen y la placenta: esconde la herida y el orificio y envuelve el grano a punto de brotar (LemoineLuccioni 73–5). El velo es lo que esconde, más también lo que revela. En la ropa se enlaza el yo y el otro, carga un bagaje de multitud de significaciones y forma capas de creencias arraigadas. En los ornamentos y velos se sorprende el signo visible de un sujeto que no existe sino por el Otro. Así, el sujeto autobiográfico en sus operaciones de doblaje, de irse poniendo o quitando capas de diferentes ropas – y estas capas incrustan siempre al Otro – adviene y se crea. Lemoine-Luccione compara el yo con un jarro de cerámica que sube y se forma mientras gira alrededor de un hueco y llega a hacerse el continente y el constituyente (78). Es decir nos hacemos mientras giramos impulsados por el torno de nuestra existencia, pero nunca llegamos a rellenar el hueco. La forma y los colores dan el estilo al jarro. En las autobiografías el personaje se forma y se decora a través de las palabras. Con ellas viste el vacío del ser y crea su propia verdad e imagen. El vestido, – el velo, la autobiografía – no esconde ni protege ninguna verdad, puesto que estamos eternamente condenados a la separación de lo que vive detrás. Como resultado, el análisis de la ropa con la que se cubren los protagonistas de estas narraciones no es un intento de descubrir la esencialidad de los sujetos, sino más bien de capturar la capacidad del vestido de sugerir el secreto de una cara.
Las autobiografías analizadas Los textos autobiográficos incluidos en este libro son productos de autores masculinos, con la excepción de la Vida de Catalina de Erauso que, aunque mujer, se apropia del discurso de los hombres. Hay que tener en cuenta que, además de la incapacidad del auto-conocimiento personal y del hecho de carecer de patrones modélicos, como he mencionado arriba, es característico de las autobiografías de hombres no escribir sobre la interioridad. La construcción de la masculinidad en las sociedades patriarcales, con fuertes restricciones institucionales, responde a una imagen en la que se esconden las contradicciones internas o se justifican las debilidades y fracasos personales. En esta construcción se evita la crítica abierta al poder y se autocensura las opiniones en materia de religión. Aun a pesar de la separación en el tiempo y de la diferente geografía, el clima donde nacen estas primeras expresiones del yo en España se podría equiparar con las dificultades que confrontan ciertos autobiógrafos del presente en países no democráticos, como expone el escritor egipcio Sherif Hetata en su ensayo ‘The Self and Autobiography.’ Los protagonistas de las nueve autobiografías examinadas manifiestan la misma convicción en su capacidad de auto moldearse y en su capacidad de alterar así el orden establecido. No obstante la ropa funciona diferentemente en cada historia personal. En los continuos movimientos geográficos y sociales narrados en sus Vidas, estos sujetos incorporan transformaciones sociales,
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políticas y culturales y tratan de excusar sus vulnerabilidades y fallos mientras resaltan sus éxitos y frustraciones a través de las ropas. En mi aproximación al análisis de las vestiduras tengo en cuenta el significado filológico, económico, político, moral y artístico del vestido en el periodo pero sigo una metodología diferente para explicar la subjetividad particular de cada Vida. El libro está dividido en tres partes. En la primera sección, ‘Autobiografía, identidad y ropa en el Siglo de Oro,’ examino cuestiones literarias y metodológicas: delimitación del género autobiográfico, concepto de la identidad en la época pre-moderna, problemática moral, política, económica y cultural de la moda en los siglos XVI y XVII y postulados teóricos para el estudio de la ropa. La segunda sección incluye el análisis de las novelas personales y la tercera el de las autobiografías históricas. En los apartados 4, 5, 6, 7 analizo la constitución del personaje pícaro masculino que pretende mejorar su humilde condición por medio de la manipulación de las apariencias. Tengo en cuenta el prototipo del género, El Lazarillo de Tormes (1554), donde el discurso de la ropa sirve sin duda de paradigma a las narrativas personales medio siglo más tarde. Las frecuentes transformaciones del aspecto de Guzmán de Alfarache se equiparan con una personalidad profundamente escindida y con un sujeto totalmente abyecto. Sus oscilaciones entre su querer pertenecer o su rechazar al grupo, entre reconocer las reglas y romperlas, entre pasar de incógnito o ser reconocido se expresan en numerosos cambios de identidad que consigue a través del vestido. Las teorías carnavalescas de Bakhtin me ayudan a explicar la función del roto aspecto de Pablos, el protagonista de La vida del Buscón. Si confrontamos su grotesca y fragmentada figura con el nuevo canon corporal de la clase aristocrática, concebido como un producto completo y acabado, queda claro que la aspiración de Pablos de convertirse en un noble es un acto imposible, fraudulento e inmoral que rompe la aceptada armonía basada en la desigual división social. Guitón, el héroe de la cuarta novela, sigue el molde de los personajes picarescos por su sentido de imitación y apropiación de apariencias en busca de medro pero la descripción de su aspecto es poco detallada y menos frecuente, dando como resultado un personaje muy superficial. El análisis de estas obras nos lleva a la conclusión de que el énfasis en las apariencias y en los recursos sartoriales contribuye a crear una subjetividad más rica y compleja que particulariza y da peso a los personajes. En los apartados 8 y 9 examino las protagonistas femeninas de una novela picaresca, La pícara Justina y de la autobiografía Vida i sucesos de la Monja Alférez, para probar como negocian en sus textos por medio de la ropa las constricciones de un género literario y de una sociedad que dificulta la libertad y la expresión personal de las mujeres. Utilizo la teoría de la mirada desarrollada por Laura Mulvey para explicar la erótica manipulación del vestido de la protagonista Justina en La pícara Justina. Esta teoría estipula que las apariencias de las mujeres tienen tradicionalmente un objetivo exhibicionista y que están codificadas para conseguir un fuerte impacto visual y erótico y
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poder atraer así la mirada masculina. Como consecuencia, las mujeres se convierten en objetos pasivos de los hombres, activos portadores de la mirada. Justina, paradójicamente usa la decoración de su cuerpo para ganar control de sí misma. Ciertamente manipula su aspecto para atraer a los hombres pero al mismo tiempo la pícara se convierte en una figura de basilisco, una metáfora del deseo, que envenena y ataca la mirada de sus víctimas por el poder de su propia mirada. Por su parte, Catalina de Erauso cruza las barreras de la división genérica por medio del vestido. Efectivamente, a los quince años se escapa de un convento y cambia su hábito de monja por el traje masculino que adopta para el resto de su vida. En su narrativa transgenérica Catalina supera diversas y complejas situaciones y retos con el propósito de perfeccionar el arte de transformarse y pasar por hombre. A través del vestido masculino la protagonista adquiere la categoría universal y una conciencia del yo que le garantiza la autoridad y el derecho de hablar. En los apartados 10, 11 y 12 estudio las Vidas de tres soldados, Alonso de Contreras, Miguel de Castro y Diego Duque de Estrada, que adoptan la ropa para mostrar sus éxitos y sus más profundas frustraciones. Alonso de Contreras cuenta la historia de un hombre que se construye a sí mismo y cuya progresiva separación de sus orígenes humildes se expresa en sus vestimentas. A lo largo de su vida observamos sus esfuerzos y estrategias por alcanzar diferentes puestos a pesar de los obstáculos sociales. La preocupación por sus apariencias, así como por la adquisición de símbolos de prestigio y estatus, acompaña la evolución humana, social y económica del protagonista. El traje en la Vida de Duque de Estrada responde, principalmente, a las demandas del grupo privilegiado en el que nace y crece. Sin embargo, en su apología del yo, las extravagantes prendas, disfraces y hábitos institucionales que viste funcionan para cubrir sus sentimientos de inferioridad, vergüenza, culpabilidad e impotencia. A través de estas manipulaciones sartoriales crea una imagen de sí mismo llena de dignidad, orgullo e inocencia que lo exonera de sus crímenes. Por último, Miguel de Castro proyecta su conflicto interno entre deseos subversivos y caóticos y su adherencia a la autoridad masculina e institucional por medio de negociaciones de la indumentaria. La inestabilidad de la personalidad del joven Castro, que se puede explicar a través de la teoría psicoanalítica, se revela en el texto en numerosos actos de desafío cuando se desnuda para satisfacer sus deseos sexuales que alternan con actos de sumisión cuando viste a sus superiores o se coloca la librea de los sirvientes. Los protagonistas de estas narraciones invierten un gran esfuerzo y reflejan una gran preocupación por su aspecto, bien sea por el placer del artificio característico del gusto barroco o por el intento de buscar la autenticidad personal. Lo cierto es que las apariencias son el locus y el nexo de variados conflictos y discursos en la construcción del yo pre-moderno. Por medio de ellas los diversos escritores expresan sus ansiedades privadas y las complejidades morales, económicas y sociales del momento que les tocó vivir. En su
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elaboración artística también proyectan su complacencia, sensualidad y fascinación por los vestidos. Diversos eruditos de la literatura del Siglo de Oro (Cruz, Ettighaussen, Friedman, Gómez Moriana, Johnson, Levisi, Maiorino, Maravall, Pope, Spadaccini, Talens, entre otros) han indicado la necesidad de explorar el importante papel del fondo social, cultural e histórico de las narraciones autobiográficas y de las novelas picarescas y de examinar la tensión interna y la ambigüedad de los protagonistas de estas Vidas que dinámicamente se confrontan a una sociedad estancada. Es mi deseo que este libro, donde examino el componente crucial del vestido en la construcción del sujeto autobiográfico español en el Siglo de Oro, pueda contribuir al fecundo diálogo crítico sobre estas obras.1
1 Existen numerosos trabajos recientes que analizan el tema de las ropas en diversas obras del Siglo de Oro y en particular en el teatro hispano clásico. Con la conciencia de que dejo sin nombrar estudios valiosos, recuerdo los trabajos de Ashcom 1960, Bravo Villasante 1976, Gingras 1985, Miguel Herrero 1945, 1948, M. Joly 1977, Martínez Latre 1994, Oriel 1994 y Romera Navarro 1934. Sobre la documentación de la moda española en los siglos XVI y XVII son de gran utilidad los textos de Ruth M. Anderson 1979, Hispanic Costume 1480–1530, la Historia del traje de Dalmau y Soler 1947, y los exhaustivos estudios documentales de Carmen Bernis, en particular su obra más reciente, El traje y los tipos sociales en El Quijote (2001).
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La autobiografía en el Siglo de Oro La justificación de nuestras ficciones es que no podemos escoger el no tenerlas o construirlas ya que nuestras pretensiones de identidad y de individualidad tienen un carácter ficticio, algo que imponemos, o que intentamos imponer, en el mundo (David Thorburn) It is only shallow people who do not judge appearances. The true mystery of the world is the visible, not the invisible (Oscar Wilde) El florecimiento del género autobiográfico en los siglos XVI y XVII está conectado con una mayor conciencia de la individualidad. La creación del individualismo frente al control social en el Renacimiento es un concepto sociológico formulado entre otros por Jacob Burkhardt (La cultura del Renacimiento en Italia, 1860) y Alfred von Martin. Éste último señala un fenómeno que ya se hace evidente en obras como La Celestina, el hecho de que las relaciones basadas en el dinero reemplazan a las basadas en obligaciones personales y, como consecuencia de este cambio, la identidad personal es el producto de la clase económica del individuo y de su conciencia de conflicto con otras clases.1 Aunque el individuo adquiere mayor autonomía, la creación de la individualidad es, no obstante, problemática en el siglo XVI por existir una tensión entre elementos de continuación de la cosmología medieval que conviven con la subjetividad y el antropocentrismo renacentista. Tensión que se manifiesta en las obras del Siglo de Oro en una flexibilidad, o ambigüedad, que las acerca en cierta forma a nuestra presente sensibilidad post-moderna, que tiende a aceptar múltiples realidades.2 Por otro lado, hay que advertir las presiones institucionales y normas sociales que minan la capacidad del individuo en el Renacimiento para libremente crearse a sí mismo, como reconoce Stephen Greenblatt.3 La formación de la
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Ronald F. E Weissman, ‘The Importance of Being Ambiguous’ 269. Véase Hans Ulrich Gumbrecht, ‘Cosmological Time’ 318–19. 3 Así explica Greenblatt el fenómeno: ‘there is considerable empirical evidence that there may well have been less autonomy in self-fashioning in the sixteenth century than before, that family, state and religious institutions impose a more rigid and far-reaching discipline upon their middle-class and aristocratic subjects. Autonomy is an issue but not the sole or even the central issue: the power to impose a shape upon oneself is an aspect 2
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individualidad está conectada, añade el crítico, con la impresión de que la identidad humana, es decir, el conseguir una particular apariencia física y crearse una personalidad distintiva, es un proceso artificioso y manipulable (Renaissance 2). El auto-hacerse depende pues de la cultura, ya que necesita modelos y se basa en la capacidad de imitación, y es por eso que, según Greenblatt (1980), ‘self-fashioning is in effect the Renaissance version of these control mechanisms’ (3).4 El discurso del yo en el Siglo de Oro, que manifiesta esas ambigüedades y tensiones en la creación de la individualidad, ha planteado específicos problemas teóricos concernientes a su origen, definición, forma, relación entre ficción e historia y noción de subjetividad. La autobiografía es un género literario establecido con una larga historia en la civilización occidental que ofrece las condiciones para su desarrollo: una conciencia de la singularidad e importancia humana y un concepto linear de la historia (Gusdorf, ‘Conditions’ 1980, 28–31). Sin embargo, la conocida definición del género que elaboró Philippe Lejeune en 1975 en Le Pacte autobiographique, ‘una narración retrospectiva en prosa, escrita por una persona real sobre su propia existencia, cuyo foco es su vida individual, en particular la historia de su personalidad,’ se manifiesta especialmente controvertida para estudiar este periodo ya que excluye la gran cantidad de narraciones anteriores al siglo XVIII que no se centran en el desarrollo de la personalidad.5 Preferimos la definición de Jean Molino (1980), una narración retrospectiva que una persona real hace de una parte de su existencia [‘un récit rétrospectif qu’une personne réelle fait d’une partie de son existence’ (115)] por ser más flexible y abarcar muy diferentes manifestaciones verbales del yo. La curiosidad del individuo por el examen de sí mismo se intensifica durante el Renacimiento en Europa debido a los logros económicos, artísticos y científicos, al desarrollo de las nacionalidades y a otros cambios políticos causados por las conquistas y expansiones territoriales. Estos cambios impulsan sentimientos de independencia, de heroismos y de grandezas personales y colectivas que se manifiestan en el desarrollo de la historiografía (testimonios de nacionalismos), biografías ejemplares, autorretratos y autobiografías (Gusdorf 31–2; Molino 117–118). Otras circunstancias colaboran en el auge del género. La difusión de los espejos de vidrio en el XVI que revelan la
of the more general power to control identity – that of others at least as often as one’s own’ (Renaissance 1). 4 Refiriéndose al problema del control cultural en términos de la formación del sujeto Anthony Cascardi afirma que existe otro tipo de auto control como resultado de la internalización de la autoridad en el sujeto moderno, según las premisas que expone Baltasar Gracián (‘The Subject of Control’ 237). 5 ‘Retrospective prose narrative written by a real person concerning his own existence, where the focus is his individual life, in particular the story of his personality’ (On Autobiography 4).
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alteridad del ser, la tradición cristiana difundida en los profusos tratados morales y religiosos que abogan por el examen de conciencia y el sentimiento de nueva libertad de agencia humana contribuyen sin duda a aumentar el interés por la introspección personal. El apogeo de la autobiografía, al contrario de la biografía, testimonia el surgimiento de nuevos modelos de subjetividad ya que expone la vida privada de sujetos humildes, lo cual implica una especie de revolución espiritual y social (Gusdorf 31; Sánchez y Spadaccini ‘Revisiting’ 1996, 292). Las narraciones del yo se relacionan con la importancia que se da en el momento al conocimiento experimental, a lo que se ha visto o vivido y a la necesidad de certificar la verdad de esta experiencia. El foco en las vivencias personales, junto con la idea de que cualquier vida, por humilde que sea, es digna de contarse, caracteriza en España las narrativas picarescas en primera persona así como las Vidas de soldados que cuentan sus experiencias con la intención de justificarse, de maravillar o de ser remunerados (Spadaccini y Talens, ‘The Construction’ 1988, 12). Estas narraciones también emergen a raíz de las crisis económicas y representan nuevas actitudes que confrontan y cuestionan la distribución de la riqueza (Sánchez y Spadaccini, ‘Revisiting’ 293). A pesar de la humildad de la voz narradora, en estas obras el yo narrador se reviste de autoridad y conocimiento, bien como estrategia de auto-defensa o de apología del yo (Lázaro o Contreras), bien en la confesión del convertido o del desengañado (Guzmán y Duque de Estrada), o para disculpar vidas que exceden las expectaciones sociales como en el caso de Catalina de Erauso. Molino afirma que el amplio corpus autobiográfico en España coloca al país entre los primeros en la historia de la autobiografía europea y el lugar donde se constituye la autobiografía moderna (125). Las primeras autobiografías conocidas en castellano son las narraciones de dos mujeres del siglo XV, Leonor de Córdoba y Teresa de Cartagena.6 No obstante, la publicación de El Lazarillo de Tormes en 1554 y de El libro de la vida de Teresa de Avila en 1562 ofrecen a mediados del siglo XVI dos modelos de narración personal con profundas repercusiones en la vertiente de la ficción picaresca y en el género de la confesión espiritual.7 A finales del XVI y durante la primera 6 La autobiografía de Leonor de Córdoba está publicada por Manuel Serrano y Sanz, Apuntes para una biblioteca de escritoras españolas desde el año 1401 al 1833, 2 vols. (Madrid: Sucesores de Rivadeneyra, 1903 y 1905. Ed. facsímil, Madrid, 1975). La de Teresa de Cartagena, Arboleda de los enfermos y Admiraçión operum Dey, por Hutton Lewis J. (Madrid: Anejos de la Real Academia Española, 1967). Ha sido traducida al inglés por Dayle Seidenspinner-Núñez, The Writings of Teresa de Cartagena (Cambridge: Boydell, 1998). Véanse los estudios de Juárez (‘Autobiografías de mujeres’ y ‘The Autobiography’). 7 Entre los numerosos trabajos sobre la autobiografía espiritual escrita por mujeres se encuentran los de Electa Arenal y Stacey Schlau (1989, 1990), Darcy Donahue (1989), Kristine Ibsen (1999), Kathleen A. Myers (1993), Carole Slade (1995), Ronald E. Surtz (1995), Sherry Velasco (2000) y Alison Weber (1990).
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mitad del XVII aparecen muchos relatos de soldados y aventureros que se escriben paralelamente y que se contaminan por las fórmulas de representación del yo afines a la picaresca y a la confesión. Tanto las narraciones ficticias en primera persona como las históricas siguen patrones estructurales comunes y muestran mutuas influencias temáticas. Las autobiografías de la época son textos híbridos que testimonian una necesidad de expresión de la individualidad característica de la época pre-moderna, que se pierde o cambia en épocas posteriores.8 También tienen una importante función en el impulso de la novela moderna europea (Alicia Yllera). Las características de las autobiografías del Siglo de Oro muestran la visión particular del mundo y del individuo que se tiene en la época. Las narraciones laicas se centran más en la narración de los eventos externos que en la meditación de sentimientos amorosos (relegada a otras formas literarias como la poesía lírica). El análisis psicológico se confina sobre todo a la autobiografía religiosa, ya que la tradición ascética y mística ofrece a sus autores amplios instrumentos de introspección (Molino 130). Al no haber patrones específicos de narraciones autobiográficas, estos relatos siguen diferentes formas (memoriales, curriculum vitae, libro de razones, cartas, confesiones, examen de conciencia, interrogatorios, testamentos, etc.) y pautas literarias, como los itinerarios de las novelas de caballería o las narraciones picarescas, las cuales responden a la misma experiencia contemporánea en una incesante dialéctica de influencias (Molino 133).9 En estas autobiografías se delinea la identidad por otros medios diferentes al desarrollo de la personalidad íntima estipulados por Lejeune. Margarita Levisi resalta las diversas estrategias, como el uso del diálogo o de diferentes niveles estilísticos, usadas en las autobiografías de soldados para transmitir al lector la visión de sí mismos y la historia de su individualidad (Autobiografías 1984,
8 La mayoría de los estudiosos del género señalan la mezcla de elementos ficticios e históricos en estas obras. Los estudios y colecciones más conocidos de las autobiografías históricas del Siglo de Oro son los de M. Serrano y Sanz, Randolph Pope, José María de Cossío, Margarita Levisi y Nicholas Spadaccini y Jenaro Talens. Consúltense además Beverly S. Jacobs Life and Literature in Spain; L’Autobiographie dans le monde hispanique; L’Autobiographie en Espagne; José Romera, et al (eds), Escritura Autobiográfica y Rainer H. Goetz, Spanish Golden Age Autobiography. 9 No es mi intención exponer aquí las características de la novela picaresca que ya han sido estudiadas por numerosos expertos. Recuérdense los estudios clásicos de Claudio Guillén, ‘Toward a Definition of the Picaresque’ y ‘Genre and Countergenre: The Discovery of the Picaresque’ en Literature as a System. Entre otros muchos, están también: Bataillon, Novedad; Maravall, La literatura picaresca; Ayala, ‘Formación del género “novela picaresca” ’; Rico, La novela picaresca; Lázaro Carreter, ‘Para una revisión;’ Sobejano, ‘El coloquio’ y, más recientemente, Rey Hazas, La novela picaresca; Dunn, Spanish Picaresque y Jauralde Pou, La novela picaresca. Las heroínas picarescas han sido estudiadas por Friedman, The Antiheroine’s Voice. Véanse más adelante las referencias bibliográficas específicas para los textos analizados.
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19; ‘Golden Age’ 1988, 115). Por nuestra parte creemos, de acuerdo con Gómez Moriana, que la autobiografía es un discurso más entre la multitud de discursos de la sociedad que la produce, lo cual supone que un entendimiento más completo de la individualidad expuesta en esos textos debe incorporar un entendimiento de los discursos sociales y del contexto cultural (‘Narration’ 1988, 44). El análisis del discurso de la ropa inscrito en el texto nos ofrece información adicional tanto en el aspecto individual como social de los sujetos de las autobiografías áureas. En el pacto autobiográfico de Lejeune se insiste en el principio de sinceridad del enunciador, en la capacidad de los destinatarios de verificar los hechos, así como en el requisito de que el autor, narrador y protagonista sean la misma persona. Ahora bien, según Gusdorf, la autobiografía es una construcción artística y la verdad de los hechos se subordina a la verdad individual de la persona que dialoga consigo misma. Por eso su significación hay que encontrarla más allá de la verdad o falsedad. Es sin duda un documento de una vida pero también una obra de arte, y esta función artística y literaria es de mayor importancia que la histórica u objetiva (‘Conditions’ 1980, 38, 43). Por su parte, Spadaccini y Talens afirman que la ‘vida’ o el relato no existe fuera del texto. El yo es un signo vacío que se refiere a su propio discurso más que a una realidad externa. Sólo tiene sentido a través de la inscripción en el discurso como referente y referido, es decir, asume su realidad a través del lenguaje: ‘Through the act of enunciation not only does the subject construct itself and the world as object, but thanks to a series of textual elements, it locates the text in a context which it also constructs’ (‘Introduction’ 1988, 11). En efecto, el texto construye al individuo y este texto es a su vez construido por el contexto. Del mismo modo Darío Villanueva cree que ‘la autobiografía como género literario posee una virtualidad creativa, más que referencial’ (poiesis/mimesis) y que dentro de los géneros literarios, la autobiografía vendría a representar la función del estadio del espejo (‘Realidad’ 1993, 23). Se debe cuestionar el pacto de comunicación sincera entre el autor y el lector por múltiples razones. La sinceridad es relativa en el sentido que toda relación autobiográfica es una construcción retórica donde el autor explica su situación presente a través de la reconstrucción del pasado. No en vano los críticos del género lo describen por medio de sus diferentes figuras retóricas dominantes: la prosopopeya para Paul de Man, la metáfora para James Olney, el apóstrofe para Angel Loureiro y la paradoja para Darío Villanueva. Aparte del subjetivismo y visión parcial en la reconstrucción de una vida, lo que Sánchez Blanco llama ‘un juego trágico de disfraz, ocultación y disimulo’ (‘El marco’ 1986, 130), y de la incapacidad de conocerse a sí mismo, como ha mostrado el psicoanálisis, hay que tener en cuenta que el sujeto se forma también a través de la relación con los otros, dentro y fuera del texto. Ciertamente en la autobiografías del Siglo de Oro la concepción del yo se liga más al contexto social, se define por la relación del sujeto con los otros y con Dios (Sánchez Blanco 129–130; Molino 135). Por un lado, el discurso
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del yo se conforma a la índole de los narratarios y lectores a los que dirige su relato y, dentro del texto, a la imagen de sí mismo que el protagonista cree ver reflejada en las respuestas de los individuos con los que se relaciona. Además el acto de la auto-presentación está enmarcado y predeterminado por las instituciones sociales y constreñido por los discursos oficiales en el que se sitúa el sujeto, discursos que llegan a interiorizarse (Gómez Moriana ‘Narration,’ 49). Terry Eagleton afirma que la forma seleccionada por los autores ya está circunscrita ideológicamente: ‘The language and devices a writer finds to hand are already saturated with certain ideological modes of perception, certain codified ways of interpreting reality’ (Marxism 1976, 26–7). Por otro lado, el lector también interviene en la construcción del significado de la experiencia autobiográfica, que interpreta desde su propias vivencias. Spadaccini y Talens, basándose en las nociones que desarrolla Umberto Eco (1979), en The Role of the Reader, recuerdan que el lector, al reconocer tópicos, núcleos temáticos y amalgamas semánticas (isotopias), crea una regularidad que fija los límites y las condiciones de la coherencia textual (‘Introduction’ 20–1). Estos estudiosos piensan que la diferencia entre la ficción y la no-ficción se encuentra en el efecto pragmático en el lector y nunca es una cualidad interna de la narración misma. Lo ficticio y lo no-ficticio tienen una misma condición pues, aunque su referente es exterior al discurso, nunca lo encontraremos fuera del discurso (‘Introduction’ 33). Fredric Jameson afirma que la historia nos es inaccesible, excepto en la forma textual: ‘history is not a text, not a narrative, master or otherwise, but that, as an absent cause, it is inaccessible to us except in textual form, and that our approach to it and to the Real itself necessarily passes through its prior textualization, its narrativization in the political unconscious’ (Political Unconscious 1986, 35). Por su parte Villanueva señala la dificultad de establecer diferencias de estatuto entre la autobiografía y la novela autobiográfica porque desde la perspectiva del lector ‘una autobiografía propiamente dicha y una autobiografía ficticia no constituyen fenómenos literarios diferentes’ (‘Realidad’ 24, 26). Ya Lejeune (1989), en su Autobiography in France, había comentado que a nivel de análisis no existe ninguna diferencia entre la autobiografía real y la novela autobiográfica (On Autobiography 13). Finalmente, las intertextualidades y mezcla de discursos en la novela picaresca y en los textos autobiográficos es un hecho que dificulta la separación tajante entre los dos géneros (Ettinghausen, ‘Introducción’ Comentarios,18–20 y ‘The Laconic’ 1990, 204).10
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El hibridismo y las relaciones intertextuales de estas obras han sido notados por muchos críticos, entre otros Esteban, ‘Introducción’ 12; Levisi, Autobiografías 45–56 y ‘Las aventuras’ 136; Molino, ‘Stratégies’ 133; Pereira, ‘Soldadesca’ 355; Pope, La autobiografía 237–8; Rima de Vallbona, ‘Introducción’ 8–9; R. López, ‘Autobiografías’ 284 y Spadaccini y Talens, ‘Introduction’ 31. Para los elementos autobiográficos en las novelas picarescas véase McGrady, Mateo Alemán; Haley, Vicente Espinel; Spadaccini y Zahareas, así como Carreira y Cid, en la introducción de sus respectivas ediciones, estudian el caso del Estebanillo González.
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En cuanto al requisito del autor real para la autobiografía histórica (definición de Molino) habría que pensar que no sólo el autor de las novelas picarescas se transparenta en sus obras, como se observa en el caso de Mateo Alemán, sino que la misma identificación entre el autor, narrador y protagonista se hace problemática en las narraciones del yo no ficticias. Se duda, por ejemplo, si la propia Catalina de Erauso escribió su relato o si éste fue elaborado por alguien que conocía su vida de cerca. Aún no se sabe tampoco en qué categoría encajar textos como Marcos de Obregón o Estebanillo González. Hay que tener en cuenta que en todas estas obras el autor es una construcción retórica y lo que interesa es más bien alcanzar una coherencia narrativa interna verosímil.11
Vestidos, modas y disfraces en la representación del yo En las autobiografías del Siglo de Oro, el vestido es un lenguaje de autorepresentación que refleja las cambiantes y conflictivas posiciones existenciales de los protagonistas, así como los intercambios con sus circunstancias sociales, culturales e históricas. Las apariencias son también estrategias textuales adoptadas por los narradores para expresar su posición ética hacia los demás en su apología. Si se toma como metáfora, la ropa ilumina la complejidad del acto autobiográfico, en el cual las subjetividades creadas manifiestan deseos profundos, necesidades psicológicas y emociones contradictorias. En efecto, los vestidos y decoraciones son materiales culturales y prácticas sociales llenos de sentido simbólico. Pero sus códigos evocan signos en continuo proceso de una forma alusiva, ambigua e incoativa. Estos significados apoyan estructuras sociales jerárquicas basadas en clasificaciones del cuerpo tales como la edad, clase, estatus, etnia y género. El vestirse es también un acto creativo que expresa nuestra personalidad y el papel al que aspiramos o buscamos representar, pero es un acto imbuido de ambivalencias y ambigüedades. Por consiguiente, en el texto literario el análisis de la ropa debe ser entendido de una forma dialógica y sugestiva. La ropa es un testimonio del componente histórico y de las prácticas sociales, culturales y políticas, al mismo tiempo que revela la conducta ética y sugiere pensamientos y sentimientos internos de los protagonistas. Thomas Carlyle (1937), a través de su personaje Teufelsdröckh en Sartor Resartus, afirma que la sociedad está fundada y avanza a través de la infinitud de las Ropas y que todos los intereses del ser humano se cosen, se unen y se apoyan en ellas: ‘are all hooked and buttoned together, and held up, by Clothes [. . .] society sails through the Infinitude of Cloth’ (51). Si como
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Sobre la función del autor en estas obras, véanse los trabajos de Spadaccini y Talens (‘Introduction’ 30–1) y Friedman (‘The Picaresque’ 120–21).
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señala Carlyle el papel de la ropa es el cimiento de los individuos y de la sociedad, no nos puede extrañar la índole interdisciplinaria y los diferentes ángulos desde los que se ha estudiado. La ropa es simultáneamente un tema económico, estético, social y psicológico e involucra fácilmente diversas disciplinas: arte, historia del diseño, sociología, antropología (Haye y Wilson 1999, 1; Horn y Gurel 1981, 4).
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El discurso sartorial durante el Renacimiento Importancia económica de la ropa La historia del vestido y de la moda implica una industria económica y un consumo. La fabricación de textiles, el tráfico de telas, materiales y pigmentos, la industria manual o mecánica de la construcción de trajes y el mercado de oferta y demanda conforman una red multinacional de relaciones económicas esenciales en las civilizaciones humanas. Es un hecho que en la civilización occidental la moda está conectada con el desarrollo del comercio a partir de finales del siglo XIV y con los cambios sociales que impulsa la nueva economía. Es cierto también que, tanto en España como en Europa, el floreciente comercio se basa mayormente en la producción e intercambio de tejidos (Domínguez Ortiz 1973, 137). No obstante, las actividades de transacciones comerciales conviven con el más antiguo sistema del regalo de las sociedades pre-industriales, es decir con el viejo orden económico y social. En este sistema los vestidos tienen un gran valor económico y simbólico y se transmiten a través de regalos y de trueques, como nos recuerdan Haye y Wilson: ‘it is important to remember how valuable garments once were, items to be handed down from masters to servants, or, via a will, from one generation to the next, or used as items of exchange and barter’ (6). Marcel Mauss (1990), en su clásico trabajo The Gift, afirma que el intercambio de regalos en las sociedades más primitivas es una práctica básica para la formación de las relaciones sociales y la articulación de las instituciones dominantes (IX). Cada regalo exige o crea obligaciones de reciprocidad, es decir, instituye la noción de crédito (36). Los regalos ni se dan libremente ni son desinteresados, todos exigen un contra-servicio, como por ejemplo pagar con favores o conseguir alianzas. A través de estos regalos se establece un sistema de jerarquía entre jefes y vasallos (73–4). Arjun Appadurai (1986) resalta que existe un espíritu común entre el regalo y la circulación comercial de productos, pues ambas prácticas responden a cálculos interesados. Los intercambios comerciales son los que dan valor a las cosas: ‘Economic exchange creates value. Value is embodied in commodities that are exchanged’ (3). Por otro lado Georg Simmel, en The Philosophy of Money, asegura que el valor no es una propiedad inherente de los objetos sino un juicio arbitrario y cambiante hecho sobre los objetos por los sujetos. Para Simmel los objetos no presentan la dificultad de ser adquiridos debido a su valor, sino que cobran
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valor precisamente cuando se resisten a nuestro deseo de poseerlos: ‘we call those objects valuable that resist our desire to possess them’ (67).1 Appadurai enfatiza que mientras que en las sociedades más primitivas el sistema estamental se protege y reproduce restringiendo equivalencias e intercambios en un universo de productos más estable, en el sistema de la moda en sociedades complejas lo que se restringe y controla es el gusto en un universo de productos constantemente en cambio. Por eso, en sociedades como las europeas de los siglos XVI y XVII, dedicadas a estabilizar la ostentación del estatus en un contexto de explosión de productos comerciales, las leyes suntuarias han funcionado como un medio de regular el consumo. En estas sociedades, los comerciantes tienden a ser los representantes sociales de la liberalización de intercambios y de la introducción de nuevos productos y nuevos gustos en contra del inmovilismo de las elites políticas. Diversos estudios sobre la Europa pre-industrial demuestran que el impacto de la moda y la intensificación de la demanda de productos de todo el mundo señala el final del estilo señorial al estimular el intercambio y manufactura capitalista, especialmente en los sectores geográficos más urbanizados. Así pues, el gusto, la demanda y la moda, es decir el valor de las cosas, son centrales para explicar el origen del capitalismo occidental y la ideología del Renacimiento en Europa. La moda se basa en una valoración de nuevas mercancías que cambian el gusto y que se origina últimamente en el movimiento producido por el intercambio internacional.2 Dado el valor de la moda en el mundo cambiante de las sociedades occidentales pre-modernas podemos entender que el motivo de las ropas sea un constituyente esencial en las autobiografías del Siglo de Oro, puesto que en ellas se reproduce una noción de subjetividad estrechamente relacionada con la idiosincrasia del periodo en el que las apariencias moldean el cuerpo social e individual. Según Jones y Stallybrass (2000), ‘clothes in the Renaissance, mold and shape subjects both physically and socially, to constitute subjects through their power as material memories’ (2). En el ámbito precapitalista, la ropa es un mundo vestido, un mundo de relaciones sociales que se lleva en el cuerpo, ‘is a worn world: a world of social relations put upon the wearer’s body’ (3). Pero el concepto de la moda como moldeadora del cuerpo personal entra en conflicto con la idea de moda como cambio. Greenblatt conecta el fenómeno de la moda con la mayor conciencia de control en la formación de la identidad humana (Renaissance 1980, 2). La moda es un fenómeno conectado en Europa con el aumento del comercio, el empuje de la clase media y las prácticas del trueque de ropas como materiales culturales dispensables e intercambiables. Estas prácticas culturales legitiman
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Citado por Appadurai 3. En esta sección he resumido las ideas de Appadurai 25–38.
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durante los siglos XVI y XVII la autonomía individual para determinar la apariencia personal y adquirir el poder simbólico necesario para obtener y sostener un puesto y una posición en un grupo.
La ropa y los discursos legislativos La creciente capacidad individual de auto-transformación se confirma en la cantidad de leyes suntuarias que desde el siglo XV al XVII intentan regular en Europa el consumo y uso de vestidos y decoraciones de lujo. Estos géneros de lujo son productos cuyo principal uso es retórico y social, pues encarnan signos que responden a necesidades políticas (Appadurai 1986, 38). Alan Hunt (1996) indica que el fenómeno de la regulación jurídica de las apariencias está íntimamente ligado a la crisis de las sociedades pre-modernas y al intento de gobierno y regulación de los cambios. Las ansiedades que emergen durante la expansión del comercio y del consumo revelan las inversiones tantos económicas como emocionales en la construcción de la auto presentación. Las leyes suntuarias se conectan estrechamente con la historia de la subjetividad ya que el objetivo es siempre la regulación de la presentación del yo, especialmente de las apariencias personales relacionadas con la ropa (xvi). En el borde entre el viejo mundo y el nuevo, responden a las más distintivas características de la modernidad: urbanización, emergencia de las relaciones de clases sociales y construcción de las relaciones genéricas. Con ello surge la preocupación, no tanto por preservar el orden jerárquico, sino por ‘reconocer’ a los otros. Las regulaciones suntuarias son proyectos para el gobierno del consumo y de la presentación del yo y se relacionan con el emergente concepto de ciudadano que antecede a la lucha por la democracia representativa. Reflejan no sólo crisis económicas o morales sino también tensiones estructurales profundas en la forma de relaciones de clase, género y categoría social (Hunt 7–13). Las leyes suntuarias se conectan con las polémicas simbólicas en torno al reconocimiento de la propiedad y de las apariencias y conductas, crisis producida por los cambios sociales (paso de relaciones feudales a capitalistas) y por el aumento de los núcleos urbanos: ‘It is precisely the capacity to assert and deny social recognition that lies at the heart of all those forms of regulation, including sumptuary laws, that have addressed this relation between being and seeming, with all its capacity for misreading, misrepresentation and the pretence of those whom Bourdieu calls the “pretentious pretenders” ’ (Hunt 1996, 13). En España, como en el resto de Europa, las pragmáticas suntuarias son frecuentes a partir del reinado de los Reyes Católicos y se acentúan en particular durante el siglo XVI y principios del XVII (Lalinde 1983, 587). Estas regulaciones constatan las ansiedades económicas y sociales del país. Preocupa la introducción de géneros y novedades extranjeras por el perjuicio que pueden causar a la economía nacional. Así lo comenta P. Mercado en una relación de 1568 refiriéndose al empuje de los mercaderes en Sevilla y a
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la abundancia del dinero en los tratos: ‘De modo, que qualquiera mercader caudaloso trata el día de hoy en todas partes del mundo, y tiene personas, que en todas ellas le correspondan, den crédito y fe á sus letras, y las paguen, porque han menester dineros en todas ellas.’3 Las novedades introducen desorden e invenciones en los trajes que alteran los usos nacionales a partir de la época de Felipe II. Las pragmáticas, mientras intentan preservar el orden tradicional, documentan al mismo tiempo el vestido de la época pues insertan meticulosas descripciones de telas, piezas, adornos lujosos, joyas y forma de los vestidos que se prohíben (o se permiten). También contribuyen a la construcción del género sexual y de la diferenciación social, que implica la discriminación de las mujeres y de los grupos menos valorados. A partir de 1590, las pragmáticas muestran la obsesión por el reconocimiento de las personas y de su calidad social así como las ambigüedades inherentes a la indumentaria. Por ejemplo, se prohíbe frecuentemente el estilo de las tapadas y el uso de los velos pues, aunque la costumbre de ocultarse con el manto hace superfluos muchos de los adornos y apoya la decencia femenina al cubrir el rostro, pecho y manos, con tal disfraz se teme que las mujeres puedan burlar la vigilancia masculina.4 A las prostitutas no se les permite mostrar ciertas ropas o lujos en público y a veces se las marca con prendas de colores o tejidos distintivos (Lalinde 599–600; Perry 1978, ‘Lost’). En las Ordenanças reales de Castilla, recopiladas por Alonso Díaz de Montaluo, nuevamente glossados por Diego Pérez (Salamanca, 1560, cols. 160–1), se lee que ‘todas las mancebas de los clerigos . . . trayan agora, y de aqui adelante cada vna dellas por señal vn prendedero de paño bermejo tan ancho como tres dedos encima de las tocas publico, y continuamente’ (citado por Woods 1979, 593). Con referencia a los hombres, preocupa sobre todo regular el cuello (premática de 1593). La legislación apoya las divisiones sociales a través de la regulación de distintivos infamantes o racialmente discriminatorios y de las posesiones y consumo ostentoso de los símbolos de las altas clases, que además de la ropa incluyen coches, carrozas, lacayos (premáticas de 1578 y 1593), muebles y adornos interiores de las casas (premática de 1600). Por ejemplo, en las Cortes de Madrid de 1588 se presenta una petición para que se prohíba el uso de los coches tirados por cuatro caballos a los grupos menos poderosos, entre otras razones ‘por la ocasion que han dado para que los que no los pueden sustentar, usen de tantas y tan diversas invenciones’ (Sempere 88). Las leyes intentan contener un exceso de consumo no visto en los siglos anteriores, al 3
Suma de tratos, y contratos, lib. 4, cap. 3. Citado por Sempere y Guarino 72. La controversia de los velos en España es mencionada por Cruz (‘Sexual Enclosures’ 139), Perry (Gender 150–51) y Tomlison y Welles (‘Picturing’ 75–6). El libro de Leon Pinelo, Velos antiguos i modernos en los rostros de las mujeres, sus conveniencias i daños (Madrid: Juan Sánchez, 1641) testimonia la preocupación social por esta prenda. El velo despierta una polémica similar en Italia (Hunt 223). 4
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mismo tiempo que las frecuentes revocaciones de anteriores prohibiciones certifican la progresiva adaptación social a novedades que se integran y generalizan en el uso común. La conexión de las ropas con discursos moralizantes, nacionalistas y económicos se observa en diversos testimonios contemporáneos. Sancho de Moncada (1619) apunta el alza del valor de la ropa cuando afirma que el vestido de un hombre valía comúnmente doscientos o trescientos ducados.5 Pedro Fernández Navarrete (1612) se queja del abuso extraordinario de joyas, profusión en los edificios y muebles y sobre todo de la gran mutabilidad de las modas en los vestidos ‘no habiendo en los españoles trage fijo, que dure un año (Conservación 520).’ Para Navarrete, el que las personas jerárquicamente inferiores se equiparen en sus posesiones y ostentación a las personas con títulos es un síntoma de debilidad moral y económica del pueblo: ‘trayéndose asimismo otros mil impertinentes adornos con que la astuta prudencia de extranjeros va afeminando el valor de los españoles y sacando juntamente toda la riqueza de España.’6 Mary Elisabeth Perry afirma que en España las leyes suntuarias, aunque intentan controlar las aspiraciones de la clase burguesa adinerada, afectan negativamente a las mujeres trabajadoras en las industrias textiles, ya que la prohibición del uso de telas de seda y de brocados redujo los trabajos accesibles a estas mujeres (‘ “Lost Women” ’ 1978, 202). Lo que se evidencia es que en España, como en Europa, el fenómeno de la moda y de las apariencias, tanto a nivel individual como social, provoca en el periodo pre-moderno preocupaciones económicas, fervores morales y ansiedades políticas. El hecho es que una nueva gran parte de la población tiene acceso al consumo de productos restringidos antes a una minoría, al mismo tiempo que, gracias a la movilidad de la población y a la anonimia de las ciudades, se dificulta el control de géneros de consumo de gran carga simbólica.
Discursos moralizantes y satíricos Paralelamente a los discursos legislativos, la ropa forma el objeto básico de discursos religiosos y moralistas sobre el lujo en la edad pre-moderna. La crítica del lujo apunta a ansiedades conectadas con la idea de la ruina económica, moral y sexual. La ostentación se percibe como la causa de maldades personales y sociales. También se asocia con imágenes de feminidad y debilidad frente a la frugalidad, fortaleza y masculinidad (ver cita de Navarrete arriba), con la amenaza del equilibrio social y del orden divinamente natural y con los pecados del orgullo – apariencia personal – y de la envidia (Hunt 77–84). Las
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Restauración política de España, Disc. I, cap. 13, 113. Conservación de Monarquías, y Discursos políticos sobre la gran Consulta que el Consejo hizo al Señor Rey Don Felipe III. Disc. 35, 525 (Sempere 108–10). Consúltese también Domínguez Ortiz, Orto, 80. 6
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arengas en contra del lujo forman el fondo del mito de la Edad de Oro, usado por escritores como Cervantes y Quevedo, para contrarrestar una imagen nacional de España frugal y fuerte en contraste con la suntuosidad de los enemigos (moros) o con la debilidad y feminización infiltradas a través de las novedades en el presente.7 Es obviamente un discurso que emana de la crisis histórica. La crítica moralizante se asienta en la contradicción del papel de la moda en la cultura renacentista que muestra al mismo tiempo culpabilidad sexual y su subversión. En este periodo las vestiduras expresan los pecados del orgullo (riqueza y rango) y de la vanidad por su sensualidad y belleza. Pecados que, tanto religiosos, como pensadores y moralistas, se dedican a denunciar con descripciones tan detalladas y vívidas que uno empieza a sospechar su propio deleite (Wilson 1981, 21). Lina Rodríguez Cacho (1989) examina la reacción en moralistas y escritores satíricos españoles frente a esta situación histórica en la que el desarrollo del lujo, la moda y el consumo afecta a todos los estamentos y condiciones sociales (195). La obsesión por controlar las apariencias se convierte en un tópico frecuente en los sermones y en la literatura satírica de los siglos XVI y XVII.8 Numerosos frailes y religiosos acusan en confesionales y en tratados específicos la preocupación por los vestidos, basándose en razones éticoreligiosas que arrancan desde San Agustín. Esta actitud ascética cristiana se basa en la dicotomía cuerpo/alma y en el desprecio de bienes y placeres temporales y corporales en favor de la salvación del alma. En esta tradición hay que destacar la influencia de Erasmo de Rotterdam y ‘de la filosofía neoestoica que llevó a criticar toda valoración de la apariencia sobre el ser’ (196). La crítica recae especialmente en el carácter erótico del atavío femenino y en los intentos de controlar la sexualidad femenina a través de las apariencias honestas. En la misma línea se colocan los conocidos discursos de Juan Luis Vives y Fray Luis de León.9
7 Véanse Miguel de Cervantes, Don Quijote I, 11 y Francisco de Quevedo, ‘Epístola satírica y censoria.’ 8 De acuerdo con Rodríguez Cacho, los textos son muy abundantes. Entre ellos la estudiosa destaca los sermones de Fray Francisco de Osuna, Norte de los estados; Fray Diego de Yepes, Discurso de varia historia; Fray Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, De vestir y de calzar. Tractado provechoso que demuestra cómo en el vestir e calzar comúnmente se cometen muchos pecados y aun también en el comer y en el bever (finales del XV, ed. por NBAE, vol. 16); Fray Tomás de Trujillo, Reprobación de trajes (Estella, 1563) y Bartolomé Jiménez Patón, Reforma de trages (Baeza, 1638). 9 Véanse los Coloquios de Erasmo (NBAE, vol. 21); Juan Luís Vives, Introducción y camino para la sabiduría en Obras, ed. Cervantes de Salazar (Alcalá: Juan de Brócar, 1546), fol. VI r.; Fray Luís de León, La perfecta casada, cap. XII.
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En la tradición de los múltiples textos satíricos, la censura a los excesos del vestir se conecta con la crítica a la vida de la corte y de la ciudad (200).10 Las acusaciones en estos escritos atañen al excesivo consumo, a las modas (novedades, mundo al revés) y a la amenaza de la eliminación de categorías sociales debido al ‘comportamiento imitativo del vulgo’ (200, sus cursivas).11 El temor al desorden social creado sobre todo por la eliminación de las marcas diferenciales de identidad (‘que ni se conoce el conde,/ni el duque, ni el mercader’)12 es común en el resto de Europa y provoca especialmente la legislación sobre los vestidos (Hunt 7). Rodríguez Cacho concluye que la gran preocupación de estos escritores, así como del gobierno, por evitar la confusión de estados no es un fenómeno exclusivamente de carácter moral sino que se basa en la realidad histórica, ya que los miembros de estamentos inferiores tenían acceso al lucimiento ostentoso de los superiores. La preocupación por el problema de la teatralidad y de la usurpación fraudulenta de vestidos se convierte en un importante tópico en la literatura del Siglo de Oro y, en especial, en la novela picaresca. Estos textos reflejan la idea de los autores satíricos que creen que la soberbia en el vestir es ‘un lujo imperdonable en los menos pudientes, puesto que se convierte en agente alterador del orden social, económico, e incluso político’ (Rodríguez Cacho 203). En fin, la crítica del lujo revela ansiedades sobre problemas económicos y cambios sociales y, sobre todo, muestra la ansiedad en relación con la sexualidad femenina y con el teatro (Blau 1999, 22). Los discursos reguladores, moralizantes y satíricos se incrustan en la literatura de la época que a su vez colabora en sus afianzamientos o revisiones.
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En su examen de los coloquios satíricos Rodríguez Cacho confirma que la crítica suntuaria es sólo un motivo en algunos (Aula de cortesanos de Cristóbal de Castillejo; Murmuración de vicios de Antonio de Segovia – ambos de 1547 – y en los Diálogos de philosophía moral de Pedro de Mercado publicado en Granada en 1558). Forma el centro de todo un diálogo en los Coloquios satíricos de Antonio de Torquemada (1553). 11 Juan Luís de Vives afirma que ‘Andan el día de hoy más que nunca las cosas tan al revés que viniendo los hombres a ser locos, estiman más al vestido que al que le trae’ (Introducción fol. VI r.; citado por Rodríguez Cacho 197) 12 Antonio de Segovia, Murmuración de vicios (Valladolid: F. Fernández de Córdoba, 1547) 10 v., citado por Rodríguez Cacho 201.
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Aproximaciones teóricas Teoría de la imitación En conexión con los cambios sociales y económicos, muchos teóricos han explicado el fenómeno de la moda en la Europa pre-moderna a través de la teoría de la imitación. En un ensayo de 1904 Georg Simmel propuso la denominada más tarde ‘trickle-down theory,’ cuyo funcionamiento describe Grant D. McCracken: ‘Subordinate social groups, following the principle of imitation, seek to establish new status claims by adopting the clothing of superordinate groups. Superordinate social groups, following the principal of differentiation, respond by adopting new fashion. Old status markers are forsaken, abandoned to the claims of subordinate groups, and new ones are embraced’ (‘The Trickle-Down’ 1985, 39). Esta teoría postula que los avances de la burguesía la capacitan para imitar la vestimenta de los estratos superiores, imitación que fuerza al grupo en el poder a cambiar frecuentemente su aspecto para mostrar su superioridad y distinción: ‘every higher set throws aside a fashion the moment a lower set adopts it’ (‘Fashion’ 318). Por otro lado el economista Thorstein Veblen creó los conceptos del consumo vicario [vicarious consumption], o competitividad entre la nobleza por medio de la ostentación de las libreas de sus sirvientes y del lujo de sus mujeres, y el de la ociosidad conspicua [conspicuous leisure], manifestada a través de la ropa y de los recursos económicos. Para Veblen, los flujos y cambios de la moda son motivados por la misma necesidad del consumo ostentoso de los ricos: ‘this principle of novelty is another corollary under the law of conspicuous waste’ (The Theory 127). Más recientemente, McCracken ha revisado la teoría de la imitación y concluye que lo que empuja la compleja dinámica social de la moda, que involucra, más que a dos grupos a grupos intermedios, es más bien el movimiento hacia arriba. El acto negativo de disociación por parte de un grupo más alto de un estilo de ropa con connotaciones simbólicas peyorativas de las clases subordinadas precede al acto de imitación (‘The TrickleDown’ 40, 47). Gilles Lipovetsky, como Simmel, acepta la idea de que la moda se impone jerárquicamente e implica un movimiento doble de imitación desde abajo y de distinción desde arriba, pero propone que hay que resaltar también su importante función de legitimar la individualidad y la búsqueda de la novedad como tal (The Empire 36, 41). La moda da lugar a la manifestación del gusto personal, especialmente en los altos niveles aristocráticos,
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donde faltaría la necesidad de competir por el estatus social. Así pues, además del hecho de que la clase alta consume y derrocha para atraer la admiración y envida de otros (postulados de Veblen), hay que tener en cuenta los objetivos estéticos de la moda, es decir, la aspiración al refinamiento, elegancia y belleza, objetivos que, de acuerdo con Pierre Bourdieu, son parte del capital simbólico de los superiores. El cambio en la moda tiene que ver más con una nueva relación entre el yo y los otros y con un deseo de afirmar la propia personalidad. Esta legitimación de la conciencia individual subjetiva está relacionada con la proliferación de autobiografías y retratos en la época (Lipovetsky 1994, 44–6). En resumen, la teoría de la imitación es una visión desde arriba que asume una envidia y aspiración de las clases inferiores a emular a los superiores para adquirir prestigio e incluso entrada en el grupo privilegiado. Hunt, sin embargo, critica esta teoría por no haber tenido en cuenta el papel de la diferenciación social y de las relaciones de clases y la capacidad de ciertos grupos no-conformadores de desafío y agresión (Governance 54, 56). La independencia de los grupos sociales y su conciencia de tal se vislumbra en ocasiones en los textos clásicos de nuestra literatura. Piénsese en las críticas del aspecto de Melibea por parte de las criadas y prostitutas o el orgullo de clase que muestra Teresa Panza al defender su forma de vestir y sus costumbres. Por otro lado, es innegable que la emulación de las apariencias es un recurso que acompaña el deseo de medra de muchos de los personajes de las novelas picarescas y de la autobiografías del XVII. En estas obras se patentiza la estrecha conexión entre diferencias sociales y aspecto. Para los protagonistas de las autobiografías examinadas en este libro, las vestimentas son síntomas de su voluntad de progreso y evidencia de sus fracasos y realizaciones personales. Ann Hollander (1978) explica que de hecho el cambio de apariencias antecede a las transformaciones personales por ser más seguro que la expresión directa en acción o palabras: ‘Obviously, if dress expresses status, not only actual rank but also the desire for change in rank may be safely expressed in clothing, if not in speech or action. If dress also expresses other kinds of classification – age, sex, occupation – obviously a change of clothes comes before or instead of any possible change in circumstances’ (355). La transformación externa es más segura por el hecho de ser más profunda, más evocativa y más ambigua.
Significación de la ropa: teorías semiológicas El poder evocativo de la ropa se asienta en la gran capacidad expresiva de sus variados signos, los cuales se pueden interpretar desde diferentes perspectivas y postulados teóricos: semiológicos, psicoanalíticos, sociológicos y económicos. La vestimenta forma un sistema de signos que se aproxima al concepto semiótico de código, de ahí el que se hayan aplicado sus métodos a su estudio. El código semiológico es un sistema de significación con leyes internas,
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que conectan entidades presentes (signos) con unidades ausentes. La significación ocurre siempre que algo presentado a la percepción del destinatario representa algo diferente (Eco, A Theory 8–9; Eagleton, Literary Theory 97). La más conocida aplicación del método semiológico al sistema de la ropa es la de Roland Barthes (1983) en su The Fashion System. Teniendo en cuenta la oposición conceptual de Ferdinand de Saussure entre lengua y habla, Barthes considera que la ropa, la forma institucional de lo que se puede vestir, correspondería a la lengua, mientras que el vestido, la ropa vestida, actualizada e individualizada, correspondería al habla (18). Su análisis se enfoca en desentrañar el sistema semiológico de la moda en revistas de moda francesa – principalmente Elle y Le Jardin des Modes –, por considerar que estas descripciones escritas forman un sistema de signos abstractos despojados de las consideraciones de la ropa real (8). El estudio de Barthes se restringe al aspecto formal y no tiene en cuenta los aspectos económicos, históricos, sociales, culturales y estéticos de la indumentaria así como su función de individualizar. Aunque su método no explica la complejidad de propósitos del uso de la vestimenta en literatura, no obstante hay que tener en cuenta sus valiosas observaciones sobre las peculiaridades formales de las descripciones sartoriales. Para Barthes, la descripción escrita de la ropa, tanto en las revistas como en la literatura, la coloca a un nivel imaginario y representativo. A diferencia de la imagen visual, la exposición escrita revela información sobre detalles y elementos escondidos de las indumentarias que la imagen no puede ofrecer: ‘it constitutes a technique of opening the invisible’ (14). Por ejemplo, en el texto literario se puede expresar los sentimientos físicos, emocionales y estéticos que produce el llevar los vestidos o las circunstancias económicas de su adquisición. Otra diferencia es que la descripción escrita de la ropa es necesariamente fragmentaria y enfática, es decir, adquiere la cualidad intrínseca de discontinuidad del lenguaje. El orden del lenguaje decide lo esencial y lo accesorio; recarga de valor ciertas partes así como estructura y orienta la percepción de la imagen ya que, según Barthes, la versión escrita determina el orden de descubrimiento de las piezas del vestido: ‘description institutes, so to speak, a protocol of unveiling: the garment is unveiled according to a certain order, and this order inevitably implies certain goals’ (16). Los análisis estructuralistas como el de Barthes, enfocados más en estudiar los sistemas convencionales de la relación de signos y de la producción de significados de forma sincrónica, han sido criticados por teóricos como Terry Eagleton por su falta de historicidad y por la eliminación del individuo (Literary 109). Sin embargo, en el examen del uso de las ropas en las autobiografías del Siglo de Oro tengo presentes las peculiaridades inherentes a su representación verbal apuntadas por Barthes. En la teoría marxista de Mikhail Bakhtin (1928), el signo no es un elemento neutral en una estructura dada, sino que está siempre impregnado de ideología. Los significados y los valores se actualizan en la materialidad histórica y cultural de las cosas: ‘[they] become ideological reality only when
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implemented in words, in actions, in clothing, in manners, in the organizations of people and things, in a word, in some sign material’ (Ivanov 311).1 El signo, de acuerdo con Bakhtin, es más bien un foco de lucha y contradicción, nacido de su historia, al tiempo que diferentes grupos sociales conflictivos y discursos individuales intentan apropiárselo y darle su propio sentido (Simon-Miller 1985, 73). Aplicado al mundo de la ropa, los signos de la moda se conectan con las continuas inestabilidades de la identidad social occidental, según apunta Fred Davis (Fashion 1992, 6–7). A través de las operaciones del código de la ropa y su multitud de significantes, los individuos pueden ser identificados socialmente al mismo tiempo que subrayan su personalidad. Françoise Simon-Miller afirma que los vestidos pueden ser usados de forma política ‘as fences or bridges in strategies of intrusion [. . .] or exclusion’ (79, cursivas suyas). Este uso político del vestido es característico en las autobiografías del Siglo de Oro. Además de criticarse la exclusión de los aspectos políticos y sociales en el análisis exclusivamente formalista de Barthes, también se ha cuestionado su premisa más básica, la de considerar la ropa como un lenguaje. McCracken opina que la ropa no constituye un lenguaje gramatical sino un tipo especial de código que carece del aspecto sintagmático. Por su incapacidad generativa, los individuos no poseen la libertad combinatoria del lenguaje al elegir las diferentes prendas de su vestuario: ‘Because the wearer does not have this combinatorial freedom, the interpreter of clothing examines an outfit not for a new message but for an old one fixed by convention’ (Culture 66). El código de la ropa es más restringido, más fijo, menos abierto y menos consciente que el de la lengua. La ropa ofrece una forma oblicua e ingeniosa para la representación de verdades culturales. Insinúa creencias y asunciones en la vida diaria, a veces con gran valor propagandístico. El hecho de que los mensajes no son tan visibles permite ofrecer significados que no podrían ser más explícitos sin provocar controversias, protestas o rechazos. Especialmente mensajes políticos o de diferencias de estado (Culture 68–9). El lenguaje de las ropas es más parecido al de la música, por ser una forma no codificada de comunicación de las emociones y de la personalidad (Haye 5). Por otro lado, Hunt especifica que los diferentes sistemas de signos que intervienen en la ropa deben ser colocados dentro de sus códigos particulares, los cuales proveen las reglas para la interpretación de cada signo (por ejemplo, códigos de los uniformes militares, médicos, o heráldicos durante la edad media, rituales, casamientos, etiqueta, etc.) (Governance 65). El estudio del código de las ropas debe también incluir las dimensiones emotivas y estéticas de la comunicación (Harold Koda 2001) o su función como conformador de la forma corporal (Ann Hollander; Koda). Los códigos sartoriales exhiben ambigüedad, que radica en
1 La cita de Bakhtin que ofrece Ivanov procede de P. N. Medvedev, Formal’nyi metod v literaturovedenii. Kriticheskoe vvedenie v sotsiologicheskuiu poetiku (Leningrado, 1928) 16.
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la complejidad del simbolismo inconsciente de colores, texturas y formas (Fred Davis). O en la evasiva complejidad y paradoja del código estético (Culler, Saussure 1986, 116). Esta evasión del significado se encuentra también en el hecho de que a la hora de escoger la ropa se busca tanto la conformidad social como la expresión personal (Wilson, Adorned 6). En fin, el código de la ropa no se puede comparar con las reglas del lenguaje por su baja capacidad semántica, pues sus significados son alusivos, ambiguos, inconscientes y no fijos. La significación del código de la vestimenta depende de la identidad y del estado emocional del que la lleva y del que la observa, del grupo social y de otros factores no específicos (undercoding) característicos de los productos estéticos (Davis, Fashion 8–12). El vestido habla pero no mantiene una conversación; además es difícil señalar qué y cómo habla (Blau 15–18). La ambigüedad del código de la ropa, su calidad de ser transferible y su índole teatral ofrecen ricas posibilidades tanto para establecer la identidad como para ocultarla o transformarla. En el periodo pre-moderno, en el que interesa mantener las divisiones jerárquicas, se buscan sistemas de señales distinguibles y otras formas de reconocimiento social. En España se señala a los criminales y a los destituidos por sangre impura o por prácticas no ortodoxas a través de prendas y marcas corporales que sirven de testimonio y memoria del ostracismo social. Recuérdense por ejemplo los San Benitos, el corte de orejas, o las cicatrices faciales de los valentones.2 Por la ambivalencia de la ropa y por su capacidad de ser manipulada, las clases dominantes han cultivado otras formas de distinción y reconocimiento adicionales. Thorstein Veblen (The Theory 1899) y Pierre Bourdieu (Distinction 1984) examinan las diferentes pruebas, conductas y gustos de los grupos en el poder, que requieren una largo proceso de adquisición, una pátina, y que se usan con el objetivo de distinguirse de los gustos de las clases inferiores. Erving Goffman (1959) afirma que los símbolos visuales mantienen la cohesión de las divisiones jerárquicas: ‘Status symbols visibly divide the social world into categories of persons, thereby helping to maintain solidarity within a category and hostility between different categories’ (The Presentation 294). De acuerdo con Goffman, estos símbolos tienen mecanismos restrictivos para evitar su uso fraudulento. Las restricciones pueden ser de tipo moral, intrínsecas (alto valor de materiales muy escasos), naturales (títulos y prestigios heredados, asociación con individuos de alta categoría, etc.), de socialización y aceptación en el grupo (etiqueta, vestidos, gestos, vocabulario), de cultivo (destrezas que implican larga dedicación y entrenamiento y que no producen remuneración, por ejemplo el adiestramiento de la esgrima), y restricciones orgánicas, relacionadas con el cómo y dónde el individuo ha
2 Para las marcas sartoriales de las prostitutas, consúltese Perry, ‘ “Lost Women” ’ 204. Lope de Vega testimonia en El caballero de Olmedo la promulgación de una pragmática que prescribe la distinción de moros y judíos en el siglo XV a través del vestido.
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pasado una gran mayoría de su tiempo. Es decir, los símbolos de estatus son una expresión de un modo de vida que, al ser reconocido por otros, requieren formas específicas de tratamiento social (The Presentation 304). Bourdieu muestra como el gusto estético une a todos los individuos que son productos de condiciones similares de existencia y los distingue de otros grupos. A través del gusto se afirman las diferencias sociales (Distinction 56). El gusto de la clase superior, que se siente como natural y se convierte en la norma, y el rechazo y aversión a otros estilos de vida, son barreras fuertes de separación de grupos sociales. Bourdieu concluye que la ostentación en el consumo y posesiones materiales sirve para subrayar la posición del individuo en el espacio social: ‘objectively and subjectively aesthetic stances adopted in matters like cosmetics, clothing or home decoration are opportunities to experience or assert one’s position in social space, as a rank to be upheld or a distance to be kept’ (Distinction 57). Hay que recordar que la palabra ‘gusto’ tiene un significado restringido a los sabores culinarios a principios del XVII (Covarrubias). No es una coincidencia que esta palabra adquiera el significado actual, el que usa Bourdieu, gracias a las modas que se introducen precisamente en este mismo siglo: cubiertos de mesa, desarrollo del arte culinario y refinamiento de los modales en la mesa. Estos cambios crean distinciones sociales y subrayan la importancia del concepto del gusto. Aún más, el buen gusto en la época pre-moderna no se restringe sólo a las virtudes sociales o a las apariencias externas sino que afecta profundamente al individuo preocupado más que nunca por definirse a sí mismo (Flandrin 1989, 27, 307).3 Es obvio que el acto de vestir ciertas ropas prestigiosas debe ir acompañado por otra serie de maneras, conductas y gustos que formen un todo armónico de distinción personal. Es precisamente la ausencia del gusto y comportamiento los que revelan el fraude y la falta de autenticidad en algunos de los personajes de las autobiografías incluidas en este estudio.
Teoría psicoanalítica Junto a sus significados sociales y culturales, los signos de la vestimenta pueden también estudiarse como síntomas de la psicología y personalidad de los individuos. Carl Flügel (1976) en su The Psychology of Clothes afirma que de los tres propósitos que cumple la ropa, decoración, modestia y protección, el principal motivo que empuja al ser humano a su adopción es el del placer de la decoración, mientras que las manifestaciones de modestia se deben más
3 Durante el siglo XVI y XVII el discurso de los buenos modales se encauza y codifica a través de numerosos manuales de cortesía que ofrecen modelos de conducta. Estos manuales definen las apariencias adecuadas al rango y condición de los individuos. Sobre el tema, véase Revel, ‘The Uses of Civility;’ Roche, A History 201–202 y Greenblatt, Renaissance 162.
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bien a cuestiones de hábito y de convenciones. La ropa se originaría debido al deseo de exaltar el atractivo sexual y de llamar la atención a los órganos genitales (atracción al otro sexo y envidia al mismo). A través del tiempo hubo una simbolización inconsciente, una especie de desplazamientos de afectos [displacement of affect] del cuerpo a la ropa (17–27). De ahí la naturaleza de compromiso conflictivo de la vestimenta por su tendencia a la exhibición de los atractivos sexuales y su función de cubrir la vergüenza conectada con el cuerpo desnudo. Muchos artículos del vestido, como los zapatos, las corbatas y el cuello, pueden tener un simbolismo fálico; otros, como algunos zapatos, ceñidores y cintas, pueden corresponder a símbolos femeninos. Por ejemplo, la ostentosa bragueta [cod-piece] de las calzas masculinas durante el siglo XVI o los largos zapatos puntiagudos [poulaines] durante la edad media atraen la atención al falo.4 En el occidente, por una clara influencia cristiana que resalta la oposición salvación del alma/negación del cuerpo, ha existido una inclinación a esconder el cuerpo. Así, el interés por el desnudo se desplaza en cierta forma a las ropas, extravagancia sartorial sancionada por las autoridades eclesiásticas (The Psychology 57). La paradoja de las vestiduras es que pueden simbolizar tanto laxitud como firmeza moral (The Psychology 76–7). El exhibicionismo sexual del cuerpo a través de las ropas es la norma para hombres y mujeres en la edad pre-moderna, pero a partir del siglo XVIII se restringe especialmente a las mujeres. Si los motivos de exhibición y modestia de la ropa producen una armonía entre compromisos conflictivos según Flügel, el tercer motivo, el de protección física y emocional, ha sido relacionado por los psicoanalistas con la función protectora del útero, la madre y la casa (Flügel, The Psychology 84; Bergler 1953, 28; Lemoine-Luccioni 1983, 73). Edmund Bergler recuerda la teoría del psicólogo argentino Angel Garma, que propone que las ropas son necesarias y cómodas porque inconscientemente repiten la existencia protegida del embrión en sus membranas fetales (Fashion and the Unconscious 85). El psiquiatra Bergler demuestra que la elección de ropas y colores de muchos de sus pacientes es un proceso subjetivo conectado con fetichismos y con neurosis personales. Piensa que lo que atrae de la ropa – especialmente de la femenina – es lo prohibido y lo misterioso y que cualquier artículo de ropa que nos ponemos se convierte en parte de nuestra imagen corporal y se llena de libido narcisista (95, 138). Por su parte, Eugénie Lemoine-Luccioni, en su estudio psicoanalítico de la vestimenta, afirma que la vestidura habla allá donde el cuerpo no dice nada y que ayuda a crear el género de los individuos. La vestimenta elimina los trazos del cuerpo natural y compone otro. Su lenguaje es mudo, puesto que responde a demandas de los impulsos y se camufla en síntomas: ‘La pulsion intéressée dans le vêtement est la pulsion scopique’ (La robe 1983, 29). Investida de 4
Según Koda estas piezas indumentarias son simples abstracciones del cuerpo (136).
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impulsos diversos y contradictorios, cubierta tanto de necesidades como de demandas y cargada de gran cantidad de códigos, se define como lenguaje por esta misma complejidad: ‘Il reste structurellment épais, fût-il réduit à un simple voile’ (La robe 31). La función fálica del vestido consiste en atraer la mirada que el desnudo no soporta y en realzar lo que quiere ocultar: los senos medios desnudos simbolizan el pene que la mujer no tiene mientras que las plumas y decoraciones son una extensión fálica en el hombre. Sin embargo, tanto la mascarada de la ropa femenina como la ostentación en la masculina demuestran que ‘le phallus, personne ne l’a’ (La robe 34).5 Su función es pues la de afirmar y naturalizar las diferenciaciones genérico-sexuales que el sexo propio o biológico no puede hacer. El hábito traduce el sexo por convención, de acuerdo con la moda del momento y de acuerdo con la idea imaginaria que el individuo tiene de sí mismo. En esa consistencia ficticia, el sujeto manifiesta también el deseo del Otro. En el vestido se enlaza el yo y el Otro (lo simbólico) en una oscilación entre el uniforme y el original (La robe 34–7). Hay que tener en cuenta que el cuerpo lacaniano no se refiere al organismo, sino que es siempre una metáfora, una representación del sujeto y un locus del deseo.6 Este cuerpo imaginario se viste y envía mensajes en el orden simbólico. Por esta razón, no se puede encontrar su sentido en una interioridad. Cada uno viste su propia imagen al igual que se cubren las estatuas de la Virgen, ‘Mais il n’y a rien à l’intérieur de la statue; il n’y a rien non plus à l’intérieur du sujet qui dise au sujet qui il est’ (Limoine-Luccioni 82). El cuerpo biológico (el organismo) no explica el sujeto. Con sus orificios, por donde la polución se puede infiltrar, es peligrosamente ambiguo, inacabado, vulnerable y el vestido es el borde, la frontera, que lo liga – y lo separa – con el mundo social (Elisabeth Wilson, Adorned 3–9).7 Las cubiertas de las vestiduras forman una red tejida de deseo y de identificación donde se aloja el sujeto humano. La vestimenta da unidad falsa a un cuerpo fragmentado desde la primera imagen en el espejo. En su materialidad se incrustan en forma simbólica los profundos conflictos emocionales de nuestro ser, que presenta una imagen de totalidad en sus apariencias (Wilson 11; Lemoine-Luccioni 82–4). Es el mismo proceso que lleva a cabo el escritor autobiográfico, el cual, a través de la representación verbal, viste y fabrica una imagen congruente de sí mismo y así se rescata ante los demás. Este proceso se observa especialmente en las autobiografías
5 Lemoine-Luccioni sigue muy de cerca los conceptos lacanianos. Véase ‘The Meaning of the Phallus’ en Lacan, Feminine Sexuality 74–85. 6 Sobre las diferencias entre los conceptos de organismo y cuerpo (imaginario), consúltese Henry Sullivan, Don Quixote 9–10. Sullivan detalla esta diferencia en su comunicación ‘Renaissance Dissection and the Transubstantiation of the Species: Lacan’s Distinction Between the Body and the Organism,’ presentada en la Renaissance Society of America and Arizona Center for Medieval and Renaissance Studies Joint Annual Meeting (abril 11–13, 2002, Scottsdale, Arizona). 7 Wilson alude al concepto de polución que desarrolla Mary Douglas.
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históricas mientras que en las novelas picarescas el proyecto de auto-presentación del narrador entra a veces en conflicto con el autor.
Teorías materialistas Las teorías semiológicas y psicológicas interpretan la ropa como símbolos ideológicos y culturales y como síntomas de la psicología de los individuos. Estas aproximaciones, que arrancan de la lingüística saussuriana, mantienen la bipartición estructuralista del significante y significado y circunscriben la ropa en el término de lo virtual y de la representación. El materialismo de las vestiduras o queda fuera de análisis como el de Barthes o se elimina por completo, ya que para estos críticos queda borrosa la antinomia lengua/materia, puesto que todo es lengua (Lemoine-Luccioni 12). Otras alternativas teóricas se enfocan en la materialidad misma de los objetos culturales y de las cosas que rodean al individuo y que colaboran en la creación de la subjetividad. En el siglo XVII se introduce en Europa la idea del fetiche como la religión del África occidental que adora la materia terrestre de por sí, sin ninguna trascendencia, y que se instala en la modernidad europea en el marxismo y en el psicoanálisis.8 El concepto de fetichismo elaborado por Karl Marx y por otros teóricos marxistas del fetichismo reivindica la importancia de la materialidad de las cosas frente a las explicaciones semiológicas que ignoran la realidad del significado y se enfocan en explicar los significantes alejados de la materia que representan.9 Marx presenta una idea materialista y fenomenológica del sujeto humano concebido como un ser sensible, activo, objetivo y deseante: ‘To say that man is a corporeal, living, real, sensuous, objective being with natural powers means that he has real, sensuous objects as the objects of his being and of his vital expression, or that he can only express his life in real, sensuous objects.’10 Marx enfatiza la corporeidad del ser humano y sus deseos de objetos materiales. A través de los objetos reales fuera de nosotros (muebles, vehículos, ropas, joyas, etc.)
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Para la evolución histórica del discurso del fetichismo en Europa consúltese William Pietz 129–143. 9 Sobre las lecturas semiológicas del fetichismo, véase el resumen de Pietz que ilumina la postura de Lévi-Strauss, Roland Barthes, Jean Baudrillard, Jacques Derrida y Louis Althusser. Según Pietz, en las doctrinas de estos teóricos, el concepto de materialidad o se reemplaza con el puro significante o se abstrae en heterogeneidad y contingencia, como lo que queda fuera de códigos preexistentes. Sus postulados superan la dualidad entre forma y contenido y la necesidad de la dialéctica, ya que todas las esencias se reducen a apariencias y todas las apariencias a los reflejos mutuos de las capas de prácticas sociales o discursos (‘Fetichism’ 120–29). 10 Karl Marx, Early Writings, (trad.) Rodney Livingstone and Gregor Benton (New York: Vintage, 1975), citado por Pietz 144 (sus cursivas). Las ideas centrales de esta sección sobre el materialismo y el fetichismo están basadas en los trabajos de William Pietz, Peter Stallybrass y Peter Pels.
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expresamos nuestro ser y personificamos nuestros deseos. Las ropas (o cualquier objeto) no son materias inertes, como tabula rasa en las que los humanos inscriben significados sino que, al contrario, hay una estrecha interrelación material entre los humanos y las cosas que hay que estudiar en términos de la estética: ‘Not only are humans as material as the material they mold, but humans themselves are molded, through their sensuousness, by the “dead” [without intention] matter with which they are surrounded’ (Pels ‘The Spirit,’ 101). Herbert Blau recalca precisamente esta sensualidad inherente en los materiales de la indumentaria cuando expresa que lo que le atrae o repele entre los intrincados signos venéreos o venales de las vestimentas son los detallados fenómenos sensoriales por sí mismos. En la moda, insiste Blau, antes que los signos, están los sentidos y a través de los sentidos se encuentran los signos (Nothing 20). En efecto, las vestiduras, los objetos más íntimos que siempre acompañan a las personas, producen transformaciones del cuerpo de acuerdo con los cambiantes ideales de belleza a través del tiempo en diferentes culturas. Las vestimentas y otras piezas decorativas extienden, aumentan, dan movimiento o solemnidad al cuerpo, lo llenan de sentido (Flügel, The Psychology 34, 49; Lemoine-Luccioni 36).11 Es decir, el vestido moldea literalmente el cuerpo y resalta u oculta las diferentes zonas consideradas bellas o eróticas. De hecho el desnudo en el arte retiene siempre la impresión del vestido (Ann Hollander). Lemoine-Luccioni señala que el desnudo, siempre vestido de ideología y de esteticismo, más que un fenómeno natural es un producto de la civilización. El desnudo necesita el vestido para moverse graciosamente y evitar los movimientos puramente orgánicos e indecentes (23–4). Se hace difícil afirmar que exista un ideal de desnudo natural ya que el cuerpo está impregnado de una larga tradición de cultura material que lo moldea y decora. Harold Koda, que discute este tema en su texto magníficamente ilustrado, demuestra que la moda coincide también con diferentes tendencias en las artes y acerca el cuerpo a un ideal de belleza siempre elusivo y transitorio (13). Ahora bien, si las vestiduras transforman el cuerpo, éste también afecta a los vestidos. La hechura de los vestidos se adapta a la singularidad corporal; a través del uso, el cuerpo moldea los tejidos de la ropa con arrugas permanentes, los impregna de olor, los desgasta y los imprime con la memoria de la vida personal. Peter Stallybrass afirma que ‘the magic of cloth, [. . .] is that it receives us: receives our smells, our sweat, our shape even’ (‘Worn Worlds’ 38).12 Por otro lado,
11 Sobre las alteraciones corporales que produce la ropa, véase el prólogo de Philippe de Montebello, director del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, al libro de Koda, Extreme Beauty. 12 Stallybrass elabora la interrelación entre los seres humanos y la ropa y el papel fundamental de las vestiduras como repositorios de la memoria social en ‘Worn Worlds,’ ‘Marx’s Coat’ y en su libro escrito en colaboración con Ann Rosalind Jones, Renaissance Clothes.
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las vestimentas responden también a nuestros particulares deseos y gustos estéticos. Es decir, nosotros le damos significación a la ropa y ella a la vez nos da significado y nos conecta con los variados discursos ideológicos de las superestructuras. Los teóricos marxistas insisten en reivindicar la inseparable unión entre nuestra materialidad corporal y las cosas de cada día, a través de las cuales nos creamos y experimentamos el mundo. La realidad es que vivimos tanto en un ambiente simbólico como físico y que nuestras conductas están estimuladas tanto por símbolos como por los actos físicos y por la materialidad de las cosas.13 La ropa se usa, se necesita, objetiva nuestra sensualidad y deseos. A través de ella heredamos la memoria social y con ella proyectamos nuestro ser y dejamos la memoria de nuestro paso por el mundo. Con el atuendo nos definimos, nos situamos socialmente y expresamos nuestros más íntimos sentimientos, a veces de forma inconsciente. Estos valores sartoriales, grandemente debilitados en nuestra sociedad de consumo donde la ropa se desecha frecuentemente, eran fundamentales durante los siglos XVI y XVII. Stallybrass comenta que la Inglaterra del Renacimiento es un sociedad de ropa, no sólo porque su base industrial es la manufactura de lana sino porque la ropa constituye una mercancía de circulación [staple currency] más importante que el oro mismo. La misma situación se aplica al caso de España y otros países europeos (Domínguez Ortiz 130–147). Los miembros de las familias aristocráticas (familiares) y los que formaban parte de un gremio vestían libreas y se les pagaba en ropa. Una sociedad de ropa es una sociedad en la que la ropa funciona como valor y mercancía y como medio de incorporación social. La ropa establece redes sociales por su habilidad de penetrar y transformar tanto al productor como al que la viste, por su durabilidad, por su poderosa asociación con la memoria. En la economía del vestido que caracteriza la época premoderna se paga con materiales que han absorbido un rico y pleno significado simbólico, que personifican literalmente memorias y relaciones sociales. En la clase aristocrática, a través del regalo de ropa se afirma el poder del donante y la dependencia del recipiente. Por medio de la ropa heredada se transmite no sólo la riqueza, la genealogía, sino también la memoria de los antepasados y, con ella, se transfieren las identidades (Stallybrass, ‘Worn’ 37–9, 46).14 El alto valor económico de la ropa en el Renacimiento se relaciona con su gran estimación simbólica y con la importancia de la imagen y el efecto que el vestido produce, más que con la utilidad y comodidad de las vestiduras (Tarrant 1994, 93). En España, la novela sentimental y cortesana testimonia a partir de finales del siglo XV cómo las prácticas de las imitaciones de modas y de los
13 Según Horn y Gurel (159) esta idea la desarrolla George Herbert Mead en su teoría de la interacción simbólica (Mind and Society, Chicago: University of Chicago Press, 1934). 14 Jones y Stallybrass analizan extensamente estas ideas en Renaissance Clothing.
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intercambios de tejidos extranjeros intervienen en el mantenimiento y creación de la imagen del estado superior (Martínez Latre 1994; Oleza 1986). Aunque la moda en el presente está íntimamente unida a la fotografía, a la imagen, en la época pre-moderna se fijaba también a través de las descripciones verbales, de pinturas y grabados y por las frecuentes ostentaciones públicas de los grupos y personas en el poder. En fin, no queda duda que la moda contribuye firmemente a la construcción social e individual de los sujetos en la época en que aparecen las autobiografías objeto de estudio.
Conclusiones. Identidad y ropa Como productos de su época, el fondo de los textos autobiográficos refleja una gran preocupación por la vestimenta, que tiene una base económica y cultural. Estas producciones literarias también manifiestan de forma más o menos abierta los discursos sartoriales contemporáneos, los cuales traducen las ansiedades provocadas por las crisis que resultan de los progresivos cambios económicos y sociales que afectan a una parte de la población. La construcción de la subjetividad es el resultado de procesos históricos y de interdependencias entre la acción individual y las instituciones sociales y códigos culturales, como bien han señalado Anthony Giddens, Pierre Bourdieu y Louis Montrose. Queda clara la idea de que las estructuras del poder permiten, al mismo tiempo que restringen, la capacidad individual de acción y de que cualquier resistencia individual o colectiva ocurre en un contexto social que ya ha construido la posición subjetiva del agente, como ha indicado Foucault (The History I 1990, 92–6) y expresado Paul Smith (1988, 25).15 Si se tiene en cuenta la inestabilidad de las marcas de diferenciación en la cambiante sociedad del siglo XVII y el hecho de que los vestidos son componentes transferibles y manipulables, la ropa se convierte en un motivo clave a la hora de analizar las conflictivas y alternantes posiciones de sometimiento y exclusión al orden dominante y de acción y resistencia del individuo.16
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Pienso concretamente en los conceptos de ‘estructuración’ de Anthony Giddens (The Constitution), el de habitus de Pierre Bourdieu (Outline of a Theory) y la idea de resistencia elaborada por Paul Smith (Discerning). Estos conceptos son la base de la definición que ofrece Louis Montrose sobre el proceso de formación del sujeto: ‘it shapes individuals as loci of consciousness and initiators of action, endowing them with subjectivity and with the capacity for agency; and, on the other hand, it positions, motivates, and constrains them within – it subjects them to – social networks and cultural codes, forces of necessity and contingency, that ultimately exceed their comprehension or control’ (New Historicisms 414–15, sus cursivas). 16 Sobre el argumento de acción o subversión frente al orden dominante (subversion/ containment) consúltese el ya mencionado estudio de Montrose, ‘New Historicisms.’ En su ensayo, tras revisar los postulados de Foucault, Greenblatt y Raymond Williams, el estudioso concluye que la ideología es una noción heterogénea e inestable y que las posiciones subordinadas y dominantes son dinámicas y en continuo proceso de cambio
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Los teóricos de la ropa han indicado las tensiones y dialécticas que en ella se cruzan en la formación de nuestra subjetividad. La ropa es una metáfora del yo que funciona como un medio de comunicación y de auto-situación social. Kurt W. Back (1985), afirma que el estilo en el vestir es una combinación de expresión personal y de normas sociales y que la ropa, como forma de comunicación, ocupa un lugar especial, el más cercano metafórica y literalmente al ser, al yo: ‘it covers what is to be private and shows the world the presentation a person wants to make’ (7). Para Davis, la identidad es algo más amplio que los símbolos de clase o estatus social; es ‘any aspect of self which individuals can through symbolic means communicate with others, in the instance of dress through predominantly non-discursive visual, tactile, and olfactory symbols, however imprecise, and elusive these may be’ (Fashion 16). Según Stone, las apariencias establecen las identificaciones necesarias para la comunicación social. El proceso de identificación, implica identificación del otro e identificación con el otro. La identidad se establece como consecuencia de dos procesos, aposición y oposición: ‘Identity is intrinsically associated with all the joinings and departures of social life’ (94, sus cursivas).17 La identidad también se coloca en el eje del valor (calificativo social) y de la actitud personal. Las apariencias tienen un carácter reflexivo, pues las identificaciones de otros son siempre complementadas por las identificaciones del yo, o por nuestra propia respuesta a nuestra apariencia: ‘By appearing, the person announces his identity, shows his value, expresses his mood, or proposes his attitude’ (Stone 101, sus cursivas). Esta expresión del yo debe ser al mismo tiempo validada por otros de una forma coincidente para que las apariencias tengan sentido (101–102). La idea de que el desarrollo del concepto del yo se obtiene por medio del reflejo en la actitud de los otros coincide con el concepto del estadio del espejo de Lacan. La opinión de los demás contribuye a la creación de nuestra imagen corporal, imagen que incluye nuestra vestimenta. Cuando se usa positivamente, la ropa ayuda a formar nuestros sentimientos de auto-aceptación, respeto y estima. También sirve como un mecanismo de defensa de ansiedades, frustraciones y traumas (Horn y Gurel 143–150; Squicciarino 1998, 38). No hay duda que la personalidad se objetiva en la máscara externa de estatus e insignias aceptada y valorizada por los otros. Hay que recordar que durante los siglos XVI y XVII, con el avance de la urbanización y de la economía monetaria, empieza a conceptuarse el honor, más que en un atributo heredado, en uno adquirido, de acuerdo con la virtud o realizaciones personales. Por eso la subjetividad necesita ser constantemente reproducida en (404–405). Sobre la injerencia de la acción individual en las mismas relaciones de poder que opone a través del uso de la ropa, véase el interesante estudio de Judith Butler sobre el documental Paris is Burning (Bodies 121–140). 17 La paginación de estas citas corresponden a la publicación de su estudio en Human Behavior.
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las interrelaciones diarias. La urbanización y la anonimia, que intensifican la necesidad de conocer y reconocer, aumentan al mismo tiempo la capacidad de la ropa de representar y falsificar a los individuos (Hunt 110–12). Los personajes de la picaresca y de las autobiografías seleccionadas para este estudio pululan este ambiente urbano que les provee los mecanismos no sólo para pasar desconocidos sino también para negociar a través de las apariencias sus puestos sociales y crearse una subjetividad que responde tanto a las demandas institucionales como a voliciones personales. Al estudiar la construcción de la identidad en las autobiografías es necesario examinar la descripción de la vestimenta dentro de la dinámica de cada expresión individual en conexión con otros discursos de la época. También hay que tener en cuenta que en la descripción verbal de la ropa está ausente la materialidad de los tejidos, la sensualidad visual y olfativa; de ahí que su significado se haga más alusivo y su uso más intencional. En los textos escritos se seleccionan más conscientemente los materiales que crean al protagonista y se manipula la reacción que se cree o se quiere obtener de la imagen proyectada por ellos. Sin embargo, esta imagen es distorsionada y subjetiva y está al mismo tiempo plagada de símbolos y significaciones que escapan el control del escritor. Los diversos discursos del momento se infiltran en la descripción verbal de la ropa junto al testamento personal de sentimientos de orgullo, vanidad, angustia, duda y deseo del autobiógrafo. Si usamos la terminología de Bourdieu, en estas narrativas cada sujeto se instala de forma permanente o temporal en diferentes campos [fields] en los cuales adquiere un habitus y negocia, por medio de los materiales simbólicos, económicos y culturales, para afianzar su puesto. Es por esto que en cada relato personal el perspectivismo es fluyente, subjetivo y contaminado por el contexto. El discurso del yo proyecta la impresión distorsionada del narrador mirándose en el espejo en su presente. La imagen reflejada es el resultado de la acumulación de numerosas imágenes del pasado que se multiplican además en las reacciones de los demás protagonistas, reflejos de la percepción que el narrador cree causar en los otros. El caso es más complejo en las autobiografías ficticias ya que en la autoimagen del personaje creada por el narrador-actor se infiltra la intervención del otro, del autor oculto o implícito. También colabora en la construcción del personaje, como explicamos antes, la interpretación del lector. En resumidas cuentas, en la creación de la subjetividad la vestimenta expresa a través de codificaciones voluntarias e involuntarias las tensiones y crisis de la circunstancia histórica del protagonista así como la inestabilidad de la personalidad. Por su naturaleza teatral y por su poder de transformación, las ropas son frecuentemente manipuladas por el sujeto autobiográfico; otras veces escapan al control y la conciencia del protagonista.18 En las autobiografías de la época
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Squicciarino afirma que el fenómeno del vestido como espectáculo mantiene ‘una caracterización dialéctica, ambivalente, propia de la existencia humana, esa “seducción del
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hay que elucubrar las ambivalencias y ambigüedades de la identidad a través de la auto presentación, de las acciones del sujeto y de su relación con los otros. Como afirma Davis, el vestido puede servir fácilmente como una metáfora textual para la identidad y para registrar las ambivalencias culturalmente ancladas que resuenan en y entre las identidades.19
límite”, ese “ser y no ser” del que habla G. Simmel e implica la simultánea y conflictiva presencia del “disfraz” (yo ideal) y de la desnudez (yo real), dicotomía que se manifiesta simbólicamente en el juego alusivo de ocultamiento y revelación propio del atavío’ (190). Sobre la forzada teatralidad de las apariencias en las cortes renacentistas, consúltese Greenblatt (Renaissance 162). Butler comenta que el uso de la ropa son actos (performative acts) en los que se espera la uniformidad y se demanda la conformidad de conductas en los sujetos (Bodies 122). 19 ‘Dress, then, comes easily to serve as a kind of visual [textual] metaphor for identity and, as pertains in particular to the open societies of the West, for registering the culturally anchored ambivalences that resonate within and among identities’ (Fashion 25).
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El modelo de La vida del Lazarillo de Tormes Fueme tam bien en el officio que, al cabo de quatro años que lo usé, con poner en la ganancia buen recaudo, ahorré para me vestir muy honrradamente de la ropa vieja, de la qual compré un jubón de fustán viejo y un sayo raydo de manga trançada y puerta, y una capa, que avía sido frisada, y una espada de las viejas primeras de Cuéllar (Lázaro de Tormes) En 1554 se publica el anónimo La vida del Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, un texto revolucionario escrito en primera persona por un individuo de estrato social humildísimo que considera su vida lo suficientemente importante para ser contada. La realista autobiografía responde a un clima en que se aboga por una poética de la verosimilitud que no se encontraba en los géneros de origen medieval (Rico, ‘Introducción’ Lazarillo 2000, 31). A pesar de que sus elementos constitutivos arrancan de una tradición literaria, su intención factual y verosímil la acerca más al género de autobiografías de experiencias que a las narraciones ficticias en primera persona (Goetz 1994, 127).1 La obra también responde a cambios económicos y sociales que hacen posible que se pueda reivindicar el valor de la experiencia personal de los más humildes (J. Herrero, ‘Renaissance’ 1979, 884). La forma autobiográfica afirma textualmente las vidas de los excluidos de la historia y de otros géneros considerados más nobles; muestra un cambio de mentalidad que permite la individualización y el rescate de la masa. En efecto, Lazarillo, como harán después los otros protagonistas de las autobiografías que examinamos aquí, decide superar las condiciones adversas del grupo marginado en el que nace por medio de diversos artilugios, entre ellos el tratamiento de las vestiduras, para fabricarse su particular concepto del yo situado socialmente. El fondo en el que se compone la obra es la 1 Rainier Goetz subraya los rasgos típicos que comparte La vida del Lazarillo con las autobiografías modélicas: título (La vida); intención de contar una vida completa en la que se ha alcanzado un objetivo; dedicatoria a un narratario y deseo de alcanzar fama y honor por medio del relato de sus hazañas (130–132). Dino S. Cervigni (1980) ya había señalado las similitudes entre el Lazarillo y la Vita de Benvenuto Cellini y las obvias conexiones entre la autobiografía renacentista y la narrativa picaresca. Consúltese también Domingo Ynduráin (1992), ‘El renacimiento’ 481.
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extrema pobreza causada por la inmigración masiva de desempleados a las ciudades, donde hordas de vagabundos desnudos conviven con una clase media cuyos individuos poseen una conciencia de posibilidad de mejora en sus vidas (J. Herrero, ‘Renaissance’ 876–8). Estos grupos, formados por pedigüeños, hidalgos rurales empobrecidos, soldados, peregrinos y mercaderes ambulantes, pululan las ciudades españolas del XVI y XVII en busca de oportunidades.2 El aumento de individuos itinerantes y la promiscuidad de las clases sociales en las ciudades crean sentimientos de desorden que se intentan resolver por medio de regulaciones, tales como las ordenanzas suntuarias, cuyo objetivo es mantener las separaciones sociales. Sin embargo, en el ambiente urbano lleno de extraños las reglas jerárquicas del vestido son difíciles de implementar. Al mismo tiempo que se intensifica el deseo de conocer y reconocer a otros aumenta también la capacidad de la ropa de disimular la identidad. Los disfraces protegen y ayudan a las personas en sus transgresiones sociales y la anonimia de la ciudad les ofrece formas de esconderse y formas de ser reconocidos por los demás.3 El anonimato, el comercio y circulación monetaria y una cada vez más desarrollada conciencia del valor personal y de la posibilidad de medra, características de la clase burguesa con la que conviven, incita a muchos destituidos a mejorar su vida. De hecho, el deseo de superación personal, conectado siempre con la manipulación de las apariencias, se convierte en un motor característico en la dinámica evolutiva de los protagonistas en las novelas picarescas, así como en otras autobiografías auténticas de finales del siglo XVI y principios del XVII.4 Según José Antonio Maravall la aspiración consiste en un movimiento de apropiación de unos modelos paradigmáticos creados por el modo de comportamiento (cómo comen, cómo se visten y cómo se decoran) de la gente honrada (‘La aspiración’ 1976, 597). La apetencia mímica se crea cuando existe la conciencia de que todo individuo puede y tiene el derecho, a pesar de su linaje, de disfrutar de los privilegios de los superiores y el convencimiento de que la identidad es una creación precaria que se puede manipular, como observa Stephen Greenblatt (Renaissance 2). Es el sentimiento que en los lugares más urbanos informa la mentalidad de los mercaderes y otros grupos con medios financieros a finales del siglo XVI y durante el XVII (Beverley, ‘On the Concept’ 1992, 221; Cavillac, ‘Para una relectura’ 1985, 399; Maravall ‘La aspiración’ 594;
2 El tema de la pobreza en relación con las novelas picarescas lo tratan Maravall (‘Pobres y pobreza’ 1981); A. Sánchez (‘Lázaro’ 1997); Cruz (Discourses 1999) y Maiorino (At the Margins 2003). 3 Sobre la criminalidad en las ciudades europeas pre-modernas consúltese el libro de Michael Weisser 1979, Crime and Punishment, en particular el capítulo tres. Véase también Alan Hunt, Governance 112. 4 Sobre el tema de la aspiración social en las obras picarescas véase Maravall (‘La aspiración’ 594). J. H. Elliot, Sieber y Cavillac estudian los cambios sociales y económicos en este periodo.
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Molho ‘Cinco’ 1977, 92; Querillac, ‘Ensayo’ 1982, 64–5; Sieber, ‘Literary Continuity’ 1995, 144). Esta nueva estimación individual pervive junto a ideas morales y estructuras sociales de más antigua raigambre. Tal tensión entre la aristocracia, interesada en preservar el estatus quo y el sector más progresivo de la burguesía resulta en las ambigüedades y en la gran preocupación por el aspecto externo que forman el fondo histórico conflictivo que se trasluce en las obras barrocas (Beverley, ‘On the Concept’ 1992, 225; Elliot, ‘Concerto Barroco’ 1987, 28; Molho, ‘Cinco’ 93). Marcel Bataillon indica que ‘las preocupaciones de apariencia, de honor externo y de distinciones sociales penetra toda la materia picaresca’ (citado por Maravall, ‘La aspiración’ 1976, 598). Ahora bien, la ambición y la imitación necesitan medios económicos que compren y sostengan el ascenso, más la asimilación y la aceptación en el estrato superior. Es lo que Maravall llama ‘mejorar de costumbres’ (‘La aspiración’ 603). De ahí que la necesidad de adquirir dinero para poder disfrutar de los privilegios vedados sea también otro motivo fundamental en los relatos picarescos. El clima de los nuevos tiempos se refleja en esta narración en primera persona cuyo personaje marginado, Lázaro de Tormes, ofrece el modelo ‘de la figura literaria fundada sobre la absoluta y enérgica voluntad de su conciencia de ser y de querer perseverar en el conato de ser quien es’ (A. Castro, Hacia Cervantes 1967, 166). La afirmación de la propia experiencia y de su concepto de logro personal consiste en un aprendizaje, reconocimiento y apropiación de los medios a su disposición, entre ellos la mejora de su aspecto, que le garanticen estabilidad existencial en su propio estado, aceptado sin rebeldía. La trayectoria del personaje es una evolución desde la carestía básica hacia la capacidad de auto suficiencia. La vida de Lazarillo de Tormes constituye el prototipo del característico género autobiográfico del siglo XVII. Para muchos críticos es una obra fundamental en la formación de la novela picaresca, la cual toma forma en la conciencia de los lectores en el momento en que aparece el Guzmán de Alfarache en 1599. Claudio Guillén, que acepta las influencias mutuas entre las autobiografías históricas y las ficticias (Literature 1971, 87), indica que el rasgo característico del discurso seudo-autobiográfico es el uso del lenguaje como instrumento de disimulación o ironía, como una forma de insertar toda la narración en la perspectiva doble del esconderse y revelarse (Literature 82; Ruffinatto, ‘Introducción’ 2001, 85–6). En este sentido las novelas picarescas siguen la dinámica de todas las narraciones del yo en la que el autobiógrafo, en su propósito apologético, se muestra y se cubre al mismo tiempo. En relación con esta dinámica el uso de las vestiduras en las narraciones personales subraya las complejidades del ser.5
5 Para gran parte de la crítica de La vida de Lazarillo el propósito principal del narrador es justificar su ‘caso’ de deshonor a Vuestra Merced, objetivo que determina la perspectiva
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La ropa es un signo social multivalente y el desnudo viste la marginalidad, la falta de poder y de acción, la anonimia, la pobreza y el silencio. Lázaro, cuyo nombre llega a significar a principios del XVII ‘pobre andrajoso’ (Corominas, Breve diccionario 1973, 356), con un vacío de marcas particulares, personifica la expresión de los despojados. En el mundo rural de Tejares, Almorox, Escalona, Torrijos y Maqueda y en los bajos fondos de las ciudades de Salamanca y Toledo nos sumerge en un orden consolidado donde la idea de cambio no ha calado en las conciencias de los que tienen que luchar por la subsistencia. El cuerpo infantil sufriente, preocupado por su supervivencia e introducido en un piélago de injusticia social, es un testimonio de la irónica actitud moralista del autor anónimo. Los primeros dos Tratados de La vida del Lazarillo se han conectado con el estadio pre-simbólico del personaje (Carey ‘Lazarillo’ 1979, 36–7; Cruz ‘The abjected’ 1977; J. Herrero, ‘The Great’ 9–10) ya que el niño harapiento sólo se preocupa de las necesidades del cuerpo y de la búsqueda de protección. Estos tratados proyectan un concepto de identidad del ser como hambre (Weinstein 1981, 21) y también el hambre de ser, de romper el silencio de los desnudos. En el Tratado III, en el ambiente urbano de Toledo, Lázaro experimenta por primera vez la comunicación con otro ser humano y se adentra en la complejidad de las interrelaciones sociales. A través del empobrecido escudero se le ilumina la dimensión del intercambio simbólico y del papel transcendental de los revestimientos en el sistema patriarcal. Es a partir de esta toma de conciencia que la narración repentinamente se enfoca en los vestidos, decoraciones y tejidos. En efecto, en este episodio se exponen diferentes aspectos de la ropa. Se describe el hábito del escudero y se sugiere el del criado para subrayar la función psicológica, genérico-sexual y político-social en la construcción de la individualidad de ambos. Las mujeres aparecen ‘reboçadas’ (181) en la huerta y vestidas de luto en un entierro. La política del vestido delimita la categoría social e involucra el ritual para vestirlo, los ademanes al llevarlo y los gestos apropiados en la interrelación con los otros (normas corteses del uso del sombrero). La ropa forma parte de la rutina cotidiana: se limpia, se sacude, se de toda la obra (Rico, Lázaro Carreter, Shipley). Otros estudiosos creen que el principal objetivo de Lázaro es simplemente explicar cómo pudo superar terribles condiciones de supervivencia y alcanzar un cómodo estado final de integración social y auto control (Casa, Carrasco, Carey, García de la Concha, Goetz, Woods e Ynduráin). Ruffinatto comenta que las dos interpretaciones son consecuencia de la ambigüedad del texto. Ambas coexisten en la narración, según se entienda desde la perspectiva del destinador o del destinatario (Introducción 70). Sobre los distintos niveles de significación, interferencias irónicas del autor, técnicas retóricas y otras estratagemas para convencer y engañar al narratario y a los lectores véanse, entre otros, los trabajos de Bell, Ferrer-Chivite, Fiore, E. Friedman, Guillén, Jaén, Long-Tonelli, López de Abiada, Mancing, Sabat de Rivers, Sieber, Shipley y Zimic. Todas mis citas de La vida de Lazarillo provienen de la edición de Ruffinatto.
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estira, se dobla, sirve de almohada, de toalla, de fardel y de plato. Se menciona la calidad del colchón de lana y el color y suciedad del alfamar y de la ropa de la cama. También se resalta la vertiente económica del vestido: aparecen individuos que viven de ayudar a vestir a otros (‘camarero que le dava de vestir’ [179]), de la confección de tejidos y prendas (‘hilanderas de algodón que hazían bonetes’ [191]), de su robo (‘de noche capean’ [176]) o de su trueque comercial. En fin, gran parte de la riqueza significativa de este importante capítulo se debe a la predominante isotopía de la ropa. La autobiografía de mediados del XVI introduce lo que va a ser una técnica significativa en las narraciones del yo medio siglo después, el uso de las apariencias para equiparar a un personaje de una mayor complejidad psicológica. En este sentido Américo Castro ya había notado que mientras ‘las otras figuras estaban quietas en su reiterante abstracción (pobreza del ciego, avaricia del clérigo, rapacidad del traficante en bulas) el Escudero es el único tipo humano animado de un movimiento aspirante e interior’ (Hacia Cervantes 164). Y este movimiento aspirante e interior está íntimamente conectado con la representación de sus apariencias, componente esencial del personaje desde su aparición: ‘topóme Dios con un escudero que yva por la calle con razonable vestido, bien peynado, su passo y compás en orden’ (168). La ropa crea y da vida al escudero pero además satisface sus necesidades cotidianas a través de rituales caseros que enriquecen y dan sentido a la convivencia de amo y criado. Entre los actos de doblar la ropa, de estirar la cama y de comer los mendrugos escondidos en los harapos del niño se establece una corriente de comunicación, de curiosidad y de simpatía mutua y se logra una representación verosímil de la realidad humana. El ritual suntuario rellena el vacío de una casa sin muebles y sin comida y humaniza el encuentro. El hidalgo es moldeado por la materialidad de su vestidura en la que proyecta, además de los signos de diferenciación, una cualidad estética y un deleite íntimo. Sus impulsos exhibicionistas, los detalles del vestuario y los gestos sartoriales producen un efecto sensual: ‘ciñósela [la espada], y un sartal de cuentas gruessas del talavarte. Y con un passo sossegado y el cuerpo derecho, haziendo con él y con la cabeça muy gentiles meneos, echando el cabo de la capa sobre el ombro y a vezes so el braço, y poniendo la mano derecha en el costado, salió por la puerta’ (178). Blau describe la cualidad de la ropa de expresar la personalidad del sujeto que la viste con la palabra complexión que, en la teoría renacentista de los humores, denota una combinación de los cuatro fluidos determinantes del temperamento humano (Nothing in Itself 13). La apariencia del escudero exterioriza mezclados sentimientos de complacencia, orgullo y profunda ansiedad y personaliza la amalgama indistinta entre su psique y los materiales con los que se reviste (véase Pels 1998, 101). La ambigüedad del noble arruinado en su resistencia a dejar de ser quien quiere ser presenta a Lázaro un nuevo modelo de individualidad y se convierte en paradigma para la narrativa posterior. Bajo este amo el joven se instruye en las reglas patriarcales del orden simbólico, en la
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complejidad psicológica y sensual del cuerpo vestido y en la afirmación de una idea de ser problemática en relación con los otros. Es decir en la necesidad vital de inclusión en un sistema en el que la presentación de sí mismo expresa la lucha de la conciencia del yo socialmente situado. En el Tratado III el traje responde a la imagen y al puesto que los personajes creen ocupar en la escala jerárquica. Como extranjeros en Toledo el aspecto elegante ayuda al escudero a pasar por un hidalgo acomodado con aspiraciones (‘vine a esta ciudad, pensando que hallaría un buen assiento’ [202]), el andrajoso de Lazarillo lo hace totalmente desapercibido (‘maldito aquel que ninguno [en Toledo] tiene de pedirme essa cuenta [quién es y con quién vive], ni yo de dalla’ [185]).6 El ‘razonable vestido’ del hidalgo está compuesto de camisa, calzas, jubón, sayo, capa, espada, vayna, talavarte, sartal de cuentas grandes, bolsilla de terciopelo de raso y, como se deduce cuando relata sus problemas en su tierra originaria de Castilla la Vieja, bonete o sombrero. Aunque no se nos informa de decoraciones lujosas, ni del color y forma de tales prendas, el narrador alude a una aceptable calidad y presencia (‘¿A quién no engañará aquella buena disposición y razonable capa y sayo?’ [180]) que enfatiza la impresión favorable que su figura vestida ofrece a los demás: ‘yva por la calle con razonable vestido, bien peynado, su passo y compás en orden’ (168); ‘súbese por la calle arriba con tan gentil semblante y continente, que quien no lo conociera pensara ser muy cercano pariente al conde de Arcos, o, a lo menos, camarero que le dava de vestir’ (179). Impresión que el niño inexperto traduce al principio sólo en términos de posible solución de su miseria: ‘me parescía, según su hábito y continente, ser el que yo avía menester’ (169). El aspecto del amo se acompaña de los gestos corporales apropiados de su rango aristocrático: rituales para vestirse, limpieza personal, forma pomposa y pausada de caminar, normas para saludar y modos de llevar la capa y la espada. La insistencia en la conservación de su ropa proyecta su preocupación por mantener un puesto insostenible en la comunidad por falta de dinero y también muestra su asfixiante encasillamiento al no encontrar diferentes alternativas de ser, excepto el servicio inútil a otros nobles.7 Si el traje del escudero ayuda a preservar su precaria imagen social el de Lázaro colabora en su esfuerzo de subsistencia. En efecto, sus sucias vestiduras le sirven de bolsa para guardar la comida e incluso de plato y mantel: ‘yo ya tenía otras tantas libras de pan ensiladas en el cuerpo, y más de otras dos en las mangas y senos’ (183); ‘mostréle el pan y las tripas que en un cabo de la halda traya’ (184); ‘dissimuladamente mirava al desventurado señor mío 6
Se ha señalado también que en Toledo ambos, como el autor, pueden esconder orígenes étnicos no aceptados por su sociedad, de ahí la irónica insistencia del escudero en la limpieza (Castro, Hacia Cervantes 165; Cruz, Discourses 31; Ferrer-Chivite ‘Lazarillo’ 1983, 269; Shipley ‘The Critic as . . . Resting’ 1982, 109–110). 7 Sobre las circunstancias históricas y sociales de los escuderos en el siglo XVI véase el estudio de Redondo (‘Historia’).
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que no partía sus ojos de mis faldas, que a aquella sazón servían de plato’ (186). Su aspecto hace su cuerpo vulnerable a la justicia – leyes en contra de los ‘pobres estranjeros’ (190) – y facilita su apresamiento por uno de sus representantes, el alguacil que le echa ‘mano por el collar del jubón’ (209).8 El protagonista aprende en sus vivencias en la ciudad junto al escudero que una presentación aceptable de sí mismo, sin la fantasía y presunción del amo, es una condición necesaria para ser alguien y para obtener empleo. Es por eso que a partir del Tratado III Lázaro incrusta en su aspecto corporal las exigencias sociales. Su inclusión activa en el orden patriarcal se marca primero con la adquisición de unos zapatos que le provee su cuarto amo, el fraile de la Merced, en el Tratado IV, que aluden a su iniciación sexual, a su mayor independencia y a su mejora material (Colahan y Rodríguez 1999, 221; López de Abiada 1990, 75) y revelan el desarrollo personal del protagonista.9 Pero es a partir del momento en que Lázaro se puede vestir a sí mismo que logra crearse un nicho particular en la sociedad. En efecto, en el Tratado VI el mozuelo, después de trabajar cuatro años como aguador al servicio de un capellán, logra ahorrar lo suficiente para comprarse un traje de ropa usada, sentirse con él ‘un hombre de bien’ y, finalmente, abandonar el trabajo para buscar mejor oficio. Así lo narra Lázaro: Fueme tam bien en el officio que, al cabo de quatro años que lo usé, con poner en la ganancia buen recaudo, ahorré para me vestir muy honrradamente de la ropa vieja, de la qual compré un jubón de fustán viejo y un sayo raydo de manga trançada y puerta, y una capa, que avía sido frisada, y una espada de las viejas primeras de Cuéllar. (233)
El episodio ha sido explicado como una introducción del personaje en el mundo de los negocios y del honor social, según lo aprendido junto a sus amos, en especial con el escudero.10 El concepto de que Lázaro imita la hipocresía y las apariencias del escudero ha sido ampliamente aceptado por la crítica. Por ejemplo, C. B. Morris (1964) cree que ‘from the moment when Lázaro dons the habit of the hombre de bien and so apes the appearance of the squire, he embraces his corrupt doctrine as well’ (241). Ruffinatto comenta que ‘su capacidad de disfrazarse de “hombre de bien” [es] un arte que Lázaro, antiguo alumno del escudero, demuestra haber aprendido perfectamente al 8
Hay que notar que un poco antes Lázaro menciona que ‘la halda del sayo’ del escudero le sirve de paño de manos (180). 9 La doble significación de los sintagmas ‘zapatos,’ ‘romper zapatos’ y ‘trote’ ha sido ampliamente explicada por la crítica. Consúltense los trabajos de Sieber, Language 45–58; Bussell y Walsh 1988; Ferrer-Chivite; López de Abiada ‘Alusiones’ 1990; Rico 2000, ed. Cátedra, 111–12, notas 8 y 9 y Shipley ‘Otras cosillas’ 1996. 10 El fondo socio-económico de La vida del Lazarillo lo ha estudiado recientemente Maiorino, en su libro At the Margins of the Renaissance.
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Bartolomé Esteban Murillo (1618–1682). El niño mendigo. La figura de este niño desarrapado nos ilumina el posible aspecto de los pícaros pobres y pedigüeños.
despedirse del capellán’ (Introducción 84). Por su parte Sieber (1978) piensa que ‘Lazarillo perceives the squire as a model to be imitated’ y por eso compra una réplica del vestuario del escudero (Language 79). A mi parecer Lázaro no imita la ropa del escudero, sólo incluye piezas comunes tanto en el atuendo de individuos de clases más bajas como en los
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de clases superiores: jubón, sayo, capa y espada. La siguiente queja de Torquemada en 1553 refleja la dificultad de mantener las distinciones sociales por medio de la ropa: ‘y de lo que a mí me toma gana de reir es de ver que los oficiales y los hombres comunes andan tan aderezado y puesto en orden que no se diferencian en el hábito de los caballeros y los poderosos’ (citado por Bernis, Indumentaria 1962, 11).11 El protagonista compra un traje viejo de segunda mano típico del hombre común y pobre y con él hereda el traje degradado ya establecido por otros. No hay ninguna indicación que el jubón de fustán que adquiere hubiera sido una prenda fina de alta calidad, como apunta Sieber (Language 80–81) sino simplemente una tela de algodón para forrar los vestidos (Bernis, El traje 1998, 141; Covarrubias 616; Corominas 128).12 Además de estar estropeada su ropa debía ser también anticuada pues los estamentos bajos no tenían el poder económico de mantener su aspecto al día y usaban los desechos de las clases altas que marcaban la moda (Bernis, Indumentaria 9). El mismo hecho de que no incluya las calzas en su atuendo, prenda elegante y de moda según Bernis (Indumentaria 79), podría responder a esta misma razón. El valor, la distinción y las novedades del traje, más que en drásticos cambios de forma, se asentaba en los tejidos costosos, bordados y ornamentos de metales preciosos y encajes de gran valor – los cuales eran arrancados de las telas antes de pasar las prendas a otros –, así como en la meticulosa y difícil confección que involucraba a numerosos artesanos.13 En contraste con el aspecto de los más pudientes la ropa de las clases bajas se distingue por sus tejidos burdos de color pardo y por su uniformidad y estabilidad de hechuras. La ropa desechada de los superiores se reconstruía, depreciaba y adaptaba para la venta o para la recompensa por servicios. El énfasis del narrador en el estado ajado de su atuendo (‘viejo,’ ‘raydo,’ ‘que había sido frisada’) indica su conciencia de que el tipo de vestiduras que compra no lo equipara con las apariencias de la clase que puede adquirirlas nuevas y que define las pautas de elegancia y distinción. El uso de la espada era frecuente en criados, y podría ser que con ella, por ser un símbolo de extensión de su hombría, también expresara el orgullo del adolescente (Woods 587). Así, su idea de vestir ‘muy honrradamente de la ropa vieja’ (233) o de
11 En las láminas 22 y 23 del mismo libro de Bernis se puede ver la similitud del traje de los caballeros y de los criados. 12 Sieber se basa en la indicación de Carmen Bernis de que los ‘jubones de fustán de Milán’ tenían rellenos de lana fina (Indumentaria 94). Sin embargo la narración no nos informa que el jubón de Lázaro fuera de Milán. 13 Se han conservado muy pocos tejidos de la época pre-moderna y, aún menos, vestiduras completas. La documentación que tenemos procede mayormente de inventarios, descripciones verbales, esculturas y representaciones pictóricas. Para hacerse una idea de la textura, calidad, color y complicada hechura y confección de los trajes remito a las magníficas fotos de telas y prendas conservadas de los siglos XVII y XVIII en el libro de Hart y North, Fashion in Detail 1998.
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verse ‘en hábito de hombre de bien’ (233), hay que entenderla dentro del contexto de su propia experiencia y capacidad económica. Redondo calcula el precio de la ropa que compró Lazarillo teniendo en cuenta su alto costo en la época y las posibles ganancias y ahorros del aguador para concluir que ‘Il est donc fort vraisemblable qu’il ait utilisé toutes ses économies pour se procurer les vêtements en questions et l’épée’ (‘A propos’ 1998, 495, nota 18). Es obvio que el protagonista viste el mejor traje que ha tenido nunca y eso se traduce inmediatamente en un sentimiento nuevo de valor personal. Aunque Lázaro asimile la hipócrita actitud de su amo no intenta pasar por quien no es, ni menos copiar el traje y gestos del escudero del que expresamente se siente separado, como testimonia: ‘Dios es testigo que oy día, quando topo con alguno de su hábito con aquel passo y pompa, le he lástima’ (189). Su vestimenta expresa simplemente su situación de relativa independencia financiera pero ni lo destacaría del aspecto corriente de tantos como él ni mucho menos lo haría sentirse avergonzado de sus actividades manuales. Cuando el protagonista de las novelas picarescas del XVII intenta imitar las apariencias de los superiores y pasar por quien no es, como es el caso de Pablos en La vida del Buscón, el ridículo acto provoca una risa y escarnio que no aparece en La vida de Lazarillo. La ropa usada caracteriza la identidad del personaje hasta el final de su Vida. En su oficio real de pregonero, íntimamente relacionado con el comercio de ropa vieja y posiblemente principal fuente de su vestuario,14 aún recibe ‘las calças viejas que dexa’ (238) el Arcipreste a través de su mujer.15 ‘En la cumbre de toda buena fortuna’ (243) la imagen externa de Lázaro armoniza su condición social, economía y aspecto. Las apariencias del amo y del criado responden a un orden estamental y, dentro de ese orden, cada uno de los personajes usa las ropas para expresar sus convicciones y deseos íntimos. En la comercial Toledo Lázaro se contenta con aceptar el juego de los comportamientos sociales, que equipara el ‘provecho’ con las ganancias
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Así lo documenta Woods en el siguiente fragmento de las Ordenanzas de Sevilla: Algunos de los dichos pregoneros se visten y cobijan y arrean y se atauian de algunas ropas o armas o otras cosas que les son dadas a vender: y porque esto es en gran daño y perjuyzio dela dicha cibdad y de su republica. Mando que ninguno ni alguno delos dichos pregoneros no vsen ni se aprouechen ni se vistan ni atauien ni cobijen ni arrean en manera alguna de ninguna ni algunas cosas que se les fueren dadas para vender: saluo que las tengan bien tratadas sobre sus braços o enlas manos o enlos tableros y tiandas [sic]. (Ordenanças de Seuilla. Recopilacion delas ordenãças dela muy noble y muy leal cibdad de Seuilla . . . Fecha por mãdado de los muy altos . . . reyes y señor do Fernãdo y doña Ysabel. Sevilla, 1527, fol. 133v., citado por Wood 584).
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Anteriormente había comentado el escudero que el pagar a los criados con ‘un sudado jubón o rayda capa o sayo’ era típica costumbre de ‘canónigos y señores de la yglesia’ o de ‘caballeros de media talla’ (202–3). Para Sieber, en el Tratado VII las calzas ‘function as signs of Lazarillo’s final dishonor’ (Language 84).
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materiales y no con la virtud moral, como única forma de medrar. Sus vestidos de segunda mano atestiguan su ambiguo estado final en el que además del salario de su trabajo recibe los regalos frecuentes del Arcipreste que lo mantienen en el mundo tradicional de obligaciones de los subordinados (Maiorino 2003, 80–6). Con estas prendas Lázaro hereda las conductas instituidas, se fabrica su subjetividad y se integra en la comunidad. El empuje individual se ahoga irremisiblemente al final. No obstante, la novelita anónima provee un modelo de afirmación personal precisamente por dar voz y vestido a los ignorados. Es indiscutible que La vida de Lazarillo ofrece un patrón estructural, una forma más compleja de creación de identidad y unos tópicos esenciales para las narrativas autobiográficas de principios del XVII. Sieber informa que a finales del XVI la obra se reimprime como un apéndice a un manual titulado Galateo, de Giovanni della Casa pues ambos libros, – en particular el episodio del escudero –, ofrecen recomendaciones para ganar honor y privilegio en la corte (147–51). Es decir, se percibe como uno de tantos manuales de cortesía que se pusieron de moda por el interés que muestran algunos individuos con medios económicos por crearse una apariencia y aprender unos manierismos para ser aceptados en los círculos privilegiados (Greenblatt, Renaissance 144). También es cierto que estos manuales de etiqueta, como la autobiografía de Lázaro, intentan conservar las diferencias estamentales (Revel 1989, 190–1). La conciencia de la posibilidad de cambio de condición será explorada más tarde por los protagonistas de la Atalaya y de El Buscón y se hará realidad en personajes históricos como Alonso de Contreras.
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Guzmán de Alfarache y la vestimenta del hombre nuevo Esta diferencia tiene el bien al mal vestido, la buena o mala presunción de su persona, y cual te hallo tal te juzgo, que donde falta conocimiento el hábito califica, pero engaña de ordinario, que debajo de mala capa suele haber buen vividor (Guzmán de Alfarache) Con la publicación de la Primera Parte (1599) y Segunda Parte (1604) del Guzmán de Alfarache, atalaya de la vida humana se consolidan algunos de los rasgos ya apuntados en el Lazarillo. La obra de Mateo Alemán presenta las características del sujeto picaresco: inconformismo con el puesto asignado y deseo de cambiar, conciencia de su valor como individuo con libertad de elección y rebeldía al orden tradicional que lo estigmatiza (Maravall, ‘La aspiración’ 590–1 y ‘Relaciones’ 29; Mariscal 211). También se enfatiza el discurso sartorial que, como el resto de los procedimientos lingüísticos del libro, ofrece las exuberantes características del estilo barroco. Las referencias a la indumentaria son muy frecuentes en la Atalaya y sus funciones intrincadas. La ropa preocupa profundamente al narrador que medita sobre los aspectos teatrales, morales y políticos de los atuendos pero, sobre todo, las apariencias acompañan los vaivenes de la fortuna del héroe, visten su personalidad multiforme y expresan su intimidad.1 En mi análisis del Guzmán interpreto el uso de la ropa como un lenguaje con implicaciones políticas en el que se proyectan ambos, la lucha del protagonista por expresar su capacidad de acción e individualidad y el peso ideológico institucional y autorial que escapa su control. Para Michel Foucault (1972) el sujeto se constituye a través de sus diferentes posiciones sociales (The Archaeology 95–6). Sin embargo, según explica Peter Hitchcock (1993) en su libro Dialogics of the Oppressed, para Mikhail Bakhtin, las luchas y rivalidades del sujeto ‘do not just reside within sign but over sign – that is, in the access to signification. It is this that marks the subject as agent rather than the subject as position produced through relations of power’ (11, sus cursivas). Teniendo en cuenta estas dos 1 La compleja personalidad de Guzmán ha sido señalada por numerosos críticos, entre ellos Brancaforte, Guzmán 1–22; Cavillac, Gueux 315–24; Cros, Protée 356–63; Johnson, Inside 4–5 y Rico, La novela 59–91.
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posturas teóricas entiendo por un lado que las diferentes situaciones existenciales del Pícaro pre-determinan el significado suntuario y, por otro, que dentro del intercambio simbólico social cada acto específico de manipulación de su aspecto constituye una expresión individual del protagonista que muchas veces subvierte la tendencia al monologismo de la ideología dominante. Ahora bien, los actos de auto-investidura [utterances] pueden ser marginalizantes y liberadores al mismo tiempo, como apunta Peter Hitchcock: ‘The utterance is riddled by the consciousness and political unconscious of the speaker, the social overdeterminations therein, expected or misperceived audience response, double-talk as well as double voicing, and most important, the immediate social context in which the utterance is (re)produced’ (Dialogics 7). Guzmán es un sujeto resquebrajado que vive y experimenta el mundo a través de su cuerpo y de su ropa. En la alternancia entre el desnudo y el vestido el protagonista muestra la división interna del ser así como el proceso continuo y acumulativo de asimilación de múltiples discursos y situaciones existenciales que intervienen en la creación de la identidad. Con el traje se define y es definido y a través de los actos de vestirse proyecta su rechazo del puesto social que le ha sido asignado y de las aprobadas conductas morales. A lo largo de su vida aprende que todas las apariencias son construcciones arbitrarias que no responden a esencias o definiciones de identidades estables y que las superficies corporales se pueden conformar a imágenes internas o externas del ser. Para el Pícaro todo es una representación donde los papeles son intercambiables, según los medios que cada uno posee para pagar el disfraz que cubre una realidad básica: el hecho de que todos somos hombres con una misma carne mortal y además miembros de un ‘cuerpo místico, igual con todos en sustancia, aunque no en calidad’ (268).2 Según proclama el narrador ‘el hábito no hace al monje’ y la única diferencia entre los humanos consiste sólo en la representación externa del ‘más o menos tener’ (266, 273). De esta conciencia de artificialidad de la organización social surge la índole subversiva de la obra que, como Michel Cavillac (1980) indica, desvaloriza el axioma aristocrático del determinismo de la sangre (‘Mateo’ 391). Guzmán, por su cambio constante de papeles, por su rechazo de la desigualdad esencial entre ricos y pobres, por su denuncia de la injusticia de la abyección social del desnudo y desahuciado y por su cuestionamiento de la legalidad del grupo en el poder destruye la estabilidad y la normalidad del orden establecido. En la política del vestido se inscribe la actuación subversiva del actor, así como las reflexiones del narrador muchas veces en conformidad a un imaginado orden.3
2
Cito siempre por la edición de Francisco Rico. Anne Cruz observa que el potencial subversivo de la novela se diluye en sus aspectos cómicos (Discourses 114–115). Carroll Johnson cuestiona la estabilidad moral del narrador en su libro Inside Guzmán de Alfarache. 3
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Guzmán, nace en una familia de mercaderes de clase media acomodada cuyas actividades tienen connotaciones deshonrosas ya que la creación de la subjetividad a través de categorías económicas u operaciones capitalistas se asocia en la España pre-moderna con individuos indeseables (Mariscal 1991, 88; Cavillac, ‘La figura’ 2001, 70). La inseguridad de su origen paterno y las características infames de sus progenitores lo colocan desde su nacimiento en un puesto de deshonrosa estimación social, agravado más tarde por la pobreza. Para superar su condición económica adversa y estabilizar su yo identitario Guzmán emprende un viaje vital que le lleva a abandonar de niño su casa en Sevilla para conocer a su ‘noble parentela’ genovesa y vivir en diversos lugares de Italia y España hasta su regreso a la ciudad de origen ya adulto. Así explica sus motivaciones: ‘El mejor medio que hallé fue probar la mano para salir de miseria, dejando mi madre y tierra. Hícelo así, y para no ser conocido no me quise valer del apellido de mi padre; púseme el Guzmán de mi madre y Alfarache de la heredad adonde tuve mi principio’ (145); ‘alentábame mucho el deseo de ver mundo, ir a reconocer en Italia mi noble parentela’ (146). En busca de salidas a su situación psíquica y económicosocial el itinerario existencial de Guzmán consistirá en una sucesión de proyectos y situaciones en los que se crea a sí mismo por medio de la apropiación de los espacios simbólicos que ostentan diferentes grupos sociales a través del cuerpo y de las apariencias.4 En sus operaciones de doblaje, de irse poniendo o quitando capas de ropas – y estas capas incrustan siempre al Otro – el sujeto adviene y se construye. Sus diferentes transformaciones manifiestan las modulaciones temporales y las variaciones de la materia en el desarrollo o despliegue [unfolding] del ser, a los que alude Gilles Deleuze (1993) en The Fold: Leibniz and the Baroque.5
4
Se ha conectado su aspiración con las preocupaciones de la clase de los mercaderes en la que se coloca el autor Mateo Alemán. Para el tema véanse los trabajos de Cavillac, ‘Mateo Alemán’ 380–401, Gueux 322–4, Pícaros 139 y ‘Para una relectura’ 379–411. Véase también Manuel Montalvo, ‘La crisis.’ Para Teresa Brennan (1996) la fuerza vital que manifiesta el Pícaro es típica de todos los que necesitan moverse para sobrevivir y que ‘tienen más que ganar del trastorno de identidades y de ideas’ (Esencia 9, 11). 5 Benito Brancaforte (1980) ya señala el desdoblamiento del pícaro (Guzmán 93–137). Deleuze explica el concepto de ‘monad’ según Leibniz: ‘The One specifically has a power of envelopment and development, while the multiple is inseparable from the folds that it makes when it is enveloped, and the unfoldings when it is developed’ (23). Deleuze explica que la conceptuación de la materia primaria o secundaria durante el Barroco forma una especie de ‘texturology’ (115). De ahí que se use profusamente el discurso sartorial para su explicación: ‘If primary or “naked” matter [moles] is the requirement for having a body, secondary or “clothed” matter [massa] is, in a broad sense, what fills the requirement, that is, the organism inseparable from a crowd of monads’ (114). El autor añade: ‘secondary matter is clothed, with “clothed” signifying two things: that matter is a buoyant surface, a structure endowed with an organic fabric, or that it is the very fabric or clothing, the texture enveloping the abstract structure’ (115).
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El ansia de Guzmán se asienta en su deseo de lograr el vestido aceptado para poder ser un miembro vivo en su grupo. El tener un aspecto reconocido es el requisito fundamental para la construcción genérica de su masculinidad y para alcanzar honra, poder y privilegios. Ahora bien, esta adquisición ofrece una respuesta perentoria y provisional al dilema del protagonista. Su itinerario vital es un movimiento que alterna entre la desnudez y la ostentación hacia una desalentadora e inevitable aceptación final del estatus quo de servidumbre en el que la sociedad lo coloca.6 De hecho en el Guzmán el vocabulario sartorial conforma conglomerados semánticos que oponen principalmente dos isotopías o núcleos de significación, la de cuerpos desnudos y cuerpos vestidos, que se equiparan con la pobreza y la riqueza, o la muerte y vida social. También con problemas de castración o vigor sexual. En el ambiente de la Atalaya el individuo desnudo, pobre, sin dinero y sin privilegios se convierte en un cuerpo impotente y muerto para la sociedad, como advierten las siguientes palabras del narrador: ‘Últimamente, pobreza es la del pobre y riqueza la del rico. Y así, donde bulle buena sangre y se siente de la honra, por mayor daño estiman la necesidad que la muerte. Porque el dinero calienta la sangre y la vivifica; y así, el que no lo tiene, es un cuerpo muerto que camina entre los vivos’ (355). Esta oposición fundamental se extiende en un complejo conjunto semántico, conceptual y episódico a lo largo de toda la narración. Las apariencias en el Guzmán se han interpretado 1996, como una forma de esconder su linaje converso (edición de Brancaforte 210, nota 21; Judith A.Whitenack, The Impenitent 1985, 91, 93; Donald McGrady 1968, 96) y de lograr movilidad social (Maravall, La literatura 542). Es decir, como una usurpación de signos que apoya la dinámica de esconder y de pasar por quien no es. Las frecuentes transformaciones externas acompañan el progreso de una vida de deshonor narrada desde la atalaya de su edad adulta y desde el confinamiento en las galeras reales en las que el narrador pena sus crímenes. En efecto, las alternativas pérdidas de ciertas prendas y la adquisición de nuevas no sólo señalan las metamorfosis del héroe sino también los pasos de sus logros y de su degradación y los cambios de aventuras a nivel de la acción. En la Primera Parte el abandono de Sevilla y de su madre se marca por el despojo paulatino de la ropa de Guzmanillo camino a Madrid a donde entra prácticamente desnudo. Su catadura andrajosa caracteriza su estancia en la corte
6 En mi opinión no existe ninguna redención moral de Guzmán sino una decisión forzada de arrimarse a los ‘buenos’ cuando el no hacerlo supone una sentencia de muerte o de separación del cuerpo social. El resultado final del viaje vital de Guzmán divide a la crítica. Según Francisco Rico y Michel Cavillac lleva a una conversión que determina el punto de vista de toda la obra. Para Maravall (La literatura picaresca 1986, 430) y para muchos otros estudiosos, entre los que se incluyen Brancaforte, Cruz y Jonhson, el Pícaro no se arrepiente y el viaje circular a Sevilla lleva a la misma fuente de degradación. (Véase Cavillac (Pícaros 98) para un resumen de la controversia.)
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que finaliza con el primer robo de sustancia y su adquisición de elegantes ropas y cambio de nombre en Toledo. El deterioro progresivo del nuevo atuendo acompaña su ruina económica camino a Génova. Allí, la carencia de ropa le acarrea el rechazo de sus parientes y le conduce a llevar las vestiduras de la mendicidad y de los oficios serviles en Roma. En la Segunda Parte la pérdida de su baúl con su ropa acumulada lo coloca de nuevo en un estado de indigencia que subsana con el gran robo en Milán. El hurto le devuelve el aspecto de hombre principal que, junto a otro cambio de nombre, le lleva a la cima de su fortuna financiera y le permite tomar venganza de sus deudos en Génova. De vuelta a Madrid con una honorable apariencia, Guzmán, ya casado, mantiene su imagen de hombre de bien al convertirse en un ‘honrado’ mohatrero. Su quiebra económica lo fuerza otra vez a cambiar su aspecto durante los siete años de estudiante en Alcalá de Henares. Después, a mudar los hábitos de sotana y manteo por los del marido consentidor al casarse con Gracia. Por último, en un descenso vertiginoso de fortuna y decadencia moral, llega a la desgracia suma en Sevilla donde es encarcelado con su traje de valentón y, más tarde, condenado a vestir el hábito de galeote en las galeras. En cada una de sus transformaciones el traje provoca un doble efecto. Por un lado, la interpretación comunitaria de sus plurivalentes signos encaja a Guzmán en categoría dadas, a menudo en contradicción con la imagen que tiene de sí mismo. Por otro, el traje engendra variados sentimientos internos y meditaciones en el autobiógrafo. Finalmente, hay que considerar que la ropa y adornos corporales, entendidos como mercancía y acumulación inapropiada de material, compendian sus actividades criminales, usureras y mercantiles. Guzmán es hijo de dos imágenes paternales cuya amalgama imprime una huella perenne en el joven: ‘ya yo tenía cumplidos tres años, cerca de cuatro; y por la cuenta y reglas de la ciencia femenina, tuve dos padres’ (139). Una imagen es la del padre público durante sus primeros tres años, ‘un cierto caballero viejo, de hábito militar’ (125). La otra es la de su padre ‘verdadero’ y legal, un genovés levantisco y mercader. La figura paternal del caballero, al igual que la clase que representa, permanece alejada en la conciencia del niño y en el texto se caracteriza por unos pocos rasgos: su prestigioso hábito militar y sus rentas eclesiásticas. Por otro lado, la descripción de las características corporales y morales del padre levantisco, presenta un individuo mucho más complejo: Era blanco, rubio, colorado, rizo, y creo de naturaleza, tenía los ojos grandes, turquesados. Traía copete y sienes ensortijadas. Si esto era propio, no fuera justo, dándoselo Dios, que se tiznara la cara ni arrojara en la calle semejantes prendas. Pero si es verdad, como dices, que se valía de untos y artificios de sebillos, que los dientes y manos, que tanto le loaban, era a poder de polvillos, hieles, jabonetes y otras porquerías, confesárate cuanto dél dijeres y seré su capital enemigo y de todos los que de cosa semejante
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tratan; pues demás que son actos de afeminados maricas, dan ocasión para que dellos murmuren y se sospeche toda vileza, viéndoles embarrados y compuestos con las cosas tan solamente a mujeres permitidas (121–2).
En contraste con la esfumada figura del aristócrata, el cuerpo afeminado y cubierto de afeites del mercader es una aberración parecida al hermafroditismo del monstruo de Rávena que proyecta un desequilibrio moral (121, nota 72). Este desequilibrio se actualiza en su reprobable personalidad (logrero, hipócrita, renegado, traidor) y en sus prácticas mercantiles caracterizadas como una ‘honrosa manera de robar’ (115). En una sociedad en la que la hombría se equipara con nobleza y virtud el aspecto femenino devalúa al padre genovés. Cavillac propone que ‘la obsesiva figura del “padre” preside la autobiografía de Guzmán’ y que el padre levantisco y mercader se convierte en el modelo a seguir para el protagonista (‘La figura’ 71–2). Hay que notar, sin embargo, que el otro padre, el aristócrata rentista, ‘caballero viejo del hábito militar,’ tiene una presencia débil al principio pero con un poder que se impone inevitablemente en la vida del protagonista cuando al final se somete a la figura paternal del caballero pariente del capitán de galeras. La desnudez de los dos padres invierte la aparente construcción. El aristócrata, sin su hábito de valoración social, es un viejo achacoso que carece del vigor del genovés (‘muy de ordinario [mi madre] lo había visto en la cama desnudo a su lado: no le parecía como mi padre, de aquel talle ni brío’ [128]) y que muere consumido por la relación con su ardorosa joven amante: ‘su desorden le abrió la sepultura’ (137). A través del cuerpo y del aspecto Guzmán expone dos construcciones de hombría defectuosas que metafóricamente representan dos modelos sociales de ser – noble ocioso y mercader usurero – que se ciernen sobre la existencia del Pícaro. La imagen más aceptada de prestigio, virilidad y nobleza cubre un cuerpo desgastado y sin energía regeneradora. La del mercader, joven y atractivo, mezcla de rasgos masculinos y femeninos, imagen liminar de la abyección con una mascarada de untos y ungüentos repulsivos tiene, paradójicamente, una fuerza vivificante. La búsqueda del padre es una búsqueda de modelos de identidad necesarios para poder situarse. Guzmán trata conscientemente de imitar al comerciante, como se observa en su propósito inicial de conocer a sus parientes paternales en Génova y, más tarde, en la propia decisión de convertirse él mismo en honrado mohatrero y en la comodidad que siente junto a sus dos suegros que se dedican a los negocios. Por otro lado, sus experiencias con las figuras paternales aristocráticas, como el cardenal, el embajador de Francia y el caballero de las galeras, lo marcan con el vestido de la servidumbre y lo infantilizan. El viaje que inicia Guzmanillo en búsqueda del modelo paterno exige el alejamiento y el despojo de las ropas maternales. En su evolución psicológica y social su primer desnudo señala la transición entre un estado infantil protegido e ignorante y su inmersión en un ‘mundo nuevo’ (150), en el orden patriarcal que se va a caracterizar por la falta y la inestabilidad (todos roban, todos
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engañan, todos van a su propio interés). Ahí las cubiertas son espejismos que prometen cumplir los deseos y las necesidades del sujeto pero que cubren realidades diferentes a las imaginadas y que nunca rellenan el hueco: ‘Tenía trazadas muchas cosas: ninguna salió cierta, antes al revés y de todo punto contraria. Todo fue vano, todo mentira, todo ilusión, todo falso y engaño de la imaginación, todo cisco y carbón, como tesoro de duende’ (251). En ese mundo el crujir de los huesos debería haberle revelado que la tortilla que come en la primera venta eran ‘dos semipollos . . . disfrazados’ (183) y que la dureza y sabor de la ternera en la venta de Cantillana denunciaba la carne de muleto (1a, I, 5). Los cuadrilleros tampoco lo habrían confundido por un paje ladrón si hubieran observado con más calma sus señas corporales (192). La desaparición de su capa en el segundo mesón, poco después de dejar Sevilla, coincide con su toma de conciencia (‘en aquel punto me pareció haber sentido una nueva luz [248]’) de que los signos son confusos y engañosos, y que la búsqueda del placer es un deseo insaciable que siempre choca con una realidad inconstante: ‘La vida del hombre milicia es en la tierra: no hay cosa segura ni estado que permanezca, perfecto gusto ni contento verdadero, todo es fingido y vano’ (184). El motivo del desnudamiento del protagonista a la salida del hogar es un rito de pasaje frecuente en otras narrativas autobiográficas (El Buscón y las Vidas de Catalina de Erauso y Alonso de Contreras) que representa el corte de vínculos familiares, el comienzo de su autonomía individual y su introducción en el ámbito patriarcal. La ropa ofrece un lugar de seguridad que simbólicamente recuerda la protección maternal de un mundo hostil y frío, ‘the mother is . . . associated with clothes from a very early age,’ afirma Carl Flügel (The Psychology, 82). La inexplicable desaparición de su capa va unida a sentimientos de pérdida y de vergüenza, de algo que no se va a recuperar jamás.7 Crea un momento de confusión sin retorno que lo impulsa hacia el incierto futuro ‘sentí mucho volver sin capa, habiendo salido con ella . . . Hícelo punto de honra, que habiendo tomado resolución en partirme fuera pusilanimidad volverme’ (250).8 En fin, en su primer despojamiento Guzmán siente su profunda soledad y el dolor de enfrentarse a la incertidumbre del vivir: ‘Vime desbaratado, engolfado, sin saber del puerto, la edad poca, la experiencia menos, debiendo ser lo más’ (248). La instalación en su nueva realidad ocurre de forma gradual e inversa a su progresivo desnudamiento camino de Madrid. Ya al tercer día de su salida cuando no tiene para pagar la posada, el huésped desea quitarle el sayo ‘que era de buen paño’ (253). Después cambia la capa protectora por una varita que apenas lo sostiene y que simboliza la fragilidad de sus propias fuerzas: 7 Para Carroll Johnson la pérdida de su capa resulta ‘in a concomitant loss of honor’ (Inside 56). 8 En relación con la experiencia del actor el narrador introduce apropiadamente aquí la alegoría del Descontento cubierto con la ropa engañosa del Contento, que esconde desgracias y sufrimientos (1a, I, 7).
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‘busqué una cañita que llevar en la mano. Parecióme que con ella era llevar capa; pero ni me honraba ni abrigaba tanto’ (251). El original sentimiento de valor personal basado en su aspecto y en anteriores experiencias del yo infantil mimado y cuidado (‘Parecióme que por mi persona y talle todos me favorecieran’ [250]), se va perdiendo conforme Guzmán vende poco a poco su ropa para sustentarse hasta ingresar desnudo en la corte: Fuime valiendo del vestidillo que llevaba puesto. Comencélo a desencuadernar, malogrando de una en otra prenda, unas vendidas, otras enajenadas y otras por empeño hasta la vuelta. De manera que cuando llegué a Madrid, entré hecho un gentil galeote, bien a la ligera, en calzas y en camisa: eso muy sucio, roto y viejo, porque para el gasto fue todo menester. (258)
La entrada de Guzmán al centro del poder político-patriarcal ‘hecho un gentil galeote’ nos recuerda la del Lázarillo a Toledo. Madrid es un lugar de sujeción y de pérdida de individualidad, donde el desnudo anónimo provoca rechazos y despierta sospechas (‘Viéndome tan despedazado, aunque procuré buscar a quien servir, acreditándome con buenas palabras, ninguno se aseguraba de mis obras malas ni quería meterme dentro de casa en su servicio, porque estaba muy asqueroso y desmantelado’ [258]). En la edad pre-moderna el cuerpo no tiene el valor económico y utilitario que adquiere en periodos posteriores, como señala Foucault (1977) en Discipline and Punish (135–169). Más bien es un lugar social de servicio o un lugar de virtud y de redención. De linaje y sangre. De escoria social que puede servir para la salvación de los superiores. Para sobrevivir Guzmán prueba el vagabundeo y la mendicidad, el oficio de esportillero y el servicio en una cocina. Ninguna de estas ocupaciones le llevarán a cumplir su aspiración de volver al estado de comodidad del paraíso perdido en Alfarache pero la experiencia en ellas le ayudarán a comprender conceptos fundamentales de la autoconstrucción. Guzmán descubre que la falta del reconocimiento social del desnudo, aunque libera parcialmente de reglas opresivas (‘holgada ocupación [la de ganapán] y libre de todo género de pesadumbre’ [261]; ‘sin cuidado de la gala, sin temor de la mancha ni codicia del recamado; . . . sin ser notado de alguno’ [276]; ‘libre me vi de todas estas cosas, a ninguna sujeto’ [281]), lo mantienen en el margen de los privilegios sociales. Para Johnson estas afirmaciones de Guzmán cubren su resentimiento y vergüenza íntima. El hecho de que en 1585 se quiso regular y distinguir con marcas sartoriales el grupo de los ganapanes constata las sospechas sociales que despertaban (ed. Rico 260, nota 16). También descubre que la honra se consigue con trajes manipulables que se adquieren por medio del dinero que entroniza y da el ser. En los largos discursos sobre el tema de la honra que se insertan en estos capítulos iniciales (1a, II, 4 y 5) el narrador diferencia la vana honra, apoyada
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en la estimación social, de la auténtica basada en la virtud cristiana. Su desprecio de la vanidad de los caballeros con aspectos externos aceptados que encubren una humanidad pecadora (‘Nunca la codicié ni le hice cara después que la conocí’ [263]) nos ofrece una clave para entender su íntima preocupación por el vestido.9 Guzmán también se da cuenta que estas capas externas, que crean las diferencias sociales, cubren una realidad común y básica a todos los humanos: ‘todos somos hombres y tenemos entendimiento. Que el hábito no hace al monje’ (266). Para Cavillac el concepto de la culpabilidad adánica común a todos los seres humanos es el nódulo subversivo de la concepción de esta obra: ‘En la sociedad del Antiguo Régimen, sometida al culto al padre, semejante antropología no era inocente sino que socavaba la legitimidad del principio nobiliario “Se es como se nace” ’ (Pícaros 115). Aún con su mísero cuerpo plagado de piojos el protagonista tiene conciencia de ser alguien (‘yo soy alguien’ [267]) por ser ‘miembro deste cuerpo místico, igual con todos en sustancia, aunque no en calidad’ (268).10 Y por compartir una constitución corporal común en su gradual ruina que nos lleva a la vejez y muerte (554). Por último, el protagonista halla que el vestido es un revestimiento que proyecta la intimidad, el erotismo, las inseguridades del ser y el conocimiento y aceptación de quien se es (‘que cada uno se conozca a sí mesmo’ [295]). El traje es personal (‘tú sabes mejor si te aprieta, si te aflige, si te angustia o cómo te viene’ [274]); tiene una función práctica (‘vístete en invierno de cosa que te abrigue y el verano que te cubra, no andando deshonesto ni sobrado’ [275]) y debe ser apropiado a cada estado y profesión (‘en las ocasiones ha de mostrarse cada uno conforme a quien es, que para eso lo tiene; pero no emparejándose todos lado a lado, pie con pie, cabeza con cabeza’ [295]). Además sigue las modas, (‘los vestidos y trajes de España no se escapan, que, inventando cada día novedades, todos ahílan tras ellas como cabras. Ninguno queda que no los estrene; y aquello no parece bien, que hoy el uso no admite, no obstante que se usó y tuvo por bueno’ [403]). Queda claro para Guzmán que tanto el servicio como el trabajo demandan aspectos externos regulados que sujetan al individuo a los signos de ostentación de los señores (libreas) o del gremio. Y que existe poco progreso entre el aspecto del ‘maltrapillo’ del ocio mendicante al vestido típico de ropa usada del oficio de sollastre o pícaro de cocina: ‘todos me regalaban: uno me daba una tarja, otro un real, otro un juboncillo, ropilla o sayo viejo, con que cubría mis carnes y no andaba tan mal tratado’ (284–5); ‘andaba con una camisilla vieja y un juboncillo roto’ (305) y unos zapatos ‘rotos y viejos’ (306). El valor del vestido del sirviente en función del cuerpo del amo se observa sobre todo en los episodios en que Guzmán sirve al cardenal y al
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Henri Guerreiro analiza estos capítulos en su artículo ‘Honra, jerarquía.’ Sobre el significado del ‘cuerpo místico’ véase Rico (ed. Guzmán 268, nota 14).
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embajador de Francia. Con ellos la ropa del paje se convierte en señal de sumisión, falta de individualidad y de libertad que el pícaro rechaza: ‘Traigo este vestido que me dieron y no tanto con que me cubriese, cuanto para con que sirviese; no para que me abrigase, sino con que los honrase. Hiciéronlo a su gusto y a mi costa; diéronme por mis dineros las colores de su antojo’ (410). Maravall comenta que en una sociedad en la que el trabajo mecánico envilece y en la que ‘el régimen de servir encuentra cerrados todos los accesos a un mejoramiento que abra las puertas a un estadio de mejor consideración económica y social,’ aquellos que sienten mayores energías individualistas se negarán a servir y a trabajar (‘Relaciones’ 28). El rechazo del servilismo se relaciona con la noción de un sujeto libre que se coloca en el centro de la mentalidad burguesa y del espíritu mercantilista que caracteriza la obra de Alemán.11 Estos conceptos básicos, que aparecen en numerosas variantes a lo largo del texto, marginalización del desnudo, capacidad del traje de crear y apoyar categorías jerárquicas del cuerpo y facultad del vestido de expresar y de adaptarse a las situaciones cambiantes del individuo, se cristalizan en la figura de la vasija rota de barro que le sirve a Guzmanillo para meditar sobre la honra y la movilidad social en un largo soliloquio: ‘El hijo de nadie, que se levantó del polvo de la tierra, siendo vasija quebradiza, llena de agujeros, rota, sin capacidad que en ella cupiera cosa de algún momento, la remendó con trapos el favor, y con la soga del interés ya sacan agua con ella y parece de provecho’ (272). La imagen de un cuerpo que se construye y sube hasta alcanzar los revestimientos sociales nos recuerda la idea del ser incompleto y fragmentado que explica el psicoanálisis. Para Eugénie Lemoine-Luccioni ‘le je est un espace creux comme le pot du potier qui fait monter autour de ce creux, en “tournant,” le futur vase’ (78). Lejos de ser el ceramista el que gira alrededor del jarro, es el jarro el que gira alrededor del vacío del cual se hace el continente y el constituyente. El vestido es desde el principio la cubierta que delimita el vacío de un cuerpo sin mucha significación propia; es el borde que contiene al individuo. La división entre lo interno y el revestimiento externo es además ilusoria: el vaso está siempre rajado. Para Guzmán no sólo los cuerpos de los individuos del más bajo nivel social son vasijas frágiles, llenas de huecos y fisuras, incapaces de contener nada, sino que incluso los cuerpos que proyectan una solidez, como los ‘hábitos de Santiago, Calatrava y Alcántara cosidos con hilo blanco’ se arrinconan y deshacen por ‘el más o menos tener’ (273). Es el Otro el que agarra y sostiene el ser del sujeto, lo que Lacan resume con el nombre: ‘Il ex-siste’ (citado por Lemoine-Luccioni 78). Sólo los remiendos de las telas del favor de los otros, según indica Guzmán, revisten al individuo
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Sobre el espíritu burgués y mercantil que informa el libro consúltense Juan Carlos Rodríguez (Teoría 1990, 7) y los trabajos de Cavillac y Montalvo ya citados.
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Diego Rodríguez Velázquez (1599–1660). El almuerzo. El atuendo de estos tres individuos vestidos con ropilla de paños pardos y cuellos simples es típico de las clases menos pudientes.
de valor y le dan una imagen de entereza; la ‘soga’ o cuerda umbilical que lo une a los intereses sociales lo capacita como miembro de la humanidad. Lo hace funcionar y ‘parece[r] de provecho’ (272). El vestido involucra íntimamente la respuesta social y las pulsiones internas. A través del juego de cubiertas Guzmán expresa su desarrollo psicológico, social y sexual. El ‘pícaro desandrajado’ (299), como consecuencia de la necesidad, se introduce en los ambientes marginados de la ociosidad, de los bajos servicios y de las conductas marginales, en cuya descripción abundan imágenes de exceso, suciedad, fragmentación, desechos corporales
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y enfermedades. Las imágenes escatológicas del desnudo también delatan su despertar sexual. En fin, el discurso sartorial es abundante y complejo en la Atalaya. En mi análisis me enfoco en el uso retórico del lenguaje de la ropa en la construcción de la masculinidad del Pícaro. En su intento de incorporarse al orden patriarcal Guzmán recrea el drama de Edipo y encuentra grandes dificultades para adquirir los símbolos del poder. Sus acciones, al apropiarse del dinero de otros por medio del robo para vestirse de hombre, no le funcionan a nivel psicológico – no rellenan el vacío –, ni tampoco consolidan su admisión en las esferas del poder. Cada vez que el protagonista se reviste forzada e ilícitamente de las apariencias aceptables de la masculinidad confronta a la mujer y se adentra en las aguas oscuras de lo maternal. En estas confrontaciones sus ostentosas cubiertas se destruyen y sus gestos fálicos se desarman para descubrir sus más íntimas heridas psicológicas: falta, vergüenza y culpabilidad existencial. Por otro lado sus acciones por incorporarse al ámbito del padre resultan en estados de subordinación social que últimamente le acarrean una desnudez material y metafórica que se liga con su impotencia sexual. Paso a continuación a examinar algunos episodios que demuestran estas premisas. El primer vislumbre de la sexualidad para Guzmanillo aparece en un choque intempestivo con el desnudo femenino, una aparición fantasmal e inesperada del cuerpo de la madre en medio del sueño. Una búsqueda nostálgica del objeto perdido en el momento en que el pre-adolescente debe afirmar su identidad masculina, que exterioriza la fragilidad y fractura del ser. Según la teoría psicoanalítica, el objeto maternal perdido sólo se puede volver a encontrar en la forma de substituto y, cuando se reencuentra, este objeto ya ha sido alterado por el orden edípico (Enterline 1995, 31). En este encuentro se mezclan los predicamentos pre-edípicos de unión y deseo con los edípicos de prohibición, horror y rechazo.12 Coppélia Kahn (1982) remarca que un componente esencial en la creación de la identidad consiste en la separación de la madre, figura que se carga con la ambivalencia del miedo y deseo (‘Excavating’ 33) e insiste que en los textos literarios hay que buscar el subtexto materno así como la imprenta psicológica de la madre en la psique masculina (36).13 Estos miedos y deseos sumergidos reaparecen a través del lenguage figurativo o de acciones vividas.
12 Lynn Enterline en The Tears of Narcissus examina la representación de la masculinidad en textos pre-modernos a través de procesos de crisis y de inestabilidad (14–36). 13 Kahn resume en su artículo los postulados feministas de Adrienne Rich (Of Woman Born: Motherhood as Experience and Institution 1977); Dorothy Dinnerstein (The Mermaid and the Minotaur: Sexual Arrangements and Human Malise 1976); y Nancy Chodorow (The Reproduction of Mothering: Psychoanalysis and the Sociology of Gender 1979) que proclaman el papel fundamental de la madre en la formación de la identidad. Sobre los diferentes posiciones freudianas y psicoanalíticas de la función de la madre en el desarrollo de la identidad consúltese el libro de Madelon Sprengnether, The Spectral Mother.
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El encuentro con la ‘madre’ ocurre para Guzmanillo en medio de una noche calurosa (¿primeras eyaculaciones nocturnas del púber?), cuando es despertado por una escaramuza de gatos en el patio de la casa de sus amos, el cocinero y su esposa (1a, II, 6). Curioso, se levanta sin ropa, ‘como nací del vientre de mi madre’ (302), a investigar el ruido. La ama hace lo mismo. Desnudos y descalzos, los cuerpos de la mujer y del criado se encuentran en el patio en la oscuridad de la noche, como duendes. Asustados el uno del otro gritan. En ese momento un gato arremete a Guzmán arañando sus piernas y lo hace caer: ‘desgarréme las espinillas y híceme las narices’ (303). Después de reconocerse mutuamente, la ama defeca por doquier, ‘aflojándosele los cerraderos del vientre, antes de entrar en su cámara, me la dejó en portales y patio’ (303) y seguidamente le toca al criado limpiar las inmundicias. La reacción de los dos es de vergüenza: ‘quedó mi ama del caso corrida, y yo más, que, aunque varón, era muchacho y en cosas tales no me había desenvuelto. Tenía tanto empacho como una doncella, y cuando fuera muy hombre, me avergonzara de su vergüenza’ (304). En la escena se observa el miedo primitivo y el atractivo de la presencia del cuerpo femenino, – toda mujer es una transferencia del primer amor. Muchos otros detalles en el episodio apuntan esa significación. J. E. Cirlot (1962) señala que el gato es asociado por los egipcios con la luna (38), considerada a su vez ‘master of women,’ o principio pasivo de la feminidad, y con la muerte (204–205). Los gatos también se asocian con la noche, la oscuridad, la sexualidad femenina y la lujuria del carnaval (Redondo, ‘La tradición’ 1989, 175). Para Carl Jung, la madre simboliza el inconsciente colectivo y la parte oscura de la existencia. Es decir, se asocia con la noche, lo inconsciente y lo ambivalente, capa al mismo tiempo protectora y peligrosa. También con la muerte (citado por Cirlot 206–208). Los elementos del episodio se conjugan así perfectamente para reforzar el impacto del encuentro del niño con el cuerpo femenino (con lo materno), o con el caos, lo misterioso, lo escatológico y natural y con su miedo a la sexualidad. A pesar del tono carnavalesco, cómico y degradante que crea el cuerpo de esta mujer de baja condición social, con orificios por donde salen los desechos, la imaginería de esta escena infiltra connotaciones sobre la estructura profunda de la sexualidad humana. No queda duda que el despertar del niño al cuerpo femenino va envuelto en sentimientos de sorpresa, miedo, dolor, vergüenza y asco. Su empacho es causado por haberse asomado a algo oculto ‘era muchacho y en cosas tales no me había desenvuelto’ (304). Freud, en Civilization and its Discontents (1994, 29–30, n. 1), dice que el ser humano cambió mentalmente su excitación sexual al desechar los estímulos olfatorios (el tabú de la menstruación) por los visuales. Aquí, el estímulo visual se mitiga por la oscuridad mientras se enfatizan los ruidos y el olor. Los sonidos que llaman desde lejos, vestigios de deseos reprimidos e inconscientes, le despiertan e incitan al encuentro inesperado en la noche mientras que los olores y el disgusto por las evacuaciones corporales, que tiene que limpiar en una especie de ritual purificante, materializan el
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rechazo de tal acercamiento. La mujer desnuda, sin los vestidos que la solidifican y determinan, responde a la representación tradicional del cuerpo femenino asociado con la naturaleza y con las efusiones corporales. De hecho, el aflojamiento de ‘los cerraderos del vientre’ (303) del ama podría entenderse también como una referencia velada a la bajada incontrolable de flujos menstruales. Estos derrames son marcas de polución que colocan a la mujer en un estado intermedio entre la infancia y la adultez y que producen una reacción de rechazo y de amenaza (Grosz, Volatile 1994, 205; Kristeva, Powers 1982, 71). Los desechos corporales, o la marca de abyección, se relacionan en la Atalaya con la mujer y con la impotencia y feminización del protagonista, es decir, con su desnudo. Los zapatos que el fraile da a Lazarillo sugieren la iniciación sexual del niño a través de reticencias y sentidos simbólicos. Es obvio que Alemán mantiene un diálogo con su predecesor al insertar a continuación del episodio gatuno el tema de los zapatos nuevos que el amo ha prometido comprar a Guzmán (‘mañana te compraré unos zapatos’ [306]) y que el sirviente nunca recibe (‘mi ama le debió de contar algunos males de mí, . . . que sin ellos me quedé’ [306]). El hecho de que el amo niegue a Guzmán disfrutar los nuevos zapatos se puede conectar con la interpretación de Johnson (1978) para el que los celos de la figura paternal del amo lo impulsan a eliminar al criado–hijo que se ha asomado a la intimidad de la mujer–madre y que muestra deseos de competir con él (Inside 187). En la Atalaya, el inquietante incidente nocturno es mucho más complejo que la iniciación sexual de Lazarillo en el prototipo pues apunta a profundos problemas psíquicos en el desarrollo de la masculinidad. Guzmán se asoma a su sexualidad a través de la visita del cuerpo ancestral y espectral de la madre, con el poder de provocarle el deseo y de llenarlo de sentimientos de horror y vergüenza. Las conflictivas emociones de Guzmán en su inicial confrontación con la mujer caracterizan su frustrante carrera sexual y social. En sus ritualistas encuentros con lo femenino se repite el mismo mensaje: Guzmán no es un objeto de deseo erótico sino un ser abyecto y rechazado. ‘Abjection is therefore a kind of narcissistic crisis,’ afirma Julia Kristeva en su tratado Powers of Horror (14, sus cursivas), y en los momentos de perturbación narcisista del protagonista, en los que se desmorona el objeto de sus deseos, se representa el dolor de su falta más arcaica.14 Una forma de compensar su resquebrajamiento íntimo es invistiéndose del falo simbólico del vestido, de ahí que los avatares de sus varias relaciones amorosas estén ligadas a sus adquisiciones o pérdidas suntuarias. Para Guzmanillo, ‘roto y despedazado’ (314), el robo es la única forma de apropiación activa de la riqueza, el material con que puede vestir su potencialidad masculina y su reconocimiento social en el sistema patriarcal. Esta
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Kristeva comenta que ‘The abject is the violence of mourning for an “object” that has always already been lost’ (Powers 15).
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actividad que le trae bienestar material y le produce sentimientos de orgullo se convierte en la esencia de su personalidad: ‘el tiempo que dejé de hurtar, estuve violentado, fuera de mi centro’ (678); ‘en breve volví en mis carnes. Continuélo de manera, preciábame dello tanto como de sus armas el buen soldado y el jinete de su caballo y jaeces. . . . Era tan propio en mí como el risible, y aun casi quisiera decir era indeleble, como caráter, según estaba impreso en el alma’ (679). El delinear la trayectoria de la vida del protagonista alrededor del perfeccionamiento de un arte es un rasgo característico de muchas autobiografías masculinas en la edad moderna.15 El robo del especiero primero, el hurto del usurero de Milán después y, más tarde, el despojo a sus parientes genoveses, constituyen los momentos culminantes de su capacidad de acción en su narración. En estas tres ocasiones en las que consigue los medios económicos con los que puede adquirir los signos de ostentación que garantizan el respeto de los otros el protagonista proyecta mayor confianza en sí mismo. Ya que, como comenta el narrador, la ostentación externa de posesiones materiales es lo que cuenta con respecto a la situación social, no las virtudes ni el conocimiento, pues, ‘tal juzgan a cada uno como lo ven tratado. Si fueres un Cicerón mal vestido, serás mal Cicerón; menospreciaránte y aun juzgaránte loco. Que no hay otra cordura ni otra ciencia en el mundo, sino mucho tener y más tener’ (679). Más adelante añade el narrador: ‘Ya no se juzgan almas ni más de aquello que ven los ojos’ (680). En un mundo basado en los desequilibrios del poder, lo externo, dice LemoineLuccioni, es la presunción del falo (La robe 33–4). La consecuencia de su primer gran hurto de dos mil quinientos reales a un especiero mientras trabaja de esportillero en Madrid (1a, II, cap. 7) es una transformación de su aspecto y, con ella, la posibilidad de probar sus proezas sexuales y de embarcarse como soldado a Italia para mejorar su suerte. El cambio exige una retirada de la sociedad, un ritual de limpieza y una transmutación de cubiertas. En efecto, escondido en un bosque en las afueras de Madrid, Guzmán oculta en el agua de un río el dinero que considera ‘la sangre’ de su corazón (316), envuelto en trozos de su vieja vestidura (‘hice un pequeñuelo lío de los forros viejos que del sayuelo me quedaron’ [316]). Después, despojado de su roto vestido, se lava y se convierte en un lienzo limpio y blanco preparado para imprimir su nueva imagen: ‘Quedóme sólo el viejo lienzo de los calzones, un juboncillo desarrapado y una rota camisa; pero todo limpio, que lo había por momentos lavado. Quedé puesto en blanco’ (316). Más tarde, por medio del intercambio de ropas con ‘un mocito de mi talle’ (316) prepara su nueva apariencia para su inmersión en Toledo: ‘algo bien tratado y no con tan vil hábito como llevo’ (319). El vestido del mozo es de calidad mediana:
15 Es el caso de Alonso de Contreras, como veremos más adelante. William L. Howarth comenta que la autobiografía de Cellini es una dramatización de ‘his growing talent’ (‘Some principles’ 1980, 101).
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‘un herreruelo, calzones, ropilla, dos camisas y unas medias de seda, como si todo se hubiera hecho para mí . . . aunque estaba bien tratado el paño no era fino’ (319), pero imprescindible para su inserción en la sociedad. Los momentos de ruptura, separación e inclusión social del protagonista estimulan a menudo las meditaciones del narrador sobre el poder de la ropa de despertar un juicio instantáneo en los demás, ‘esta diferencia tiene el bien al mal vestido, la buena o mala presunción de su persona, y cual te hallo tal te juzgo’ (318) y sobre la falta de correspondencia entre el aspecto y la situación social, económica y moral del sujeto: ‘Suelen decir vulgarmente que aunque vistan la mona de seda, mona se queda . . . Bien podrá uno vestirse un buen hábito, pero no por él mudar el malo que tiene; podría entretener y engañar con el vestido, más él mismo fuera desnudo. Presto me pondré galán y en breve a ganapán’ (319). Este pasaje testimonia las multivalentes funciones de la ropa, tales como la de individualizar, mostrar o esconder la identidad y la de generar complejas emociones. Guzmán al entrar a Toledo ajusta el traje usado recién adquirido para realizar su doble proyecto de avance personal y de pasar desapercibido: ‘al cuello del herreruelo le hice quitar el tafetán que tenía y echar otro de otra color. Trastejé la ropilla de botones nuevos, quitéle las mangas de paño y púselas de seda, con que a poca costa lo desconocí todo’ (320).16 El nuevo vestido también estimula su virilidad y sus deseos eróticos. En la construcción de su masculinidad Guzmán necesita modelos. En Toledo lo haya en un gentilhombre que ve atravesando en su mula la plaza de Zocodover, camino de la corte, ‘tan bien aderezado, que me dejó envidioso’ (320). La gran admiración y el intenso deseo de Guzmán por poseer el atractivo aspecto del caballero (‘el vestido del hombre me puso codicia’ [321]) se refleja en la detallada recreación de su imagen: Llevaba un calzón de terciopelo morado, acuchillado, largo en escaramuza y aforrado en tela de plata. El jubón de tela de oro, coleto de ante, con un bravato pasamano milanés casi de tres dedos en ancho. El sombrero muy galán, bordado y bien aderezado de plumas, un trencillo de piezas de oro esmaltadas de negro, y en cuerpo llevaba en el portamanteo un capote, a lo que me pareció de raja o paño morado, su pasamano de oro a la redonda, como el del coleto y calzones. (320–1)
La descripción del conjunto se ordena de abajo arriba y responde a la posición de un observador colocado a un nivel inferior al del gentilhombre en su cabalgadura. La vistosidad y colorido del vestido del caballero, así como el hecho de llevar un capote en el portamanteo confirman que lleva un traje de camino (Bernis, El traje 19, 20). Las piezas que se nombran, calzón, jubón,
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En la Segunda Parte encontramos un episodio inverso cuando Guzmán reconoce en la ropa de Alejandro Bentivoglio su vestido robado y transformado (603–4).
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coleto, sombrero y capote, están compuestas de tejidos finos (terciopelo, tela de plata, tela de oro, de raja o paño morado) y de guarniciones lujosas (pasamano milanés, plumas, trencillo de piezas de oro, pasamano de oro).17 Los colores morado, plata y oro se complementan. Si a Lázaro le impresiona el porte, el aire de auto-suficiencia del escudero, a Guzmán le maravilla puramente el brillo, la hechura y los ornamentos del traje. El cuerpo, las facciones, el talante y los movimientos de la persona embutida en esas prendas desaparecen; toda ella es ropa y ostentación. Toda el símbolo fálico masculino. El protagonista, en un fuerte impulso imitativo, se hace un traje en el que destacan dos elementos con toques extravagantes: ‘coleto, . . . de raso morado, guarnecido con trencillas de oro’ y ‘liga pajiza, con un rapacejo y puntas de oro, a lo de Cristo me lleve’ (321). A principios del siglo XVII, las ligas se usan para atar los calzones por debajo de las rodillas en trajes de cierta categoría social. Las más vistosas eran típicas en los trajes militares. Las de Guzmán son amarillas, con flecos (‘rapacejos’) y con ‘puntas de oro’ o barritas en forma puntiaguda que se colocaban al final de las cintas para atar (Bernis, El traje 291). No hay duda que Guzmanillo intenta emular el aspecto militar ‘a lo de Cristo me lleve’ o ‘a lo valiente’ (321), como específicamente expresa: ‘viéndome tan galán soldado, di ciertas pavonadas por Toledo en buena estofa y figura de hijo de algún hombre principal’ (321). Embutido en su vistoso conjunto que resalta su buen parecer el joven se transforma. El fino atuendo le crea seguridad en sí mismo, vanidad corporal y conciencia de ser eróticamente atractivo, mientras que esconde otros aspectos de su identidad no deseables: ‘Andaba tan contento, que quisiera de noche no desnudarme y de día no dejar calle por pasear, para que todos me vieran, pero que no me conocieran’ (321–2). Su gratificante auto imagen se ve confirmada por la respuesta de los otros a su presencia. Como indica Tatiana Bubnova (1994), ‘la autoconciencia, el saberse mirado por otros, constituye una de las características más importantes de la imagen del Guzmán’ (‘Diálogo’ 504, cursivas suyas). Con la ropa el Pícaro cubre inseguridades sociales e internas. El impulso exhibicionista provocado por el llamativo atuendo se equipara con su inflado valor personal y con la necesidad de ostentar su vigor viril. Así lo describe el narrador: Amaneció el domingo. Púseme de ostentación y di de golpe con mi lozanía en la Iglesia Mayor para oír misa, aunque sospecho que más me llevó la gana de ser mirado; paseéla toda tres o cuatro veces, visité las capillas donde acudía más gente, hasta que vine a parar entre los dos coros, donde
17 Don Quijote nota que Cardenio es una persona principal por su ropa. Entre las piezas de su atuendo nombra sus ‘calzones, al parecer de terciopelo morado’ (I, xxiii), prenda similar a la del caballero del Guzmán. La tela de raja, al contrario de lo que anota Rico (321, nota 11) podía ser de gran calidad y precio. Para los diferentes tipos de tejidos de la época véase Bernis, El traje 2001, 276–80.
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estaban muchas damas y galanes. Pero yo me figuré que era el rey de los gallos y el que llevaba la gala, y como pastor lozano, hice plaza de todo el vestido, deseando que me vieran y enseñar aun hasta las cintas, que eran del tudesco. Estiréme de cuello, comencé a hinchar la barriga y atiesar las piernas. (322)
Con su flamante traje Guzmanillo quiere compensar su inexperiencia sexual. Edmund Bergler afirma que el propósito inconsciente del exhibicionismo de atraer las miradas de los demás es el de la masturbación indirecta (Fashion 110). En este pasaje el narcisismo del adolescente se manifiesta, no sólo en creer ser el más galán por sus vestidos, sino en sus exageradas contorsiones corporales. Al extender, tensar y abultar el cuerpo, Guzmán se convierte en un engrandecido falo que se auto-complace en el acto de alardear de su cuerpo y de llamar la atención de los otros. Es en el encuentro con las mujeres que esa turgencia se desinfla. En efecto, su apariencia atrae a tres mujeres. Las primeras dos damas, interesadas por el dinero que promete la buena presencia, utilizan el juego del cubrir y mostrar, en un movimiento de rebozos de mantos, miradas, guiños y descubrimientos al descuido de galas femeninas para estimular el deseo sexual del jovencito (‘me abrasaba vivo’ [323]) que acaba vergonzosamente ultrajado. La cita con una de las mujeres tiene como consecuencia el tenerse que esconder en una tinaja, que se describe como una especie de útero sucio (‘una tinaja sin agua, pero con alguna lama de haberla tenido, y no bien limpia’ [324]), que le mancha su traje usado, su revestimiento de masculinidad.18 Después es forzado a comprar la ‘joya’ perdida de la otra. La suciedad y el menoscabo económico son los pagos adelantados de un deseo frustrado. El episodio culmina con su grotesca iniciación sexual. En efecto, ‘corrido de las burlas’ (330) que le han hecho las damas y asustado por la posibilidad de ser hallado por la justicia – vergüenza y miedo son dos sentimientos característicos del Pícaro según Carroll Johnson (Inside 54–105) – decide salir de Toledo. En Malagón, aun insatisfecha su reciente excitación sexual, es atraído hacia una mozuela ‘de bonico talle, graciosa y decidora’ (330) que trabaja en una posada. Cuando el joven intenta tocar a la moza se cae de una silla al suelo y, con el golpe, se le cae una daga que se convierte en un objeto amenazante: ‘se me cayó la daga desnuda de la cinta’ (331). Esta misma daga se muestra inservible más tarde, cuando Guzmán se excusa de no haberla podido meter en las entrañas de una burra que entra en su aposento a media noche, y que él cree ser la moza. La burra acaba huyendo después de golpearlo y de hacerle verter ‘mucha sangre de la boca y narices’ (332). Sus deseos se animalizan figurativamente por medio de la borrica mientras que la pérdida de su arma se equipara a su castración simbólica. El sentimiento inicial de auto-estima y el empuje hacia
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Carroll Johnson ya había notado la similaridad de esta tinaja con el útero (Inside 188).
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la satisfacción del deseo erótico acaban pues en caídas, golpes y sangre. Guzmán quiere seducir y es burlado, humillado y despojado de su brillo externo. La pretendida iniciación sexual del púber, provocada por los revestimientos fálicos de galas que exacerban su deseo, concluyen en una dolorosa y sangrienta expresión de su castración. En estos momentos de perturbación del yo la economía arcaica, o la prohibición del cuerpo materno, se ilumina y toma existencia simbólica en la escritura. Los objetos del deseo se disuelven y dejan al sujeto, a Guzmán, en un estado de abyección en el que se eliminan los signos de significación mientras se recrea el dolor de la pérdida original (Kristeva, Powers 14–15). La capacidad de acción, según Bakhtin, consiste en el acceso a la significación (Hitchcock 1993, 11). En este sentido, cada vez que Guzmán se viste a sí mismo y se apropia de las señas de valor lleva a cabo un acto de auto-afirmación que le impulsa a satisfacer sus deseos. Así, los atuendos comprados con el dinero del especiero (‘¡oh, lo que hacen los buenos vestidos!’ [337]) le han permitido expresar su sexualidad, convertirse en ‘don Juan de Guzmán, hijo de un caballero principal de la casa de Toral’ (336) y lograr ser aceptado en el ejército. Al contrario, la falta de vestimenta apropiada equivale siempre a una falta de control sobre su propia vida y lo convierte en un sujeto marginado. Guzmán experimenta muchas situaciones de desnudo material (esportillero y ganapán en Madrid, desahuciado en su primera visita a su tío de Génova, miembro del gremio de los pobres de Roma). En estos estados su cuerpo aparece fragmentado, sucio (‘llevaba un vestido, que aun yo no me lo acertaba a vestir sin ir tomando guía de pieza en pieza y ninguna estaba cabal ni en su lugar’ [358]), conectado con excrementos (‘halléme de mal olor, el cuerpo pegajoso y embarrado’ [359]) y rechazado de los demás. El pobre, afirma Guzmán, sin la sangre ni la vida que da el dinero, es un cuerpo enfermo o cancerado, ‘es un cuerpo muerto que camina entre los vivos’ (355). Es también un cuerpo sin deseos. El desnudo se equipara sobre todo con el servicio, como expresa el protagonista cuando agota el dinero de su primer gran robo: ‘necesitéme a desnudarme, poniendo altiveces a una parte. Volví a vestirme la humildad que con las galas olvidé y con el dinero menosprecié. . . . Di en servir al capitán’ (342). La librea del sirviente lo mantiene en un estado aniñado y mujeril. En la diferenciación sexual como producto de la introducción al lenguaje ningún sexo consigue la plenitud, pero en una sociedad que privilegia el falo como significante el término mujer (o niño), y en este caso sirviente, representa el vacío mismo, comenta Madelon Sprengnether (1990) en su obra The Spectral Mother (197). En efecto la subyugación al padre – estatus que representa la ilusión de auto-suficiencia – conserva a los sujetos de clase inferior en perenne castración y con sentimientos encontrados de rebeldía y sometimiento. Por ejemplo, después de haber sido echado de casa del cardenal y de mantenerse por un tiempo a costa de los amigos, Guzmaznillo se imagina a sí mismo como otro ‘hijo pródigo’ (436). Su dilema es que, si por un lado desea
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volver a ser acogido por los brazos del padre (‘quisiera volver a ser uno de los mercenarios de la casa de monseñor’ [436]), por otro busca una emancipación difícil de conseguir. En realidad la doctrina del libre albedrío (‘Libre albedrío te dieron . . . Tú te fuerzas a dejar lo bueno y te esfuerzas en lo malo’ [437]) dicta el sometimiento del sujeto inmerso en un mundo ciudadano de relaciones sociales cuya guía es la ideología moral y política que normaliza las conductas aceptables en el orden patriarcal y jerárquico. El sirviente se construye como resultado de negociaciones en las relaciones de poder. Su traje, pago material que lo fija y lo hace sujeto en la escala social, viste también al superior. Según Guzmán el vestido que los señores ofrecen a sus criados ‘es dádiva recíproca, trueco y cambio que corre, visten ellos el cuerpo a los que revisten el suyo de vanidad’ (491). Esta simbiosis textil en la que la ropa del paje funciona para extender el poder social y sexual del amo se observa cuando el protagonista pasa a servir en Roma al embajador de Francia como bufón y alcahuete. Efectivamente, observamos que el esmerado traje que recibe en su oficio de alcahuete (‘pajecitos pulidetes, cual yo era’ [503]; ‘yo traía sin sosiego a mi amo y él a mí hecho un Adonis pulido, galán y oloroso, por mi buena solicitud’ [505]) no despierta en Guzmanillo el intenso sentimiento erótico y de auto-suficiencia que sintió cuando se compró el traje elegante en Toledo. En realidad la conciencia de vestir bien para negociar los asuntos sexuales de su amo disminuye su reconocimiento social y lo avergüenza íntimamente: La pena que yo tenía era verme apuntar el bozo y barbas y que sin rebozo me daban con ello en ellas. Y como a los pajes graciosos y de privanza toca el ser ministros de Venus y Cupido, cuanto cuidado ponía en componerme, pulirme y aderezarme, tanto mayor lo causaba en todos para juzgarme y, viéndome así, murmurarme. Yo procuraba ser limpio en los vestidos y se me daba poco por tener manchadas las costumbres, y así me ponían de lodo con sus lenguas. (505)
En este episodio el discurso de la ropa denuncia la vanidad y las pasiones del amo pero vemos que los dardos tocan de frente al criado cooperador. Es decir, al mismo tiempo que la librea del paje proyecta y compone la masculinidad del superior, este mismo traje vacia a Guzmán de su propia virilidad, apuntada en ese bozo y barbas que le empiezan a crecer. Su aspecto nos recuerda el de su padre el mercader que también despertaba habladurías en los demás. El aderezarse vistosamente para procurar el placer del superior lo afemina y le provoca una profunda humillación, apenas disimulada en sus excusas: ‘mas tuve disculpa con que me descubrió la necesidad aquel camino . . . Si yo lo hacía, era por asentar con mi amo la privanza’ (504). En un pícaro ya experto en el arte del engaño tanta auto-defensa por su oficio de alcahuete muestra cuanto le afecta. Su cuerpo pulido no sólo viste al del superior sino que, al interiorizar su responsabilidad moral, lo sustituye también como lugar de mortificación.
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En efecto, los deseos libidinosos del embajador de Francia en persecución de la honesta casada Fabia, así como la propia pretensión de Guzmán de gozar a la criada Nicoleta, son penalizados en el cuerpo del criado. El castigo de Fabia consiste en forzarlo a visitar un lugar semejante a un útero de pesadilla. Con la promesa de darle una entrevista, la dama hace esperar al paje fuera de su casa en una calle llena de lodo, durante una noche tenebrosa y lluviosa, hasta que sus ropas se empapan (‘que ya el agua que había, entrando por la cabeza, me salía por los zapatos’ [535]). Después lo hace entrar en la casa, en el ámbito femenino y, en la negrura de la noche, lo dirige a un aposento opresivo y húmedo para aguardarla. Así describe Guzmán la experiencia: pareciéndome que atravesaba por algún patio, quedé metido en jaula en un sucio corral, donde a dos o tres pasos andados trompecé con la priesa en un montón de basura y di con la cabeza en la pared frontera tal golpe, que me dejó sin sentido. Empero con el falto que me quedaba, poco a poco anduve las paredes a la redonda, tentando con las manos, . . . . Mas no hallé otra puerta, que la por donde había entrado. Volví otra vez, pareciéndome que quizá con el recio golpe no la hallaba y vine a dar en un callejoncillo angosto y muy pequeño, mal cubierto y no todo, donde sólo cabía la boca de una media tinaja, lodoso y pegajoso el suelo y no de muy buen olor . . . Quise volverme a salir y hallé la puerta cerrada por defuera. El agua era mucha, fueme forzoso recogerme debajo de aquel avariento techo y desacomodado suelo. Allí pasé lo que restó de la noche. (536–7)
La oscuridad del estrecho y encerrado lugar, el golpearse la cabeza en la pared frontera, el agua, los materiales lodosos y pegajosos de las paredes, el mal olor, la puerta cerrada parecen indicar un nacimiento al revés, un retorno a las oscuras regiones primitivas que le incomodan y desasosiegan. Una ‘ratonera’ que lo atrapa y le llena de miedo y abatimiento. El hecho de que en ese momento recuerde las bromas de la toledana y del pariente genovés (537) es una forma de relacionar por medio de la memoria situaciones que tienen en común la encerrona de su cuerpo dolorido y manchado. Cuando por fin le abren la puerta, la impotencia del protagonista se recalca en la mención de sus inútiles armas varoniles: ‘Desenvainé la espada y en otra mano la daga’ (537). La visita al cuerpo de la madre, lugar de duelo donde lo que se desea no se puede obtener, ‘the site of the uncanny’ según Freud (citado por Sprengnether, The Spectral 9), reproduce figurativamente sus anteriores encuentros con lo femenino y señalan su propio vacío y culpabilidad ontológica: ‘vi que lo pasado había sido castigo de mis atrevimientos . . . sentí mi culpa’ (537). El castigo se reduplica. Impulsado por la insistencia de Nicoleta, criada de Fabia, para que la visite, Guzmán se presenta con nuevos vestidos, un día después del accidente, en el callejón trasero y lleno de lodo de la casa de Fabia a hablar con la sirvienta. Su talante físico muestra que está dispuesto a la caza
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amorosa: ‘Yo estaba muy galán, pierniabierto, estirado de cuello y tratando de mis desgracias, muy descuidado de las presentes’ (540). En ese momento un cebón que estaba hozando en el estiércol, lo acomete y lo acarrea ‘a horcajadillas’ por un lodazal (540). Para no caer en el cieno Guzmán monta y abraza al puerco, que lo lleva corriendo y gruñendo por varias calles hasta que al final se deja caer en el barro: ‘levantéme muy bien puesto de lodo, silbado de la gente, afrentado de toda Roma, tan lleno de lama el rostro y vestidos de pies a cabeza, que parecía salir del vientre de la ballena’ (541). La humillación es total. El encuentro con la mujer involucra el desnudamiento o el deterioro de las capas que forman y revisten de poder al hombre. En la Atalaya estos encuentros del protagonista resultan en una falta de control sobre sí mismo y sobre su medio ambiente; en situaciones de caos conectadas con sustancias líquidas, sucias, viscosas y malolientes; en caídas, golpes y dolor. Tanto los gatos que le despiertan en la noche en que topa con su ama desnuda en Madrid; la borrica que le golpea en la pensión de Malagón; el cebón que le embiste en la casa de Fabia-Nicoleta en Roma – el cebón es símbolo de deseos impuros y de bajada inmoral en la corrupción (Cirlot 142) – y los perros que le ladran primero en Roma y más tarde cuando pretende a una moza en Zaragoza (544, 751) – los perros son los compañeros de la muerte, asociada con el simbolismo de la madre (Cirlot 80, 207) – son accidentes que recuerdan el mundo animal del sexo y la muerte. Kristeva afirma que lo abyecto nos confronta en esos frágiles estados donde el hombre se pierde en el territorio de lo animal (Powers 12). Guzmán es lo abyecto. Su sucio aspecto produce agresión, escarnio y rechazo en los demás con terribles consecuencias para su ego: ‘ni tuve con qué lavarme. Así yo pobre, lleno el vestido de cieno, las manos asquerosas, el rostro sucio y todo tal cual podréis imaginar, iba entreteniendo la salida con temor, y no poco, si aun todavía hubiese a la puerta gente aguardando para ver mi nueva librea’ (542). El dolor que le causa el desprecio de los demás abre la llaga interna de su desnudez existencial y lo sumerge en la más oscura sima de su espíritu, donde se siente sin hogar y sin guía: ‘Ya era noche oscura y más en mi corazón. En todas las casas había encendidas luces; empero mi alma triste siempre padeció tinieblas’ (541). Su dolor es la ‘consecuencia de una falta íntima’ o ‘el dolor transformado en sentimiento de culpa, de temor, de castigo,’ un castigo con aires de fiesta como diría Nietzsche (Deleuze, Nietzsche 1987, 182–3). En efecto, Guzmán enlodado se convierte en un ser raro y extravagante que provoca la misma curiosidad y risa que las figuras de carnaval: ‘Estaba llena la calle de gente y muchachos, que me perseguían con grita, diciendo a voces: ‘¡Echálo fuera! ¡Echálo fuera! ¡Salga ese sucio en adobo!’ . . . Que las cosas de curiosidad, que no caen, como las carnestolendas, cada un año, no tengo por exceso procurarlas ver’ (542–3). La risa es una forma de establecer la abyección (Kristeva, Powers 8) y la mirada asombrada del Otro, una forma de convertir el cuerpo en un grotesco espectáculo (Thomson ‘Theorizing’ 2002, 237). El protagonista se ve a sí mismo como una excentricidad que entretiene
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a los demás: ‘Que todo yo era un bulto de lodo, sin descubrírseme más de los ojos y dientes, como a los negros, porque me sucedió el caso en lo muy líquido de una embalsada que se hacía en medio de la calle. . . . Que así como así se quedó el vestido mojado y entrapado en cieno’ (543). Su repulsiva metamorfosis es tan completa que ni la oscuridad de la noche puede ampararlo pues, cuando Guzmán sale por fin de su escondite, su olor ahuyenta a la gente y atrae a los perros que le ladran y muerden: ‘Salí encubierto, sin ser conocido y a paso largo, huyendo de mí mismo, por la mucha suciedad y mal olor que llevaba. Mas éste no pudo disimularse; porque por donde pasaba iba dando señal’ (543). El lodo y la fetidez han borrado las cubiertas que disimulaban su vulnerabilidad y lo denuncian como monstruoso objeto de risión. La suciedad del pícaro es lo prohibido, lo vergonzoso y lo envilecido que amenaza el orden. Esta suciedad debe de ser excluida para preservar el sistema pues, como explica Mary Douglas (1966), la polución corporal representa el más amplio modelo de la polución del cuerpo político (Purity and Danger 2–5). La enlodada librea de Guzmán, en un sistema en el que la simbiosis entre sirvienteseñor se expresa en términos textiles (‘Que real y verdaderamente la muestra del paño del amo son sus criados’ [560]), daña la imagen pública del embajador de Francia que considera el accidente una mancha personal, como le explica al paje: ‘ninguna cosa hoy hay en el mundo más perjudicial ni más notada que cualquier pequeña flaqueza en una persona pública. Porque, como tengamos obligación los de mi calidad a vestirnos como queremos parecer, a pena de parecer como nos quisiéremos vestir, hace muy grande mancha cualquiera muy pequeña salpicadura’ (551). También daña al criado. En la caída en las aguas oscuras y lodosas de lo femenino Guzmán pierde la llave para entrar en la casa de su amo: ‘metí la mano en un faltriquera para sacar la llave y no la hallé’ (544); es decir, pierde la protección del embajador, el sustituto paterno. El embajador está dispuesto a eliminar la parte de sí mismo que se presenta como abyecta para poder sustentar su ilusión de grandeza y poder. A su vez, el abandono del amo ahonda en el protagonista la herida de falta y desamparo: ‘esta fue para mí una muy grande pesadumbre’ (545). Hay que tener en cuenta que el señor no sólo viste al criado (lo hace sujeto) sino que mantiene la memoria y la huella de esta relación aun cuando el sujeto parece despegarse de ella. Guzmán experimenta durante su servicio al cardenal y al embajador las tensas relaciones del poder con ambivalentes afectos anímicos de sometimiento y rebeldía. De ahí que el sentimiento de liberación que siente al dejar a sus amos nunca es total pues se acompaña por una resistencia a perder ataduras, por un sentirse hijo pródigo y por la necesidad de ser aceptado en el grupo. Las estructuras permanecen y la cadenilla de oro que el embajador regala a Guzmán (‘doytela para que siempre que la veas tengas memoria de mí’ [569]) funciona como un emblema recordatorio de los lazos jerárquicos. Estos sentimientos de desamparo y desarraigo íntimo crean una gran dificultad en el protagonista-narrador para auto-definirse ontológicamente. Sus
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caídas son momentos de revelación en los que la fragilidad del ser se presenta desnuda, sin guardas ni defensas: ‘Quedé tan avergonzado, tan otro yo por entonces, tan diferente de lo que antes era, cual si supiera de casos de honra o si tuviera rastro della. . . . Entonces vi mi fealdad. En aquel espejo me conocí’ (559). Ahora bien, el reconocimiento de Guzmán de su propia fragilidad interna ilumina también su concepción de una humanidad que comparte una corporalidad abocada a la vejez y a la muerte (554) y un cieno de fragilidades ontológicas. Todos somos unos ‘montones de polvo’ (555). Las vestiduras y ornamentos son aditivos de las circunstancias externas y de la voluntad propia que lleva a construcciones artificiales del ser. Tanto el Guzmán que escribe desde la atalaya de su presente en las galeras, como el que actúa en sus diferentes instancias de auto-hacerse, reconocen la arbitrariedad de las construcciones del sujeto. Por eso el narrador considera la recreación de su vida (y la de los demás) una pura invención ‘todo yo era mentira, como siempre’ (557). En otra ocasión comenta ‘todo yo era embeleco’ (682). Guzmán está convencido que las imágenes del yo son manipulables e imitables. Para el protagonista la pérdida o cambio de atuendos desestabilizan sus anclajes identitarios. Por ejemplo, cuando Sayavedra le roba sus baúles con los materiales suntuarios que lo han situado y construido durante el periodo de su servicio al embajador de Francia, el despojo lo coloca en un especie de limbo: ‘Sentí aquel golpe de mar con harto dolor, como lo sintieras tú cuando te hallaras como yo, desvalijado, en tierra estraña, lejos del favor y obligado a buscarlo de nuevo y no con mucho dinero ni más vestido del que tenía puesto encima y dos camisas en el portamanteo’ (570–1). Del mismo modo, cuando en Bolonia reconoce uno de sus perdidos trajes en el ladrón Alejandro Bentivoglio, no sólo siente la pérdida económica de un vestido valioso (‘tenía puesto un jubón mío de tela de plata y un coleto aderezado de ámbar, forrado en la misma tela, todo acuchillado y largueado con una sevillanilla de plata y ocho botones de oro, con ámbar al cuello’ [604]) sino también la usurpación de algo mucho más íntimo: ‘Cuando se lo conocí a puñaladas quisiera quitárselo del cuerpo, según sentí en el alma que prendas tan de la mía hubiesen pasado en ajeno poder contra mi voluntad’ (604). El traje es el alma y el ser de Guzmán y su mayor ahínco consistirá en alcanzar o en recobrar la imagen deseada. El hecho es, como Guzmán comprueba en el fracasado pleito por recuperar sus ropas en Bolonia, que en una sociedad en la que los poderosos son incapaces de vestir al desnudo y de transformar las relaciones del poder, ya que su ropaje de superioridad se asienta en la existencia de los pobres, al desnudo sólo le queda el recurso de su ingeniosidad y capacidad para apropiarse de los signos fálicos del poder patriarcal. El deseo de disfrutar de los restringidos privilegios es común, afirma el narrador, todos ‘cuantos hoy viven, . . . van buscando sus acrecentamientos’ (628). Para Guzmán, cada uno en cualquier estado procura valer más y todos van a su interés. Solo los
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ladrones mayores escapan la justicia porque pueden pagarla (o porque ellos mismos son la justicia), mientras los desdichados pagan, van a galeras o son ahorcados (628–9). Los robos del Pícaro se traducen siempre en un mejoramiento de su aspecto externo y en reacciones positivas en los demás. Tanto en Almagro, después del robo del especiero, como más tarde en Génova, tras el despojo del mercader de Milán, sus lujosas vestiduras lo hacen pasar como el caballero don Juan de Guzmán (336, 680–1). Guzmán de Alfarache define el arte de robar como una pulsión de incorporar lo que no posee, de incorporar al Otro, de incorporar al padre, como se observa especialmente en el despojo de sus parientes de Génova. En efecto, con la apropiación de la fuente del poder del tío paterno no sólo venga el mal tratamiento que recibió cuando los visitó años antes con harapos, sino que consigue una verdadera castración del padre. De hecho, el tema de la castración y del desagravio lo ejemplifica el narrador con la historia de una moza hermosa y rica que, gracias a ‘una traza luciferina’ de un caballero enamorado se ve obligada a casarse con él y renunciar al mozo de su elección (690). La recién casada planea fríamente la satisfacción de su ofensa al depositar poco a poco su hacienda ‘casa, joyas y dineros’ (691) en un convento – es decir al traspasar los pilares del poder a su nombre y a su lugar –, al que se acoge después de degollar al marido mientras éste duerme (‘Sacando de la manga un buen afilado cuchillo, lo degolló, dejándolo en la cama muerto’ [692]). Freud ya advierte que ‘to decapitate ⫽ to castrate’ (‘Medusa’s’ 1964, 273). Al igual que ocurre con la mujer de su anécdota, Guzmán discretamente traslada poco a poco sus baúles con la hacienda robada a sus parientes genoveses al barco en el que retorna a España. Con esta posesión destruye y escapa el peso paterno y gesta su nuevo renacer (el desquite se prepara por nueve meses [695]). La venganza, advierte el narrador, ‘nace de ánimo flaco, mujeril’ (689) y, al insertar el ejemplo de esta mujer, cuyas acciones semejan las suyas propias, sugiere que la castración del poder masculino es un medio con el que los sujetos pasivos y feminizados, mujeres y hombres subalternos y harapientos, pueden lograr justicia. Ahora bien, estos momentos de grandeza del héroe no logran cubrir una escisión interna de tipo moral ya que pesa fuertemente sobre él la ideología normalizada que insiste en la necesidad de conformarse y vivir virtuosamente con el puesto heredado. Tanto sus impulsos sexuales como sus acciones de apropiación de riqueza son delitos sancionados por la doctrina dominante, interiorizada por el protagonista, que se auto-sabotea y se castiga en el texto. De ahí que su búsqueda del placer y sus ansias de medra e integración acaben en pérdidas, burlas y humillaciones. La apropiación forzada de la propiedad del otro, aunque mejora su situación, le crea también una conciencia de malestar, aun cuando sabe que los que poseen las apariencias del poder son ladrones mayores validados, ‘que arrastran gualdrapas de terciopelo’ (676). La adquisición de riqueza tampoco subsana su herida psíquica ni lo rescata de su puesto marginado.
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En la última fase de su vida a su vuelta a España el desmoronamiento progresivo de la confianza de Guzmán se plasma en el deterioro de su imagen en el ámbito patriarcal de Madrid, de Alcalá de Henares y de Sevilla, hasta desembocar en las galeras. El proceso de degradación sigue el mismo orden ritualista que ha experimentado antes: apropiación de riqueza, adquisición de vestidos lujosos, exacerbación erótica y caída, pero esta vez le lleva a una sima sin redención. En efecto, a su vuelta a España, las vestimentas de la masculinidad y el poder de sus baúles repletos impulsan de nuevo a Guzmán a la caza amorosa por las calles de Zaragoza: ‘pedí un vestidillo galán, que tenía, y, mi espada debajo del brazo, salí por la ciudad a buscar mis aventuras’ (749), aventuras que acaban en un puro desastre. En primer lugar la buscona que encuentra al anochecer se deja tocar por el Pícaro en ‘aquel encendimiento’ sólo para robarle: ‘en muy breve espacio truje ocupadas las manos por su rostro y pechos, ella con las suyas no holgaba. Que, metiéndolas por mis faltriqueras, me sacó lo poco que llevaba en ellas’ (750). No le va mejor con otra moza que lo hace esperar largamente y lo entretiene con una conversación vana desde su balcón en la oscuridad de la noche. Dicha conversación es interrumpida por los fuertes ladridos de un gozque. Para silenciarlo Guzmán agarra lo que parece ser una piedra, ‘un bulto pequeño y negro’ (751) y que resulta ser un trozo de excremento. Al notarse los dedos embarrados golpea sin pensar la pared para limpiárselos y, como reacción inconsciente al dolor del golpe, se mete la mano en la boca, acto que le produce instantáneamente una bocanada de náuseas. Guzmán se incorpora de forma inconsciente las heces, lo contaminado y, en el reflejo de expulsión, afirma el auto-rechazo de sí mismo. Para Kristeva la náusea expresa la repugnancia visceral que nos separa de la corrupción: ‘I abject myself within the same motion through which “I” claim to establish myself’ (Powers 3, sus cursivas). De la misma forma que Guzmán se enfrenta con los excrementos de su ama desnuda en Madrid y después se transforma en una figura de lodo viscoso y maloliente en la recuesta amorosa de Fabia-Nicoleta al servicio del embajador de Francia en Roma, la búsqueda de la mujer resulta de nuevo en experiencias conectadas con animales y sucios desechos corporales que le causan intensa vergüenza y repulsión: ‘Sentíme tan corrido de que la mozuela me hubiese burlado, tan mohíno de haberme así embarrado, que, si los ojos me saltaban del rostro con la cólera, las tripas me salían por la boca con el asco. Quería lanzar cuanto en el cuerpo tenía, como mujer con mal de madre’ (751–2). En la instancia del rechazo propio compara su cuerpo con el contaminado de la mujer menstruando y así se coloca de nuevo en el área de la feminidad, pasividad y marginación. Por último, la imagen de la contaminación del cuerpo de Guzmán se refuerza con otra que representa su impotencia. Después del incidente perruno bajo el balcón de la moza el Pícaro solicita la atención de una hermosa viudita que le ha encantado desde que la vio por las calles de Zaragoza. Para lograr una mirada de ella que le calme su fuego el protagonista se presenta
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bajo el balcón de la señora con un aspecto y postura que resaltan su masculinidad: ‘Atiesé de piernas y pecho y, levantado el pescuezo, dile dos o tres paseos, el canto del capote por cima del hombro, el sombrero puesto en el aire y llevando tornátiles los ojos, volviendo a mirar a cada paso, de que no poco estaban risueñas y yo satisfecho’ (754). En su cortejo, su compostura corporal – estiradas piernas, erguido cuello y alzada cabeza asomando por encima del capote – lo convierte en una erguida figura fálica que rivaliza con la apariencia de otros hombres, (‘paseábanla muchos caballeros de muy gallardos talles y bien aderezados; empero, a mi juicio, ninguno como yo’ [754]) pero que se desinfla en el momento que debe funcionar. Así ocurre cuando otras cuadrillas de hombres rondando a la dama interrumpen la escena del acoso erótico. Guzmán, en lugar de competir valientemente con ellos, decide abandonar de inmediato la búsqueda de la consumación de sus deseos y preocuparse más por sus baúles que encierran los materiales de su poder: ‘Más a cuento me viene mirar por mis baúles y salirme de lugar que no conozco ni soy conocido’ (756). En el momento más alto de medra personal de Guzmán se infiltran así actos de asalto de lo femenino, imágenes de contaminación y gestos de impotencia que recalcan la fragilidad de su construcción. En Madrid el dinero y las joyas robadas mantienen por un tiempo su inestable auto-construcción que se asienta en la ostentación del aspecto de un respetuoso mohatrero: ‘comencé mi negocio por galas y más galas. Hice dos diferentes vestidos de calza entera, muy gallardos. Otro saqué llano para remudar, pareciéndome que con aquello, si comprase un caballo, que quien así me viera, y con un par de criados, fácilmente me compraría las joyas que llevaba’ (757). La relación con su primera esposa, – casamiento que resulta de una transacción comercial entre el padre de la chica y Guzmán –, funciona en conexión con la capacidad de mantener la ostentación descrita en la cita anterior, que se transfiere ahora a su mujer, convertida en mercancía y en objeto de lujo. Los gastos excesivos de la esposa, especialmente en sus exorbitantes galas (‘¿De qué fruto es para un pobre hombre negociante seis pares de vestidos a su esposa, en que consume todo el caudal que tiene?’ [775]), pronto arruinan una unión basada en las posesiones materiales, de la misma manera que la ostentación arruinó a sus padres. Si la sexualidad del protagonista emerge con la vestimenta del poder no es de extrañar que la disolución de su matrimonio, e incluso la muerte de su mujer, coincida con la desaparición de las prendas que crean el valor individual: ‘íbamos de cuesta, . . . cuando la basquiña de tela de oro y bordada, ya se vendía el oro y no quedaba tela ni aún de araña que no se vendiese, y de razonable paño fuera bien recebida’ (793). La muerte de su primera esposa y la ruina de Guzmán señalan el principio de su vertiginoso descenso moral y despojo material (‘Yo quedé tan desnudo, que me vi solamente arrimado a las paredes de mi casa’ [797]), y por el aumento de su feminización. Esta gradual feminización se ratifica en varios momentos. El primero lo marca la decisión de Guzmán de vestir los faldones del traje típico de estudiantes, ‘manteo y sotana’ (806), cuando, después de la
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ruina ocasionada por la fastuosidad de su primer matrimonio, decide estudiar arte y teología en Alcalá de Henares como solución a sus problemas económicos. Al comparar su aspecto con el de una mujer barbuda, (‘un jayán como yo, con tantas barbas como la mujer de Peñaranda’ [810]), Guzmán manifiesta el deterioro de su vigor.19 El siguiente paso de su envilecimiento consiste en cambiar el vestido afeminado de estudiante por el del marido consentidor al casarse con Gracia, la hija de unos mesoneros. El protagonista no atrae a Gracia con ningún traje fálico y queda obvio que, en esta relación, acepta su impotencia desde el principio, al dejarse sustentar y vestir primero por su segundo suegro y, después, por los otros hombres que poseen a su mujer. Ahora transfiere la ostentación del falo al cuerpo de Gracia al que adorna para conseguir el éxito en los negocios. Al convertir a su mujer en un objeto de mercancía y de deseo erótico él se coloca en el puesto de impotencia infantil del triángulo edípico. Por eso, cuando deciden mudarse a Madrid, donde los cornudos abiertos son frecuentes, su mujer es la que entra a la corte bien vestida mientras que él se considera desnudo: ‘Venía mi esposa con el mejor vestido de los que tenía y un galán sombrerillo con sus plumas y, fuera dellas, ¡maldito el caudal!, ni aun cañones, que [no] teníamos otros, ecepto la guitarra’ (834). Mientras el aspecto de Gracia atrae a los varios amantes que la visten (‘Hizo reseña con su hermosura’ [835]), el de Guzmán refleja su desvergonzada situación pública y el ahondamiento de su ineptitud: ‘cuando me vían ir por la calle muy galán con el cintillo en el sombrero de piezas y piedras finísimas, me decían a las espaldas y aun tan recio, que pude bien oírlo: “¡Bellos pitones lleva Guzmán, bien se le lucen!” ’ (839). La posición de impotencia infantil en que se coloca Guzmán se enfatiza aún más en el destierro de la pareja a Sevilla donde, desnudo, depravado y necesitado, confronta a su propia madre vieja y degradada por su profesión de prostituta (849–50). Tanto el abandono de su mujer, que escapa a Nápoles con un capitán de galeras (852), como el de su madre después, reiteran el desamparo del protagonista, que se expresa con el discurso de la ropa: ‘Halléme roto, sin que me vestir ni otro remedio con que lo ganar, sino con el antiguo mío. Salíame las noches por esas encrucijadas y, cuando a mi casa volvía, venía cubierto con dos o tres capas’ (853). El ciclo de la vida de Guzmán quiere cerrarse con un último intento fallido de recuperar las capas, o la protección materna que perdió al comienzo de su viaje. Con un regreso al estadio del niño dependiente, como ha apuntado Johnson (Inside 153). El abandono final de la madre coincide con su incapacidad última de adquirir los materiales de significación y con un ahondamiento de desabrigo y emasculación. El gran ladrón de joyas apenas puede sobrevivir en Sevilla con sus raterías de ropa usada. Así describe su actividad:
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Johnson alude a su homosexualidad latente en este episodio (Inside 206).
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Para los vestidos de paño y seda que resgatábamos, teníamos roperos conocidos a quien lo dábamos a buen precio, sin que perdiésemos blanca del costo. Y una vez entregados, ya sabían bien que aquellos eran bienes castrenses, ganados en buena guerra y que los habían de disfrazar para que nunca fuesen conocidos, o su daño. . . . La ropa blanca tenía buena salida, por la buena comodidad que se ofrecía las noches en el baratillo; ganábase de comer honrosamente y de todo salíamos bien. (854)
En una sociedad en la que el traje tiene un valor económico y retórico central el rebajamiento de las actividades del Pícaro al comercio de ropa desvalorada y vieja manifiesta su degradación moral, social y física y la pérdida de la facultad del arte de vestirse apropiadamente. En contraste con las preciosas posesiones de sus baúles cuando vuelve de Italia años más tarde el timo de Guzmán a un fraile sólo le reporta ‘un cofre lleno de vestidos’ viejos (858). Mientras que gran parte de la autobiografía de supervivencia de Lazarillo se enfoca en la necesidad primaria de sustentar el cuerpo, la búsqueda de identidad de Guzmán se sitúa de lleno en el contexto de una economía de intercambio donde la ropa es una mercancía central en términos económicos y en términos de la sustentación del yo social. La ansiedad por lograr una posición aceptada divide profundamente al personaje entre intención y acción. Su afanoso deseo de ganar el reconocimiento de la comunidad le fuerza a actuar con medios ilícitos que le procuran provisionales imágenes de estimación pública que cubren sus íntimos sentimientos de vergüenza y de inadecuación. Como en otras ocasiones, en Sevilla Guzmán invierte y vacia la política del reconocimiento. Roba con ‘el rosario en la mano’ (861), hace juntar los pobres a su puerta (‘ganaba reputación para después mejor alzarme con haciendas ajenas’ [861]) y disimula ser virtuoso para poder desnudar a otros: ‘aquellos pasos eran enderezados a cobrar buena fama, para mejor quitar a el otro la capa’ (862). Su identidad es una manipulación de velos y reconocimientos. Es un vaivén de subidas y bajadas, de aparente solidez y desmoronamientos, de turgencias fálicas y flacidez. La aceptación final de su impotencia se representa por medio del discurso sartorial. En efecto, la delación de la dama hidalga a la que sirve y roba en el capítulo siete del libro tercero de la Parte segunda (864), lo lleva al encarcelamiento y después a las galeras de por vida, es decir lo condena a un perenne estado de castración. Guzmán, agotados otros recursos, intenta por medio de un acto de travestismo escapar del confinamiento de la cárcel (‘Con una navaja me quité la barba y, vestido, tocado y afeitado el rostro, puesto mi blanco y poco de color’ [873]) pero el acto resulta ser ineficaz. Curiosamente el disfraz no lo hace pasar por otro y es reconocido incluso por un portero tuerto: ‘reconocióme luego y dio el golpe a la puerta’ (873). El hecho es que tanto los vestidos de mujer como los del sentenciado son equivalentes en el sentido de que condenan al que los viste a lugares físicos y metafóricos de castración y de confinamiento.
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Ahora bien, las impuestas marcas de abatimiento y exclusión social inscritas en sus vestidos de valentón en la cárcel de Sevilla y en el atuendo de galeote en las galeras nunca borran su íntimo empuje de ser alguien según su volición personal. Aún en la más extrema situación de sometimiento a la institución patriarcal, restringido a espacios ínfimos y separado físicamente de la sociedad, Guzmán manipula el vestido del subordinado para su ventaja. Así, en las galeras, con la cabeza y barba rapada y embutido en el traje de galeote, (‘Diéronme la ropa del rey: dos camisas, dos pares de calzones de lienzo, almilla colorada, capote de jerga y bonete colorado’ [881]), Guzmán crea un plan para separarse y destacarse del grupo a través de lo que mejor sabe hacer: negociar con sus viejos vestidos, conseguir un poco de dinero y lucir de la forma más atractiva posible para congraciarse con los superiores a través de progresivas acciones de sometimiento a los de arriba y de separación de los otros condenados. Este empuje íntimo se acrisola en una pieza de sus vestiduras, la ‘landre,’ o bolsita donde esconde el dinerillo que consigue con la venta de sus vestidos viejos, y que él mismo se ha cosido con ‘hilo, dedal y aguja’ (883) en la almilla colorada que forma parte del conjunto de su traje de galeote (881).20 La bolsita o falsopeto se fusiona con su propio cuerpo (landre significa también tumor) y se convierte en el nudo que le da vida y sentido a su existencia. Es un signo de resistencia, de individualidad, de esperanza y de agencia humana aún en la más desesperada situación. Guzmán conoce la importancia de la buena presencia para medrar y para ser aceptado por otros. La inversión de su pequeño caudal, celosamente guardado y que ha causado el derramamiento de sangre de sus compañeros cuando se lo roban (887–8), en un traje de forzado viejo (‘vestidillo a uso de forzado viejo, calzón y almilla de lienzo negro ribeteado, que por ser verano era más fresco y a propósito’ [889]) le da la suficiente ventaja para ser notado por los superiores. Pero, al distanciarse de su propio grupo y asumir la función de la servidumbre, o de vestir a otros, como la única forma de mejorar su extrema situación, el galeote paradójicamente acepta las reglas y el juego de los superiores. Una conversión que define la virtud como la aceptación del arte del perfecto servidor cuando conocemos su íntimas creencias y su oposición a la servidumbre no deja de ser sospechosa, especialmente después de haber delatado a sus compañeros y de seguir su propio interés al congraciarse con los amos: ‘Ya con las desventuras iba comenzando a ver la luz de que gozan los que siguen la virtud y, protestando con mucha firmeza de morir antes que hacer cosa baja ni fea sólo trataba del servicio de mi amo, de su regalo, de la limpieza de su vestido, cama y mesa’ (889). Si los que rodean a Guzmán no aceptan su conversión (‘no me creyeron jamás’ [890])
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Para una descripción de los trajes de galeotes y cautivos consúltese Carmen Bernis (El traje 451–60).
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es incluso más difícil que convenza a los lectores ya precavidos de las acusaciones anteriores del narrador que opina que los ‘ladrones de bien’ son los que ‘viven sustentados en su reputación, acreditados con su poder y favorecidos con su adulación, cuyas fuerzas rompen las horcas y para quien el esparto no nació ni galeras fueron fabricadas, ecepto el mando en ellas’ (676). El descubrimiento de la nueva luz es sin duda el resultado de su exclusión forzada de la comunidad y de la eliminación de su autonomía física, el mayor ataque a su dignidad personal. El ostracismo equivale a la muerte social, como expresa Axel Honneth (1992) en su ensayo sobre la teoría del reconocimiento titulado ‘Integrity and Disrespect’ (192). La cumbre de sus miserias coincide con su completa abyección, (‘¿Ves aquí, Guzmán, la cumbre del monte de las miserias, adonde te ha subido tu torpe sensualidad?’ [889]), y su conversión con la adhesión sin reservas a la ideología del orden estamental. Su conversión incluye el congraciarse con Dios, el más alto exponente en la escala jerárquica y el asumir su estado de subalterno sin remedio: Ya ves la solicitud que tienes en servir a tu señor, por temor de los azotes, . . . Andas desvelado, ansioso, cuidadoso y solícito en buscar invenciones con que acariciarlo para ganarle la gracia. Que, cuando conseguida la tengas, es de un hombre y cómitre. . . . Vuelve y mira que, aunque sea verdad haberte traído aquí tus culpas, pon esas penas en lugar que te sean de fruto. Buscaste caudal para hacer empleo: búscalo agora y hazlo de manera que puedas comprar la bienaventuranza. Esos trabajos, eso que padeces y cuidado que tomas en servir a ese tu amo, ponlo a la cuenta de Dios. . . . Con eso puedes comprar la gracia . . . Sírvelo [a Cristo] con un suspiro, con una lágrima, con un dolor de corazón, pesándote de haberle ofendido. (890)
Otros signos textuales apoyan su solución de pasividad. Guzmán nos explica que el cuidado de su aspecto, el estar bien tratado y limpio y el ser decidor y gracioso, le sirven para atraer a su nuevo amo (‘holgóse de verme, porque correspondían mucho mi talle, rostro y obras’ [893]), un pariente rico del capitán que se adorna con una gruesa cadena y que lo pone a ‘cargo de sus vestidos y joyas’ (893). Esta cadena le recuerda la que le había regalado años antes el embajador y, por medio de esta asociación mnemónica, Guzmán resalta simbólicamente las ataduras que caracterizan la relación de servicio. El atrevimiento de olvidar, perder o robar la cadena que une a señores y sirvientes lo destruye. Existe una desconfianza mutua en las relaciones de poder. El amo siempre es consciente de la capacidad potencial del subordinado de romper estos lazos, es decir, de la amenaza de ser castrado por el subalterno-hijo. Así, cuando el caballero no encuentra algunos eslabones de la cadena y, sobre todo, cuando pierde un trencellín de oro, inmediatamente acusa a Guzmán de la falta: ‘yo os conozco ladrón y sé quién sois y por qué lo hacéis. . . . sois
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Guzmán de Alfarache, que basta’ (899). El galeote es el objeto perenne de la vigilancia y del control del superior. La clave para entender el sometimiento de Guzmán se halla en la necesidad vital de los humanos de ser apreciados, reconocidos e integrados en el sistema y en el profundo dolor que produce el ostracismo y la separación del grupo, el rechazo paterno: ‘Y el mayor dolor que sentí en aquel desastre, no tanto era el dolor que padecía [físico] ni ver el falso testimonio que se me levantaba, sino que juzgasen todos que de aquel castigo era merecedor y no se dolían de mí’ (901).21 Al delatar la conjura de Soto, el galeote acepta su ínfimo puesto en la estructura jerárquica. El oximorón de su integración final y de su limitada libertad se traduce en su condición final de galeote desherrado al que le permiten ‘que como libre anduviese por la galera’ en espera de una cédula del Rey (905). La conversión final es en realidad una renuncia de sus aspiraciones (Montalvo ‘La crisis’ 1990, 135), un abandono de los deseos del niño inocente por el adulto que se ha puesto muchos trajes. En el análisis de estos episodios de Guzmán de Alfarache hemos visto el valor estructural de los cambios externos del protagonista en relación con su capacidad de acción y su rechazo del papel que le depara su condición marginada. A través del perfeccionamiento de su destreza adquisitiva el Pícaro intenta controlar sus apariencias y conseguir los signos del poder masculino que le permitan un puesto reconocido en la sociedad. Su viaje existencial y sus encadenados fracasos eróticos le llevan a confrontarse a sí mismo como ser abyecto y sentir su dolor íntimo y a aceptar la única ‘honra’ permitida a los inferiores, el servicio a los poderosos. Según Johnson, sus desastrosos y repetidos encuentros con las mujeres se podrían interpretar como lo que Freud llama una compulsión repetitiva que sugiere que la persona que periódicamente se envuelve en situaciones dolorosas es porque inconscientemente no ha resuelto sus íntimos conflictos (Inside 189–190). Sin embargo, estas recurrentes situaciones en las que se dramatiza su abyección, podrían explicarse también, no por un mero impulso de Guzmán de repetir el daño o de resolverlo, sino por la necesidad de mantenerse ‘in the traumatic orbit of that injury,’ usando las palabras de Judith Butler (1993) en Bodies that Matter. Esta autora añade que ‘the force of repetition in language may be the paradoxical condition by which a certain agency – not linked to a fiction of the ego as master of circumstance – is derived from the impossibility of choice’ (124, sus cursivas). Es decir, a través de todos sus traumáticos desnudamientos Guzmán desmantela la ficción del edificio del poder y de la autonomía individual. El narrador demuestra en su relato una alternativa actuación diferente de la oficialmente aprobada. Una actuación forzada precisamente por la imposibilidad de medra.
21 Para el concepto de dignidad humana en relación con el reconocimiento social consúltese el ensayo de Honneth (1992).
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El Guzmán final es un hombre desnudo y apaleado que declara su papel de adulador y bufón del poder como única forma de subsistencia. El personaje admite que merece el castigo por infringir las reglas, a pesar de estar convencido que todos roban y todos engañan y que el poder se sustenta con dinero y con apariencias. Un poder patriarcal, que según es representado por el cómitre y el caballero noble, queda arriba, desconectado de su humanidad, guardador celoso de las cadenas y cintillos de la subordinación.
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El honrado vestido del guitón Onofre El honrado vestido – entre quien no la conoce – hace honrada la persona (El guitón Onofre) El guitón Onofre de Gregorio González se escribe en 1604, tras el éxito editorial de la primera parte del Guzmán y la renovada popularidad del Lazarillo. Para esa fecha la conjunción de ambas novelas presenta un esquema narrativo nuevo que producirá numerosos frutos en el siglo XVII. Es por eso que el autor aprovecha la moda y construye su obra sobre la base de estos modelos literarios, incluido el de La Celestina, con un espíritu fiel de mimesis, pero también de diferenciación. Además la obra presenta numerosas coincidencias con El Buscón, sin quedar claro si se deben a pura casualidad o a influencias mutuas muy difíciles de probar.1 El manuscrito fue descubierto en París por Paul Langeard en 1927 y publicado por primera vez por Hazel G. Carrasco en 1973. Dos nuevas ediciones aparecen en 1988 y en 1995 a cargo de Fernando Cabo Aseguinolaza. Por ser una novela picaresca escrita en los años fundamentales en la evolución del género queda obvio el gran interés que ofrece esta obra a la hora de examinar la evolución del esquema original y en particular la configuración del héroe de González. La novela tiene muchos elementos comunes a la nueva fórmula. Es una vida contada en primera persona por un personaje de baja extracción social, que sirve a varios amos, se mueve geográficamente y salta leyes y convenciones en persecución de un avance social y económico que sólo consigue temporalmente. En efecto Onofre, hijo de labradores y natural de Palazuelos, provincia de Logroño, queda huérfano de niño y sirve sucesivamente a un tutor y su
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El gran peso de los modelos literarios, así como la disensiones de ellos en El guitón han sido cuidadosamente señalados por Manuel Criado de Val, José Miguel Oltra, Fernando Cabo Aseguinolaza y Emilio Moratilla. Es más difícil asegurar la presencia de El Buscón al desconocerse con seguridad las fechas de redacción y propagación de la novelita de Quevedo, sin embargo Oltra apunta ciertas concomitancias entre las dos autobiografías (‘Los modelos’ 73). Estas concomitancias, según Cabo Aseguinolaza, podrían ser causadas porque ambas obras comparten el mismo espíritu paródico hacia el Guzmán (‘El Guitón’ 385). En mi análisis uso la edición de Fernando Cabo Aseguinolaza de donde provienen todas la citas. También, para ser consistente con esta edición, adopto la grafía Onofre en lugar de Honofre.
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vieja ama, a un sacristán enamorado en Sigüenza y a un estudiante en Salamanca, antes de emprender una carrera de delincuencia en Tormes y en Valladolid, que lo llevará a la cárcel en Calahorra, condenado a muerte por estafas al gobierno. Acaba su autobiografía huyendo a Zaragoza donde se hace fraile dominico sin vocación para evitar mayores consecuencias por su conducta. A diferencia de lo que ocurre en Guzmán de Alfarache el énfasis en el lenguaje de la ropa es escaso en esta obra. El héroe arranca de los modelos pero queda mucho menos definido que Lazarillo o Guzmán. Al igual que sus antecesores, el guitón asimila en su auto-definición no sólo la conciencia vergonzosa que la sociedad impone al desheredado sino que también encarna la acusación y el castigo social del que se atreve a cruzar barreras. Es la misma problemática que agudizará Pablos en El Buscón de Quevedo. Ahora bien, a Onofre no se le viste, no se le forma. Como han señalado los críticos, a la difusa caracterización del personaje contribuye principalmente el lenguaje de la obra y la voluntad de disensión y parodia del autor que se enfoca más en crear una trama episódica divertida. En efecto, el discurso abunda en refranes y frases hechas que, por su carácter universalizador, elimina precisamente lo personal de la historia. En opinión de Cabo Aseguinolaza estas expresiones y máximas del conocimiento vulgar, usadas en una dimensión caracterizadora y reflexiva, funcionan además para caricaturizar y ridiculizar a Onofre (El guitón 385). Como consecuencia, tanto la prosopografía como la etopeya del héroe aparecen muy esfumadas. La obra carece de la descripción retórica y de la metástasis, o ‘figura de pensamiento llamada evidentia,’ que se usa en la prosa del Siglo de Oro para dar a las personas o las cosas ‘corporeidad captable por los sentidos,’ como afirma Luisa López Grigera (1983) en su ensayo ‘En torno a la descripción en la prosa de los Siglos de Oro’ (352). Y es precisamente la corporeidad del personaje, y con ello todas las complejas implicaciones psicológicas y sociales de tal representación, lo que se consigue con el lenguaje de los vestidos que en esta obra está bastante ausente. Lo que se crea es una subjetividad escindida en una interioridad borrosa y negativa que no se ajusta a los papeles externos que representa el personaje. A la hora de estudiar la construcción de Onofre nos conviene recordar las observaciones de Claudio Guillén (1971) en Literature as a System. El crítico indica que en los textos de la edad media existe una correspondencia entre el homo exterior y el homo interior y que, por consiguiente, las expresiones faciales, las características físicas y el aspecto externo de un individuo son signos simbólicos que conectan la vida espiritual oculta con la visible. Esta relación, según Guillén, empieza a cambiar en el Renacimiento durante el cual el hombre interior se independiza del exterior y la capacidad de penetrar y entender lo invisible a través de lo visible se hace más problemática (306–307). Los comentarios de Guillén están conectados con los conceptos sociológicos sobre la creación del individualismo formulados ya en el siglo XIX por Jacob Burkhardt y, más recientemente, por teóricos tales como Greenblatt,
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Stallybrass y Hunt, como ya hemos visto. Teniendo en cuenta este marco conceptual que apunta a una interrupción entre la interioridad y la exterioridad podemos ver que la autobiografía de Onofre Caballero muestra precisamente una identidad desdoblada entre una conciencia que, según el protagonista, queda oculta y separada de la imagen externa que proyecta. En la obra su concepto íntimo del yo ni cambia ni se hace problemático. Se identifica con la vergüenza del villano pobre, socialmente rechazado, cínico y sin inquietudes morales. Al contrario, su aspecto sufre positivas transformaciones cada vez que se apodera de las marcas simbólicas para mejorar su posición. Su deseo de medrar a través de la alteración de las apariencias afianza uno de los rasgos fundamentales del personaje pícaro según han señalado José Antonio Maravall (La literatura 1986, 554) y Cabo Aseguinolaza (ed. El guitón 261, n. 58), y según queda demostrado en mi análisis del Lazarillo y Guzmán. Onofre está convencido que la capa externa formada por su cara, su cuerpo vestido y sus modales forman una barrera protectora e impenetrable que impide a los demás asomarse a su verdadero yo. Sin embargo, en el texto la división entre el exterior e interior del personaje no es tan neta sino que fluye y se influye mutuamente, de forma análoga a lo que ocurre con los recipientes y las sustancias que contienen, pues, según observa Claudio Guillén, ‘Hollow objects can contain hidden substances, and a puzzling, ever-changing relationship between container and contained, as well as between the traditional divided soul and body’ (Literature 306). Al personaje de González le falta la tensión que debería plantear un individuo de clase baja que rechaza, cuestiona y altera el orden establecido. Sus deseos de cambiar sus circunstancias parecen seguir mecánicamente un patrón más que surgir de un dilema interiorizado, de ahí que el personaje nos produzca la impresión de haberse construido con poca profundidad. La superficialidad de su caracterización, – expresada en sus nombres, disfraces, grotescas hazañas e insaciable vientre –, se refleja en numerosos signos y objetos diseminados a lo largo de la narración que representan el vacío, lo insubstancial y lo engañoso. En efecto, los torreones de su pueblo (72), el ferreruelo que esconde desnudez (191), el portamanteo vacío (157), la bolsa sin dinero (188), el dedal encontrado (158, 160), los zapatos desechados y hediondos (186), la chimenea oscura (170), la habitación cerrada y vacía (172–173) y el arca (173), son objetos materiales que tienen en común el ser huecos o superfluos. Todos ellos reflejan el carácter vacuo y poco elaborado del propio Guitón. Onofre plantea desde el principio de su narración la incapacidad de ofrecer un sentido unificado de su persona. Tampoco ofrece metas que informen su vida, como se puede vislumbrar en sus palabras: ‘el lugar que yo he alcanzado tiene tan poco de alto que antes creo llegué a él por calamidad mía que por la ajena’ (72). El narrador afirma que su vida no está determinada por sus orígenes y que el contarla desde el principio no lleva necesariamente a entender su personalidad ‘porque yo soy tal, que quien más adelgazare mi origen
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vendrá menos en mi conocimiento’ (72). No obstante, el mismo enorgullecerse de ser aldeano sin infamia familiar contrasta irónicamente con su contexto social donde dominan los valores culturales aristocráticos que ridiculizan al villano.2 Es en relación con este conflicto entre la percepción de sí mismo y la opinión de la comunidad que hay que entender su propósito de ascenso social. Por ejemplo, el intento del narrador de quitarle valor a la cicatriz de una quemadura en su cara funciona paradójicamente como un signo clave que denuncia su clase social y su aspecto físico: ‘No estaba tan feo ni se me echaba tanto de ver, que por ello no pudiera presumir de gentilhombre, como después lo fui’ (110). La narración presenta pues un viaje de transformación que se origina en una imagen inicial del yo, en la que la identidad de Onofre coincide con las expectaciones del grupo, que continúa en una progresiva bifurcación de degradación interna y de mejora de presencia externa. Esta carrera culmina cuando Onofre adquiere el respetuoso hábito de dominico mientras confiesa ser un hombre irreverente, malvado y sin esperanza de redención. Una vez conseguido el hábito imita y asimila las maneras de los frailes por un tiempo hasta pasar por uno de ellos: ‘comencé de andar con más modestia que sabré significar: los ojos bajos, la cabeza humilde, las manos metidas, la capilla calada que parecía un bienaventurado’ (220). Pronto, sin embargo, afirma que ‘me volví a mi natural’ (220), o a su deshonesta forma de actuar. Con esta aseveración cierra su autobiografía con la promesa de contar nuevas aventuras en una segunda parte. En la evolución personal del Guitón, la fase que coincide con su niñez y adolescencia se centra en su cuerpo, mientras que la de adultez se ve marcada por los componentes de tipo cultural y social que lo revisten. De niño su deseo de medra se fragua en su apellido Caballero (‘el nombre me pronosticó lo que yo había de ser, porque, desde el punto en que comencé a tener entendimiento, que fue bien niño, me pareció que había nacido para el efecto’ [73]) el cual, dada la calidad del sujeto, queda tan hueco como la ostentación externa de los torreones y castillos de su pueblo, Palazuelos, que engaña a distancia mientras esconde un centro ruinoso y desahuciado. Onofre, pobre, huérfano y al servicio de tres amos se enfrenta con las circunstancias más elementales de supervivencia. Al igual que los pícaros precedentes las ingeniosas trazas del adolescente para contentar su vientre vacío mueven la acción de la primera parte de su narración, cuyo lema se condensaría en las siguientes palabras del guitón: ‘Perecía de hambre. La substancia se me iba apurando como olla de enfermo, la salud aniquilando y la vida consumiendo’ (114). 2
Cabo Aseguinolaza observa que parte de la intención autorial en la novela es la sátira antivillanesca: ‘Honofre es un campesino y, por ello, se ve descalificado tanto en sus pretensiones de promoción social como en su actividad de narrador;’ de ahí su extraña postura defensiva (‘El Guitón’ 383). Sobre la negativa perspectiva urbana y aristocrática del villano y sobre las barreras para su ascenso social véase el estudio de Noël Salomon, Lo villano en el teatro del Siglo de Oro (56–60; 654–60).
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El hambre despierta el ingenio del joven y la virtud del disimulo, como en Lazarillo. Su segundo amo le aconseja que para triunfar en la sociedad hay que aparentar y usar los modales aceptados por la clase privilegiada: ‘Vive como honrado y tendránte por tal’ (90). Con su tercer amo, don Diego, el estudiante de Salamanca, Onofre aplica su lección cuando juzga la calidad y clase del muchacho por sus apariencias: ‘Que, aunque dicen que no hace el hábito al monje, la ostentación y aparato califica de manera que por ella juzgamos la hidalguía’ (141). Después, al dejar de servir, Onofre manifiesta una gradual preocupación por mejorar su aspecto externo y por conseguir el caudal que lo sostenga. Sin trabajo y sin recursos el joven, en contraposición con Guzmán, rehúsa también la opción de mendigar pues él cree que ‘el pedir es de desvergonzados’ (184) y que va en contra de su genealogía, dignidad y proyectos. Su rechazo parece ser además un reflejo de las disputas de la época para resolver el grave problema de la pobreza, como Anne Cruz señala en su libro Discourses of Poverty (1999, 21–73). En un momento en que el concepto de identidad personal está basado más en el dinero el joven decide subir la escala social y económica a través de su ingenio, criminalidad y, sobre todo, de sus apariencias. Su teatralidad constituye ‘la única posibilidad de ascender en la sociedad jerárquica’ como afirma Cabo Aseguinolaza (‘Introducción’ 1995, 31). Esta teatralidad le lleva a representar, de acuerdo con sus circunstancias cambiantes, los papeles de valentón y ‘ladrón de media talla’ (181) en Salamanca, estrellero en Valladolid (183), indiano (188), monaguillo (194), ‘ladrón de arte mayor’ y rico mercader (198), grande escribano (200), hidalgo castellano (217) y, finalmente, fraile dominico (220). A pesar de sus diferentes papeles y de sus actividades transgresivas, Onofre, al contrario del Guzmán, no manifiesta ninguna inquietud de tipo moral a la hora de llevar a cabo sus engaños. Su cinismo, irreverencia y amoralidad están basados en unos axiomas existenciales que forman el eje de su actuación. Según su visión del mundo todos los humanos son iguales en cuanto a vicio e hipocresía y lo que diferencia a los individuos no es la virtud interna sino su nivel económico y su ostentación. Por eso el ser pobre es un estado no deseable pues conlleva una desventaja personal y una marginación social que se traduce en sentimientos de inferioridad y de vergüenza para el protagonista: ‘Buena es la pobreza, pues la amó Dios, más ténganla los que la piden; que yo ni la quiero ni me venga. La abundancia apetezco: Dios me la dé, que hastagora no la conozco’ (157). Al eliminar Onofre las posibilidades de trabajar y mendigar, únicas opciones a su bajo estrato, sólo le queda el recurso de robar y de adoptar los signos y las prácticas del grupo superior para poder integrarse en él. Así lo afirma en varias ocasiones: ‘Porque tengo por mejor imitar los buenos que envidiarlos’ (151); ‘el pobre mejor se venga del rico con astucia que no con fuerza’ (164); ‘vivamos como virtuosos aunque no lo seamos’ (184). Como hemos visto que ocurre en la psicología de Guzmán, la obsesión de Guitón por cubrir su verdadero natural arranca de su convencimiento de que
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el valor y la identidad de la persona reside en la ostentación con base económica y en la integración al grupo en el poder. Como consecuencia, en su autocreación, al igual que hace el Pícaro de Alemán, Onofre escoge actuar en lugares geográficos donde es desconocido y allí, gracias a las manipulaciones de su aspecto, pasar por otro. El comportamiento suntuario del protagonista reitera el uso eficaz de la ropa en estos textos picarescos como medio de disimulo y de transformación asociado con el creciente empuje de la individualidad y con las transgresiones de tipo ético y social. Para Onofre su ‘ferreruelo’ o capa se convierte en una prenda clave para ocultar su indigencia y mantener una visibilidad aceptable: ‘otra prenda yo no tenía, si no es el ferreruelo o cuello’ (160). De hecho, la falta de su capa equivale a un verdadero desmoronamiento del héroe, como sucede cuando recién llegado a la corte de Valladolid, el marido de una tendera le quita forzadamente el ferreruelo para cobrar el costo de la comida que el joven acaba de consumir. Para el guitón, el ser despojado de la capa equivale a un desenmascaramiento público que le produce una profunda humillación: ‘Pero con todo eso, me consolé, porque vi que no hace varón ilustre el vestido galán, aunque, por no afrentarme más de lo que estaba y despedir la gente, me partí la calle adelante con más vergüenza que entendí podría tener, porque jamás imaginé que era vergonzoso hasta este punto’ (191). El ‘ferreruelo’ de Onofre, como el exterior brillante de su pueblo Palazuelos, cubre su estado; al ser expuesto públicamente el guitón muestra su propio rechazo y turbación por su primaria identidad. Este privado sentimiento de inferioridad es un rasgo que caracteriza también a Guzmán y a Pablos y que contrasta con la positiva imagen pública que los pícaros se esfuerzan en proyectar. Sin el ‘ferreruelo’, Onofre se observa a sí mismo y se da cuenta de su frágil puesto de marginado que apenas ha logrado cubrir aun entre desconocidos: la indecencia del hábito me forzaba a no parecer entre gentes; que, aunque pocos me conocían, ninguno es más tenido de como se trae, porque, al fin el honrado vestido – entre quien no la conoce – hace honrada la persona. No lo dejaba yo de ser, que, aunque me faltase el ferreruelo, pues dicen que debajo de ruin capa hay buen bebedor, argumento es que donde no la hay ruin ni buena puede haber un hombre honrado, pues hay tan poco de ruin a nada. (191)
Para Onofre queda evidente que el sustentar las apariencias equivale a ser algo, porque los marginados no cuentan, y que la pérdida del vestido encubridor equivale a una muerte social. El concepto de oquedad define el tipo de personaje de esta narración personal. El ‘ferreruelo’ plantea la idea de un contenedor vacío que se refuerza en otros motivos en la obra. Por ejemplo, en el capítulo diez, el guitón procura robar gallinas de un convento de teatinos. Descubierto por un fraile es encerrado en una habitación sin salida en espera de la justicia. Para evitarla,
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Onofre se esconde en una chimenea donde permanece por dos días. El interior de la chimenea es oscuro y lleno de tizne y humo hasta tal punto que cuando un fraile buscando al ladrón se asoma a ella no ve al escondido. Esa chimenea hueca no deja percibir nada en su espacio interior de la misma manera que la capa del guitón oculta su interioridad. Y es que lo sucio y los desechos de la sociedad ni sirven ni se ven. Sin embargo, a pesar de la negación de la existencia de los marginados éstos, como Onofre en la chimenea, permanecen presentes aunque no visibles, y actúan socavando el orden social, aquí representado por la comunidad de los teatinos pues, a última hora, el protagonista acaba escapando el control de la institución y hurtando sus gallinas. De forma muy similar a la ideología del Guzmán, para el guitón el mantener la imagen externa es también fundamental para sustentar su honra, ‘porque ésta es la sangre de la vida humana. Mientras ésta vive, el hombre vive. Si muere, mayor muerte es vivir que morir’ (196). La tragedia del pícaro consiste en darse cuenta de la invalidez del puesto social que recibe al nacer. Se entiende la razón por la que abogue a toda costa salirse de él e incorporarse en la comunidad de una forma más provechosa a través de representaciones conformadoras que ahogan y niegan el concepto del ser íntimo. Por eso el narrador aconseja a todos hacer como él, ‘hurtar el cuerpo del juicio del vulgo’ (196). Convencido de la invalidez de contentarse con su asignada condición el protagonista se ve impulsado a conseguir la honra social de manera ilegal, lo que aumenta paradójicamente su degradación moral. Onofre mejora el arte de la usurpación a través de una astuta estafa en la que explota a la mayoría de oficiales y mercaderes de la corte y se hace fulminantemente rico: ‘Víneme a hacer rico en menos de un mes, porque tuve para alquilar aposento, comprar vestidos y recibir escribientes’ (198). El dinero así ganado se traslada inmediatamente en ostentación pues, cuando se viste de gala, el narrador asegura: ‘quien me viera me juzgara por hijo de Almirante, con mucha espada dorada, mucha calza de obra, cadena de oro y trencillo a lo de Cristo es de Dios’ (199). La abundancia le hace desear alturas mayores, ya que ahora no sólo piensa en casarse ricamente y perpetuar su nombre, sino también en ‘fundar mayorazgos y andar en coche con barahúnda de pajes, máquinas de lacayos y abundancia de escuderos’ (200). Aún más, su ambición y su fantasía de gloria le lleva a cometer un hurto de alta escala en el que alterando una provisión real intenta apropiarse de los impuestos del estado: ‘cobrar la renta de los Millones de un año de Castilla la Vieja’ (201), y a pensar seriamente en su inclusión en la nobleza: ‘Yo me vendía por Guzmán o Pimentel según mi pensamiento’ (201). Sin embargo, tan rápido como su ascenso es su caída, pues el estafador es descubierto, encarcelado y sentenciado a muerte de la que a duras penas se salva por cohecho. Aunque la caída del guitón no parece tener el tremendo impacto que tienen los fracasos de Guzmán y de Pablos es, obviamente, un castigo del autor por sus atrevimientos. En efecto, Cabo Aseguinolaza señala que la novela de Gregorio
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González, secretario de la nobleza rural aragonesa, es una obra de cenáculo, al estilo de El Buscón y de La pícara Justina, escrita con la intención de burlarse de los anhelos de este villano (El Guitón 382–3). Las pretensiones del Guitón se minan, no sólo a través del uso de un lenguaje plagado de refranes sino por la misma índole de sus aventuras. En efecto, el énfasis en la obra recae en las hazañas de tipo escatológico, o en hurtos menores, mientras que sus serios robos, que hacen del Guitón el mayor ladrón de todos los pícaros, así como su cima económica, se compendian apenas en unos pocos párrafos en el capítulo final. Queda obvio que lo que se resalta son los aspectos grotescos y la insustancialidad del personaje. Su ridiculez se subraya también por el enfoque de la autobiografía en detalles nimios, como por ejemplo el dedal de sastre y los zapatos viejos que Onofre encuentra en una basura y que lo salvan en dos ocasiones del hambre. A través de estos objetos desechados por la sociedad se resalta la baja calidad del héroe. Como los zapatos viejos él también pertenece a la categoría de lo abyecto y de lo inservible. Además, del mismo modo que Guitón se esfuerza en limpiar y sacar brillo al calzado usado para procurar elevar su valor se empeña también en decorar inútilmente su persona. Onofre está convencido que su semblante, su pulido exterior y sus aprendidas cortesías engañan a los demás, según afirma cuando negocia con una verdulera: ‘Creyóme, . . . que mi buen semblante merecía se le diera crédito en cosas de más importancia como ella lo hizo. Acerca de los discretos, más acredita la autoridad de un rostro grave que el aparato de una persona’ (159). Este convencimiento de que nadie lo conoce ni puede leer su interior se reitera en numerosas ocasiones (145, 185, 191, 192, 218). No obstante el único que se engaña a sí mismo es Onofre ya que dentro de la narración los demás conocen su calaña y al final del relato es buscado en todo el reino de Castilla por sus señas. Aún peor, en su autobiografía, al abrir cínicamente su interioridad, vacía de inquietudes y valores humanos, invita abiertamente al desprecio y burla del lector y es que, como afirma el padre prior cuando cuestiona su vocación de fraile, ‘hay mucha diferencia de lo intrínsico a lo aparente’ (218). Conviene recordar de nuevo que Blau sitúa etimológicamente la palabra complexion, con su sufijo que connota woven o tejido, en la teoría renacentista de los humores, en la que la combinación de los cuatro fluidos determinaba los hábitos de la mente. En relación con las telas, estos hábitos mentales, consideraban hasta bien entrado el siglo XVII las vestiduras como si fueran maquillaje. Las telas aparecían con su profusión de ornamentos y decoraciones, densa y finamente aplicados a las superficies hasta crear una riqueza de profundidad y un efecto impresionante (Nothing in Itself 13). En las representaciones pictóricas y literarias de la ropa, a través de la complejidad y profundidad de la superficie de los tejidos se crea la hondura y valor del sujeto. Mi conclusión es que la escasez del discurso sartorial en esta obra se equipara con la incapacidad de crear un personaje más complejo. El guitón no se reviste de suficientes ropas para ser aprehendido.
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Remiendos, roturas, retazos y trazas o la imposibilidad de medra en La vida del Buscón Diéronme una caja con hilo negro y hilo blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso y otros retacillos, y un cuchillo; pusiéronme una espuela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo: –Con esta caja puede ir por todo el mundo sin haber menester amigos ni deudos; en ésta se encierra todo nuestro remedio (La vida del Buscón) La vida del Buscón de Francisco de Quevedo se redacta en unas fechas aún inciertas, aunque Fernando Cabo Aseguinolaza apunta los años entre 1606 y 1613 (‘Prólogo’ 1993, 15).1 La obra plantea netamente las pretensiones sociales de los protagonistas picarescos de las autobiografías examinadas en este libro, ya que Pablos, el protagonista, expresa desde el principio del relato su propósito de introducirse en una clase social superior a la que le corresponde por nacimiento. Para lograr el salto de barrera social Pablos se vale de ciertos recursos y estrategias, entre ellos las tácticas de imitación. El análisis del uso de la ropa en La vida del Buscón revela la imposibilidad del cambio pretendido por el protagonista. A principios de siglo la expansión del comercio y el enriquecimiento de más amplias capas de población hacen posible cumplir los deseos de alcanzar honra social, tal es el caso del soldado Alonso de Contreras, como veremos más adelante. Ahora bien, Pablos, al contrario de Contreras, utiliza medios inadecuados e ilícitos para lograrla, lo cual le crea insuperables trabas. Sin embargo, el principal obstáculo del protagonista consiste en la falta de control sobre su vida narrada. En La vida del Buscón la ideología, aspiraciones y origen social del autor y del protagonista no pueden ser más disparejas.2 Pablos no relata
1
En mi análisis uso su edición de La vida del Buscón de la que cito siempre. Sobre las fechas de la redacción y de posteriores reelaboraciones de la obra consúltense Alfonso Rey, ‘Más sobre la fecha del Buscón’ y Gonzalo Díaz Migoyo, ‘Las fechas del Buscón.’ 2 Para Edwin Williamson este conflicto explica las contradicciones y ambivalencias del libro (59). Por otro lado Paul J. Smith añade que estas contradicciones y paradojas se explicarían también porque Quevedo escoge una forma, la autobiográfica, que no le
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ninguna superación moral, ni económica, ni social, ni de otro tipo. La voz narradora, controlada por el autor, es la de un hombre cínico y un pecador empedernido que muestra descaradamente ese yo del pasado que nunca satisface sus anhelos y que sufre constantes humillaciones y vergüenzas. Con la excepción de su proyecto de hacerse caballero, que informa gran parte de la narración, ésta carece de una finalidad y de un punto de vista que le dé consistencia. Este problema formal, así como otras contradicciones de la seudo-autobiografía han causado largas y aún no resueltas diatribas críticas.3 Mi propósito es examinar el material cultural que Quevedo utiliza en la construcción del personaje y exponer su carga semiológica. El uso de la ropa es especialmente importante en el texto por su abundancia y por estar henchida de significados que expresan la ideología y la problemática de la sociedad castellana del momento. Estos signos sartoriales no son elementos neutrales sino que responden argumentativamente a su contexto histórico, hecho que parcialmente escapa a la intención consciente del autor, que está condicionado por su circunstancia (Simon-Miller 73). En la obra, las representaciones del fenómeno socio-cultural están cargadas de una función que hay que descubrir ya que actúan como factores claves de su estructura y sentido artístico (Gómez Moriana, Discourse 62–3). Jan Mukarovsky en su ensayo ‘Art as Semiotic Fact’ señala que las ‘modifications of the relationship to reality do, . . . play an important role in the structure of any art working with a subject, but the theoretical investigation of this art must never lose sight of the true essence of the subject which is to be an unity of meaning and not a passive copy of reality’ (7). En La vida del Buscón el discurso sobre la ropa revela una realidad que en el Siglo de Oro afecta a todos los estamentos.
funciona para su práctica socio-ideológica: ‘The hidden contradiction of the Buscón is that the literary practice it employs fails to coincide with the social practice it claims none the less to represent’ (‘The Rethoric’ 1987, 105; Writing 1988, 115). La disparidad entre Quevedo y Pablos no impide sin embargo, como demuestra Roger Moore (1994) en su artículo ‘Autobiography,’ que haya numerosas referencias de la vida y la experiencia del autor en la seudo-autobiografía. 3 Numerosos críticos de La vida del Buscón han señalado que las manipulaciones del autor debido a su ideología conservadora son las causantes principales del fracaso de Pablos. Véanse por ejemplo, Cavillac, ‘Para una relectura’ 408; Cros, Ideología 1980, 78, 81; Maravall, La literatura 384 y ‘La aspiración’ 618; Molho, ‘Cinco’ 99; Rico, La novela 1973, 128; Vilanova, ‘Quevedo’ 141, 145 e Ynduráin, El Buscón 1996, 44. Díaz Migoyo explica la incongruencia de la perspectiva del narrador como un último engaño en una cadena, ya que el viejo Pablos siente la misma vergüenza de siempre y ‘quiere, ahora como entonces, hacerse pasar por lo que no es; pero ahora que ya no puede dejar de ser lo que es, quiere hacerlo a base, justamente, de exponer de modo aparentemente desvergonzado – sin vergüenza (aparente) – la naturaleza de esa pasada vergüenza’ (Estructura 1978, 171–2). P. J. Smith (Quevedo 1991), Arellano (2000), así como Jauralde Pou (2001),Vaíllo (1995) y Cabo Aseguinolaza (1993) en sus respectivas ediciones resumen el aparato crítico sobre La vida del Buscón.
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El vestido se emplea como estrategia de intrusión y de exclusión que refleja la diferenciación y reglamentación social. También manifiesta actitudes morales y religiosas. La representación del cuerpo y del atuendo se conecta además con la corriente burlesco carnavalesca y funciona, asimismo, como un recurso de devaluación del sujeto usado por el autor. La sociedad estamental del siglo XVII es esencialmente más plástica y reglamentada y necesita visualizar las diferencias. En consecuencia, las apariencias se hacen necesarias a todas las clases, incluso a la intermedia, médicos, letrados e hidalgos pobres, que necesitan marcas externas que las distingan de las demás. Estos signos muestran el poder y se hacen inseparables de la categoría social, pero al mismo tiempo son vulnerables de ser imitados, adulterados o comprados. Apoderarse de las superficies es fácil con los medios necesarios, dinero legal o ilegal y con un cierto grado de teatralidad, lo cual, junto a la ostentación, son características que distinguen fundamentalmente el barroco (Maravall, La cultura 203, 250–1). Éste es el conflicto que ocurre en La vida del Buscón pues Pablos, al igual que otros personajes, se apropia del aspecto y de los modos de comportamiento de grupos superiores. El hecho refleja prácticas reales, como el mismo Quevedo testimonia en una carta a Sancho de Sandoval fechada el 12 de abril de 1638 en la que comenta los cambios de identidad a través de la ropa de un pícaro que llama ‘El Embustero.’4 Ann Hollander afirma que en la civilización occidental ‘there is a persistent fear of its visual subversiveness, its way of signalizing upheaval and need for upheaval in the standard of good looks’ (357). Es por este perseverante miedo a la subversión que tal atrevimiento por parte de los personajes picarescos de romper las expectaciones normativas provoca reacciones de resistencia y denuncia en la obra, las cuales se manifiestan a través de anagnórisis y penalizaciones humillantes de los personajes. El fenómeno que observamos en La vida del Buscón refleja un movimiento social en la época que se intenta reprimir oficialmente a través de la imposición de reglas para regular el uso y consumo de ciertos tejidos, ornamentos e incluso el estilo de ciertas ropas (Lalinde Abadía 583, 587). Estas pragmáticas que procuran controlar el lujo y mantener la separación estamental, no logran siempre sus objetivos.5 Según las teorías de la escuela de Simmel, que se aplican en especial a las sociedades estamentales, el imparable empuje e imitación del estrato bajo fuerza a la modificación frecuente de la moda en el de arriba. Jennifer Craik explica que la regulación de la moda en Europa tiene consecuencias inesperadas pues, ‘rather than confining people to their 4
Alfonso Rey (2003) en la ‘Presentación’ del libro Estudios sobre el Buscón llama la atención sobre este documento (13). La carta se puede leer en el Epistolario de Quevedo publicado por Astrana Marín y en la edición de las Obras Completas de Quevedo de Felicidad Buendía (vol. 2 Obras verso 961–962). 5 Sobre las pragmáticas emitidas a principios del siglo XVII en España y sus frecuentes revisiones véase arriba Sección I, 2, 21–23.
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designate rank, the laws provoked an intense interest in fashion and a desire to transgress the codes, both in a process of prestigious imitation and as an act of rebellion’ (205).6 En España el problema de la moda lo constatan escritores contemporáneos como Fernández Navarrete que se queja de las novedades y de los cambios de costumbres: ‘Aunque el daño de hacerse costosos vestidos es tan grande como se ha dicho, es mayor el de la mutabilidad de los usos, no habiendo en los españoles traje fijo, que dure un año’ (Conservación 520). Los comentarios de visitantes extranjeros a España en la época corroboran la preocupación de la apariencia en conexión con la aspiración social. Por ejemplo, Barthelemy Joly testimonia que ‘El español es de tal modo dado a lo exterior, que padecerá todo lo que sea preciso en privado y en secreto con tal de que no sea excluido del visible fasto que señala su atavío . . . llevan . . . todo encima en cuanto a adornos visibles de sus personas, en lo que ponen su principal objeto en este mundo’ (citado por Díez Borque 1990, 42). El mismo visitante, refiriéndose a los escuderos, describe el problema que estamos estudiando: su apetencia de pertenecer al estatus más favorecido y las técnicas de imitación para lograrlo (45).7 En la obra de Quevedo se proyectan también los viejos tópicos literarios conectados con una tradición ético-religiosa que condena el afán de engalanarse, así como los postulados de Erasmo que critican la valoración de las apariencias sobre otros conceptos de honra individual (Rodríguez Cacho 193, 196–7). De hecho, Antonio Vilanova (1982) encuentra marcados paralelismos entre La vida del Buscón y el coloquio erasmiano Ementita nobilitas. Así lo explica el crítico: ‘la idea de que el mejor medio de que dispone un plebeyo ambicioso y sin fortuna para medrar y ascender socialmente, es trasladarse a un lugar donde no le conozcan, asumir un nombre supuesto y una falsa identidad, usurpar la indumentaria y los modales de la clase social elevada, y, valiéndose de un disfraz, hacerse pasar por un caballero, aparece por vez primera en el coloquio erasmiano Ementita nobilitas’ (153). De forma semejante a la doctrina cristiana se representa la estoica en La vida del Buscón en el axioma de la afirmación de Pablos al final de la obra: ‘nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres’ (226). Según Anthony Zahareas esta aserción moral recuerda la recomendación senequista de valorar los cambios internos sobre los externos y es fundamental para explicar La vida del Buscón (‘The Historical’ 1984, 433). De todas formas, lo que más parece irritar a los conservadores en la época es el hecho de que la moda o cambios excedan al ‘orden natural establecido por Dios’ (Rodríguez Cacho 198) y, dentro de este orden, se incluye la desigualdad estamental, es decir, la
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Sobre las leyes suntuarias en Europa consúltense Daniel Roche (The Culture 1994, 49–50) y el estudio de Alan Hunt (1996). 7 Sobre la ostentación usurpadora de vestidos y adornos véase también Maravall que ofrece otros testimonios contemporáneos (La literatura 551–60).
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idea de que cada persona tiene un lugar asignado en la sociedad con el que debe conformarse. En conclusión, la obra de Quevedo refleja a través del discurso de la ropa los argumentos morales que condenan la estimación del aspecto externo junto a los cambios económicos. También rechaza el remedo del vulgo que crea inestabilidad en el orden tradicional y supone un peligro para los estamentos superiores. Teniendo en cuenta estos argumentos se puede aclarar el uso de las vestimentas en La vida del Buscón en relación con el deseo de medra del protagonista. El tema abunda a lo largo de la narración, pero predomina con especial intensidad en los capítulos quinto y sexto del Libro Segundo, y en los primeros cuatro del Libro Tercero, cuando Pablos encuentra a don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y decide seriamente llevar a cabo sus planes de hacerse caballero. En el Libro Primero, Pablos expone sus bajos orígenes por nacer en una familia conversa y criminal. En la descripción de sus padres hay que notar ya el uso de un vocabulario que en su sentido literal está conectado con actividades que envuelven tejidos. Así, afirma que es hijo de un barbero ‘tundidor de mejillas y sastre de barbas’ (55) y de una madre mal vestida, pobre, no cristiana, vieja y medio bruja, ‘que vivía de adornar hombres y era remendona de cuerpos,’ ‘zurcidora de gustos’ y ‘tejedora de carnes’ (58, mis cursivas). A pesar de que Pablos decide no seguir el oficio de sus padres por haber siempre ‘pensamientos de caballero desde chiquito’ (58), sin embargo, no se puede despojar de la mancha de vileza ni de las enseñanzas que hereda. Si sus progenitores en busca de beneficio manipulan otros cuerpos como si fueran telas, Pablos lo hará del suyo propio para otro tanto, especialmente a través de la ropa y de los cambios de identidad. La aspiración del pícaro de subir de categoría social tiene una trayectoria en la novela que alcanza el punto culminante cuando, con el nombre de don Filipe Tristán, intenta seducir a doña Ana en el capítulo siete del Libro tercero.8 De muchacho, mientras vive como estudiante-criado en Segovia y después en Alcalá de Henares al servicio de don Diego Coronel, mantiene su identidad familiar, pues todos lo conocen y aún es muy joven para movilizarse independientemente. Segovia y Alcalá de Henares formarían, como indica Philippe Berger (1974), un mundo cerrado para el protagonista: ‘Cela ne l’empêche pas d’occuper une place stable de serviteur, mais son existence est ici toute tracée’ (7). El traje que adopta mientras tanto es el traje talar, de origen eclesiástico, típico de estudiantes y de hombres de letras, que consiste en ‘sotana y manteo’ (88). De ahí el que Alonso Ramplón, su tío paterno, lo presente como ‘maeso en Alcalá’ (135) y un corchete amigo de Ramplón lo confunda con un sacerdote. El sayón largo y oscuro es un símbolo que representa la profesión de un grupo social que tiende, como indica Lalinde, a
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‘Trayectoria’ es la palabra preferida por Cabo Aseguinolaza frente a ‘evolución’ que implica un desarrollo psicológico del personaje (Prólogo 36).
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‘la “uniformación,” es decir, una presentación externa constante, que favorece al estereotipo’ (592) y que ofrecería a Pablos la ilusión de pertenecer a este estado intermedio. A mi parecer, en esta etapa el protagonista tiene junto a don Diego Coronel una oportunidad de vivir y conocer íntimamente a una familia adinerada que, aun perteneciendo al mismo grupo étnico de conversos, ha podido alcanzar con éxito el estado privilegiado.9 Esto explica el que después en Madrid sepa imitar fácilmente los modales y el habla del grupo. Sus deseos de superación ya aparecen tempranamente desde el momento que el niño Pablos elige por amigos ‘a los hijos de caballeros y personas principales’ (60) y, particularmente, a don Diego Coronel de Zúñiga. Más tarde, cuando pasa a servir a su amigo en casa del Dómine Cabra y después en Alcalá, las vestiduras talares, que eliminan exteriormente las diferencias sociales, ayudarían ciertamente a producir la impresión de la igualdad de los dos jóvenes, aunque de hecho la separación entre ellos se hace explícita, pues como asegura el narrador, ‘al fin me trataban como a criado’ (77). En el Libro Segundo, Pablos abandona Alcalá y se dirige a Segovia para cobrar la herencia de sus padres. Este viaje señala el comienzo de su independencia y vida adulta al separarse de don Diego y de su niñez. En el camino encuentra una serie de personajes, un arbitrista descabellado, un diestro en espadas, un mulato jaque, un sacristán coplero, un soldado pretendiente, un ermitaño fullero y un genovés, que son un muestrario de figuras estereotipadas y falsas que le ofrecen diferentes alternativas de representación y engaño social que más tarde podrá imitar. Por ejemplo, el caso del ermitaño y del soldado alférez son excelentes modelos de suplantación de identidad conseguida por medio del aspecto externo que se describe con detalle. Así, el pobre soldado se presenta con el típico atuendo desarreglado y con los utensilios que marcan su profesión: ‘el cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faldriquera, alpargates y medias de lienzo, sus frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para papeles’ (123).10 Poco después, sin embargo, las marcas de su cuerpo, especialmente la cara atravesada, la misma cicatriz que Pablos obstentará después, delatan su artificio. De igual modo el ermitaño aparece con los esenciales trazos de la figura, ‘con una barba tan larga, que hacía lodos con ella, macilento y vestido de paño pardo’ (126). Finalmente los dos quedan
9 Sobre los orígenes conversos de don Diego Coronel véanse los artículos de Johnson (‘El Buscón’ 1978) y de Redondo (‘Del personaje’ 1977). Ettinghausen a su vez resalta La vida del Buscón como la novela de un converso (‘Quevedo’). Por otro lado el asunto de la afinidad étnica y la disparidad económica entre don Pablos/don Diego lo trata Molho en ‘El pícaro de nuevo’ (1985, 215–17) y en ‘Cinco lecciones’ (1977, 113–14). 10 Cabo Aseguinolaza aclara en la nota 50 de la misma página que ‘órgano en cajas de lata para papeles’ se refiere a “los tubos de metal donde los soldados llevaban las fes (o fees) – informes, certificaciones – de sus servicios de armas,” y que constituían uno de los elementos más característicos de la apariencia del soldado pretendiente.’
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reducidos a un sólo atributo que los caracteriza: ‘el rosariazo del ermitaño’ y ‘la espada del soldado’ (127, mis cursivas). Objetos que se convierten en emblemas vacíos pues han perdido el equivalente entre significante y significado debido al engaño de ambos, evidente para el lector y para el protagonista, ya que Pablos, experto en trazas, descubre en seguida la artimaña del soldado y, poco después, una vez burlado, la del ermitaño. Por último, es importante notar que aquí, como más adelante en la narración, los cambios de identidad raramente ayudan a los personajes a pasar por otros. Después de esta experiencia no es de extrañar que el protagonista pruebe por primera vez una suplantación de categoría al llegar a Segovia. En Alcalá Pablos se había disfrazado dos veces, una como tullido con su capa liada a la pierna y otra de enfermo moribundo, pero lo hizo como reacción espontánea y breve para escapar el castigo debido a sus travesuras. Pero en Segovia Pablos cree que, gracias al cambio físico operado en él al hacerse más adulto y al hecho de ir ‘bien vestido’ (131) con su manteo cubridor, puede pasar por ‘un gran caballero’ (132). Así se lo declara a un hombre que observa la comitiva de desnudos procesados que acompaña su tío verdugo Alonso Ramplón. La fantasía se rompe pronto cuando el tío lo reconoce y lo abraza públicamente llenando al sobrino de una profunda vergüenza que se aumenta con la grosera cena en su casa. Como consecuencia, Pablos renuncia visceralmente de sus orígenes familiares, es decir rechaza su infame puesto social recibido por herencia, aunque al mismo tiempo, por herencia, obtiene también la única posibilidad de salir de él. De hecho, los trescientos ducados que le deja su padre le ofrecen un reducido poder de adquisición que le permitirá más tarde moldear de una forma más efectiva su apariencia. Es precisamente este acto de separación de su clase el que, de acuerdo con McCracken, suele preceder el acto de la imitación (‘The Trickle-Down’ 47). Así, estos incidentes en Segovia lo fuerzan a marchar a la corte, donde nadie lo conoce, con el propósito de ‘colgar los hábitos en llegando y de sacar vestidos nuevos cortos al uso’ (140). Es decir, planea mejorar su fortuna en un lugar nuevo usando de su ingenio, ya demostrado en Alcalá, pero sobre todo, a través de la manipulación externa de su aspecto para lograr las ventajas simbólicas de alguien más en consonancia con la moda de la corte y con sus aspiraciones. Aunque el dinero va a ser fundamental para llevar a cabo sus planes, otra circunstancia ayuda al pícaro a idear su mayor traza: su relación con don Toribio al que conoce camino a Madrid. Es a partir de su encuentro con el caballero que el enfoque en las ropas y en las apariencias se intensifica en los que van a constituir los episodios centrales del libro, cuando Pablos ensaya diferentes cambios de identidad que le conducen al intento de su introducción a la hidalguía. La idea, que culminaría sus antiguos deseos de honor, va apareciendo posible al hablar con el paupérrimo hidalgo don Toribio con cuyos avisos, afirma Pablos, ‘abrí los ojos a muchas cosas’ (149). Efectivamente, don Toribio le presenta la corte como el paraíso de los sin linaje, donde los hidalgos caídos en desgracia y otros allegados pueden mantenerse si usan bien
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de sus industrias. Entre ellas cobra importancia el arte de vestirse acomodando ropa usada, para lo cual el grupo de destituidos se ha hecho diestro en los remiendos y en el uso de otras artimañas disimuladoras de la miseria de su situación. Además de la ropa, es necesario, explica el caballero, practicar esporádicamente otros procedimientos de las clases privilegiadas: pasear a caballo una vez al mes e ir en coche una vez al año. En realidad, don Toribio expone más bien métodos de supervivencia por medio del engaño que unas verdaderas posibilidades de mejora, como Pablos comprobará más tarde. Una vez en Madrid, tanto el hidalgo como sus amigos, que forman una cofradía de caballeros hebenes, se encargan de mostrar al joven como se puede vivir a través de la usurpación de las apariencias. Sin embargo, la cuestión es ¿hasta qué punto existe una usurpación de apariencias y hasta qué punto estos caballeros lo logran? Si nos detenemos en la escena del primer encuentro con don Toribio camino a la corte (capítulo quinto del Libro II), vemos que Pablos obtiene una impresión visual tal que le hace pensar de inmediato que se trata de un gran caballero vestido a la moda pues, de lejos, parece ser ‘un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto, más de roto que de molde, el sombrero de lado’ (141). Pero, al llegar junto a él, se desvanece la ilusión creada por la distancia cuando durante su conversación inicial observa que al caballero se le caen las calzas, pobremente sujetas, que apenas tiene asomos de camisa, o ropa interior y, aún peor, que la elegante capa cubre unas calzas con cortaduras de moda que al carecer de forros dejan asomar por atrás la ‘nalga pura’ (142). En realidad la ostentosa capa encubre pobreza y desnudez. El hincapié que se observa en La vida del Buscón por mostrar las partes inferiores del cuerpo, así como los frecuentes elementos escatológicos, o la grosera cena en casa de su tío se conectan obviamente con la corriente grotesca medieval que señala Mikhail Bahktin (Rabelais 26–7). James Iffland comenta que ‘Don Toribio is a person completely dependent upon apperance, a person who is appearence’ (Quevedo 1978, 123). Efectivamente, Pablos no se puede persuadir de que la realidad sea tan diferente de lo que parecía. Ante su asombro don Toribio le clarifica que él es solamente uno más de muchos que viven de las apariencias, y que esa apariencia es precisamente la única realidad que existe pues, como le explica, ‘aún no ha visto nada V. Md. . . . que hay tanto que ver en mí como tengo, porque nada cubro’ (143). Don Toribio, último ejemplo de abyección del hidalgo empobrecido que recuerda claramente el personaje del escudero en el Lazarillo, atestigua con su aspecto y sus palabras la realidad histórica del más bajo estrato de la nobleza. Estos hidalgos, a falta de otros recursos se agarran al último que les queda, la fachada. A nivel textual, sus vestiduras no cubren nada tampoco porque tanto el hidalgo como sus compañeros carecen en el relato de interioridad y de conciencia moral. Además, la cofradía de caballeros está formada por un grupo heterogéneo de personajes que ni por su nacimiento (con excepción tal vez de don Toribio), ni por sus méritos, ni por su virtud y, menos, por su nivel
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económico, podría tener acceso a las prerrogativas de las esferas superiores. El escaso desarrollo de estos personajes junto con el poco conseguido efecto imitativo produce unas figuras que son sólo lo que aparentan. Carlos Vaíllo indica la influencia del tópico del ‘mundo por de dentro’ en La vida del Buscón porque ‘en la novela todos fingen lo que no son’ (‘El Buscón’ 1995, 278). Habría que añadir que en la novela todos pretenden fingir lo que no son, pues, aunque deseen pasar por otros, su amago es tan pobre y su miseria tan extrema que todo queda en un intento de engaño no logrado ni ante los demás personajes ni ante los lectores. De hecho, el caballero y sus amigos se autocrean en el texto con unas capas y unas ropas tan andrajosas que apenas tapan sus abatidos cuerpos y su ínfima realidad vital. Es por eso que la detallada descripción del aspecto externo de los personajes evoca más el de un grupo de harapientos, e incluso de bufones (Iffland 126), que el digno de los hidalgos. Además, como se evidencia en la narración, el aliento del grupo consiste, no en alcanzar un estado superior, sino en pasar por lo que no son sólo para lograr sobrevivir en una sociedad donde todos fingen. En realidad, los signos prohibitivos que los caballeros creen apropiarse no funcionan para conseguir ninguna pretensión, por eso su fingir se queda más bien en un deseo y en una ilusión en conflicto con la realidad. Don Toribio y los cofrades introducen a Pablos en el mundo de las ropas donde la idea de que las vestiduras hacen al hombre se lleva a sus más extremas consecuencias. Sus consejos incluyen las trazas e industrias necesarias para mantenerse en la corte y, sobre todo, el arte de vestirse y remendarse con la intención de imitar la apariencia aceptada en el círculo de hidalgos. El hacerse pasar por quien no es en un mundo poblado de extraños ofrece al joven todo tipo de posibilidades que va a explorar en Madrid donde cambia tres veces de identidad y de nombre.11 En casa de los amigos de don Toribio Pablos es testigo de las increíbles artimañas que practican los cofrades en su auto-hacerse. Observa que, debido a la suma pobreza de los cofrades, la apropiación de apariencias debe lograrse con unos ínfimos materiales que consisten en retazos y trapos que la vieja que los acompaña, la madre Labruscas, recoge dos días por semana por las calles. Para acomodar los trapos, los caballeros siguen un ritual que acontece al amanecer de cada día, cuando después de vestirse los innumerables andrajos, pasan a rectificar las roturas. Es la hora del remiendo en la que todos usan las herramientas de coser como armas en una verdadera batalla contra los rotos, ‘todos empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro,’ según nos cuenta Pablos (156). El narrador describe la ridícula escena de remendones comparándolos con las figuras del Bosco por sus extremas 11
Madrid era una gran concentración urbana y centro de atracción de multitud de personas que buscaban mejorar su vida. El corazón vital de la aglomeración lo constituía el rey y la elite que le rodeaba, la cual, gracias a las ostentaciones públicas del poder, sentaba las normas y provocaba también la emulación. Véase Maravall (La literatura 554).
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contorsiones y porque el añadido de piezas discordes rompe la armonía de un aspecto natural y convierte a los personajes en formas mixtas – medio animales, medio monstruos, medio hombres – y desproporcionadas: ‘No pintó tan estrañas posturas Bosco como yo vi, porque ellos cosían y la vieja les daba los materiales, trapos y arrepiezos de diferentes colores’ (156). El retorcimiento de los cuerpos junto a los retazos de ropa y los esfuerzos de los cofrades por construir algo aproximado a un vestido aceptable de ellas, crean un cuadro grotesco. De hecho en La vida del Buscón la fragmentación y la desfiguración de los cuerpos y de las ropas es una técnica de representación que sirve para denunciar la moda y los cambios como signos de inestabilidad y artificio, pues obviamente rompen la armonía del universo reflejada en clases sociales estáticas (Roche, The Culture 1994, 51). Daniel Roche sugiere que la moda y los cambios es una forma de cuestionarse el significado del hombre y del universo en relación con un Dios que no cambia: ‘the two aspects throw light on the baroque anthropology of appearances’ (52). Las imágenes distorsionadas, fragmentadas, desmembradas, escatológicas y grotescas arrancan de una corriente carnavalesca. Estas imágenes crean un conflicto en La vida del Buscón en contraste con el canon ideológico oficial estático de la clase dominante en la que parece colocarse el autor. Para Iffland lo grotesco en Quevedo pierde el aspecto positivo, liberalizador y vivificante que señalaba Bakhtin y se traslada en una mezcla de aspectos negros, repugnantes y cómicos (Quevedo vol. 2, 76–140). En la tradición carnavalesca el cuerpo grotesco es el cuerpo inacabado, ‘is a body in the act of becoming. It is never finished, never completed’ (Bakhtin, Rabelais 317), donde se resaltan las protuberancias y los orificios. Pero si en las imágenes rabelianas los orificios nos llevan más allá del límite corporal o nos adentran en los abismos del cuerpo en La vida del Buscón son los vestidos mismos que por sus roturas y agujeros dejan asomar los cuerpos, nos llevan a la carne, al centro de la realidad humana, aún más, los vestidos mismos se hacen cuerpos. El grupo de caballeros harapientos contrasta con el nuevo canon corporal que, según Bakhtin, aparece en el Renacimiento, en el cual el cuerpo se concibe como un producto completo y acabado: The new bodily canon, in all its historic variations and different genres, presents an entirely finished, completed, strictly limited body, which is shown from the outside as something individual. That which protrudes, bulges, sprouts, or branches off (when a body transgresses its limits and a new one begins) is eliminated, hidden, or moderated. All orifices of the body are closed. The basis of the image is the individual, strictly limited mass, the impenetrable façade. The opaque surface and the body’s ‘valleys’ acquire an essential meaning as the border of a closed individuality that does not merge with other bodies and with the world. All attributes of the unfinished world are carefully removed, as well as all the signs of its inner life. (320)
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Si se tiene en cuenta que esta compacta individualidad, esta imagen pulida es la que se aspira a conseguir, no es de extrañar que los caballeros chanflones busquen ingeniosamente la forma de hacerlo con los menores materiales posibles. Puesto que los caballeros no poseen las prendas suficientes que completen un atuendo que se asemeje al aspecto de los poderosos, se puede entender su preferencia por capas, sotanas, manteos y sayones. Sabido es que la ropa revela y esconde al mismo tiempo, y al mísero grupo le interesa tapar con ropas amplias sus remiendos y rotos, su falta de ropa interior y su suciedad. Así, uno de los amigos de don Toribio no se desarreboza nunca por las razones que explica: ‘Hijo, tengo en las espaldas una gatera acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite; . . . Este pedazo de arrebozo lo disimula todo’ (152). Lo que lleva en realidad el pretendiente a caballero son capas de engaño, pues debajo de una sotana muy abultada, que Pablos cree ser enormes calzas, descubre rellenos de cartón atados a la cintura y, aun más, que el ‘tal no traía camisa ni greguescos, que apenas tenía qué espulgar según andaba desnudo’ (152). Al comparar las absurdas vestiduras y ademanes del grupo aspirante, en el que se incluye Pablos, con los elegantes y lujosos vestidos de la nobleza, cuya imagen visual era conocida para el lector contemporáneo, se hace evidente la dificultad real de los caballeros chirles, aun en la ficción, de hacerse pasar por lo que pretenden con su atuendo. En concordancia con el canon nuevo backtiniano, Pierre Civil (1990) resalta que las modas aristocráticas españolas en la segunda mitad del siglo XVI están formadas por vestiduras rígidas que cubren todo el cuerpo excepto la cara y las manos. Las altas gorgueras, lechuguillas y otros adornos del cuello, los ajustados corpiños, los verdugos de las amplias faldas, las ricas telas, los ornamentos y pesadas joyas, limitan la movilidad física. Si a esto se une la moda del color negro el resultado es un aspecto hierático y digno de la aristocracia, que expresa majestad y disciplina. Esta imagen noble se difunde a través de retratos y en actos públicos donde se ostentan las marcas del poder (32). Se puede uno imaginar la penosa disparidad que ofrecerían los pobres hidalgos, con sus vestidos hechos de retazos y harapos en vista de las macizas y pulcras figuras de los nobles. Piénsese por ejemplo en la descripción de la ceremonia de vestidura de los caballeros: ‘Era de ver a uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, . . . A cuál se le perdía una pierna en los callejones de las calzas y la venía a hallar donde menos convenía asomada. Otro pedía guía para ponerse el jubón, y en media hora se podía averiguar con él’ (156); y en la misma vestidura que le preparan a Pablos: ‘me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas no más de por delante, que lados y trasera eran unas gamuzas’ (157). El resultado de estos vestidos incompletos, llenos de remiendos, que fuerzan al cuerpo a adoptar extrañas posturas para ajustarse a ellos, se puede contrastar con la imagen del máximo exponente de la clase alta, el rey. Así describe Antoine de Brunel a Felipe IV: ‘los que me han hablado de su carácter me han dicho que responde a su semblante y actitud. Va acompañado
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de tanta gravedad, que obra y se mueve con el aire de una estatua animada. Los que se le han aproximado aseguran que cuando le han hablado jamás le han visto cambiar de asiento ni de postura; que les recibía, les escuchaba y les respondía con una misma cara, no moviéndose en todo su cuerpo más que los labios y la lengua’ (Díez Borque 153). Además de la separación social que se consigue en la obra a través de la ropa, existe otra connotación de tipo moral. Según Carl Flügel, ciertas vestiduras hechas con materiales gruesos, de estructuras sólidas y colores oscuros tienen un simbolismo ético. Dan la impresión de seriedad de carácter y dedicación (The Psychology 75). El cubrir completamente el cuerpo (fuente de pasiones malignas) ofrece una dimensión ascética. La protección física de las telas gruesas (como las viejas armaduras) se extiende inconscientemente a la esfera moral. El apoyo y la presión de las prendas ajustadas puede simbolizar un firme control sobre uno mismo mientras que las sueltas y desgarbadas se asocian con una vida disoluta e inmoral. Aun más, estas vestiduras serias y tiesas se conectan con la masculinidad y el poder: ‘Both stiffness and tightness, are, however, liable to be over-determined by phallic symbolism. The stiff collar, for example, which is the sign of duty, is also the symbol of the erect phallus, and in general those male garments that are most associated with seriousness and correctness are also the most saturated with a subtle phallicism’ (The Psychology 76–7). En La vida del Buscón la desnudez y los harapos de los caballeros hebenes representan su laxitud moral y su impotencia. Los expuestos cuerpos innobles, indisciplinados, magullados y sucios de Pablos y sus amigos asoman rebeldes por los rotos de su deslucido ropaje y muestran un interior no armónico lleno de pasiones y vicios. Son cuerpos quebrantados que se intentan cubrir con retazos. Si el cuerpo vestido debe corresponder con el puesto que toca a cada individuo en la sociedad, al roto y deslucido le pertenece el último estrato. Como consecuencia, las aspiraciones de los personajes al imitar el aspecto del rango privilegiado representan no sólo una trasgresión social ilegal y engañosa, sino también un acto inmoral y agresivo que rompe la armonía del universo basada en la desigualdad estamental. Aún peor, son una empresa inútil e imposible pues, según la catadura que ofrecen, no pueden tener éxito. Por ejemplo, cuando varios mendigos y estudiante pobres descubren y acusan a don Toribio de un acto inmoral, – el pedir porción doble en la sopa de San Jerónimo –, la figura que describen se corresponde con su innoble comportamiento más que con la apariencia de un hidalgo: ‘¡Miren el todo trapos, como muñeca de niños, . . . con más agujeros que una flauta y más remiendos que una pía y más manchas que un jaspe y más puntos que un libro de música!’ (167). El supuesto noble luce como un harapiento más entre el grupo de pobres. De la misma forma que en La vida del Buscón los cuerpos aparecen innobles, con sangre manchada y corrupta como la de Pablos, y como restos y sobras de la sociedad, las ropas están igualmente devaluadas de su valor
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Diego Rodríguez Velázquez (1599–1660). Isabel de Borbón, reina de España (1602–1644). Esposa de Felipe IV. El vestido de Isabel de Borbón, de telas costosas, verdugado y cuello de lechuguilla muestra el traje de colores sobrios, solemne y rígido de las damas nobles a principios del siglo XVII.
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original, pues ya tienen una larga historia de uso y formas.12 Don Toribio asegura que ‘no hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia’ (147). Puesto que lo que visten se equipara con el cuerpo, las ropas se personalizan, por eso los trozos que se usan para remendarlas remedian y curan tanto al vestido como al cuerpo. Así, los retazos sirven ‘para acomodar jubones incurables, ropillas tísicas, y con dolor de costado de los caballeros’ (153, mis cursivas). A través de esta curiosa metamorfosis las ropas adquieren las enfermedades de los cansados cuerpos y, en consecuencia, al mismo tiempo que se remiendan y se tapan los agujeros de sus vestidos los destituidos caballeros aspiran a sanar su dolencia social. De hecho, la ausencia total de vestidura se identifica con una grave enfermedad que aísla totalmente al personaje de la comunidad. Cuando esto ocurre, la solución es guardar cama hasta que se pueda reparar, como hace don Lorenzo Íñiguez del Pedroso ‘que por falta de harapos se estaba, quince días había, en la cama, de mal de zaragüelles’ (153). Los pedazos de viejas telas son materiales que remedian y honran a la comunidad. Ya que la vestimenta, símbolo de honor y prestigio, cobra más importancia que el cuerpo, pues a última hora es la que les da vida social, el cuerpo, como resultado, debe adaptarse a ella. Es por eso que Magazo, uno de los cofrades, aparenta ser soldado y tullido para acomodarse a las piezas de que dispone: ‘traía valona por no tener cuello, y unos frascos por no tener capa, y una muleta con una pierna liada en trapajos y pellejos por no tener más de una calza’ (154).13 Cuando Pablos, después de una especie de rito de iniciación, viste el traje que los cofrades le fabrican de su viejo hábito estudiantil, al uso de la corte, obtiene una apariencia similar a la de sus compañeros. Acontece que, al tener el cuello abierto, por roto, recibe el consejo de que, en presencia de otros, se mueva en diferentes ángulos ‘como la flor del sol con el sol’ (158) para mostrar siempre el lado correcto del cuello. La nueva indumentaria presenta un cuerpo de apariencia mezclada, impuro, como su linaje. El lado aceptable es incompleto y requiere un esfuerzo grandioso, y a última hora ineficaz, de parte del buscón que debe estar siempre alerta y esconder la miseria y los agujeros en su intento de adaptarse a la norma del grupo que aspira imitar.
12 Con referencia a estos fragmentos de tela vieja Georges Güntert (1980) comenta que en la obra ‘a la inútil tentativa de dar forma a una materia regastada se opone la transformación auténtica llevada a cabo a nivel del texto’ (24). 13 El área semántica que apunta la desintegración del cuerpo y de las ropas es profusa en el capítulo último del Libro II y en el primero del Libro III. Paul J. Smith afirma que estas imágenes reflejan el estilo fragmentado de la novela: ‘The would-be noblemen stitching together their shreds of cloth might be seen as analogues of Quevedo himself as textual tailor, sewing together the literary fragments he has poached from elsewhere . . . The world “text” itself derives from the Latin “tegere”, “to weave” ’ (Quevedo 34). Pero esas imágenes también arrancan de la tradición burlesca carnavalesca que apunta Bakhtin.
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Pablos, con su flamante y quebrantado atuendo, se acepta en la hermandad y se introduce oficialmente en la tropa de embaucadores y oportunistas que rodea la corte. Al mismo tiempo se estrena en su primera suplantación con dos mujerzuelas a las que se presenta como caballero con el nombre de don Alvaro de Córdoba. El pícaro, pretendiendo tener el paje, la casa y el coche que no le pertenecen y con el acicate de sus cien escudos de oro logra estafar a las mujeres, en un juego en el que tanto ellas como el fingido caballero se intentan extorsionar mutuamente. Si el buscón acaba la aventura con ventaja, no es tanto por haber pasado por el caballero don Alvaro de Córdoba sino por la calidad de las mujeres que trata. Todos son buscavidas y todos lo saben y sólo gana el que usa de mayor industria. Desde la primera intervención de don Toribio en el texto, donde parecía ser un caballero vestido de lujo y a la moda, comienza una progresión hacia la insustancialidad del grupo de figuras a través de la reducción gradual de su indumentaria. El proceso acaba con el encarcelamiento de todos, entre ellos Pablos. En efecto, cuando los hidalgos son conducidos a la cárcel por las calles de la ciudad, sin capas y a la luz del día, exhiben con toda crudeza su realidad existencial: son sólo ‘unos cuerpos pías remendados’ (171) pues, al estar tan famélicos y maltratados, aparecen como sus ropas, llenos de cosidos, de puntos y de remiendos. La simbiosis entre el cuerpo y la cobertura es tal que, al faltarles ésta, casi se desvanecen por falta de consistencia. Por eso, cuando un encargado de la justicia intenta coger a uno de ellos, el narrador comenta: ‘A cuál, por asirle de alguna parte sigura, por estar todo tan manido, le agarraba el corchete de las puras carnes, y aun no hallaba de qué asir, según los tenía roídos la hambre. Otros iban dejando a los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y greguescos. Al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos’ (172). Conforme avanza el episodio el reflejo de la realidad se va esfumando hasta llegar a unos niveles totalmente imaginarios que desembocan en la nada. A los de más abajo, a los abyectos sociales que se atreven a alterar el orden, les corresponde literalmente el calabozo más inferior y la oscuridad. Y aún en este lugar los caballeros ramplones, especialmente don Toribio, son apaleados brutalmente por otros presos. El resultado de las piedras y cascotes que arrojan al pobre hidalgo resulta, finalmente, en la desaparición de su fachada, es decir, del personaje mismo: ‘Acabaron su vida las ropillas. No quedaba andrajo en pie’ (176). Para aliviar el castigo, los hidalgos ofrecen a sus mortificadores la poca ropa que les queda lo cual los conduce prácticamente a su desintegración y extinción. El grupo acaba hacinado y desnudo debajo de una manta y comido de piojos, en una pérdida completa de individualidad. Sólo queda una masa de cuerpos escuálidos y apaleados cercanos a la muerte. La cama aparece como la tumba común, donde son devorados por insectos, como cuerpos muertos, auto-deshaciéndose con sus propias uñas (176). Su suerte final es el destierro de la capital y, por supuesto, su eliminación de la narración. Evidentemente el camino de los seudo-hidalgos no ha funcionado para los objetivos de Pablos, pero sí le ha servido de instrucción para aprender el arte
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del disimulo. En consecuencia, el pícaro, que con su dinero y sobornos consigue escapar la cárcel, practica su segundo cambio de identidad en la corte. Esta vez, llamándose don Ramiro de Guzmán, intenta enamorar a la hija de sus posaderos por medio, al principio, de galanterías, aunque sin lograr su efecto porque, según afirma, ‘no estaba tan bien vestido como era razón – aunque ya me había mejorado algo de ropa’ (181). Si bien en este caso Pablos parece referirse más al aspecto erótico de las ropas también sabe que el atractivo se fortalece si se acompaña del poder y del dinero. Así, su nueva personalidad es la de ‘un hombre de negocios rico’ (182), aunque, según el punto de vista de las huéspedas, él es ‘un don Ramiro de Guzmán, más roto que rico, pequeño de cuerpo, feo de cara y pobre’ (182). El episodio, a pesar de varias artimañas de representación para conseguir a la joven, acaba siendo una desastrada experiencia para el protagonista que termina preso y aporreado. Pablos decide entonces acometer su gran intentona. Al joven pretendiente se le ha hecho patente que la calidad de las ropas y el aspecto roto de la mala imitación poco le ha valido para alcanzar sus objetivos. Por eso, ahora traza salir de su condición manipulando seriamente su aspecto, imitando modales y valiéndose de su ingeniosidad expresiva. Es a última hora el dinero quien compra y manda y, así, con los trescientos ducados de la herencia paterna, Pablos decide adquirir por fin una apariencia decente, más cercana al grupo emulado, que le va a ofrecer la única posibilidad real de fraude: ‘Di traza . . . de mudar de hábito y ponerme calza de obra y vestido al uso, cuellos grandes y un lacayo en menudos . . . Animáronme a ello, poniéndome por delante el provecho que se me siguiría de casarme con la ostentación, a título de rico’ (187–8). Junto a la vestidura se apropia además de otras marcas del poder: caballo alquilado y pajes inventados. Le ayuda también su imitación del discurso noble que le permite trabar conversación con dos caballeros, pasearse por zonas exclusivas y, finalmente, acercarse a las damas. Gracias a estas estrategias el buscón tiene éxito en simular su identidad y, con el nombre de don Filipe Tristán, requerir a doña Ana y tratar de boda. Resquicios y oportunidades de saltar barreras como ambiciona el protagonista los había de hecho en la época pues, como se afirma en la narración, ‘era cosa que sucedía muchas veces en la Corte’ (188); son los que aprovecha Contreras. Sin embargo a Pablos, además de su vergonzoso origen, le faltan los méritos y virtudes personales del capitán y, sobre todo, las ganancias económicas que sustentaran a la larga la ostentación del estamento deseado. A última hora la fragilidad de la representación depende menos de quien es la persona que representa y más de la ausencia de medios que costeen la imagen correcta ya que, como indica Maurice Molho, otros infames antes que él, la familia de los Coroneles, lo han conseguido (‘Cinco lecciones’ 1977, 103–109).Y lo más importante, le falta el control de su propia vida que pertenece a su creador. Ya sabemos cual es el castigo de Pablos: humillado y sucio de lodo en su caída del caballo enfrente de su dama y de Diego Coronel, acaba apaleado
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brutalmente y, después, robado de todo su dinero. Como resultado, el pícaro vende sus ropas de caballero para comprar las que corresponden a su condición. Con ellas y con su cara atravesada por una gran cicatriz, marca infame resultado de la paliza, llevará para siempre los signos indelebles de su clase y su calaña. Las manipulaciones fraudulentas de la ropa, establecedora y limitadora de la identidad, junto con la anonimia de la ciudad han permitido a Pablos el engaño social. Históricamente se han ejercido sistemas de signos distinguibles y difíciles de esconder, como marcas en la cara y en el cuerpo, para resolver el problema de la falsa representación y aislar a los individuos considerados peligrosos o indeseables (Hunt 67).14 Los códigos del vestido también se han complementado históricamente con una serie de pruebas y adquisiciones de conductas que requieren mucho tiempo y dedicación y que envuelven una labor no manual, según ha estudiado Thorstein Veblen en su The Theory of the Leisure Class. Quevedo deja claro que Pablos carece no sólo de la calidad racial y del valor moral, sino también de las maneras y conductas de la clase a la que desea pertenecer. Aún va más allá. Al aplicar al protagonista la marca corporal indeleble del reconocimiento social de su indignidad lo coloca para siempre en su puesto. Sin embargo, a pesar de este castigo y de la afirmación final del narrador de que no puede cambiar su vida porque no ha cambiado sus costumbres, solamente su conciencia de clase y su intento de alterar el puesto que la sociedad le ha asignado es ya una afirmación de su individualidad. La aspiración personal de Pablos y su reivindicación del derecho a disfrutar de los privilegios de otro grupo humano de por sí cuestiona y socava la norma tradicional; esta tensión entre las intenciones del autor y las acciones del protagonista explica parte de la ambigüedad y contradicciones de la obra. El resultado paradójico es que, si bien el personaje no logra cumplir sus deseos, deja patente la rebeldía y el rechazo de su situación heredada y desventajosa, como lo hacen los otros protagonistas en la ficción picaresca o los soldados en sus autobiografías. De esta forma, su caso refleja la crisis ya imparable del momento histórico que escapa los deseos conservadores del autor.
14 En relación con las leyes inglesas que facilitaban la práctica de marcar a los vagabundos y pícaros Hunt (1996) comenta que: ‘Branding was not simply a coercive means of imposing recognizability; it was also about an old and pervasive conception of the legibility of character. It was widely held that the nature and character of individuals could be read from physical characteristics and in particular from physiognomy . . . branding provided a ready means of conveying this information to others’ (131). Consúltese también Squicciriano El vestido habla 1998, 56.
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Indumentaria y resistencia en las relaciones del poder sexual en La pícara Justina Yo pienso que la bondad de las cosas no consiste tanto en la sustancia dellas cuanto en menudencias y accidentes de ornatos y atavíos (La pícara Justina) La vida de Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, El guitón Onofre y La vida del Buscón son novelas autobiográficas con protagonistas masculinos en las que la principal función de la indumentaria es marcar la situación de los protagonistas dentro de las relaciones de clase social. La aparición de la primera novela picaresca con protagonista femenina, La pícara Justina, publicada en 1604, coloca en primer plano el elemento sexual. En efecto, la manipulación del aspecto externo de Justina Díez articula las ansiedades de las relaciones de poder entre los sexos. La representación de la imagen de Justina se consigue por medio de una amalgama de elementos tradicionales y subversivos. La configuración del yo en esta autobiografía ficticia se hace problemática ante todo por las intenciones paródicas del autor Francisco López de Ubeda, por la compleja estructura de la novela y por el descuido de la narración en favor de la preciosidad estilística del discurso. De hecho, la pequeña fracción que Justina cuenta de su vida, sólo desde sus dieciocho a veinte años, queda frecuentemente interrumpida por digresiones, resultando en un personaje poco desarrollado y proteico cuya presencia se diluye en el complejo lenguaje del texto.1 Junto a la incoherencia del retrato de su vida es obvio que su vil herencia familiar, su baja condición social y el mismo hecho de ser una mujer determinan negativamente la personalidad de la pícara. Según Antonio Rey Hazas (1983), Justina Díez encarna la actitud misoginista de la época expresada por el autor que crea una
1 Sobre la incoherencia y falta de perspectiva del personaje véase Francisco Rico (La novela picaresca 119). Consúltense además Peter Dunn (Spanish Picaresque 1993, 234–9); Edward Friedman (‘Man’s Space’ 1985, 116); José Miguel Oltra (La parodia 1985, 165–78) y Antonio Rey Hazas (‘La compleja’ 1983, 90–1). En relación con los elementos estilísticos y estructurales del texto son importantes los trabajos de Bruno Damiani, ‘Aspectos estilísticos’ y ‘Aspectos barrocos;’ Joseph Jones, ‘Hieroglyphics’ 1975 y Paloma López de Tamargo, ‘Cuadro’ 1986.
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puti-doncella o prostituta velada (‘La compleja faz’ 106–107), entre otras cosas por su independencia, movilidad espacial, exhibición pública y facultad de expresión, vedadas a la mujer casta. No obstante, si se examinan las técnicas de representación y las acciones de la protagonista descubrimos que, a pesar de los defectos de su construcción y de su marginalidad, la heroína es un personaje que logra emanciparse de las restricciones de su sexo. Aunque en su configuración externa Justina parece conformar la idea tradicional de la mujer, reducida a apariencias y belleza, paradójicamente, tanto su cuerpo, como los vestidos y materiales culturales que lo adornan, funcionan en el texto para transformarla en sujeto de su propia historia. Además la pícara asume las características de la representación usual de la masculinidad al otorgarse libertad de movimientos y de expresión, y por su poder de objetivar a otros hombres que intervienen en el relato. La inversión paródica de esta construcción desmantela y cuestiona las bases que sustentan la división tradicional del comportamiento de los sexos y, por extensión, del sistema social (Jean Daniel Krebs 1989, 239–40). La independencia y poder de la protagonista se resaltan al comparar los dos retratos que nos ofrece de sí misma. Por un lado vemos que en el momento de la escritura la narradora aparece avejentada a sus cuarenta y ocho años, pobre y sifilítica, sin pelo, tundida de cejas y con bubas en su cara arrugada. Claramente su pobreza, su enfermedad y las prendas de su indumentaria apuntan a su profesión de prostituta, a su desmoronamiento personal y a su deshonra social. Su bajo estatus económico se resume en su calzado, ‘unas jervigillas, y esas ruines’ (61), su coquetería se plasma en el ‘chapín valenciano’ (99) y su continuo trato erótico, mala vida e irreverencia se testimonian en las manchas de tinta de su saya ‘tan reverenciada y reverenda’ (68), regalo de un fraile novicio. Estos rasgos de su apariencia, junto con su amoralidad, presentan la idea de ‘pícara’ por esencia que se ajustaría a las expectaciones de los lectores masculinos hacia tal tipo de heroína (Krebs 13). Ahora bien, a diferencia de la narradora, la joven actora nunca es pobre y su ropa de campesina resalta la esplendidez de su juventud y belleza corporal. Su grata presencia atrae las miradas del deseo masculino y de la envidia femenina a través de las cuales se ve y se define a sí misma. Esta admiración, que se convierte en un acoso agresivo por parte de los varones, forma un motivo recurrente y fundamental en la obra. Sin embargo en cada ocasión Justina, saltándose el papel pasivo que se espera de una joven, se enfrenta victoriosamente a los hombres al seducirlos y despojarlos de sus posesiones y de su dignidad, mientras escabulle su deseado cuerpo (Davis 1992, 150–51). Edward Friedman apunta al respecto que ‘Justina’s body is a selling point but not for sale; she takes the money and runs before men can abuse her’ (‘Man’s’ 1985, 120–21). De hecho, Justina parece asumir la figura del basilisco, la serpiente que mata por medio de su vista y por ser vista. Esta imagen, como apunta Sergei Lobanow-Rostovsky, no parece invocar en la literatura del Renacimiento el deseo femenino, sino más bien el miedo masculino de la mirada femenina
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que amenaza solicitar o destruir su propio deseo: ‘As a metaphor for desire, the basilisk is an equivocal figure: it poisons, as Pliny notes, both by the power of its gaze and by attacking the gaze of its victim’ (1977, 207). De una forma similar, en su confrontación con los hombres, el cuerpo sexuado de la heroína asume un papel agresivo, ya que lo muestra como un anzuelo para atraer a sus víctimas masculinas a las que, devolviéndoles su mirada, burla, ridiculiza y castra. Su cuerpo engalanado es también un lugar de auto placer. La joven coloca su persona y vestidos al servicio de sus propios deseos de medra y, al reducir a los oponentes masculinos a meros fantoches con intereses económicos y sexuales, transpone al otro sexo el valor tradicionalmente asignado al cuerpo de una prostituta, violando así la norma.2 La protagonista afirma su propio placer y consigue un relativo poder sobre los hombres a través de la ostentación de su cuerpo vestido. Freud, en su ensayo ‘Instincts and Their Vicissitudes’ (1964) explica que el voyerismo y el exhibicionismo comparten una misma finalidad libidinosa pues ambos impulsos son una transformación activa o pasiva del instinto primario auto-erótico de mirarse a sí mismo: ‘The only correct statement to make about the scopophilic instinct would be that all the stages of its development, its auto-erotic, preliminary stage as well as its final active or passive form, co-exist alongside one another’ (130). La indumentaria se conecta con estas actividades libidinosas en el sentido de que, según afirma Flügel, la función original de la ropa es despertar el interés sexual y simbolizar los órganos genitales (The Psychology 26). Por otro lado Alan Hunt señala que en la ropa se desplazan las ansiedades de las relaciones genéricas de cada momento, sexo, familia y autoridad (Governance 215). El hecho es que las mujeres, al estar despojadas del poder económico y político, necesitan crearse su estatus social y su identidad genérica a través de la visibilidad. En fin, el aspecto externo de la mujer ha sido un lugar lleno de tensiones entre el exhibicionismo sexual y la modestia (Flügel, The Psychology 20), entre la ostentación del consumo lujoso y la regulación social y moralizante de tal consumo (Hunt, Governance 220–1) y entre la aceptación de las normas prescritas del género y la resistencia o subversión a las reglas. En este periodo histórico en el que nuevos tipos de relaciones sociales conviven con instituciones jerárquicas tradicionales se acepta la muestra pública de la riqueza en la clase pudiente, necesaria para consolidar su estatus social, mientras que la ostentación de la indumentaria de las mujeres se relaciona frecuentemente con la insustancialidad y carácter engañoso del género femenino. No obstante, Hunt apunta que las mujeres han usado tradicionalmente la ropa en una compleja combinación de conformidad y trasgresión, como medio de expresión personal y también de resistencia: ‘given the denial of access to other
2 La etimología latina de la voz prostituta, de prostiuere, ‘exponer en público’ (Corominas, Breve diccionario 1973, 479), sugiere precisamente el principal rasgo constitutivo de Justina, el de exponer su cuerpo a la mirada pública.
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forms of self-expression, clothing, ornamentation and grooming have provided generations of women with the means of identity, self-presentation and access to valued social status’ (231, 249). En efecto, la compleja función de la ropa en la constitución del personaje femenino se hace evidente a partir de la primera salida de Justina del lugar familiar, cuando toma conciencia del papel de sus vestidos en la creación de su diferenciación genérica al igual que en la objetivación de su cuerpo y en el placer que resulta de exhibirlo. Esta salida ocurre en el Número Segundo del Capítulo Primero del Libro Segundo, intitulado ‘La pícara romera,’ en el que la joven, tras morir sus padres, decide ir de romera a Arenillas para divertirse y afirmar su libertad. Allí, de día, en la puerta de la iglesia en Arenillas observa que su atuendo, que describe con gran detalle, atrae mágicamente la mirada de todos: Llevaba un rosario de coral muy gordo, . . . Mis cuerpos bajos, que servían de balcón a una camisa de pechos, labrada de negra montería, bien ladrada y mal corrida. Cinta de talle, que parecía visiblemente de plata. Una saya colorada con que parecía cualque pimiento de Indias o cualque ánima de cardenal. Un brial de color turquí sobre el cual caían a plomo, borlas, cuentas y sartas, con que iba yo más lominhiesta y lozana que acémila de duque con sus borlas y apatusco. Un zapato colorado, no alpargatado, que en mis tiempos no se nos entraba a las mozas tanto aire por los pies. Mis calzas de Villacastín, algo desavenidas con la saya, porque ella se subía a mayores. (162)3
Las prendas del vestuario de Justina son ciertamente las corrientes en una aldeana: cuerpos bajos, camisa de pechos, saya colorada y corta (Bernis, El traje 381–92). Ahora bien, es un traje de cierto lujo por incluir un brial, o un vestido de una sola pieza abierto por delante de la cintura para abajo para enseñar la falda interior, con abundantes guarniciones (cinta que parecía de plata, borlas, cuentas, sartas).4 En una época en la que impera el negro y las líneas austeras en la corte española, que enfatizan la gravitas del estamento superior, el colorido estridente de la ropa de Justina subraya su baja condición y sugiere su falta de escrúpulos morales. De hecho tradicionalmente en la cultura occidental la gente que responde al color más que a la línea se ha considerado menos respetuosa, más instintiva y primitiva.5 Es obvio que su descotada camisa, el color rojo del gran rosario, de su saya y de sus zapatos, los profusos ornamentos y las expuestas partes del cuerpo forman un conjunto 3
Todas las citas del texto provienen de la edición de Bruno Damiani. El brial según Covarrubias es una palabra anticuada a principios del XVII. Para esta pieza del vestuario de Justina consúltense el diccionario de la RAE de 1726 y Dalmau y Soler, Historia del traje 1947, vol. 2, 221, 283. 5 Me baso en los comentarios de Leonard Shlain en Art and Physics: Parallel Visions in Space, Time, and Light (New York: William Morrow, 1991, 171) citado por Charles Riley en Color Codes 1995, 6. 4
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erótico que responde a las expectaciones de los hombres y despierta su intensa mirada, como clama Justina: ‘Mas si los hombres mordieran con los ojos, según fingieron los argótides, ¡qué de tiras llevara mi saya!’ (163). Lo que ocurre a la puerta de la iglesia refleja la división tradicional heterosexual entre la pasividad femenina y la actividad masculina. Laura Mulvey (1989) en su libro Visual and Other Pleasures explica que ‘in their traditional exhibitionist role women are simultaneously looked at and displayed, with their appearance coded for strong visual and erotic impact’ (19) mientras que los hombres son los espectadores activos, ‘the bearers of the look’ (20). La mirada masculina incrusta sus necesidades en el cuerpo de la joven aldeana que, centro de la atención, se envanece y se compara a sí misma con la figura de un pavón, en cuya pomposa y colorida corona parece tener injertos los ‘ojos’ de los otros. La imagen del pavón sugiere que su identidad se sustenta en la validación social de su comportamiento e indumentaria y que en el ser mirada se asienta además su gozo, como confirma el comentario de la narradora: ‘Nunca gozamos las mujeres lo que vestimos, hasta que vemos que nos ven. Y así, pude decir que hasta que vi que me miraban de puntería, no supe lo que tenía puesto ni por poner. Mas en viendo que me miraban a dos choros aquellos deceplinantes que estaban en ringla a la puerta de la iglesia, luego di en lo que era’ (163). En fin, la joven toma conciencia del valor erótico de su apariencia que provoca a los hombres y la convierte a la vez en un objeto deseable de la mirada colectiva. John Berger (1972) en su obra Ways of Seeing comenta que esta práctica de intercambios visuales en la relación entre los géneros se explica por el hecho de que ‘men act and women appear. Men look at women. Women watch themselves being looked at’ (4, sus cursivas). Catherine King sugiere que las mujeres ‘are encouraged to play the role of “being desirable” to the male gaze’ (‘The politics’ 1992, 135). Ya hemos visto que en la teoría psicoanalítica el exhibicionismo es una modificación del instinto original de mirarse. Aun más, el exhibicionismo a través de la ropa resuelve el problema de la castración femenina (Bergler, Fashion 1953, 109). Las vestiduras cubren de envolturas a la mujer, que sabe que es un vacío de significación y que sustituye el parecer por el ser, para poder existir al ser vista. Por medio del vestido la mujer se coloca sin dificultad en el ámbito de lo simbólico, en el registro de falta y de sustitución. Pero también en el de la disolución donde el deseo del Otro la compromete (Lemoine-Luccioni 1983, 87–8). El Otro incluye también a las mujeres cuya mirada atrae Justina en su papel exhibicionista (‘iban también conmigo otras mozuelas que me alababan poco por mirarme mucho’ [221]). La mirada envidiosa de otras mujeres, íntimamente conocedoras de las ropas, manifiesta el deseo de apropiarse de los medios de auto-significación: ‘de pura envidia, comían con sus ojos mis sayas y engullían mis ribetes y molinillos’ (224).6
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Bergler interpreta los intercambios de miradas envidiosas entre mujeres como una agresión inconsciente hacia la autoridad de la madre (Fashion 110).
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Dentro de las prácticas sociales de diferenciación genérica, la actividad fálica de los personajes masculinos en La pícara Justina se manifiesta en sus atrevidas miradas deseantes hacia la joven heroína. Esta actitud se patentiza en imágenes de intrusión, destrucción e ingestión del cuerpo de Justina por medio de los ojos masculinos. Por ejemplo, cuando un fullero se le acerca camino de León, la joven comenta: ‘me miró en redondo con una sorna que entendí que me había de meter los ojos en el pulgarejo [cintura] o comerme las tripas con los ojos’ (228). En principio, las miradas de los otros la conducen a identificarse y colocarse en una posición pasiva que, como en el caso de muchas otras mujeres, se basa en la aprobación de los demás, según observa la pícara: ‘Somos, sin duda, las mujeres como puentes, que si no estamos cargadas de ojos, se abre y hiende la obra’ (225–6). Queda claro que la construcción del género femenino se asienta en los pilares deseantes de las miradas masculinas. La aquiescencia de los otros actúa asimismo como un reflejo del valor propio, según expresa la pícara tras las alabanzas que recibe de un fullero: ‘yo como inocente paloma entretenida, remirándome en el espejo que me hacían sus alabanzas abogadoras de mis primores’ (228). Justina, al observarse a sí misma y adaptar su aspecto para el placer visual del otro, muestra la desavenencia interna en la mujer, acostumbrada desde pequeña a auto-vigilarse hasta el punto de que el observador y la observada forman los dos elementos constituyentes de su personalidad (J. Berger, Ways 46).7 La protagonista testimonia precisamente esta ruptura cuando advierte que toda mujer, si un hombre la mira, ‘de repente, luego se inquieta y se remira, acude a cubrirse y descubrirse en aquella forma y manera que a ella le parece que es más a propósito de agradar’ (284). Paradójicamente, a pesar de que Justina encarna la concepción misoginista de la feminidad, tanto en su configuración externa como en otros aspectos de su personalidad, resiste someterse a los hombres. Como narradora asume el poder de expresar su particular visión de ellos mientras presenta una difusa identidad de sí misma y como protagonista muestra capacidad de burlarlos, saquearlos y abortar la consumación de relaciones de desigualdad con los varones. Con la fragmentación, movimiento e impulso del personaje se consigue revertir las prácticas falocéntricas en el texto.8 En contraste con el agradable aspecto y sagaz ingenio de Justina la caracterización masculina en el relato carece de cualquier elemento positivo y referencial a la integridad de presencia, o a las virtudes heroicas o intelectuales típicas del discurso patriarcal. Los personajes ridiculizados son variados y recuerdan los estereotipos que se pasean por las novelas picarescas: hidalgos
7 Sobre el tema de la escisión femenina consúltese también Felicity Edholm 1992, 154–7. 8 Sobre el misoginismo de la obra y la prostitución de Justina consúltense Rey Hazas, ‘La compleja’ y Anne Cruz, ‘Sexual Enclosure’ 149–152.
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pobres, valentones, estudiantes, beodos, fulleros, ermitaños, bobos, solicitadores y sacristanes. Sirva de ejemplo la descripción del tocinero Juan Pancorvo, uno de los primeros admiradores de Justina en la romería de Arenillas, que nos ilustra la técnica que se aplica a la configuración de las figuras masculinas. La representación del devoto de Justina se compone de envilecidas partes corporales y hábitos y adornos degradantes: [Era] . . . muy gordo de cuerpo y chico de brazos, que parecía puramente cuero lleno. Unos ojos tristes y medio vueltos, que parecían de besugo cocido; una cara labrada de manchas, como labor de caldera; un pescuezo de toro; un cuello de escarola esparragada; un sayo de nesgas, que parecía zarcera de bodega; unas calzas redondas, con que parecía mula de alquiler con atabales; unas botas de vaqueta tan quemadas, que parecían de vidrio helado; una espada con sarampión en la hoja y viruelas en la vaina; una capa de paño tan tosco y tieso, que parecía cortada de tela de artesa. Con esta figura, salía más tieso que si fuera almidonado. (163–4)
Pancorvo queda convertido en una imagen fragmentada en elementos grotescos que lo animalizan y cosifican al compararse su cuerpo, ojos, cara y pescuezo con un cuero, besugo cocido, labor de caldera y cuello de toro. Por su gordura da la impresión de ser un saco lleno de grasa que se reviste de burdas y tiesas ropas: cuello descuidado, sayo sucio y gastadas botas. La hoja con sarampión y la vaina con viruelas de su desvencijada espada, símbolo de las tradicionales virtudes varoniles de honra y valentía, reflejan el estado viejo y oxidado del arma, es decir, la ausencia de estas virtudes así como su impotencia. Su interior aparece tan poluto como su atuendo pues hiede con sus regüeldos y, por si fuera poco, es bobo. Esta ridícula imagen acartonada, que contrasta con la picante y lozana Justina, provoca un profundo asco y rechazo en la pícara que se avergüenza de atraer tal tipo de ‘burrihombre’ (167) que la desvalora a ella. Es precisamente por medio de la manipulación de la ropa que Justina, disfrazada, logra eludir su cuerpo al acoso de Juan Pancorvo.9 La doble práctica de ridiculización de los hombres a través del retrato grotesco a nivel de la narración y de su burla y empequeñecimiento a nivel de la acción es frecuente en la novela. Al igual que hace con el tocinero, la protagonista se mofa de todos los personajes masculinos que encuentra en su segunda salida: el bachiller melado Bertol Araujo, el barbero bobo o el soldadillo desgarrado. La figura del soldado vestido de ropa vieja es de especial interés por recordarnos muy de cerca el estilo caricaturesco quevediano en La vida del Buscón que, según Bruno Damiani, arrancaría para ambos
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Claude Allaigre y Rene Cotrait (1979), así como Nina Cox Davis (1996) apuntan esta técnica de deshumanización y animalización del hombre en su análisis del fisgón, figura que aparece en el Libro Primero, Capítulo Primero y que introduce el tema de la lucha de sexos en la obra.
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autores de una moda y un gusto en la época por tal tipo de prosa (‘Aspectos estilísticos’ 129):10 Encontróme un soldadillo leonés, donosa figura. Traía un alpargate y calza de lienzo, un gregüesco de sarga, o, por mejor decir, arjado de puro roto y descosido; una ropilla fraileña, que, de puro manida, parecía de papel de estraza; un sombrero tan alicaído como pollo mojado; una capa española, aunque, según era vieja y mala, más parecía de la provincia de Picardía; un cuello más lacio que hoja de rábano trasnochado y más sucio que paño de colar tinta; una espada del cornadillo en una vaina de orillos. Era pequeño, azogado, inquieto, bullicioso y gran bachiller; otro segundo melado. (332)
El cuerpo y la personalidad del soldadillo leonés se construye a través de escogidas piezas desgastadas, sucias y rotas del hábito externo, cuya descripción sigue un movimiento ascendiente desde la parte inferior hasta la superior y más externa: alpargatas, calzas, gregüescos, ropilla, sombrero, capa, cuello y espada. Estas piezas a su vez se comparan chocantemente con otros objetos muy alejados del ámbito personal – papel de estraza, pollo mojado, hoja de rábano trasnochado – que rebajan aún más las prendas de su vestido. La totalidad crea la imagen fragmentada, desgarbada, mugrienta y harapienta del arruinado soldado. Estas individualidades grotescas, resultantes de conexiones y ramificaciones de multitud de elementos dispares, nos recuerdan más bien la idea de los rizomas, las multiplicidades y los organismos compuestos que proponen Gilles Deleuze y Felix Guattari en su concepción del cuerpo y del individuo como una entidad no completa ni autónoma ‘Multiplicities are defined by the outside: by the abstract line, the line of flight or deterritorialization according to which they change in nature and connect with other multiplicities’ (A Thousand Plateaus 1987, 9). Siguiendo este patrón descriptivo la narradora se desquita de la agresividad de los personajes masculinos convirtiéndolos en muecas grotescas y risibles que eliminan la idea patriarcal de solidez, dignidad y estabilidad masculina. Justina retrata a Juan Pancorvo como un cuero rígido lleno de grasa y al soldado como la imagen opuesta de la gallardía y compostura militar pero el caso más exagerado de metamorfosis corporal se encuentra en la descripción de la figura de un fullero que acaba robado y burlado por la joven pícara. La voz narradora lo llama ‘ojimel,’ pues lo transforma metonímicamente en un monstruoso ojo vestido, hipérbole con la que destruye burlonamente el poder de su mirada: ‘Tenía un ojo rezmellado y el párpado vuelto afuera, que parecía saya de mezcla regazada con forro de bocací colorado, y el ojo que parecía de
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No queda duda que López de Úbeda conocía personalmente a Quevedo, siendo ambos miembros de la corte en Valladolid. Marcel Bataillon señala que la figura de Perlícaro al comienzo de La Pícara Justina es una caricatura de Francisco de Quevedo (Pícaros y picaresca 32–4).
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besugo cocido y no poco gastado a puro brujulear’ (229–30).11 El empuje viril del fullero, que se manifiesta por medio de su ojo cansado de brujulear los naipes, se presenta tan muerto como el del pescado. Con este mismo recurso de parodia de signos corporales se devalúan también los numerosos pretendientes que cortejan a Justina al final de la obra. Las figuras aparecen como fantoches desnudos, afeminados o contrahechos, en pos de quimeras tales como disfrutar del cuerpo de Justina o conseguir una imaginada hidalguía. En fin, estas representaciones ilustran la destrucción a través del lenguaje de los valores más preciados del poder patriarcal: entereza corporal, agresividad visual y virilidad. Además de la técnica envilecedora de caricaturización, el verdadero poder de la protagonista se nos revela a nivel de la acción cuando se enfrenta y vence el asedio de los hombres. Justina reduce las valentonadas de unos estudiantes, los engaños de un fullero, la hipocresía y lujuria de un ermitaño y de un letrado y las pretensiones de los hidalgos pobres. Sírvanos de paradigma de su proceder el episodio en que es raptada en la romería de Arenillas por un grupo de estudiantes disfrazados a lo pícaro con intenciones de abusarla.12 Forzada y desnudada por las apasionadas miradas de los jóvenes, ‘todos me comían con los ojos’ (184), la joven, por medio de la persuasión de sus palabras y de la promesa de su cuerpo, se salva de una violación inminente. Más tarde se las ingenia para emborracharlos, llevarlos hasta la misma plaza de su pueblo y, con un azote, obvio signo fálico, hacerlos huir sin ropa y sin hacienda. La que primero fue desnudada por el acoso visual masculino consigue despojar a sus agresores de las marcas de su autoridad. Justina se apropia del símbolo viril, el azote, y con él el poder de desmantelar el disfraz masculino para mostrar públicamente la castración de los jóvenes. Con este acto demuestra que el poder es una construcción vulnerable de ser desarticulada. La intención castradora se refuerza cuando la pícara clama mantenerse entera mientras observa a los estudiantes huyendo y desnudos, acción que conecta con el episodio bíblico de Sansón: ‘Con estas mis levadas se atemorizaron de modo que, sin capa, ceñidor, liga, sombrero, ni cuello, ni otras muchas cosas suyas, . . . se fueron huyendo por entre los sembrados, que parecía[n] puramente las zorras de Sansón’ (206). Como en otras ocasiones, la heroína evita someter su cuerpo y trastoca la representación tradicional al asumir el signo fálico en sus manos y despojar literalmente a los muchachos de las ropas del poder. La identidad elusiva de Justina se conecta con el juego de atraer y esquivar su persona que afecta tanto a los personajes en el texto como al lector. Este 11 El Diccionario de la Real Academia Española de 1817 define el término ojimel como una ‘composición que se hace de miel y vinagre.’ A mi parecer, en el contexto de la explicación que da Justina, el apodo se relaciona con la función de mirón del fullero. 12 Según Bataillon esta mascarada a lo ‘pícaro’ se inserta en una obra que ya es de por sí una compleja ‘ficción-mascarada’ y refleja la costumbre en esta época de usar disfraces de tipos de baja clase social en saraos y fiestas de la corte (Pícaros 156). Sobre el motivo del disfraz en la obra consúltese el artículo de Damiani ‘Disfraz en La pícara Justina.’
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juego se ilustra emblemáticamente cuando en el Número Primero del Capítulo Primero de la Segunda Parte del Libro Segundo, después de la victoria sobre los estudiantes, la joven, transformada, aspira a mejorar su estatus pueblerino, refinar su gusto y rodearse de gente mejor vestida: ‘Ya yo era dama; . . . ya se había pasado el tiempo cuando quería yo más uno de zaragüelles blancos con una pluma de pavo en el sombrero o carapuza cuarteada, que a los mil Narcisos de corte con todos sus alfeñiques y perfilados’ (216). En persecución de este objetivo determina visitar León donde piensa hacerse ciudadana, para lo cual decide maquillarse y vestirse cuidadosamente en su cámara: ‘por tener juntamente galas y colores de papagayo y libertad de andar y parlar como mujer, envié por blanco y color a la tienda de una amiga, con que me pueda poner hecha un papagayo real’ (219). Justina proyecta crearse un aspecto colorido, llamativo, vulgar y erótico que contradice sus intenciones de ser dama. En opinión de Rey Hazas (‘La compleja faz’) y Cruz (‘Sexual Enclosure’, 1989), el maquillaje, junto a la libertad de movimientos y de expresión de la pícara (‘libertad de andar y parlar’), apuntan sin duda a su profesión de prostituta velada. Sin embargo, el hecho de que se resalten esas cualidades per se, sin conectarlas directamente con la prostitución, crean una ambigüedad en el texto y un modelo subversivo de mujer. En la intimidad de su cuarto la protagonista lleva a cabo el proyecto de autohacerse mirándose a sí misma enfrente de un espejo. En este acto privado Justina es consciente de la existencia de la mirada del otro. El hecho se materializa en los dos agujeros en la pared que divide su alcoba (o su cuerpo) de otra casa por los que su lujurioso vecino tabernero la observa mientras ella, de espaldas, comienza a arreglarse el rostro. La joven intenta disminuir el poder del mirón cubriendo los huecos con unos cedazos para tamizar su visión: Recogíme a un aposento, no tan defendido que no tenía dos agujeros por donde un tabernero de la calle, que vivía frontero, me solía dar unas esmeriladas de ojos en tiempo que yo solía recogerme a ser cazadora y notomista de puertas adentro, y por jalbegarme a gusto y no me ver corrida como otras veces, tapé lo desmantelado del emplente con tres cedazos, porque ya que me viese el tabernero, fuese por tela de cedazo, como a luna en eclipsi, y aun con todo eso, no me aseguré, porque era el tabernero gran astrólogo destas visiones, y eché de ver que no hube bien puesto los cedazos, cuando cernía mucho por verme, y para excusarle desta labor y a mí deste temor, volví hacia él las partes que no pensaba afeitar, y puesto el espejo en el velador, me puse un poco de blanco y color de prima postura. (219–20)
La auto-contemplación en el espejo se ha conectado con la representación de la vanidad femenina.13 Es obvio que Justina, convertida en cazadora y curiosa
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Sobre el tema de la vanidad femenina consúltense J. Berger (Ways 51) y el artículo de Felicity Edholm, ‘Beyond the Mirror’ 1992.
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anatomista que busca ojear y estudiar su propio cuerpo, muestra una intensa fascinación por sí misma pero al mismo tiempo esta escena subraya el límite del conocimiento propio y de su independencia. Aunque parece darle la espalda al control masculino, mantiene la sombra de su penetrante mirada que sexualiza su construcción. También subraya la estrategia del velarse, aquí concretizada en los cedazos que se interponen a la visión del otro y en su maquillaje. La escena representa figurativamente las actividades sexuales entre el vecino tabernero y Justina, ya que hay una evidente relación entre vista–agujero con la penetración sexual. Si se piensa que la mirada de los ojos del vecino se comparan con esmeriles, piezas de artillería pequeña, es decir con tiros penetrantes y agresivos, como eyaculaciones, y que la apertura de la pared de su cuarto son una indudable figuración vaginal queda claro el metafórico acto de la copulación. Aunque Justina coloca cedazos en los agujeros, literalmente telas para filtrar polvos, en un intento de tamizar el proyectil de la mirada fálica, aun no puede evitar el movimiento viril de la penetración ya que el tabernero ‘cernía mucho por verme’ (220). Cerner significa separar una materia reducida a polvo de sus impurezas, observar, llover menudo y andar con afectación moviendo el cuerpo a uno y otro lado. Todas esas acciones se pueden conectar sin dificultad con la actividad masculina de fisgonear, o de penetrar e imponerse a la mujer, tan importante en el discurso de La pícara Justina. El episodio además resalta que el locus del placer para Justina se encuentra en ella misma. Por eso la vemos a menudo mirándose reflejada en los ojos–espejo de los demás. Simone de Beauvoir conecta esta actitud con la falta de autonomía y objetivación de las mujeres en el sistema patriarcal (The Second Sex 1974, 699–712). Mientras se maquilla y se viste, Justina, ensimismada ante el espejo, se enfrasca en la construcción de una verdadera mascarada que busca la aprobación del otro. Este impulso creativo nos lleva últimamente a considerar la problemática central de la escritura autobiográfica. Ann Hollander comenta que el reflejo de nosotros mismos que nos devuelve el espejo es siempre distorsionado y que tanto los autorretratos como la meditación autobiográfica obedecen más a un impulso creativo y ‘selfcongratulatory’ (392) ya que en estos actos creativos ‘to learn the truth is somehow secondary to creating a truth’ (393). Así pues, el resultado de la acción de Justina pintándose ante el espejo ejemplifica la incapacidad del conocimiento propio y muestra las coberturas que siempre se ofrecen a los demás. Tanto el vecino escondido, los otros personajes masculinos y, por supuesto, nosotros mismos como lectores, intentamos asir su historia y su cuerpo, que sólo nos deja ver parcialmente, mientras que engalana de colores y adornos el discurso de su auto-construcción. La escena podría explicarse también a otro nivel: ¿no es ésta la misma treta del autor vistiéndose de Justina en un acto de travestismo donde a nosotros, lectores voyeristas, nos deja tenuemente vislumbrar su transformación? La misma narradora corrobora
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este énfasis en el aspecto ornamental de su autobiografía cuando en el Libro Segundo de la obra afirma: ‘Yo pienso que la bondad de las cosas no consiste tanto en la sustancia dellas cuanto en menudencias y accidentes de ornatos y atavíos’ (377). La autobiografía, como los vestidos, consiste en velos que muestran y esconden al mismo tiempo. Lo precario de la visión tamizada y la actividad de auto-investidura demuestran la incapacidad de aprehender el yo y la inestabilidad de la diferenciación sexual.14 En efecto, La pícara Justina es una narración en primera persona compleja que presenta múltiples enmascaramientos y desenmascaramientos a nivel del autor, del narrador y del actante. Marcel Bataillon apuntó que la pícara es el disfraz de López de Úbeda: ‘[el] tipo de pícaro hembra hay que entenderlo como resultante de un doble disfraz, femenino y picaresco, adoptado por un médico “chocarrero” o bufón en los palacios de los nobles’ (Pícaros 1969, 153). Por otro lado, hay que recordar la dificultad tradicional a la hora de definir la sexualidad femenina pues, como apunta Teresa de Lauretis (1987), ‘even when it is located in the women’s body . . . sexuality is perceived as an attribute or a property of the male’ (14). En el caso de esta novela queda aparente que Justina es después de todo una proyección de la sexualidad masculina y que su inestabilidad identitaria constituye el rasgo fundamental de su personalidad.15 Su fuerza reside en poder leer la ambivalencia del discurso lingüístico y de los signos corporales y suntuarios de los demás mientras que ella oculta sus intenciones tras un aspecto agradable y unos modales adecuados. Su sagaz percepción la coloca en un nivel superior desde el que expone y ridiculiza el poder sexual, jerárquico y racial. Es tal vez la reivindicación del autor-bufón, feminizado en su papel de entretenedor de los superiores, lo que permite a Justina controlar su propia sexualidad y desenmascarar los valores operantes por medio de la parodia de las relaciones sexuales. El papel del personaje está también conectado con el propósito de la obra de atacar la mascarada social. En efecto se critica tanto a los aspirantes a la clase noble que intentan cubrir con su dinero y sus prestigiosos hábitos sus oscuros orígenes raciales como a aquellos que, con sangre buena y sin dinero, pretenden tener un honor superior a los demás. De esta manera el texto revela que las normas aceptadas no son valores intrínsicos sino moldes convencionales que se representan en ostentación y gestos vacíos que se pueden imitar (o destruir) y que esconden un movimiento interior subversivo que no se ajusta a lo que parece.16
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La problemática de la visión y de la mujer velada en el cine la estudia Mary Ann Doane (1989) en su ensayo ‘Veiling over Desire.’ 15 Sobre la identificación entre el autor varón y la protagonista véase también Luz Rodríguez (‘Aspectos’ 1979–1980, 172) y el artículo de Friedman (‘Man’s Space’ 1985) 16 La función transgresiva de Justina la han señalado además de Krebs (243–4), Rey Hazas (‘Precisiones’ 182), Marcia Welles (‘The pícara’ 1989, 66) y Nina Cox Davis (154).
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El personaje Justina se construye siguiendo externamente el patrón de comportamiento que la sociedad impone a las mujeres, de ahí su preocupación por las apariencias y por cubrir otras facetas de su personalidad prohibidas, como su libertad sexual y su poca fe religiosa.17 La originalidad de la primera pícara reside en sus actos de resistencia dentro de la conformidad. Desde el margen de su estatus y sexo se ha atrevido a devolver el poder a su mirada femenina de puti-doncella, para descomponer la construcción. La narradora despoja a los hombres representados de todo poder simbólico al figurarlos rotos, deformados, con hábitos degradantes y cuerpos repulsivos. Como actora, Justina reclama su autonomía por la paradoja de la inaccesibilidad de su atractivo cuerpo, por su conexión con la figura del basilisco, por sus actos agresivos de emasculación masculina (apropiación de dinero y símbolos viriles, desnudamientos) y por su insistencia en el auto-erotismo.
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Por ejemplo, en la iglesia hace reverencias vacías, para seguir la norma: ‘el mayor cuidado que yo tenía en cuantas reverencias hacía, era ver si salían buenas y conforme a un molde de reverencias que a mí me había dado una dama mesonera . . . hice como fiel christiana’ (308).
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Las Autobiografías de soldados y el vestido de la heroicidad
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PREFACIO Las cuatro autobiografías de soldados que vamos a examinar a continuación tienen muchos elementos comunes con las novelas picarescas analizadas. Siguen un mismo patrón estructural: origen familiar de los protagonistas, carácter episódico de la narración, movimientos geográficos, cambios de amos y de ocupación, altibajos de fortuna de los héroes y tono apologético y confesional en la afirmación de la individualidad. Los personajes muestran un cierto inconformismo con el orden institucional y claros objetivos de mejora personal. La ropa tiene también un papel central en estas narraciones y revela rasgos de las complejidades del ser que escapan a las intenciones del narrador. Ahora bien, la mayor diferencia entre las narraciones picarescas y los relatos personales de soldados consiste en que el autor-narrador de los últimos tiene más control sobre la construcción del personaje y no sabotea sus designios. También los diferencia esencialmente el carácter heroico de los protagonistas en su participación en los importantes eventos militares y políticos de la empresa de la monarquía española tanto en el Mediterráneo como en América. En las cuatro Vidas los autobiógrafos enfatizan su extraordinaria singularidad y su superación de pruebas y escollos existenciales a veces sobrehumanos. En el vencimiento de estas pruebas interviene un heroísmo personal que oscurece defectos de carácter, grandes fracasos y esporádicas falta de control sobre sus circunstancias. Este arrojo confiere a los personajes de estas autobiografías una aureola de dignidad y de auto-respeto al final de la narración de que carecen los protagonistas pícaros. El brío de estos soldados se expresa simbólicamente en la adopción (o rechazo) del traje militar.
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Travestismo y afirmación personal en la relación de Catalina de Erauso1 Estuve tres días, trazando i acomodándome i cortando de vestir: corté i híceme de una basquiña de paño azul conque me hallava, unos calzones de un faldellín verde de perpetuan, que traía debaxo, una ropilla i polainas: el hábito me lo dexé por allí por no ver qué hacer de él. Cortéme el cabello i echélo por allí, i partí la tercera noche, i eché no sé por dónde (La Monja Alférez) Catalina de Erauso a la edad de quince años escapa de un convento y cambia el hábito de monja por el de hombre. A partir de ese momento renuncia a su identidad femenina y bajo nombres masculinos elige vivir el resto de su vida como varón. Aproximadamente a los dieciocho años de edad marcha a América. Allí se alista de soldado en el ejército español y participa en acciones bélicas en Chile donde gana el grado de alférez. Recorre grandes zonas de Chile, del Perú y de Bolivia, donde esporádicamente trabaja en diversos negocios sin perder nunca sus ataduras militares. En ese período lleva una vida agitada, pendenciera y llena de arriesgadas aventuras y contratiempos. Casi dieciocho años después de llegar a América se ve forzada a declarar su identidad, hecho que atrae inmediatamente la atención del público y la lleva a la fama. Catalina decide entonces volver a España con una doble misión: conseguir una pensión de por vida por sus méritos de soldado al servicio real y además, permiso oficial para continuar vestida de hombre. Es por esas fechas, alrededor de 1626, que escribiría la narración de su vida.2 1 Reproduzco aquí mi artículo titulado ‘La mujer militar en la América colonial: el caso de la Monja Alférez’ (Indiana Journal of Hispanic Literature 1997) con leves cambios y con permiso de la editorial. Desde la fecha de su publicación han aparecido nuevas ediciones y traducciones – véanse entradas bibliográfica en ‘Obras citadas.’ Entre los más recientes estudios críticos destacan los de Mary Elisabeth Perry, Ignacio Tellechea (1992) y Sherry Velasco (2000). 2 Al no existir el autógrafo de la autobiografía no se puede afirmar categóricamente que Catalina de Erauso fuera la autora de ella. Rima de Vallbona considera que ‘en la base del texto de Vida i sucesos subyace el original autógrafo de Catalina de Erauso (o el relato oral de sus aventuras hecho por ella misma)’ (8). De acuerdo con Vallbona, ya he mostrado en otra ocasión (‘Señora Catalina . . .’) que el texto ofrece características comunes a
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Aunque en nuestra literatura del Siglo de Oro existen autobiografías ficticias con protagonistas femeninos, como La pícara Justina, Vida i sucesos es tal vez la única con trazas de autenticidad cuyo sujeto es la vida de una mujer soldado. Otra característica de esta obra es que el proceso por el que se forja una nueva personalidad en su discurso está conectado con la construcción de la identidad del Nuevo Mundo. Las autobiografías escritas por mujeres en el Siglo de Oro son escasas, pues es bien sabido que históricamente se le ha negado a la mujer la autoridad y la educación para hablar de sí misma. Sólo algunas privilegiadas pertenecientes a las clases altas o las consagradas a la vida del claustro tienen acceso a la educación formal.3 Es en este ambiente religioso que Teresa de Avila escribe la más famosa autobiografía de la época que, a pesar de atenerse a una rígida ortodoxia religiosa y de humildad personal, tuvo problemas con las autoridades eclesiásticas y con la Inquisición. No obstante, su ejemplo fue fructífero. En efecto, muchas religiosas toman como modelo a la santa y, por medio de diferentes estrategias, se atreven a dar voz a sus íntimas inquietudes espirituales, así como a dejar constancia de la historia de las comunidades de mujeres donde viven (Arenal y Schlau 1989, 1990). Fuera de los ambientes religiosos las mujeres tuvieron raramente una voz pública. En palabras de Carolyn Heilbrun (1988), ‘women have been deprived of the narratives, or the texts, plots, or examples, by which they might assume power over – take control of – their own lives’ (17), debido a los grandes obstáculos que las mujeres han confrontado históricamente a la hora de escribir, especialmente a la hora de auto-identificarse, por falta de modelos y por el desconocimiento de cualquier tradición femenina (Lerner, The Creation 1993, 21–64). Además, con relación a la escritura autobiográfica, Sidonie Smith (1987) explica que en la cultura occidental, la noción del sujeto universal y su normativa individual es masculina, y ésta es la que se ha identificado con el sujeto autobiográfico; mientras que para la mujer la anatomía y una vida reducida a los espacios domésticos han sido su destino (14). En esta situación de desventaja no se puede conocer enteramente o reflexionar sobre sí misma y así su relación con el mundo ha sido el silencio, que se manifiesta en la escasez de narraciones sobre el yo femenino. Como consecuencia, concluye Smith, las autobiografías en el mundo occidental han servido para consolidar el discurso autobiografías similares del período y que además muestra una coherencia interna destinada a contestar la pregunta que el obispo de Guamanga le hace cuando la protagonista le confiesa su sexo: ‘quién era, i de donde, hijo de quién i todo el curso de mi vida, i causas i caminos por donde vine a parar allí’ (110). Para un examen detallado de toda la controversia en relación con la autoría de este texto véase la Introducción de Rima de Vallbona a su edición de Vida i sucesos. En este trabajo siempre cito por esa edición. 3 Curiosamente la primera autobiografía española se escribe por una mujer, Doña Leonor López de Córdoba, a principios del siglo XV. Sobre la autobiografía española antes del siglo XIX véase el trabajo de Pope. Sobre las autobiografías de soldados son importantes los estudios de Levisi y Ettinghausen.
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de poder de los hombres: ‘autobiographies told of public and professional achievements, of individual triumphs in strenuous adventures’ (18). Desde esta perspectiva se puede entender Vida i sucesos como la narración de una vida cuyo principal objetivo ha sido esconder el cuerpo femenino y crear una identidad masculina. Catalina, como mujer, carece de autoridad para hablar de sí misma, no puede ser el sujeto de una autobiografía, excepto si se convierte en hombre. Cuando absorbe las cualidades masculinas, adquiere la categoría universal y la auto-conciencia que le garantiza la autoridad y el derecho de poder hablar. Pasa de ser sujeto pasivo a agente, y del ambiente doméstico y encerrado del convento al público. Pero, a pesar de su traje de hombre, y de haber obtenido permiso oficial para vivir como tal, su autobiografía es una obra híbrida y diferente, porque se narra en realidad la vida de una mujer y de un hombre. Uno de los postulados de los que parto al estudiar este texto es considerar que, además de los elementos referenciales, o de la verdad verificable por el lector a la que se refiere Philippe Lejeune, la autobiografía posee una virtualidad creativa (Villanueva 1993, 22). En mi opinión, los elementos narrativos que se han considerado novelescos o fantasiosos, y que se han utilizado para corroborar la falta de autenticidad de la obra, ejercen, al contrario, una función fundamental para completar ‘la vida’ de Catalina de Erauso de forma que responda a la idea que el autor quiere ofrecer de la protagonista y de como ha arreglado su existencia.4 Es decir, se ‘recrea’ la vida, aunque esta creación no deja de estar ligada a otros requisitos que van más allá de los hechos vividos o de la imaginación del autobiógrafo. Responde también a las exigencias del entorno histórico-social pues, como indica James Fernández (1992), siguiendo las teorías de Meyer y Foucault, el individualismo es una construcción histórica muy relacionada con las instituciones, ya que éstas no sólo reprimen sino que provocan un discurso individual (11).5 En este sentido, 4 Vallbona ofrece una síntesis sobre las opiniones en torno a la autenticidad de la obra en la Introducción a su edición (6–11). Las reacciones escépticas de la crítica hacia Vida i sucesos son similares a la acogida que recibieron muchas otras autobiografías de mujeres vestidas de hombre. Según Jelinek (1987), la crítica, o bien le ha negado la capacidad literaria a la autobiógrafa (como ha sucedido en el caso de Catalina de Erauso), o bien los hechos narrados han sido considerados demasiado fantasiosos e increíbles (59–60). 5 En esta misma línea se coloca Loureiro que afirma:
Si consideramos que el sujeto se constituye por medio de una doble sujeción (de instituciones y disciplinas, y a su autoconsciencia) podemos considerar la autobiografía no como el acto de reproducción o de autoconstitución de un sujeto sino como el lugar privilegiado en que esa doble sujeción se manifiesta y por la cual, al mismo tiempo, al sujeto lo hacen y se hace. Y esta concepción de la autobiografía debería prestar atención a las disciplinas o instituciones sociales, políticas, religiosas, etc., que ‘constituyen’ al sujeto, a las formas de autosujeción y también a otras formas de (auto) constitución a través de las cuales el poder se ejercita de manera más insidiosa y sutil, como lo son toda concepción de la escritura y de la lectura y, en particular, toda concepción de la autobiografía. (‘Direcciones’ 44)
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Fernández – al igual que Margarita Levisi, Francisco Sánchez-Blanco y Henry Ettinghausen – señala la importancia de los discursos de las instituciones, de los cuales parten los modelos principales de las autobiografías del Siglo de Oro: el memorial de servicio, la confesión y la picaresca. Vida i sucesos se genera estructuralmente de los memoriales de servicios comunes en soldados, como lo prueban los varios ‘pedimentos’ que se conservan, dirigidos por Catalina de Erauso al Rey y al Consejo de Indias con el propósito de conseguir una pensión en pago a sus servicios militares.6 En dichas relaciones, como en otras similares, destaca sólo su experiencia militar y sus proezas como soldado, pero, a pesar de seguir una estructura institucionalizada, en ellos se trazan los nervios centrales de la compleja vida que se expone en el relato autobiográfico. Es decir, se señala la problemática personal de Catalina de Erauso, la de su travestismo, y se delinean los motivos que la impulsaron a cambiar de identidad y los medios para lograrlo. Además se insinúa el aspecto teatral que marca su existencia por los constantes esfuerzos en esconder su sexo; su ‘valor como hombre’ y su estado presente, desde el que proclama la singularidad y prodigio que ha sido, y es, su vida, perspectiva que matiza y justifica la narración. Por último, se refiere la conexión íntima de la vida de la autora con la tierra americana, lugar donde ha construido su particular identidad como varón, y al que quiere volver. Además del modelo de las relaciones de soldados, su vida muestra una cierta semejanza con la de las heroínas del género picaresco, tan en boga en ese momento, como bien señala Stephanie Merrim (1990, 41). Especialmente por el hecho de sus frecuentes cambios de lugar y de amos, elementos comunes también en las autobiografías de soldados.7 Por otro lado, y como he indicado en otra ocasión (‘Señora’ 192), no hay que olvidar la influencia del género de la confesión autobiográfica, pues fue a través de una ‘confesión’ al obispo de Guamanga, que la monja tuvo que relatar su vida por primera vez, confesión a la que seguirían muchas otras, como testifica en la narración, que le harían ampliar y refinar el relato. En el discurso de Vida i sucesos el sujeto se somete a las normas instituidas: ejército, clase social, papel de conquistador, pero a la vez las socava por completo, por medio de su rechazo inicial a la institución eclesiástica y por medio de su actividad criminal no heroica, pero sobre todo por alterar la fórmula social más básica cuando se otorga a sí misma la libertad de escoger el tipo de vida que quiere seguir, rompiendo así las paredes que su sexo biológico le imponen.
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Publicados por Vallbona en el Apéndice n° 2 de su edición (131–3). Merrim estudia la evolución de la leyenda de Catalina de Erauso en relación con el gusto barroco por lo maravilloso y lo bizarro. 7
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A la hora de decidir qué tipo de relación desarrolla la protagonista con las instituciones del poder se hace pertinente examinar Vida i sucesos en el contexto de la tradición histórica y literaria de mujeres disfrazadas que decidieron unirse al ejército. La vida de esas mujeres, como la de nuestra protagonista, está conectada con la problemática del travestido en su doble auto-construcción, en la vida real y en el texto, y por sus reacciones a las normas sociales del período.
Fondo histórico y literario de la mujer guerrera Vida i sucesos parece ser la única autobiografía en nuestra literatura clásica cuyo sujeto es la vida de una mujer vestida de hombre, sin embargo, los ejemplos de disfrazadas que por motivos diversos participan en actividades militares son frecuentes en la historia y en la ficción europea y americana. El hecho es que tanto los casos reales como los ficticios se han influido mutuamente. En efecto, algunas mujeres tomaron su decisión inspiradas por leyendas o ficciones en torno a una heroína que personificaba sus deseos y ambiciones más profundas. El modelo precursor de mujeres guerreras lo encontramos en las amazonas, que después se recrean en las crónicas americanas de la conquista,8 y en otras heroínas de la literatura clásica. En la Europa medieval abundan las biografías de santas castas vestidas de hombre que ofrecen alternativas a la norma femenina. De entre ellas, Juana de Arco es, sin lugar a dudas, el modelo más conocido y de mayor influjo (Dekker y van de Pol 1989, 44–6; Garber 1992, 215; Warner 1981). Rudolf Dekker y Lotte van de Pol demuestran que desde finales del siglo XVI hasta el XIX hubo una arraigada tradición de disfrazadas en Europa central. Los investigadores han podido documentar 119 casos reales, y sospechan que éstos constituyen una mínima muestra de lo que sería la realidad, pues se trata de los casos fallidos, es decir, de enmascaradas que involuntariamente, por una razón u otra, se dieron a conocer (3). Un gran número de ellas sirvieron en el ejército o en la armada naval como soldados (30–32). Marjorie Garber afirma que durante el período de 1580 a 1620 se ha documentado la existencia de numerosas mujeres en traje varonil en las calles de Londres (30). El fenómeno persiste en Europa y América hasta bien entrado el siglo XX. Por ejemplo, el caso de Valerie Arkell-Smith, alias Colonel Victor Barker, produjo gran sensación en Londres en 1929 por haber pasado por hombre durante seis años. No obstante, observa Julie Wheelwright (1989), su decisión de vivir como hombre se fundaba en una viva tradición (6). Al igual que los estudiosos holandeses, Wheelwright confirma que es imposible saber cuantas mujeres vivieron como hombres en la historia británica, porque
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Aparecen, entre otras menciones, en la relación de fray Gaspar de Carvajal (1504–84), que acompañó a Orellana en su viaje por el río Amazonas.
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muchas de ellas pasaron simplemente desapercibidas, aunque los casos conocidos nos aseguran la existencia de una tradición que se extiende por toda Europa y Norteamérica y que las historias de mujeres soldados ha persistido por centurias (7). Dianne Dugaw (1989) llega a la misma conclusión en su estudio de las numerosísimas canciones populares de la tradición inglesaamericana a partir de 1600, cuya protagonista es la mujer guerrera (147). Mary Zirin (1987), por su parte, confirma esa tradición en Rusia (105). Existen indicios de que la ocurrencia en España sería similar a la del resto de Europa en los siglos XVI y XVII. El gran número de versiones del romance de ‘La doncella guerrera’ por todo el territorio español,9 así como la moda de mujeres con indumentaria masculina en las tablas de nuestro teatro clásico, muestran un ferviente interés por estos casos (Ashcom 1960; Bravo Villasante 1976; McKendrick 1974; Romera Navarro 1934). Es cierto que la literatura no es un espejo fiel de la realidad, pero sí refleja una actitud y un ambiente que favorecía el suceso pues muchas de las españolas disfrazadas que se conocen pertenecen a este período. En el sur de España algunas mujeres moriscas esclavas conservan su atuendo tradicional con pantalones, y otras incluso luchan junto a los hombres en la rebelión de las Alpujarras (1568–1570).10 En contraste con la península, el Nuevo Mundo parece proveer las condiciones ideales para el desarrollo de la independencia femenina (McKendrick 1974, 42). En efecto, como bien se sabe, en América hubo numerosas mujeres que tomaron las armas junto a los hombres en la conquista.11 Los críticos que estudian el fenómeno de la mujer varonil en el teatro español coinciden en señalar que mientras muchas de estas mujeres que se apartaron de la norma inspiraron obras literarias (en el caso de nuestro personaje es bien conocida la comedia de Pérez de Montalván, La Monja Alférez [comedia famosa], basada en su vida), es también muy posible que el teatro
9 Menéndez Pidal 1969, 199–203. Se puede leer en numerosas versiones y ediciones. Hay una traducción al inglés en la edición bilingüe de Flores 2–7. Menéndez Pidal afirma que se conocen centenares de versiones del romance por todo el territorio español y europeo, y que es conocido por los judíos sefarditas de diversas partes del mundo (203). Slater estudia la manifestación del romance en Brasil. Existe una historia similar en China que Hong Kingston desarrolla en The Woman Warrior (1976). 10 Debo este dato a la amabilidad de la profesora Mary Elisabeth Perry que me ha subministrado también copias de grabados de moriscas en su atuendo tradicional por Chistoph Weiditz (Das Trachtenbuch des Christoph Weiditz, Berlin and Leipzig: von Walter de Gruyter, 1927, orig. 1531–32). 11 Entre las más conocidas se cuentan Inés Suárez, compañera de Valdivia en la conquista de Chile, María de Estrada que combatió junto a Cortés y Doña Isabel Barreto que capitaneó una expedición marítima de España a las Filipinas. Sobre el tema consúltense Martínez Pumar (1988), Henderson (1978), Bermúdez (1987), Knaster (1977), Muriel (1992) y Boxer (1975).
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fuera la fuente de inspiración de las disfrazadas (McKendrick 43).12 La figura de la Monja Alférez atrajo al público de su época por encarnar esa tensión entre la realidad social que reprime a la mujer y sus deseos de liberación. Pero especialmente atrae por personalizar el problema de las apariencias y del engaño, y por esa razón ejerce un encanto similar al de las figuras vestidas de hombre del teatro. Esa ambigüedad esencial del personaje teatral se extiende a todo el fenómeno del travestismo, como ha estudiado Garber. Por consiguiente, para comprender los recursos utilizados en la creación de la protagonista de Vida i sucesos, hay que enfocar la obra en relación con esa esencialidad teatral de representación de un papel que marca al travestido.
El personaje El objetivo del relato está relacionado con el arte dramático pues consiste en demostrar el perfeccionamiento progresivo de la destreza particular que se plantea al comienzo del discurso: ¿cómo hacerse un hombre y cómo representar ese papel a la perfección? En este sentido, la autobiografía de la Monja Alférez encaja dentro del tipo de narraciones que William Howarth titula ‘autobiografías como drama,’ cuyo principal ejemplar es la Autobiografía de Benvenuto Cellini. Estas narraciones del yo se asemejan a los autorretratos anamórficos, en los cuales el artista pinta la imagen distorsionada que le ofrece su reflejo en un espejo cóncavo. Sólo usando unas lentes convexas se puede observar la figura normal. Es decir, el pintor sugiere dos posibilidades de la realidad; dramatiza y personifica varias nociones que al espectador le toca interpretar (95). Del mismo modo, en los relatos autobiográficos que comparten este principio dramático, el autor observa su vida como una representación teatral, donde el énfasis recae en la acción y en el personaje, no en las ideas. El autobiógrafo es generalmente un artista que al mismo tiempo mantiene una profesión pública, como la del soldado, y que representa muchos papeles tras los que su exacta identidad es a menudo un misterio (98). A la luz de las observaciones de Howarth, creemos que la maestría que Catalina de Erauso cultiva en su Vida consiste en superar una serie compleja de situaciones y retos con el propósito de perfeccionar el arte de convertirse y de pasar por hombre. La protagonista representa diversos papeles contradictorios: monja y soldado, héroe y criminal, seductor y traidor, tahúr espadachín y diestro mercante. Estos cambios, junto al hecho de alternarse en el discurso
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Fuera de España ocurría lo mismo: ‘Oral tradition and written texts must have provided the initial idea, and gave the women models to follow. The interplay between myth and reality as well as the important aspect of role-playing is clearly demonstrated in the fact that many actresses who played trouser-roles on the stage preferred to dress in men’s clothing in their daily lives. The other side of this, is that several former crossdressers took to the stage’ (Dekker y van de Pol 101).
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el uso del género gramatical masculino o femenino para autodenominarse, nos dejan con la perplejidad de no saber nunca quién es exactamente la protagonista. No es pura coincidencia que Jacques Lacan defina la figura del travestido a través precisamente del arte anamórfico.13 Según los sexólogos, el travestismo no se relaciona directamente con la orientación sexual de la persona. Garber asegura que uno de los aspectos más importantes del fenómeno es el reto que ofrece a las nociones de binaridad, a la categoría de ‘mujer’ y ‘hombre’ ya sean éstas categorías biológicas o culturales (10). Para ella el travestido personaliza una tercera categoría, diferente de la de hombre o mujer que rompe con el binarismo estructural en el que se basa nuestra cultura y crea inestabilidad y ansiedad alrededor, lo que Garber llama una category crisis (16). De este modo, el travestido se coloca automáticamente en el margen de la sociedad. Encarna el Otro, el rompimiento, el cambio, y por eso mismo ‘transvestism is a space of possibility structuring and confounding culture’ (17, cursivas de la autora). Es esa trasgresión de la pauta oficial la que a última hora seduce tanto sobre la vida de Catalina de Erauso y la lleva a la fama. No hay duda que la narración de Catalina de Erauso responde a su momento histórico – la colonia, la contrarreforma, el sistema legal – y, como he indicado antes, sigue la pauta de la escritura institucionalizada. Lo remarcable es que al mismo tiempo se encuentran en su discurso elementos esenciales comunes a otras ‘vidas’ o declaraciones de mujeres guerreras que sobrepasan el contexto inmediato. Entre otros, observamos los mismos móviles, rituales, pruebas, comportamientos e indecisiones de otras mujeres disfrazadas, motivos que colocan la obra española dentro de una corriente cultural femenina que ha existido por centurias.14 Cuando Catalina de Erauso decide, ya novicia y destinada a permanecer en el recinto del convento por el resto de su vida, vestir de varón, se crea para sí misma un espacio de infinitas nuevas posibilidades, aún desconocidas; así, cuando describe la incertidumbre en la noche de su fuga, declara: ‘tomé las llaves del convento i salí, i fui abriendo puertas i emparexándo[las], i en la última que fue la de la calle, dexé mi escapulario, i salí a la calle, sin haberla visto, ni saber por dónde echar, ni adónde me ir’ (35, cursivas mías).
13 ‘Anamorphic art thus puts the stability of the viewer’s position in question – there is no sure ground on which to stand to view “correctly.” Instead all seeing, and everything seen, is revealed as radically contingent, depending upon the angle from which we look, the instrument through which we gaze. And Lacan’s name for this is travesty’ (citado por Garber 155, de Jacques Lacan, The Four Fundamental Concepts of Psycho-Analysis, trad. Alan Sheridan (NY: W. W. Norton, 1981, 104, 107). 14 Incluso en una película reciente, The Ballad of Little Jo (escrita y dirigida por Maggie Greenwald, 1993), se dramatiza un similar penoso aprendizaje de la protagonista para convertirse y vivir como hombre.
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Los motivos que la impulsaron a este cambio son comunes a los declarados por muchas de estas mujeres: un gran deseo de libertad e independencia, negadas a su sexo.15 La Monja afirma en su narración que ‘era mi inclinación andar i ver mundo’ (52), y también que tenía vocación natural a la milicia, como le declara a Pedro de la Valle más tarde en Roma.16 Para poder realizar sus más íntimos impulsos vitales, se ve forzada a renunciar a todas las normalizaciones externas que la encasillan en su categoría genérico-sexual. Su familia le presenta modelos compartimentados: de ocho hermanos, los cuatro varones siguen el ejemplo militar de su padre, capitán del ejército, mientras que las cuatro hermanas ingresan en la vida contemplativa. Catalina de Erauso prefiere seguir el canon patriarcal vigente y rechaza el patrón de la búsqueda de la madre protectora (la Virgen María o Santa Teresa) que dominaba el espíritu de muchos conventos (Arenal y Schlau). Comienza con su fuga la búsqueda del padre, no sólo eligiendo la misma profesión, sino aceptando la protección de las instituciones patriarcales: la Iglesia y el Ejército. En el período del convento el padre – el poder – es una figura omnipresente, ya que impone las reglas de identidad y la posición de la mujer, pero inimitable. Como mujer tiene que romper con él para poder seguirlo.17 El 19 de marzo de 1600, la novicia abandona el convento y permanece en un bosquecillo detrás del edificio por tres días. Allí, ejecuta el rito de iniciación a su nueva personalidad, corte de cabellos y cambio de vestidos, que marca el comienzo de su nueva existencia. El ritual constituye todo un acto simbólico de castración femenina corriente en narraciones similares.18 A partir de ese momento y durante los tres siguientes años, Catalina explora su reciente identidad mientras trabaja de paje en un espacio geográfico cercano a su ciudad natal. Entonces se da cuenta que para conseguir la independencia que desea es fundamental crear al perfecto varón. Con ese objetivo necesita cuidar de sus apariencias para pasar desapercibida, y poseer la independencia económica que le provee el dinero, o el trabajo. Es por eso que el tema del vestido, el del dinero y el del trabajo se inscriben con frecuencia en esta parte de la narración.
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Por ejemplo Nadezha Durova (1783–1866), otra mujer soldado rusa, a pesar de la distancia temporal y geográfica, manifiesta también en su diario su temprana vocación y el rechazo de las funciones que se le asignaran por ser niña, huyendo como Catalina muy joven de su casa familiar para, disfrazada de soldado, emular la carrera militar de su padre (Zirin 106). 16 Así lo afirma Pedro de la Valle que la conoció personalmente y que describe a Catalina de Erauso en una carta fechada en 1626 (publicada por Vallbona 127–8). 17 Sobre el tema de la nostalgia del padre en narraciones modernas es interesante el ensayo de Ellen Friedman (1993), ‘Where Are the Missing Contents?’ 18 Perry comenta que ‘in contrast with other heroines of this period, Catalina de Erauso made a complete and total renunciation of her femaleness’ y que es ésta la cualidad que la convierte en un rebelde sexual legendario (Gender 1990, 128).
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El arte de pasar por otro se mejora progresivamente en Vida i sucesos. Con el nombre de Francisco de Loyola, Catalina de Erauso parece identificarse cada vez más con su nueva persona como muestran los primeros usos en el discurso del género masculino para referirse a sí misma. Sin embargo el nuevo personaje va a estar siempre lleno de dudas. Tras dejar una existencia sosegada, rutinaria, sin futuras expectaciones, de pronto se le ha abierto un telón y se le presentan opciones para las que no ha sido preparada. Sus frecuentes titubeos se reflejan en el tema de la huída que se intercala intermitentemente en todo el discurso. Así, cuando deja la casa de Don Juan de Idiaquez, a donde su padre ha llegado buscándola, comenta que parte ‘sin saberme yo qué hacer, ni adónde ir, sino dexarme llevar del viento como una pluma’ (37). La joven parece no reposar demasiado en ningún lugar; su desasosiego la impulsa siempre al encuentro de horizontes y retos nuevos que una vez confrontados, aunque no siempre superados, tiene que abandonar. En ese movimiento externo se revela otro oculto en su búsqueda del Otro. El corte drástico del hilo umbilical que la une a todo lo que representa su antigua identidad, es decir su familia y su lugar, ocurre cuando la joven decide partir a América. Sale de San Lúcar en 1602 como grumete en un navío, donde afirma que pasó ‘algunos trabajos en el camino por ser nuevo en el oficio’ (42). Es bien claro que este ‘oficio’ hay que entenderlo doblemente como ‘grumete’ y como muchacho en una embarcación. La convivencia de mujeres disfrazadas en estas naves, con falta absoluta de privacidad y en íntimo y constante contacto con hombres representa, según testimonios, una de las más duras pruebas que la enmascarada debía superar. Recién llegada a América, en Cartagena de Indias, Catalina pasa al servicio de un tío, para, según va a ser su norma, escaparse poco después del barco que la alojaba valiéndose de la confianza que ha logrado inspirar en los compañeros. Así describe el suceso: ‘Dexáronme llanamente pasar, como me conocían. Salté en tierra i nunca me vieron más’ (43, cursivas mías). Lo paradójico en este episodio es que la dejan bajar del barco porque en realidad no la conocen. Lo que parece ha suplantado casi perfectamente lo que se esconde; cuanto más creen conocerla los demás, como muchacho y como persona de confianza, mejor logrado es el engaño del travestido. En Vida i sucesos, el discurso se edifica enlazando una serie de obstáculos que la protagonista salva con valor sobrehumano. Esta característica no es única en nuestra obra, pues según Wheelwright en su estudio sobre mujeres militares, the constant need for male acceptance is a feature of autobiographies written by both disguised women warriors and those fighting as the lone female in an all-male regiment. Because their lives were dependent on their comrades’ approval, it was never something they could take for granted. Rather, the women endured endless self-imposed tests of their masculinity, proving over again that they measured up. (51)
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Catalina de Erauso se ve obligada a demostrar su fortaleza física y moral, su superioridad como soldado, su destreza como espadachín y jugador y su capacidad de enamorar damas. Hay que tener en cuenta que de soldado se le consideraba un ‘capón,’ como testimonia Pedro de la Valle (Vallbona 1992, 127), es decir, su sexo se podía hacer fácilmente sospechoso. A través de la superación de esas dificultades, se borran recelos y se coloca a un nivel cómodo de aceptación en la esfera masculina. A la Monja Alférez le ayuda su recia condición física para poder pasar como marinero, soldado y mercante, así como también en sus huidas y en sus frecuentes largos viajes en condiciones precarias. Pero tal vez el mayor reto a su aguante físico y fortaleza moral lo constituya el cruce de los Andes. En la ciudad de Concepción, después de matar en duelo a su hermano Miguel de Erauso, la joven se ve obligada a huir hacia Tucumán. Desde el principio el viaje es espinoso: ‘Comencé a caminar por toda la costa del mar, pasando grandes trabajos i falta de agua, que no hallé en todo aquello’ (67). A continuación comienza a subir la cordillera andina acompañada de otros dos soldados y de sus respectivos caballos sin encontrar en más de trescientas leguas ‘un bocado de pan, i rara vez agua, i algunas yerbezuelas i animalejos, i tal o tal raizuela de que nos mantener, i tal o qual Yndio que huía’ (67). Más adelante las condiciones del viaje se empeoran hasta el punto que, para poder alimentarse, matan a sus caballos, y al llegar a la tierra más helada, en el tercer y cuarto día, sus dos compañeros se mueren de frío; sólo ella continúa: ‘i proseguí mi camino sin ver adónde, cargada de arcabuz, i del pedazo de tasajo que me quedava, i esperando lo mismo que vi en mis compañeros: i ya se ve mi aflicción, cansada, descalza, lastimados los pies. Arriméme a un árbol, lloré, i pienso [que] fue la primera vez’ (69). Finalmente a punto de fenecer, ‘rendida en aquel suelo de cansancio i hambre,’ logra alcanzar lugares más calidos donde es asistida por dos hombres a caballo. Estas pruebas extremas de supervivencia parecen ser otros de los motivos compartidos con testimonios de mujeres soldados que sufren asperezas similares sin protestar (Wheelwright 72). El episodio hay que entenderlo en su sentido metafórico de superación personal, pues la protagonista crece en la narración y se despoja paulatinamente de las debilidades asignadas a su sexo biológico. El cruce de los Andes, contado con todo detalle, donde el ritmo del relato se detiene, nos muestra además uno de los raros momentos de extrema emoción de la autobiógrafa, siempre tan dura y determinada. El hecho de dominar la agreste naturaleza totalmente sola es, a todas luces, de extrema importancia y refleja el otro esfuerzo heroico de superar su naturaleza en la más terrible soledad y en el secreto más completo. La experiencia de la subida a la montaña forma parte de la formación de la mujer guerrera en la obra de Kingston, en la que Fa Mu Lan vence la frialdad y el hambre en una inhóspita y fría montaña. Tras pasar la prueba, la joven guerrera, como Catalina, baja al calor y a la civilización (24–28) y recibe después de sus años de formación las armas y la ropa de hombre (33). En su atuendo varonil la mujer
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guerrera, tanto en la imaginación china como en la historia del romance español ‘La dama guerrera,’ cobra el valor social y la belleza conferida sólo a la masculinidad. En ambos casos, las jóvenes toman el lugar del padre para defender a la familia (34). De modo similar, Catalina, con cada dificultad que salva se acerca más al patrón que ha decidido seguir. Al igual que las aventuras de superación física, las relaciones amorosas de Catalina de Erauso con otras mujeres, aunque se consideran los aspectos más novelescos de la narración, tienen la función de completar el trazado de la identidad de la joven varón. Sus hazañas son de diferente índole y añaden sal y gracia a la narración. La primera es un triángulo amoroso que nos recuerda el caso del Lazarillo y que le presenta por primera vez la prueba máxima que la enmascarada debe enfrentar, la de la cama, ya que es últimamente en el lecho de muerte o en el acto amoroso que muchas mujeres disfrazadas se han delatado. La única opción que le queda es el rechazo del ofrecimiento amoroso o la huída, como afirma cuando se refiere al trance con la dama: ‘i una noche me encerró [la mujer] i se declaró en que a pesar del diacho havía de dormir con ella, i me apretó en esto tanto, que huve de largar la mano i salirme: i dixe luego a mi amo que de tal casamiento no havía que tratar, porque por todo el mundo yo no lo haría’ (47). En su segunda relación amorosa (Capítulo V) muestra mayor dominio de la situación, pues esta vez es ella misma la que activamente enamora a la hija de su amo con la que intercambia caricias y con la que hasta llega a hablar de casamiento. En la descripción de la escena erótica se usa el masculino, por ser en estos momentos que la joven se identifica más con la identidad del hombre. Aunque es evidente que Catalina de Erauso se siente atraída por algunas mujeres, no se puede afirmar categóricamente sus tendencias sexuales, puesto que en ese período ni siquiera existía el concepto de lesbianismo. En efecto, explican Dekker y van de Pol, ‘sexual desire and love was thought of a something that could only be experienced with a male’ (57) y, como consecuencia, sólo una vez que la mujer se transformaba en un hombre, sus deseos sexuales por otra mujer se excusaban lógicamente (58). La disfrazada, celosa de esconder su identidad, se ha prestado al juego erótico hasta cierto punto. Es evidente que disfruta la compañía de otras mujeres, pero al fin y al cabo la relación queda sólo en eso, en un juego del cual acaba siempre retirándose, dejando al final engañadas a sus damas.19 En otra ocasión, en Tucumán, burla simultáneamente a dos mujeres. El relato enfatiza más el perfeccionamiento del artificio y de su consumación que el aspecto erótico. Como don Juan, el engaño se abulta al multiplicarse, y el 19
Jelinek (1987), que examina un grupo de autobiografías de disfrazadas en inglés observa que ‘none even hints at any sexual interest in other women; they brag about flirting with other women only to prove how good their disguise is or how well they can fool people by acting like a man’ (61).
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mensaje parece ser que no sólo la enmascarada es capaz de atraer a otras mujeres como cualquier varón, sino que lo supera, por la doble seducción y por la doble burla. No obstante, esta superioridad aparente del burlador, cubre otra realidad de la mujer travestida. Por su incapacidad de mantener relaciones normales, encarna al marginado, pues sus acercamientos íntimos a otros seres humanos crean de hecho una separación mayor, ya que sus flirteos no pueden alcanzar nunca la consumación. Wheelwright afirma que en las historias de mujeres enmascaradas, ‘this attitude [flirteos con otras] is part of a larger wholesale adoption of what are seen as male values’ (70). Catalina de Erauso, en su intensa búsqueda por adoptar los valores de los hombres, tienta situaciones eróticas peligrosas y extremas, aunque al final evita la confrontación con su identidad enmascarada por medio de la fuga. La Monja Alférez nos detalla en su autobiografía el aspecto privado de su personalidad: su entereza física, su frialdad y aspereza de carácter, su capacidad de seducir y engañar. Junto a ellos, se encuentran los hechos públicos más conocidos y admirados: su protagonismo en las batallas de Chile donde se destaca, en medio de hombres, por su valentía y arrojo. Constituyen los episodios más documentados y heroicos de su Vida. En efecto, está documentado que con el nombre de Alonso Díaz Ramírez de Guzmán, la joven participó entre 1608 y 1612, aproximadamente, en la batalla de Valdivia, en la de Purén, y en la defensa del castillo de Paicaví contra los indios araucanos (Vallbona 1992, 60–1). En la batalla de Valdivia logra rescatar la bandera casi perdida quedando, como resultado, seriamente herida; por su audacia se le concede el grado de alférez. Testimonios contemporáneos afirman que la joven soldado mostró ‘valor de hombre’ (Vallbona 57, documento 4). Estos son sus años en la frontera, de los que más orgullosa parece estar y de los que más provecho saca más tarde, económicamente y en términos de su fama. En contraste con su heroico arrojo, la protagonista parece excederse también en otros actos no tan dignos de alabanza. Nos referimos a su afición al juego de cartas y a su destreza como espadachín. El juego le acarrea reyertas con otros tahúres, a los que la disfrazada responde con impaciente animosidad, llegando a matar como consecuencia a varios hombres y a acabar siempre huyendo de la justicia y acogiéndose al amparo de la iglesia. Su agresividad no se aminora ni ante la amistad, ni ante los lazos filiales, ni ante la ley. Ilustrativos de su actitud son los acontecimientos que se cuentan en un capítulo central en la obra, el VI, titulado ‘Llega a la Concepción: halla allí a su hermano,’ donde se describe el asesinato de su amigo alférez en una casa de juego. En la escena, narrada con gran economía, se presenta un motivo, al parecer, nimio para una reacción tan incontrolable y despiadada: ‘pusímonos a jugar, fue corriendo el juego i en una diferencia que se ofreció, presentes muchos alrededor, me dixo que mentía como cornudo: yo saqué la espada i entrésela por el pecho’ (62). El relato de la escaramuza que se levanta a continuación del incidente entre los presentes en la casa de juego y la justicia es digno de las mejores escenas de acción de las comedias de capa y espada.
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Poco después del altercado, en un duelo, mata sin saber a su propio hermano y a otro más, y, como siempre, la resolución es la huída. El asesinato de su hermano está justificado moralmente por no saber la protagonista con quién luchaba, ya que ha sido requerida en ayuda de su amigo para participar en un desafío doble y éste acontece en la más completa oscuridad. Sea este suceso real o imaginado, adquiere en la obra un lugar privilegiado pues, a pesar del error, parece haber sido un intento subconsciente de desplazar al hermano mayor en su puesto de prestigio en relación al padre y a la sociedad. De esta manera, la muerte del hermano, se hace así necesaria, como las otras pruebas, en la carrera masculina del alférez.20 Al igual que sus aventuras amorosas estos sucesos, considerados fantasiosos, consiguen, junto con los más históricos, demostrar su valía como hombre y probarse digna de tal categoría excediéndose en todos los aspectos que forman el mundo masculino.
América Catalina de Erauso, con ambiciones de ganancias personales y vida en continuo asalto, sin paz, salpicada de crímenes y continuamente perseguida, ofrece también un aspecto cotidiano del conquistador, que se encubre tras la fachada del heroísmo de las relaciones y crónicas de la colonia. Su vida a salto de mata muestra los azares, contratiempos y peligros del colonizador aventurero en el Nuevo Mundo. Cuando la joven decide marchar a América lo hace impulsada por los mismos motivos de tantos otros españoles, buscando aventuras, riqueza, libertad, cambio de vida. Allí, como se observa en la autobiografía, su actitud coincide con el poder masculino, pues actúa como cualquier soldado español que conquista y se apodera de la tierra americana, superando incluso la grandeza de los Andes. Desde el punto de vista social, pertenece a la clase superior. Proviene de una familia acomodada vasca, es español recién llegado y ‘varón.’ En el discurso este privilegio la salva a veces de situaciones arriesgadas, pero sobre todo, se entrevé un orgullo de superioridad racial en su tratamiento de otros, especialmente de mujeres indianas, como ocurre en el episodio del Capítulo VII. Como negociante, toma los productos de la tierra y trafica con ellos, ayudada de llamas e indios. Con excepción del intenso período de su participación en la guerra, sus deseos de mejora económica van tomando mayor envergadura en la narración. A partir del capítulo VII, la disfrazada abandona la frontera india y se mueve alrededor de zonas ricas en comercio y minas, Potosí, la ciudad de la Plata, las Charcas, la Paz, Cuzco y Guancavélica, entre otros lugares, donde se gana la vida como arriero, cuando no está huyendo de la justicia. 20
Le debo esta sugerencia al profesor Pope.
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Catalina de Erauso representa, pues, el elemento activo y dominador frente a la tierra americana, pasiva y explotada. Las personificaciones simbólicas de América como una mujer pasiva, frente a los colonizadores con sus insignias del patriarcalismo europeo eran frecuentes en Europa a partir de 1570 (Montrose, ‘The Work’ 1993, 179; Blunt y Rose 1994, 10). Certeau compara ese tipo de grabados coloniales con el arte de escribir la historia, afirmando que ésa es un tipo de escritura que conquista, puesto que usa el Nuevo Mundo como si fuera una página en blanco en la que se escribe el deseo del Occidente.21 La autobiografía Vida i sucesos se podría leer como un discurso análogo, puesto que Catalina de Erauso, identificada con el poder masculino, está escribiendo su historia sobre el cuerpo de la mujer del comienzo de la narración. Es decir, si el cuerpo femenino es mudo, incapaz de ser agente y sujeto de la historia, sólo a través de su transformación en un cuerpo aparentemente masculino puede proyectar su deseo, que se escribe en la página blanca del cuerpo cubierto de Catalina de Erauso. Para escribir esa historia ha escogido el modelo militar. Como mujer enmascarada sufre tribulaciones semejantes a tantos otros casos históricos y literarios, quedando de esta forma su vida encajada en la rica tradición de la mujer guerrera. El caso de Catalina de Erauso despierta curiosidad y maravilla en sus contemporáneos, de ahí que se haga famosa y legendaria aún en vida. Esta fama, junto a sus intereses personales por obtener una recompensa financiera, le hace refinar su narración a través de la cual Catalina crea una figura heroica que la engrandece y que compensa el hecho de ser mujer. Cuando vuelve a Madrid en hábito de hombre, su fama y su declaración de virginidad le ayuda a conseguir una renta de por vida en agosto de 1625 del Rey Felipe IV por sus servicios militares (119). En 1626 visita al papa Urbano VIII en Roma y obtiene de su santidad ‘licencia para proseguir mi vida en hábito de hombre’ (123), vestidos que al parecer decide llevar permanentemente, como muestra una relación publicada en México en 1653.22 En este relato se afirma que Catalina vive sus últimos años en México vestida de varón y dedicada al oficio de arriero y que muere en 1650 en Quitlaxtla (174). Existe un retrato de Catalina de Erauso pintado por Pacheco en 1630 que capta los dos aspectos de su personalidad, es decir, el estado intermedio de su identidad que reta el esquema social binario. En efecto, la pintura nos muestra el busto de Catalina en ropas masculinas. Su pelo moreno y corto, al estilo de paje, flanquea su rostro. Su cabeza, en posición casi frontal, muestra ampliamente el perfil derecho, iluminado y con detalle. El ojo derecho mira desconfiadamente de soslayo, como en alarma. Su boca tiene un rictus de
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‘This is writing that conquers. It will use the New World as if it were a blank, “savage” page on which Western desire will be written’ (The Writing of History xxv–xxvi, citado por Montrose, ‘The Work’ 182). 22 Véase el Apéndice 5 incluido en la edición de Vallbona.
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amargura e inflexibilidad en este lado. La nariz aguileña y provocativa divide la cara. De la otra mitad del rostro se muestra sólo una franja oscurecida y sin detalle. De entre la penumbra se destaca sólo el ojo izquierdo que mira de frente, abierto, melancólico y sosegado. La parte agresiva y masculina de su personalidad, domina el cuadro, pero desde el fondo se destaca una mirada tierna que no queda del todo oculta. El retrato reproduce el juego de velos y mascarada en la creación de la Monja Alférez.
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Política del vestido en Discurso de mi vida de Alonso de Contreras1 Compré los instrumentos para un ermitaño: cilicio y disciplinas y sayal de que hacer un saco, un reloj de sol, muchos libros de penitencia, simientes y una calavera y un azadoncito (Alonso de Contreras, Discurso de mi vida) Discurso de mi vida de Alonso de Contreras es la autobiografía de un soldado español que vivió la guerra de los treinta años a principios del siglo XVII.2 El autor asegura haber escrito el texto básico, que abarca desde su nacimiento en 1582, en once días, en octubre de 1630. A este texto añade en febrero de 1633 un capítulo con los episodios de los últimos dos años y, por último, posiblemente después de 1640, le agrega un segmento incompleto (Naylor, ‘La encomienda’ 1970, 308). La narración se apoya en unos ejes estructurales que giran en torno a la movilidad geográfica y social de Contreras. Primogénito de una numerosa familia de clase humilde, el protagonista deja muy joven la casa materna para acogerse al ejército y, como soldado, comienza una vida llena de aventuras y acción, especialmente en el área del Mediterráneo, que culmina en su ascenso social al obtener el grado de capitán en el ejército y lograr ser investido Caballero de Malta por la Orden de San Juan. En opinión de Henry Ettinghausen, Discurso de mi vida es la historia de un arquetípico ‘self-made man’ (Introducción 1988, 35), cuyo motivo central es la tensión entre la pujanza individual por un lado y las presiones sociales que la limitan por otro.3
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Reproduzco aquí con algunos cambios y con permiso de la editorial mi artículo ‘Alonso de Contreras: política del vestido y construcción del sujeto autobiográfico en el Barroco,’ publicado en el volumen 74 del Bulletin of Hispanic Studies. 2 La autobiografía se publicó por primera vez en 1900 por Manuel Serrano y Sanz en el tomo XXXVII del Boletín de la Academia de la Historia con el título ‘Vida del Capitán Alonso de Contreras, Caballero del Hábito de San Juan. Natural de Madrid, escrita por él mismo.’ Para las ediciones y traducciones posteriores véase el estudio de Margarita Levisi, Autobiografías del Siglo de Oro (93–4, nota 1). En el presente trabajo utilizo la edición de Henry Ettinghausen, Alonso de Contreras, Discurso de mi vida, de la cual provienen todas las citas y referencias. 3 Para el estudio de esta obra me han sido de gran utilidad los trabajos de Rafael Benítez Claros, ‘Una pica por Contreras. (Notas a una biografía [sic] mal entendida);’ José
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El objetivo más obvio de Contreras es contar las maravillosas aventuras de su agitada vida y proyectar la imagen ideal que tiene de sí mismo. Esta imagen es distorsionada por las razones que ofrece José María de Cossío, que usa precisamente la metáfora de la vestimenta para explicar la función del género: ‘Es indudable que en las autobiografías las deformaciones o ficciones sirven al autor y protagonista para robustecer los trazos de su semblanza que juzga más halagadores. El que va a comparecer ante la Historia se atavía con los hechos más significativos, a su entender, del papel que quiere representar o que de buena fe cree que representa’ (Autobiografías 1956, vi). En este discurso idealizado del yo las numerosas referencias a prendas de vestir y a su apariencia externa se conectan con su afán por crearse una identidad como hombre más afortunado de lo que estaba destinado por nacimiento. En la narración el uso de las vestiduras y otros complementos del aspecto no sólo reflejan las aspiraciones de ascenso social del protagonista sino que materializan también nuevas posibilidades reales que se abren en esta época a individuos de clases inferiores. La política del vestido es primordial en el discurso pues las ropas y decoraciones actúan como símbolos que iluminan el proceso de auto-creación de un individuo en su contexto histórico-cultural. Las opiniones de Ortega y Gasset y Beverly Jacobs constituyen dos extremos en el estudio de esta obra. El filósofo Ortega y Gasset cree que Contreras nos narra la vida de un aventurero que carece de trayectoria (‘A Aventuras’ 1952, 505). Esta idea concuerda en principio con la definición que ofrece Georg Simmel del tipo social del aventurero como un individuo joven y sin historia, es decir, que vive en el presente, sin estar determinado por el pasado y sin que el futuro exista para él. Sin embargo, Simmel añade que la aventura se conecta con el carácter y la identidad del aventurero y está íntimamente ligada con su necesidad vital: ‘the adventure is defined by its capacity, in spite of its being isolated and accidental, to have necessity and meaning’ (‘The adventurer’ 1971, 190). Al contrario de Ortega y Gasset, Jacobs opina que Discurso de mi vida es la historia de un proyecto fallido de ascensión social de un individuo que choca constantemente con un sistema de valores que inhibe toda su movilidad y avances sociales. Según Jacobs, Contreras testimonia en su autobiografía su lucha a lo largo de su vida para disociarse de su estatus inferior y de su dudosa casta social con el propósito de ser admitido en las esferas superiores para inequívocamente hundirse en su nivel de origen (303–304; 315). Sin embargo, otros críticos, con cuya posición concuerdo, sostienen que, María Cossío, Autobiografías de soldados (siglo XVII); Henry Ettinghausen, Introducción a su edición, y sus artículos: ‘Alonso de Contreras: Un épisode de sa vie et de sa Vida’ y ‘The Laconic and the Baroque;’ Beverly Jacobs, ‘Social Provocation and Self-Justification in the Vida of Captain Alonso de Contreras;’ Margarita Levisi, Autobiografías del Siglo de Oro y ‘Golden Age Autobiography: The Soldiers;’ Eric W. Naylor, ‘La encomienda del capitán Contreras;’ José Ortega y Gasset, ‘A Aventuras del capitán Alonso de Contreras;’ Jean-Marc Pelerson, ‘Le Routier du Capitaine Alonso de Contreras’ y Randolph Pope, La autobiografía española hasta Torres Villarroel.
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a pesar de sus humildes orígenes y de numerosos contratiempos, el protagonista, gracias a sus méritos y trabajos, no sólo disfruta de cierta holgura económica y consigue avances a lo largo de su carrera sino que, evidentemente, adquiere al final de la narración un puesto social muy superior al del comienzo (Ettinghausen, Introducción 1988, 35; Pope 1974, 150–53; Benítez Claros 1947, 458; Levisi, Autobiografías 1984, 115). Contreras se encuentra sumergido en una cultura que, aunque ciertamente restringe sus deseos de realización personal, también le ofrece lugar para desarrollar su individualidad y para que sus esfuerzos por asimilarse a la clase del poder tengan algún resultado. Ettinghausen señala que en el Discurso de mi vida el narrador proyecta la tensión característica de la subjetividad renacentista, es decir, los conflictos del individuo inmerso en una sociedad en la que coexisten los patrones sociales tradicionales de origen medieval junto con la nueva conciencia de autonomía personal impulsada por la capacidad de adquisición del poder económico. En su autobiografía, Contreras plasma una imagen de sí mismo ‘cambiante, compleja y ambigua’ (Introducción 1988, 26). En efecto, el protagonista, sin duda, se somete a las instituciones políticas de autoridad tradicional: la monarquía, el ejército y la orden de caballería, a cuyos paradigmas intenta asimilarse, pero por otro lado rompe la continuación del orden social con su resistencia a convertirse en el siervo ideal, puesto que su vida es un esfuerzo por salir de esa situación. Como Margarita Levisi indica, es un rasgo del carácter y de la actuación de Contreras ‘la tendencia a reemplazar a sus superiores cuando éstos no le premian como él quiere’ (Autobiografías 128). El capitán se crea su vida, la escrita y la real, en un espacio de libertad e independencia personal que halla en su salida del lugar original en la zona multicultural e inestable del Mediterráneo. Los cambios sociales y económicos permiten el surgimiento, en la segunda mitad del siglo XVI, de una movilidad social en España similar a otras partes de Europa (Sieber, ‘Literary Continuity’ 144). Según J. H. Elliott, la sociedad española hacia 1630 es mucho más dinámica de lo que se ha venido afirmando y la ilusión de que la clase dominante ejerce, a través de ceremoniales y otros símbolos, mecanismos de control inevitables, queda más en una fantasía de esa clase que en una realidad de los súbditos (‘Concerto Barroco’ 28). De hecho, no solamente fueron hombres educados los que encontraron su oportunidad en el campo del derecho, en la iglesia o en puestos administrativos, sino que, a mi parecer, semejantes aspiraciones se hacían también viables a miembros menos educados, como Alonso de Contreras, con acceso a bienes lucrativos en un período en que se expansiona el comercio y en el que el dinero adquiere cada vez mayor importancia.4 4 Sobre este tema es interesante el ensayo de John Beverley (1992), ‘On the Concept of the Spanish Literay Baroque’ que, entre otras cosas, examina cómo el dinero interrumpe las jerarquías tradicionales del estatus y privilegio social, produciendo una ‘crisis de representación’ (221).
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El dinero se convierte así en un medio de introducirse en círculos exclusivos pero también se necesita incorporar los distintivos signos que definen esos grupos. Contreras, como tantos otros buscadores de recompensas, se encuentra con la necesidad de alternar en la alta sociedad para conseguir reconocimiento a sus servicios y ser aceptado en ella, por lo que le es necesario imitar sus modos y adquirir las marcas externas que le den acceso a la esfera superior. Sin embargo, al igual que Lázaro descubre al servicio del escudero, el soldado es consciente de la teatralidad de las maneras y de la indumentaria bajo los que se esconde el poder (Sieber, ‘Literary’ 190). Por eso, a pesar de que en su narración manipula el aspecto externo para su beneficio, también deja claro que la verdadera identidad y valor reside en la virtud natural y en los méritos personales, más que en el vacío de la virtud heredada que esconde el atavío externo de los poderosos. Es lo que se deduce de su melancólico comentario cuando, después de una gran derrota naval, ve el cuerpo ahogado del Adelantado de Castilla, aun con los vestidos de gran señor: ‘consideré qué cosa sea el ser gran señor o pobre soldado, que aun el ser General no le bastó para salvarse en aquella ocasión’ (155). La importancia de las vestiduras en esta autobiografía no ha pasado desapercibida a la crítica. Ortega y Gasset sospecha que ‘había algo de desmesurado, caricaturesco y extravagante en la figura física de este hombre, tal vez en su bélico atuendo’ (504). Atuendo que para el filósofo sería el traje de soldado típico de la época, exagerado y lleno de colores, en contraste con los tonos sobrios de moda en la corte. Así parece entenderse cuando Contreras, al principio de su carrera y a raíz de los primeros despojos, afirma que ‘de lo ganado hice un vestido de muchos colores’ (77). Randolph Pope señala también el hincapié de Contreras en la descripción de vestimentas como elemento que forma parte del espacio cultural de la autobiografía (158), mientras que Margarita Levisi relaciona esta preocupación con el aspecto teatral del personaje o personajes: ‘Contreras demuestra una conciencia muy clara de la importancia de los ropajes que viste, cuya función, tanto en la vida como en la comedia, es la de definir de inmediato el rol de quien los lleva’ (Autobiografías 158). El hecho de que en esta obra se mencione la ropa tan a menudo no es fortuito porque refleja el papel fundamental que la indumentaria adquiere en la construcción del individuo y de la colectividad. Ann Hollander en Seeing Through Clothes desarrolla la tesis de que en la historia de la civilización occidental la figura vestida se hace más comprensible en el arte que en la realidad y que ésta es la imagen humana que hemos interiorizado por siglos. Mientras que en el arte visual la representación del individuo vestido es específica y auto-elocuente, en la literatura la ropa se describe en conexión con condiciones dramáticas o con acciones. Las descripciones más frecuentes muestran cómo se porta o en qué estado está (sucia, rota, pesada, volada por el viento, etc.) pero no indican cómo se ve y se siente el individuo en ella. Se señalan los colores, los accesorios, tipo de tela, y otros detalles superficiales (piénsese, por ejemplo, en la descripción de
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desfiles ceremoniales renacentistas) pero no el corte y las proporciones. El hecho se explica porque tanto el escritor como el lector contemporáneo ya tienen una visión pictórica preexistente que se acepta como la imagen natural del momento (419). Además, los escritores creen que las cualidades más importantes de la representación literaria de seres humanos son de índole espiritual, o tal vez social o temperamental. Detalles como el vestido se consideran irrelevantes y menos universales. De todas formas, afirma Hollander, la vestimenta es esencial porque a través de ella el individuo se crea la conciencia de sí mismo (444). La vestidura funciona también como una transacción social que ayuda a establecer las identificaciones interpersonales de edad, sexo, lugar, estatus, oficio, emotividad, y así sucesivamente (Stone, ‘Appearance’ 1965, 216–245). La ropa habla y las apariencias son símbolos no verbales importantísimos con una amplia función comunicativa. Es decir se la considera un lenguaje, un código, cuya semántica se puede expresar aplicando la semiología, como ha hecho Roland Barthes (1983) en su libro The Fashion System. Como hemos señalado en la Parte I, la ropa y la moda son fenómenos muy complejos que abarcan muchos aspectos y que se pueden abordar desde aproximaciones psicológicas, sociológicas, legislativas, económicas, históricas y estéticas. En el caso del Discurso de mi vida nos interesa aplicar la perspectiva político-sociológica, en la que es fundamental recordar la tradición que arranca de la teoría que desarrolla Simmel a principios del siglo XX, conocida como la ‘trickle-down theory.’5 En esta corriente el filósofo Gilles Lipovetsky (1994) en su Empire of Fashion señala que aunque las vestiduras constituían un sistema de regulación y presión social, puesto que las leyes suntuarias forzaron cierto tipo de ropa y accesorios como un derecho de lujo y de prestigio de la nobleza, a partir del siglo XIV el proceso de mimesis de las clases inferiores constituye una fuerza imparable de desestabilización. Por otro lado McCracken (1985) cree que los grupos subordinados no imitan solamente por el hecho de perseguir prestigio o estatus, sino también por escapar del carácter simbólico de su presente estilo y, como consecuencia, de su presente condición (47). La dialéctica entre las restricciones del poder y el empuje de los individuos por escoger sus apariencias es una característica en la creación de la individualidad en el Renacimiento.6 La adquisición del aspecto de los estratos superiores es en la autobiografía de Contreras un fenómeno representativo del ascenso económico y de la movilidad social del protagonista.
5
Véase Georg Simmel, ‘Fashion’ (1971, 299). Marjorie Garber, en su libro Vested Interests se pregunta: ‘Was “self-fashioning” – the “forming of a self” – that achievement so consistently claimed as one of the chief distinguishing features of the Renaissance, in fact at the mercy of fashion? Of clothing?’ (32). 6
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En Discurso de mi vida las referencias a las ropas son frecuentísimas, pero falta una descripción de cómo sientan, del corte, de la talla y confección y de las diferentes vestimentas según las clases, detalles innecesarios para el lector coetáneo. A diferencia, nosotros necesitamos representaciones pictóricas de la época para poder crearnos una idea más cabal del aspecto físico de los personajes. Los vestidos y decoraciones en esta autobiografía tienen funciones variadas y complejas. A Contreras le interesa la ropa como objeto de transacción comercial, pero también le seduce el aspecto estético. En otras ocasiones los vestidos sirven para cubrir al necesitado, o bien para ostentar riqueza. Además, aparecen como símbolo de oficio y rango, de vocación, de país, de religión y de las vanas pretensiones mundanas. En fin, el vestido, la preocupación por el aspecto externo, así como la adquisición de símbolos y marcas de estatus y prestigio acompañan la evolución humana, social y económica del protagonista. Discurso de mi vida está dividido en dos partes. La titulada ‘Libro primero’ abarca los cinco primero capítulos y trata del origen, nacimiento y crianza del capitán, así como de las aventuras de su juventud. A pesar de sus orígenes humildes, Contreras muestra pronto ser muy independiente y consciente de las trabas de su estatus social, pues ya sufre de niño en la escuela la injusticia y humillación causada por el padre de su amiguito que ‘era más rico que el mío’ (70), y hay una respuesta violenta por su parte cuando acaba matando al otro niño. Dispuesto a mejorar su existencia, a los quince años decide seguir el ejército real y le promete a su madre que buscará para todos, promesa que vaticina el desarrollo de sus futuros éxitos. Deja su casa llevando consigo sólo cuatro reales y ‘una camisa y unos zapatos de carnero’ que le compra su madre (72), posesiones que pierde rápidamente en el juego y que lo dejan en la desnudez total, ‘quedé en cuerpo’ (73), afirma. En su relato Contreras conecta la desnudez con el dolor, la afrenta y la injusticia debida a la diferencia de clase social, pero aquí su cuerpo desnudo actúa como una metáfora de pérdida de su primera identidad, la de su tierna niñez, inocente e inexperta. Despojado de las primeras ropas, que también marcan su clase, su cuerpo funciona como un cuadro en blanco que hay que pintar de nuevo. Sin las ropas maternales, el joven se enfrenta a un futuro en el que le corresponde a él mismo vestirse, es decir, crearse, buscarse su identidad de adulto. Corta los lazos con su madre para nacer al mundo del hombre y del poder que se representa en la nueva vestidura que adquiere, la rodela y jineta del soldado, la más varonil (77). Paradójicamente, al mismo tiempo se observa una resistencia del joven a olvidar a su madre cuando decide voluntariamente llevar su apellido, Contreras, con el que se hace famoso, en lugar del paterno, Guillén, que adquirió en su bautismo (69). El abandono de la casa materna y sus consecuencias emocionales no sólo es un motivo común de la autobiografía ficticia, sino que responde también a un hecho histórico. Ruth El Saffar en su ensayo ‘The “I” of the Beholder. Self and Other in Some Golden Age Texts’ señala que en el siglo XVI, cuando los géneros asociados con la autobiografía comienzan a proliferar,
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ocurre la gran separación del Yo de la identidad masculina de los lazos maternos por la gran demanda de hombres que exigían las monarquías, las escuelas y las conquistas (184–185). Para El Saffar (1995) el Yo que nace en el Renacimiento nace con dolor y angustia: ‘It was the ability to cast aside desire for home and mother and, by extension, concern for feelings and the body that would determine the young man’s capacity to take up power in the world’ (180). Contreras, aunque adopte en su mundo masculino la protección paternal de la institución militar, al abandonar su primer hogar se convierte en un hombre desarraigado, sin casa y sin lazos, que muestra siempre una cierta ansiedad por tal pérdida. No es de extrañar que la madre tenga un papel importante en su vida y que el protagonista vuelva esporádicamente a ella en busca de su admiración, aprobación y bendición. Fuera de su primer hogar, el sujeto del Discurso de mi vida se convierte en un individuo itinerante por antonomasia, continuamente dispuesto a partir, siempre un extraño allá donde intenta asentarse, porque su lugar se encuentra en la misma acción. Greenblatt considera que el espacio en el Renacimiento se transforma en una abstracción que alimenta una máquina del apetito, no sólo de conquista ‘but it is also the voice of wants never finished and of transcendental homelessness’ (Renaissance 1980, 196). Así vemos que el protagonista se realiza a través de una sucesión vertiginosa de acontecimientos que cubre vastas zonas geográficas, pero que nunca se asienta por mucho tiempo en ningún lugar. Efectivamente, en los primeros capítulos de la autobiografía Alonso de Contreras narra el comienzo de su carrera, a partir de sus primeras ganancias, con las que se procura de inmediato ropas vistosas y otros adornos (77), y sobre todo sus hazañas como aventurero al servicio de la Orden de San Juan, en su más tierna juventud y mayor vigor. Con los caballeros de Malta se dedica a las actividades de corso en el Mediterráneo para las que se muestra muy apto. En este tiempo aprende las técnicas de la navegación y se familiariza con la geografía. Pronto capitanea fragatas y es mandado frecuentemente a explorar las posiciones turcas, o bien a robar o saquear barcos del enemigo. Estas actividades le enseñan la ética comercial y de saqueo aceptada en el Mediterráneo, es decir la etiqueta y las normas de los trueques comerciales, entre ellos el trato del rescate del enemigo apresado. Las ganancias provienen de estos rescates, pero sobre todo del botín conseguido en las presas de navíos turcos, que consistía frecuentemente en mercancías alimenticias o en telas, como lino, lienzos, damascos, e incluso en las posesiones personales de los tripulantes. El dinero que consigue Contreras en estas diligencias es abundante, aunque a menudo lo despilfarra en el juego o en su amiga. El centro espacial de tantas excursiones es siempre Malta adonde Contreras vuelve con su presa y donde recibe órdenes para realizar nuevas empresas. Cuando el joven intenta crearse un centro emocional en su amante o ‘quiraca,’ a la que construye una casa, los celos frecuentes y el final desastroso de la relación amorosa abortan el intento (131).
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El aventurero vive por años en esa zona fronteriza del Mediterráneo donde llega a familiarizarse con la lengua, la cultura, las costumbres y el aspecto exótico de sus habitantes. Generalmente el escritor no reseña el estilo ni la manera de vestir de la época, excepto cuando los individuos vestidos contrastan con la imagen interna que él considera la apariencia habitual o normal. Así, en el capítulo cinco, cuando desembarca en la isla de Estampalia, entre los habitantes que salen a su encuentro le choca la apariencia de las mujeres: Venían muchas mujeres casadas y doncellas, en cuerpo, con sus basquiñas a media pierna y jaquetillas coloradas con media manga casi justa y las faldas de ella redondas hasta media barriga, medias de color y zapatos y algunas chinela abierta por la punta; y algunas las traen de terciopelo de color como el vestido, también quien puede de seda y, quien no, de grana. Sus perlas, como las traemos en la garganta acá, las traen en la frente, y sus arrancadas y manillas de oro en las muñecas quien puede. (110)
Vemos que el autobiógrafo constata los pormenores de la apariencia de estas personas por ser diferentes, por la necesidad de definición del Otro a través del aspecto externo exótico, que despierta su curiosidad. En este episodio observamos que el aventurero es apreciado por gentes extrañas, pero que él también las admira y estima. Con estos contactos personales en una zona multirracial, Contreras adquiere una profunda experiencia humana y una apertura social que supera los patrones cerrados que la oficialidad proclama. El protagonista se mueve pues en un ambiente que le ofrece libertad de acción y en el que tiene control de sus actos. Los éxitos de sus aventuras le reportan experiencia y seguridad en sí mismo, respeto y admiración en los caballeros de Malta y, sobre todo, dinero en abundancia como jamás lo tuvo. Sienta en este periodo de su temprana juventud las bases del éxito posterior. A partir del capítulo seis, donde comienza el ‘Libro segundo,’ cambia el tono, el carácter y el lugar de las aventuras. El leitmotiv de esta parte lo constituye el programa de ascensión profesional y social. Una vez sentadas las bases de sus habilidades, Contreras, tras años de ausencia, desea volver a su país, por nostalgia del hogar y de la madre (132), pero sobre todo porque sabe que la única forma de progresar es en la corte real: ‘supe que la Corte estaba en Valladolid y sin ir a Madrid pasé a la Corte, donde había salido una elección de capitanes. Presenté mis papelillos en Consejo de Guerra’ (132). En Valladolid, en 1603, es nombrado alférez de una compañía en el ejército real y, orgulloso de haber conseguido su primer título, se dirige a Madrid a visitar a su madre. El joven había salido de casa sin apenas nada y vuelve con el grado de alférez, muchas mulas, un criado y dinero, pero sobre todo, vuelve bien vestido: ‘me puse muy galán, a lo soldado, con buenas galas, que las llevaba, y con mi criado detrás con el venablo’ (133). La visita, explicablemente, produce ‘espanto’ en su madre. Su apariencia muestra el cambio del protagonista, que con la vestidura de galán-soldado se ha apropiado de los signos
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externos de riqueza, hombría y belleza, que lo separan de su humilde estado anterior hasta el punto de impresionar a su familia. Pero además, asoma en el episodio un sentimiento de gratificación íntima aumentado por la admiración que despierta en su madre. No sólo su familia, sino otras personas también le admiran hasta tal punto que, en la aventura narrada en el capítulo cinco, refiere que la población de la isla Estampalia lo saluda con un apodo conectado con su aspecto físico, ‘ “Omorfo Pulicarto” que quiere decir “mozo galán” ’ (110), pero sobre todo el autobiógrafo se admira a sí mismo.7 Al autor le gusta recordar el aspecto exterior agradable de su juventud y así vemos reflejada en el texto una imagen idealizada y gratificante de cuando, ya capaz de estar ‘bien vestido’ (78), se ve como un soldado de buena traza y galán (82) que capta frecuentemente la protección y simpatía de los señores, así como la atracción de las mujeres (131–2). La imagen recordada refleja un sentimiento de dignidad, fundado en su agradable apariencia externa, que armoniza con su valentía, hazañas y juventud. En su grado de alférez, Contreras está aún muy involucrado con la clase baja, pues se rodea de pobres soldados, lidia con valentones y ladrones y atrae a prostitutas. Encargado de levantar una compañía de soldados en Écija, muestra su ingenio en resolver situaciones difíciles. En una ocasión castiga a unos matones a los que desnuda y lleva a la cárcel donde son ahorcados, heredando su ropa que describe con minucia: ‘A mí me quedaron las capas y espadas y coletos, muy buenos jubones y medias y ligas, sombreros y dos jubones agujeteados famosos, y algún dinerillo que tenía encima, con que socorrí y vestí algunos pobres soldados’ (136). Con la ropa recién adquirida, al igual que su estatus, lo vemos poco después en defensa de su ‘coleto de ante’ de unos ladrones en la putería de Córdoba, famoso lugar donde atrae a una moza de la profesión, Isabel de Rojas, ‘desempeñada y no mal fardada’ (138), a la que acepta como compañera más tarde, no sin antes considerar que una mujer de tal calidad podría dañarle en su carrera, como afirma: ‘estaba en vísperas de ser capitán y me podía atrasar mis pretensiones’ (138). A diferencia de la etapa de aventuras en el Mediterráneo, donde la atención del autobiógrafo se posaba en el aspecto del Otro, del extranjero, o bien en ropas y telas para negociar, en su período de alférez el tener buena indumentaria indica un cierto grado de independencia económica en las personas. Por ejemplo, no es casual el hecho de que se repita tres veces que Isabel de Rojas posee ropa (138, 147, 148), lo cual la hace una más apetecible compañera. Contreras mismo, en su modesto grado de alférez, no disfruta de demasiada solvencia económica y por eso aprecia enormemente las buenas vestiduras usadas de un condenado. Si la ropa hace al hombre, su ausencia también lo deshace. El cuerpo desnudo en el Discurso de mi vida de Contreras representa al hombre sin definición
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Pope ya hizo referencia a este hecho: ‘Contreras se admira a sí mismo en el recuerdo’ (153).
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social, o bien al desposeído por la autoridad del papel que representa. Además, el estar desnudo despoja al individuo de su humanidad, de su civilización, lo hace más primitivo, lo animaliza. Es por esta razón que con la desnudez se identifican en el texto a los rufianes y a los condenados, a los azotados y a los de clases superiores que reciben un castigo por transgredir las normas. Sin ropa el cuerpo humano pierde su individualidad. El cuerpo desvestido no habla, se convierte en algo común. La vestidura, como asegura Hollander, es ‘the only thing that gives – has always given – that shapeless and meaningless nakedness its comprehensible form’ (447). Contreras hace explícito el valor social que se conecta con la apariencia externa en un episodio del capítulo siete que acontece en Badajoz. Allí, y a causa de un malentendido, un Corregidor va a prenderlo y lo encuentra durmiendo junto a Isabel de Rojas en una posada, sin ropa. Así explica el suceso: ‘En suma, llegó al mejor sueño y, como los hombres parecen diferente[s] desnudos que vestidos, comenzó a tratarme como a rufián, y para llevarme a la cárcel era necesario vestirme. Después que lo hube hecho le dije “Señor Corregidor, mientras no conoce vuesamerced a las personas no las agravia.” Y díjele quién era’ (147). Es obvio que el soldado, desnudo, no tiene identificación ni categoría y se siente vulnerable, pues no lleva ninguna marca que le consiga la respuesta apropiada en los otros. Una vez vestido da por sentado que el atuendo le confiere automáticamente la dignidad y autoridad de su cargo y por lo tanto el respeto social. Ligada a este sentimiento, se puede explicar su obsesión por la ropa en el Discurso. La península le aporta el prestigio de los grados militares, pero el mar le trae la sustancia económica. Así, en 1604, después de pasar al servicio del virrey de Sicilia, el duque de Feria, Contreras vuelve a las actividades marítimas, con cuyas ganancias puede comprarse por primera vez un caballo, el símbolo más directo del caballero: ‘Con lo que me tocó de esta presa me encabalgué, que estaba sobrado’ (149). La seguridad económica se transforma en seguridad personal, que a la vez se traduce en la calidad de las personas que atrae y es por eso que se observa una evolución en la clase social de sus amantes. En Levante la quiraca, ni siquiera cristiana, no aporta nada a la relación, sólo recibe sus frutos. Después, Isabel de Rojas, la prostituta, aporta dinero, ropas y, aunque infame, una profesión. En Sicilia el alférez reformado aspira a compañías amorosas de más alto valor y, como consecuencia, se casa con una señora española, ‘hermosa y no pobre’ (157), viuda de un oidor que le introduce en una clase social superior. Con este matrimonio el protagonista se acerca al fausto y modales que conlleva tal rango, como afirma cuando se dirige a su enamorada: ‘Señora, yo no podré sustentar coche ni tantos criados como tiene vuesamerced, aunque merece mucho más’ (157). El respeto y admiración que le ofrece a su señora, entre otras cosas por la clase que representa, es sumo, aunque la relación, como todas las de Contreras, acabe de nuevo desastrosamente pues el alférez la mata al sorprenderla acostada con su mejor amigo. De alguna forma al soldado siempre se le frustran sus intentos de formar un hogar, lo cual subraya su personalidad desarraigada.
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Contreras cree que los elementos externos son los que crean a la persona con la condición de seguir los pasos necesarios para lograrlo. En su autobiografía lo vemos convertirse en pícaro (73), soldado, ermitaño, rey de los moriscos, correo de a pie, peregrino, caballero y capitán. Donde mejor se patentiza el proceso de la auto-construcción de identidad es en el episodio de vida eremítica. De vuelta a la corte en 1608 para conseguir un nuevo ascenso Contreras se siente perdido e impotente. No sólo no recibe el respeto y el premio que su dedicación militar merece, sino que su enojo es objeto de burlas (161). Aún lleva demasiadas lastras de su humilde condición para ser tomado en serio. Su hastío y frustración es tal que decide hacerse ermitaño. Para llevar a cabo su decisión obtiene en primer lugar el atuendo adecuado: ‘Compré los instrumentos para un ermitaño: cilicio y disciplinas y sayal de que hacer un saco, un reloj de sol, muchos libros de penitencia, simientes y una calavera y un azadoncito’ (161) y completa su flamante personalidad con un nuevo nombre, fray Alonso de la Madre de Dios. Que conoce muy bien la importancia social del sayal marrón, el hábito que escoge, es innegable. Como indica Ernest Crawley, el vestido sagrado se ha conectado en el occidente con la toga y la túnica clásica y con colores sobrios, vestimenta que divide las funciones sociales naturales de las sobrenaturales (‘Sacred Dress’ 139). La ropa da al clérigo un carácter de divinidad y tiene un poderoso atractivo psíquico, pues ‘the dress is accordingly regarded not as an expression of the personality of the wearer, but as imposing upon him a superpersonality’ (141). Es por esto que el protagonista del Discurso está convencido que si lo hubieran dejado, con su hábito, libros de devoción y siguiendo un ritual de comidas y piedad, ‘estuviera harto de hacer milagros’ (164). Del mismo modo que su hábito de soldado y el aplicar las normas consiguientes le acarrean ganancias, prestigio y pretensiones en la corte, ahora se atreve a ganar pretensiones en el cielo. El fenómeno se explica porque la identidad del protagonista se encuentra en lo que hace y en lo que parece, que es lo que importa en esta autobiografía de principios del XVII. Es bien sabido que hasta el siglo XVIII la introspección o el intentar exponer la evolución interna de la personalidad son preocupaciones que no tienen cabida aún en este género. No es pues tan crucial el hecho de no convencernos de su sinceridad religiosa. Contreras representa en su vida, con el disfraz adecuado, diferentes papeles que corresponden a sus necesidades del momento y a sus estados anímicos. Con la ropa de ermitaño busca un escape de los compromisos de los negocios mundanos y su decisión de alejarse del mundo por un tiempo forma un paréntesis, un respiro al torbellino de su vida. Después de todo, una vez que viste el hábito, se coloca de hecho en otra dimensión humana que no necesita tanto de previas serias intenciones de cambio. Apartado de la sociedad por siete meses, la restitución a su vida social y a su identidad de soldado ocurre cuando le fuerzan a abandonar su retiro por falsas acusaciones en conexión con su relación con los moriscos y a vestir las ropas elegantes de su profesión: ‘mandaron que me quitase el hábito de
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ermitaño para lo cual me vistieron de terciopelo muy bien, en hábito de soldado’ (174). Como acertadamente nota Jacobs, el hecho de poseer de nuevo ‘fine clothes as a symbol of upper-class status and the social acceptance of their wearer by influential people were enough to make him readopt the secular life he so vehemently rejected’ (313). Es innegable que el elegante hábito de soldado es el traje con el que se identifica Contreras, a través del cual expresa públicamente lo que ha sido y lo que quiere ser y, por eso, apenas puede disimular la alegría que le produce la vuelta a su estado militar: ‘Salí a San Felipe, como digo, galán’ (174). Sin embargo, Contreras no duda en manipular sus apariencias de nuevo. El caso es que la acusación en que se ve envuelto es bastante seria en unos años en que se sospechaba de conspiraciones y rebeliones de los moriscos, lo cual provoca finalmente la expulsión de la raza en 1609. Al joven aspirante se le hace crucial demostrar su inocencia y borrar para siempre una sospecha que marcaría su expediente y truncaría sus aspiraciones. Con este objetivo, y en contra de las órdenes de no abandonar Madrid, Contreras marcha a Valencia en busca de testigos, para lo cual, y a pesar de estimar tanto su precioso traje de terciopelo, decide venderlo y cambiar de identidad para evitar sospechas: ‘Y vendiendo el vestido negro, habiendo comprado en la calle de las postas un calzón y capote pardo sin aforro y unas polainas y una mala espada, con mis alforjas y montera salí una noche al anochecer de Madrid’ (174–5). Observamos que la ropa que adquiere es humilde y común, sin ningún trazo de lujo o signo distintivo y así el nuevo ‘hábito’ (175) le abre una entrada en la anonimia y lo coloca en la masa del pueblo que lo protege. De vuelta a Madrid, con pruebas en su defensa, otra vez se sirve de sus apariencias para conseguir su objetivo. En esta ocasión pretende ser un correo sucio y maltrecho del viaje, única forma de obtener una entrevista inmediata con el conde de Salazar, ante el cual se excusa por su aspecto: ‘ “Señor, yo soy el alférez Contreras, que por la reputación me ha obligado a venir así – venía con el lodo a media pierna –” ’ (177). A pesar de presentarse al fiscal como el alférez Contreras, este episodio muestra cuán difícil es ser aceptado en cierta categoría social cuando al mismo tiempo el aspecto la está contradiciendo, pues éste tiene una fuerza instantánea y superior en la formación de la opinión ajena: ‘Entré con la figura que [he] dicho, que era dificultoso el conocerme’ (178, cursivas mías). Para el autor el mensaje que ofrecen el aspecto físico y los modales debe corresponder con la imagen que de sí mismo tiene el sujeto y con su puesto en la sociedad. Si se quiebra esta correspondencia el resultado es confusión y malentendidos. Es por eso que, a pesar de presentarse con tal facha, cuando Contreras es bien recibido por el fiscal, el hecho provoca consternación y sorpresa a su alrededor: ‘Los que venían con él se espantaron ver un hombre que parecía correo de a pie, y menos, hacer tantos cumplimientos’ (178). Sin embargo, el aspecto externo del individuo acaba imponiéndose a cualquier otra circunstancia y ni los cumplimientos y bienvenida del fiscal evitan que Contreras sea tomado por
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rufián a causa de sus vestiduras y, por consiguiente, atacado por un alguacil y sus corchetes. El protagonista se coloca en el centro de atención de un grupo numeroso – conde, señora amiga, público que acompaña al fiscal, encargados de la justicia – cuya respuesta a su sucio atuendo atenta contra su autoestima. Es por esta razón que, en el texto, el escritor se explaya más en las reacciones que provoca su aspecto que en el mismo evento narrado, lo que pone en evidencia su preocupación por la política del vestido en la sociedad. Muy pronto se le presenta al soldado nueva ocasión de ocultar su identidad por medio de las vestiduras. Se trata de cuando decide volver de Flandes, donde ha permanecido dos años, a Malta, porque ‘había capítulo general, donde pretendía tener algún fruto de mis trabajos, como lo tuve’ (185). Para ello debe cruzar Francia en un momento en que el país anda revuelto a raíz del asesinato de Enrique IV, en mayo de 1610, por lo que decide disfrazarse de peregrino para su protección: ‘me vestí en hábito de peregrino, a lo francés, que hablaba bien la lengua. Metí en el bordón una espada y mis papeles en un zurrón, y comencé a caminar’ (185). El problema del disfraz es que nunca transforma completamente a la persona si ésta no se identifica con el traje que viste, especialmente si se trata de ocultar una característica tan notable como la nacionalidad. El atuendo y lo que uno cree o desea ser debe formar una unidad capaz de convencer a la sociedad, porque de otra forma, como afirma Contreras a raíz de ser descubierto, lo que ocurre es ‘que no podemos encubrirnos aunque más hagamos’ (186). El traje es un elemento central que debe armonizar con muchos otros aspectos complementarios para formar la totalidad de la personalidad deseada. Aquí a Contreras le falta ser francés y el traje de peregrino se percibe como una capa falsa y postiza. Mientras que los vestidos de correo, peregrino, o incluso el de eremita cumplen funciones específicas pero temporales para el provecho del protagonista, hay uno al que Contreras aspira como cumbre de su evolución humana y premio de sus esfuerzos, el del hábito de caballero de San Juan que consigue en Malta en 1611 y que poco después viste orgulloso en Madrid: ‘y yo quedé con mi hábito puesto, que todos me daban el parabién, unos de envidia, otros de amor’ (188). Contreras se siente cómodo con el prestigioso hábito y con los emblemas de la orden que despiertan respeto a su alrededor, como se observa en el tratamiento cortés que recibe de unos alguaciles (189). El hábito convierte sus mas profundas aspiraciones en una realidad, pues las gracias y prerrogativas de la Orden lo colocan de inmediato en una posición social privilegiada. La conciencia de ser caballero se traduce también en una nueva actitud al relacionarse con los demás. En su plan de ascenso, Contreras no se conforma sólo con ser caballero sino que consigue ser nombrado capitán en 1616, lo que le obliga a residir en la capital y en Osuna. En su nueva categoría se adentra en una esfera superior y descubre que su puesto causa envidias y sus posesiones, emblematizadas en el baúl y su llave (196), codicia. La mayor responsabilidad y poder le crean
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también mayor humillación en los contratiempos.8 A pesar de todo, el puesto le granjea muchos beneficios pues ahora trata y se entrevista con ministros y personajes en el poder. Le ofrece además la oportunidad de demostrar su experiencia profesional, así como su industria y osadía en un rápido viaje a las Indias en 1618 y en su eficaz ayuda en el sitio de La Mámora, ciudad al norte de Rabat, en 1621. Siempre interesado en el aspecto de los demás, el capitán constata que cuando en La Mámora es recibido con alegría por el gobernador, sus soldados ‘estaban con buenos vestidos, y los de allí en cueros’ (212). En La Mámora también le atrae una escena comercial que acontece entre el gobernador y un grupo de moros llamados matasietes, los cuales maravillan al capitán por su elegante y rica ropa: ‘Estos matasiete[s] son sus nombres así por ser caballeros, y lo parecían, porque les vi muy lindos tahalíes bordados y muy lindos borceguíes y buenas aljubas y bonetes de Fez, diferente que los trajes de aquellos moros’ (212). Para Contreras, la vestidura de los embajadores inmediatamente se traduce en un signo de nobleza y estatus. Individuos vestidos de tal modo despiertan confianza en los tratos comerciales que en la época constituyen un hecho habitual y necesario en el Mediterráneo por encima de las diferencias raciales o religiosas. Tras el éxito de La Mámora, Contreras aspira a un nuevo ascenso para lo cual se entrevista con el joven Felipe IV y le pide ‘una plaza de almirante de una flota’ (215), que nunca alcanzará. La visita al rey es uno de los puntos culminantes en su larga carrera en el mundo del poder, pero también completa el viaje de separación de la madre pues en este momento de la narración hay una aceptación del padre simbólico. Me refiero al incidente relacionado con la ropa que el escritor incluye, casi por casualidad, en el relato de la entrevista y cuyo simbolismo va más allá de su intención consciente. Durante la conversación con el monarca ocurre una conexión verbal, pero también a través del vestido: ‘Comenzóme a preguntar el rey las cosas de La Mámora; . . . Informé de todo que Su Majestad gustaba y tanto que el cordón que tenía pendiente el hábito me lo asió, y, dando con él vueltas, me preguntaba y yo respondía’ (214–15). El rey juega distraídamente con la cinta que cuelga del hábito del capitán, la cual se transforma en un nuevo cordón umbilical a través del cual el súbdito se conecta físicamente con la figura máxima del poder patriarcal. El episodio se inserta estratégicamente en una parte de la autobiografía en la que el sujeto, mucho más atrevido y confiado en sí mismo, demanda el pago que le corresponde por sus servicios a la corona. En su actitud se mezcla la típica sumisión 8 Contreras está a cargo del galeón La Concepción de la armada de Filipinas cuando la nave se escolla y hunde ‘a vista de toda la armada’ (199). Esta humillación y falta de control frente a elementos y circunstancias que van más allá de su destreza son frecuentes en la autobiografía: esperas y desatenciones en la corte, traiciones de amantes, derrotas, hundimiento del galeón, envenenamientos (192, 195), terremotos (230), caballo salvaje (246). De hecho, los baches que Contreras sufre en su carrera y en su vida humanizan su Discurso y exaltan aún más sus logros.
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del individuo de clase inferior con la conciencia del que conoce los intercambios económicos y su derecho de recibir la remuneración por un trabajo bien hecho. Contreras, ya maduro, no piensa más en las aventuras de corso sino que le preocupa su futuro económico y social. El conseguir una encomienda que le alivie de tales preocupaciones para la vejez es ahora su objetivo tras ser armado caballero en Malta ‘con todas las solemnidades que se requiere . . . gozando todas las encomiendas, dignidades, que hay en la Religión y gozan todos los caballeros de justicia’ (227). En este punto culminante acaba la primera redacción de la autobiografía en octubre de 1630. Cuando en 1633 Contreras agrega en Palermo una parte al texto que acabara en 1630 tiene ya cincuenta y un años y, al servicio del virrey de Nápoles, el conde de Monterrey, ha ejercido algunos trabajos administrativos, como el gobierno de Nola y Aguila. En esta adición el autobiógrafo relata un episodio que señala su nueva actitud conservadora. En efecto, durante una erupción del Vesubio que destruye Nola (230–2), lugar que gobierna Contreras, éste se conduce heroicamente pero le interesa también salvar sus baúles: ‘Y a mí me trajeron de Nola dos baúles de vestidos, que todo lo demás de una casa se perdió, y fue dicha el no perderse los baúles también’ (233). El experimentado militar ahora procura conservar sus posesiones, sus ropas y su categoría. Una vez que ha subido ciertos escalones se porta, a última hora, como un señor con poder que incluso se permite regalar vestidos usados y dinero a sus súbditos (237). Aunque apoya a los pobres ya no se iguala a ellos, pues se coloca en un puesto intermedio entre la clase privilegiada y la desposeída. Como gobernador, trata de impartir la justicia que le permite su posición, conseguida con sus esfuerzos, pero aún se somete a otros señores e instituciones por encima de él, el conde de Monterrey y la Orden (239–40). Hay que apreciar, como Contreras mismo sin duda aprecia, la gratificación que supone alcanzar un puesto de esta condición para un individuo de su ascendencia. Aunque Contreras de gobernador se retrata como un hombre con autoridad, justicia y sagacidad, le falta claramente el refinamiento y las convenciones de los altos círculos, hecho que le acarrea enemistades con los caciques del lugar. Estas artificiosidades las aprende en la corte de Nápoles, donde el virrey lo nombra capitán de una compañía de caballos corazas (240), y donde lo vemos instalado en la corte virreinal como miembro importante. Ahí participa gustosamente en las grandezas de sus embajadas, en el recibimiento y lujoso alojamiento de visitas prestigiosas, en el despliegue de carrozas, celebración de fiestas y comedias, muestras de fuegos artificiales y derroche de dinero (242–3). En estas solemnidades las ropas, joyas y adornos tienen un papel marcadamente político, pues ostentan los signos de rango social y, de esta manera, ritualizan el poder. Junto a este importante papel socio-político, en las procesiones y otras celebraciones cortesanas se refleja también la individualización de la ropa, es decir la moda, que cumple una función de ‘psychic gratification through competitive display’ (Simon-Miller, ‘Commentary’ 1985,
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78–9). Tanto la función social como la gratificación personal actúan en las muestras de riqueza de la clase superior para formar el modelo del gusto para el resto de la población. Si Contreras se ha sentido fuera de lugar en los ámbitos cortesanos de Madrid, en la corte de Nápoles, ya caballero armado con más edad, experiencia y prestigio, el capitán alcanza un puesto cómodo junto al virrey y se apropia de los hábitos y modales del cortesano: adulación y sentimiento de gratitud y dependencia de los condes. El largo panegírico que dedica al virrey de Nápoles (242–4) muestra que conoce mejor como funciona la corte. Ahora le interesan los puestos de gobierno y la estabilidad económica más que las aventuras arriesgadas que quedan relegadas al pasado. Paralelo a este cambio de actitud, el ritmo del relato se hace más lento y el sobrio estilo que caracteriza el resto de la obra adquiere rasgos más retóricos, junto a una complacida atención en señalar detalles de la vida cortesana que antes pasaran desapercibidos. La concisión de la obra armoniza en general con el desdén e independencia que muestra el joven Contreras por los esquemas sociales, pero aquí la mayor complejidad del discurso señala su aceptación de los rituales de las altas esferas.9 No es casual que coloque en esta parte final del Discurso el episodio del desfile de su caballería que, con la detallada descripción de los colores, adornos, plumas y otras galas que lucen sus soldados y caballos, se introduce plenamente en el ambiente de pompa de la corte virreinal napolitana: ¡Qué sería menester de galas para este día que yo, con ser pobre, saqué mi librea de dos trompetas y cuatro lacayos, todos de grana, cuajados de pasamanos de plata, tahalíes y espadas doradas y plumas, y encima de los vestidos gabanes de lo mismo; mis caballos, que eran cinco con sus sillas, dos con pasamanos de plata y todos con sus pistolas guarnecidas en los arzones! Saqué unas armas azules, con llamas de plata, calcillas de gamuza cuajadas de pasamano de oro, y mangas y coleto de lo mismo, un monte de plumas azules y verdes y blancas encima de la celada, y una banda roja recamada de oro, cuajada, que, a fe, podía servir de manta en una cama. (241)
Aunque en la procesión no se describe la ropa específica, la ceremonia es sin lugar a dudas un fenómeno visual esplendoroso que cumpliría su objetivo de causar maravilla y asombro en los espectadores. El énfasis recae en nombrar elementos separados del vestido y en los detalles que marcan sus diferencias: color, lujosos adornos, tipo de tela, etc. El autor da por sobreentendido el tipo de indumentaria de los soldados y deja a la imaginación del lector la función de completar el cuadro. Por otro lado, el detallismo de la escena indica hasta 9
Es cierto que la concisión de la obra obedece también a la estructura autobiográfica que sigue Contreras y otros soldados, la del memorial de servicios (Levisi, Autobiografías 141), aunque Francisco Sánchez Blanco cree que sigue el modelo de la institución de la confesión general (‘El marco institucional’ 134).
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qué punto considera importante, y acepta como normal, la ostentación ritualista del poder. La autobiografía acaba con otra breve adición, en la que el autor, ya viejo, aún persiste en su eterna dedicación de ganar pretensiones, ahora interesado sobre todo en ‘tomar posesión de la encomienda’ (254) que le garantice una seguridad económica para el resto de su vida. Hasta aquí hemos visto como Contreras durante su juventud, con toda su intrepidez y valentía, gana cuantiosas cantidades de dinero y otros bienes que gasta sin mayores preocupaciones y como después va apareciendo en la autobiografía un programa de acción con el que el protagonista procura asegurarse su progreso social y económico. Hacia la tercera parte de la obra sin embargo, un elemento emblemático empieza a destacarse: el baúl, mueble que encierra todo lo que nuestro protagonista, siempre ambulante, estima más, sus ropas y otras posesiones: dinero, una cruz de Malta grande, medias, ligas y bandas (196). Es decir, el baúl alberga el estatus del maduro soldado. Observamos así en la autobiografía la evolución de un individuo en cuya personalidad coexisten su conciencia de clase humilde y al mismo tiempo su conciencia del derecho de mejorar su posición. En su proceso de creación en el texto la ropa forma parte inseparable del trazado de su progreso existencial y de la percepción que tiene de sí mismo y de los demás. Así podemos afirmar que Contreras avanza simbólicamente en el Discurso de mi vida desde la desnudez de su juventud hasta el final de su vida, donde el narrador alude a su posesión de baúles llenos de ropa. El sujeto del Discurso de mi vida vive en un período en el que se siente suficientemente libre como individuo y económicamente capaz de modificar los signos de su apariencia, que se traducen en un ascenso social. Esta posibilidad de progreso ocurre gracias a su salida del centro de origen y a su experiencia militar en los espacios nuevos. Tanto el Mediterráneo o América son áreas fronterizas, zonas de contacto, usando la terminología de Mary Louise Pratt (Imperial Eyes 1992, 4), o bordes espaciales temporales [time–space edges] según Anthony Giddens (The Constitution 1984, 377), en los que continuamente se negocian crisis políticas e intercambios comerciales, culturales y humanos. Las actividades militares y de corso en estos enclaves geográficos garantizan la medra económica a Contreras pero sus viajes a los espacios del otro también le ofrecen una perspectiva, por contraste con su punto geográfico original, necesaria para desarrollar un concepto más lúcido de la individualidad propia (Conley 1996, 2). Su narración constata que gracias a sus experiencias y a sus logros gana un control en la auto creación equivalente al control del espacio que adquiere como experto navegante, según muestra en su otra obra Derrotero universal del Mediterráneo, especie de mapa verbal de los puertos y escalas costeras de la zona. El fundamental conocimiento de los lugares del otro le garantiza las victorias, conquistas y adquisiciones económicas que le permiten su crecimiento personal. Su construcción del yo en Discurso de mi vida es, después de todo, otro ejercicio verbal donde puede
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fijar su mapa vital a través de la selección de escalas experimentadas en su pasado y modificadas por el recuerdo y subjetividad del presente del narrador. En fin, el capitán muestra ser un hombre moderno por su conciencia de poder hacerse a su capricho. El conseguir el hábito de caballero de Malta, junto a la exhibición de sus galas como capitán de caballos de coraza y, por último, la obtención de una encomienda, señalan, a mi parecer, los puntos más altos de su vida. Es cierto que choca con la elite en cuanto sus méritos no son siempre reconocidos, ni es compensado según sus deseos, sin embargo esto no resta nada a su empuje. Contreras ejemplifica en su autobiografía las brechas y circunstancias que permiten el movimiento y la lucha del individuo para mejorar su posición en la sociedad a principios del siglo XVII.
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El atavío de la ley del padre en la Vida del soldado español Miguel de Castro Luego, los gentiles hombres le quitan la ropa de levantar al Conde y le atacan las calzas. Luego le dan un coletillo de armar y luego las reliquias que trae al cuello y el cordón o correa de San Agustín, todo conducido del ayuda de cámara a los gentiles hombres, los cuales se lo ponen; luego, la ropilla; luego, la pretina y espada; luego, el camarero le pone la capa (Vida del soldado español Miguel de Castro) Miguel de Castro nace en Palencia, alrededor de 1590, de familia castellana, decente y humilde.1 Huérfano de madre desde pequeño, vive con su padre y varios tíos con cargos eclesiásticos y legales, entre los que adquiriría una básica educación formal.2 En 1604 se enlista de soldado en la compañía del capitán Antonio de la Haya y se embarca en Cartagena para ir a Nápoles. Mientras vive en Italia y en otras zonas del Mediterráneo, el joven sirve a dos capitanes, al virrey de Nápoles y a algunos caballeros de Malta. Es en Malta, poco después de su entrada de novicio en los Congregados de Nuestra Señora de la Asunción en 1612, a sus veintidós años, que Miguel de Castro escribiría su vida. Su autobiografía, Vida del soldado español Miguel de Castro, se centra particularmente en los siete años de su profesión de soldado de 1605 a 1612 y fue posiblemente redactada con la intención de exculpar los errores de su juventud y congraciarse con sus viejos protectores en un momento en que empiezan a preocuparle sus posibilidades de medra (Levisi, Autobiografías 1984, 190–4).3 De ahí su insistencia en presentarlos como hombres extremadamente tolerantes
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Aunque el texto afirma que Castro nació en 1593, hay muchas razones para dudar de esa fecha, según explican Antonio Paz y Meliá y José María de Cossío en sus respectivas ediciones. Véase también Margarita Levisi (Autobiografías 190). 2 Su educación, y la capacidad de escribir su autobiografía, se evidencia en el hecho de que Miguel de Castro lleva los libros y las cuentas de los capitanes a quienes sirve y es recomendado por su entendimiento, en particular porque ‘escribía razonablemente’ (627). 3 Existe un manuscrito autógrafo de la obra de Castro en la Biblioteca Nacional sin título, pues le faltan las primeras hojas. Paz y Meliá lo titula Vida del soldado español Miguel de Castro (1593–1611) y José María del Cossío Autobiografía de Miguel de Castro. Cito siempre por la edición de José María de Cossío.
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y paternales, aunque ocasionalmente Castro deje ver una relación con sus amos mucho más tensa y cruel, como afirma cuando decide dejar al capitán Francisco de Cañas: ‘jamás me había dado cosa que fuese de consideración, ni me trataba como en razón, ni conforme debía’ (560). El escritor está muy cercano a los hechos vividos y le falta la perspectiva distanciada del narrador maduro, de ahí la minuciosidad del examen de su temprana juventud. La poca distancia temporal entre el tiempo de la enunciación y el referente justifica en parte los defectos que se le han achacado a la obra: desequilibrio de la composición, lenguaje fragmentado, prolijidad, monotonía, incoherencia del yo y enfoque en unas hazañas privadas, que no parecen tener gran proyección en el futuro (Cossío 1956, XVII; Cabo Aseguinolaza, ‘Realidad’ 1992, 590). En efecto, el autobiógrafo usa diferentes recursos estilísticos sin lograr armonizarlos ni desarrollar un estilo propio. Según los críticos, la obra sigue los modelos culturales-literarios de la poesía lírica amorosa (Levisi 212, 216), de las comedias de capa y espada y, posiblemente, del género picaresco (Cossío XXVI; Levisi 200–1; Pope 1974, 196). El autor inserta también los discursos mercantiles, legales, médicos, religiosos y, especialmente, el militar. Los diferentes estilos muestran su diversa posición valorativa de los asuntos tratados (Levisi, Autobiografías 212). Sus paralelismos con las narraciones picarescas son abundantes: narración en primera persona, orígenes humildes del protagonista, abandono de su familia a muy temprana edad, servicio a varios amos, relación de sus picardías, tretas, burlas y pequeños robos, su posicionarse en la facción de los desposeídos, su relación ambigua con el poder y, por supuesto, su énfasis en el discurso sartorial. Estas concordancias se explican, o bien porque los protagonistas humildes de ambos tipos de narraciones reflejan ‘ambientes o situaciones que existen en la realidad’ (Levisi 201), o bien porque tanto la autobiografía ficticia como la histórica siguen los mismos patrones para la expresión del yo, como ya hemos apuntado en la introducción. Por otro lado, el énfasis en la narración de sus asuntos amorosos y de peleas de espada en situaciones no militares tiene que ver con sus preocupaciones personales, pero también con un propósito de entretener al estilo de las comedias al uso, según afirma Castro ‘como en el discurso de adelante contaré; que es materia para notar y reir, y como una comedia’ (529). Por eso su visión subjetiva y exagerada del yo sigue el estilo de los personajes del escenario. Por ejemplo, el protagonista, en sus salidas nocturnas para visitar a su amante, se pinta como los héroes dramáticos, vestido de espada, capa y sombrero (557), cuando nos informa que no es hasta 1610 que adquiere por primera vez una espada (600, 604), que a sus diecinueve años lleva sólo ‘una daga y un broquelejo’ (572–3) y que es mejor amante que espadachín (596–7). Hay que tener en cuenta estas intenciones autoriales de auto-defensa y alabanza para entender los aspectos ficitios del héroe y de los eventos. Para Fernando Cabo Aseguinolaza la fragmentación del lenguaje en La vida de Castro es una empresa fallida a la hora de expresar el yo: ‘Un mosaico
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heterogéneo, en fin, que nunca logra el resultado de una imagen coherente del sujeto de la enunciación, ni siquiera del objeto del discurso’ (‘Realidad’ 591). A mi parecer, el estilo fraccionado no ofrece una coherencia del yo porque el sujeto no la ha encontrado – es demasiado joven y está demasiado cerca de los episodios que narra – y la forma lingüística del texto refleja el proceso de esa búsqueda. La división del sujeto explica también los dos tipos de narración que alternan en la obra según el asunto tratado. Uno linear, rápido, lleno de eventos, fechas, nombres y lugares en relación con las empresas masculinas y la institución militar a la que el joven pertenece. Otro lento, repetitivo y circular cuando trata sus relaciones amoroso-sexuales y sus burlas y resistencia a la autoridad. Los dos modos expresan la respuesta de Castro entre la llamada de la obligación y la búsqueda del placer. La dialéctica del sujeto entre las demandas de la vida pública y la valoración de su vida emocional y privada se simbolizan en la obra a través de su colaboración en la investidura y mantenimiento del poder frente a sus alternativos desnudamientos voluntarios o forzados de tales ropajes. Sólo al final de la obra, el discurso y el protagonista parecen encontrar un equilibrio cuando en Malta el joven Castro entra como novicio en la Congregación de los Congregados de Nuestra Señora de la Asunción de los Padres de la Compañía de Jesús. Allí, rodeado de caballeros y preocupado más por los asuntos políticos y por sus posibilidades de medra, se injerta de pleno en la esfera social masculina. Para explicar el debate identitario del protagonista en sus vaivenes de aceptación y rechazo del ropaje de la autoridad me ha parecido oportuno aplicar la teoría psicoanalítica. Esta metodología nos ayuda a entender la división del sujeto autobiográfico a nivel psíquico entre sus anárquicos deseos y su conformación al grupo a través de la adopción de prácticas sociales e institucionales.4 En mi análisis destaco en particular el uso de la ropa como una práctica cultural, relacionada con la creación del cuerpo social e individual, que refleja el conflicto del protagonista. Según Freud, durante el estadio pre-edípico de la más temprana infancia se desarrollan los impulsos libidinosos y el deseo inconsciente de la unión sexual con la madre. Es la figura del padre y su miedo a ser castrado por él lo que fuerza al infante a abandonar sus deseos incestuosos, separarse de la madre y someterse al padre que simboliza todas las formas de autoridad social y religiosa (Eagleton, Literary Theory 1983, 155–6). La prohibición del padre se interioriza en lo que Freud llama el ‘superego.’ Al mismo tiempo, al identificarse con el padre y a través de la represión de sus culpables deseos el niño adquiere su género y se introduce en el papel simbólico de la masculinidad, es decir se crea su ‘ego’ o su identidad sexual, familiar y social. El fenómeno 4
La aplicación de esta teoría para explicar la creación de la individualidad en el pasado la defienden, entre otros teóricos, Anne Cruz (1996) en su ensayo ‘Feminism, Psychoanalysis, and the Search for the M/Other in Early Modern Spain’ y Cynthia Marshall (2002), en ‘Psychoanalyzing the Prepsychoanalytic Subject.’
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del complejo de Edipo y de la castración – parafraseando a Eagleton – señala pues una transición del principio del placer y de la intimidad familiar al de la realidad social y cultural. Sin embargo, estos apetitos prohibidos quedan en el inconsciente y producen un sujeto dividido entre su inconsciente y su consciente, entre la búsqueda del placer y la acomodación a las reglas. Para Lacan, la aparición del padre o de la Ley coincide con la adquisición del lenguaje y la introducción del niño en el orden simbólico. Este proceso de castración interrumpe la etapa imaginaria y la fase del espejo, en cuyo reflejo el niño encuentra una imagen unificada de sí mismo. Ahora bien, la represión del deseo y la adquisición del lenguaje significa también la imposibilidad de tener acceso directo a la realidad y al prohibido cuerpo de la madre (Literary Theory 167). En el orden simbólico, la separación de lo real crea un vacío que intentamos rellenar con subtitutos a lo largo de nuestra vida sin lograr nunca recuperar la unidad inicial o lo imaginario. Así la estructura básica del inconsciente humano se fundamenta en el Deseo y la Ley, oposición que se corresponde con lo femenino y lo masculino, como explica Ellie Ragland-Sullivan en su libro Jacques Lacan and the Philosophy of Psychoanalysis (1985): ‘Insofar as the elemental illusion of sameness is concretely attached to the mother, primary Desire is enigmatically linked to the female; insofar as the secondary experience of difference is both abstract and attached to the father, law is linked to the male’ (269). Según Lacan, nuestros deseos inconscientes se dirigen al Otro, en la forma de alguna realidad gratificante que nunca conseguiremos, pero al mismo tiempo nuestros deseos también los recibimos del Otro (174). La lengua, el inconsciente, los padres y el orden simbólico, son términos afines a lo que Lacan llama el ‘Otro.’ En su autobiografía Miguel de Castro ejemplifica el drama del complejo de Edipo ya que sus conflictos personales reflejan la oposición entre la ley, es decir, las demandas culturales, sociales e institucionales, y el deseo personal que la elude. Por un lado las obligaciones al servicio de sus superiores regulan su tiempo, lo retienen en un espacio y le crean una identidad social marcada externamente por las apariencias. No obstante, como hemos visto que ocurre en los héroes de las autobiografías ficticias e históricas, Castro encuentra resquicios en el sistema para controlar su ambiente y afirmar su individualidad desnudándose literal y figurativamente de las imposiciones patriarcales. El joven manifiesta el choque entre sus impulsos íntimos y el Orden simbólico en su manipulación de objetos emblemáticos tales como vestidos, edificios, llaves y puertas. Por ejemplo, Castro, como ayuda de cámara, tiene el deber de vestir y desnudar a sus amos por la mañana y por la noche, oficio que le somete a unos rituales diarios que sistematizan su tiempo y restringen sus actividades. Sin embargo, entre el acto de desnudar y vestir a su superior, halla momentos y espacios de libertad, delimitados por su propio ritual de desnudarse en el encuentro con su amante y de vestirse a la hora de volver al palacio y a sus obligaciones. De hecho, en buena parte del relato, su escindida conducta entre la obligación de vestir al señor y la libertad de vestirse a sí
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mismo oscila entre dos tiempos, el día y la noche y dos espacios, el público del palacio y el privado de la casa de la cortesana, es decir entre las esferas masculinas y las femeninas. En la teoría de Lacan el deseo, equivalente al vacío estructural del sujeto, funciona a través de sustituciones y desplazamientos y define la trayectoria del placer y de la libertad en relación con el poder y la Ley (Ragland-Sullivan, Jacques Lacan 304). En la autobiografía de Castro queda claro que el impulso principal que mueve al protagonista es la búsqueda de gratificación sexual, de ahí la insistencia en contarnos sus numerosas relaciones amorosas. Además del relato prolijo de sus tres años de amoríos con la cortesana española Luisa de Sandóval en Nápoles, Castro nos narra su tumultuosa y trágica relación con la viuda Virgilia a sus quince años (493–9), su amor a distancia con una doncella enrejada (502), sus desahogos sexuales esporádicos con diferentes cortesanas (502, 503, 527), su enamoramiento de la esclava Mina o Inés (508) sus relaciones con una burguesa casada (533) y, finalmente, con Catalina Sánchez de Luna (620), a los que se podría añadir algunos atisbos de contactos homoeróticos con sus amigos Antonio y Quevedo. Las amantes están asociadas en el texto con la marginación, la rebeldía y la ilegalidad, pues son esclavas, prostitutas que siguen al ejército, cortesanas que negocian alrededor de presidios y palacios y muchachas que huyen de la casa del padre en busca de libertad, arriesgando literalmente su vida.5 En sus relaciones con estas mujeres, que no se someten a la norma patriarcal, Castro busca con ahínco la perdida primigenia unión con la madre. Ragland-Sullivan comenta que el intento de recuperar la unidad del yo pre-social a través del placer es de por sí una verdadera subversión del sujeto (271). No hay duda que a través de sus amoríos Castro se salta las reglas y afirma su individualidad. En efecto el anhelo de goce fuerza al protagonista a enfrentarse y a burlar la autoridad, lo cual a su vez le crea una gran ansiedad que le insta a debatirse con frecuencia entre sus obligaciones morales y sociales y su pasión erótica. Para el joven su ardor erótico es un impulso incontrolable que le lleva a buscar el goce a pesar de los impedimentos y castigos de su amo y de su propia autocensura. Castro describe tal impulso como ‘el afición de que estaba oprimido y que me tenía vendados los ojos del entendimiento’ (551), o como algo que lo perturba, ‘yo tan ajeno de mí’ (551). La dialéctica del personaje entre su acatamiento del deber social y sus subversivos impulsos se manifiesta en su vaivén entre el vestirse y el desnudarse. Por vestirse entiendo no sólo su aceptación de las ropas normativas que lo sitúan en específicos casilleros sociales (hombre joven, soldado, paje, ayudante de cámara, novicio), sino también su colaboración en el mantenimiento
5 Así testimonia el abierto deseo de una joven casada: ‘me pedía que procurase sacalla de la sujeción de sus suegros, estorbo de sus gustos, para poder con él corresponder y pagar mi afición y rendir el amoroso y deseado efecto y aplacar su ardiente llama’ (533).
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de tales normas. Las reglas sociales se consolidan en ceremonias ritualistas del poder que Castro testimonia cuando trabaja como ayuda de cámara en el palacio virreinal. Su detalladísima descripción del acto de la diaria vestidura del conde de Benavente, virrey de Nápoles, muestra como se refuerza la distinción estamental en conexión con el valor simbólico del atuendo. Las numerosas funciones del acto se distribuyen entre los diferentes estratos sociales de los súbditos, desde el más alto de los nobles, a quien se le permite vestir y tocar el cuerpo del virrey, hasta los más ínfimos mozos de cámara y servidores encargados de lavar su ropa, sus desechos corporales y su aposento. Veamos unos fragmentos del relato de tal evento: Después se levanta a las diez, dos horas antes de mediodía, o poco antes, y sólo con las chinelas, camisa y una ropa; sale al camarín, donde está ya el útil puesto y arrimado a una silla, en el cual se sienta y está un medio cuarto de hora sin vestirse, parlando o con los gentiles hombres de cámara y camarero, o con los médicos y maestro de ceremonias, que suelen hallarse allí, o con el barbero u otra suerte de gentes que suelen entretenelle, y les vale más que a otros que lo sirven mejor. [. . .] pero al vestille y desnudalle dos [pajes de guardia] han de asistir y dos gentiles hombres de cámara, de cuatro, los dos y el camarero y los dos ayudas de cámara, y luego pide de vestir, y le da el gentil hombre que le toca de guardia aquel día la camisa, habiéndole curado primero el retorio el cirujano. [. . .] Dadas las calzas por el gentil hombre, el paje de cámara le calza las medias de las calzas; . . . Puestas la calza y todo esto, el zapatero entra a calzalle los zapatos . . . Después de calzado le dan de lavar: un paje de los de guardia le lleva la bacía y el jarro del agua, e hincando la rodilla en tierra le empieza a echar el agua. El ayuda de cámara lleva en una salva la cajeta del jabón y el limón cortado y mondado, y lo da al gentil hombre, y dél lo toma Su Exc.a. [. . .] Luego, los gentiles hombres le quitan la ropa de levantar al Conde y le atacan las calzas. Luego le dan un coletillo de armar y luego las reliquias que trae al cuello y el cordón o correa de San Agustín, todo conducido del ayuda de cámara a los gentiles hombres, los cuales se lo ponen; luego, la ropilla; luego, la pretina y espada; luego, el camarero le pone la capa. (603–604)
Jones y Stallybrass (2000) comentan que el vestirse y desvestirse era tan complicado que se convertía en un proceso social (al menos para los ricos) al necesitar otras manos: ‘the work of dressing and undressing was itself a constant reminder of the significance of clothes in the daily makings and unmakings of the body’ (23). Aquí vemos que el vestir el cuerpo del virrey da sentido al cuerpo político y que el protocolo de palacio se convierte en una herramienta disciplinaria que tiene un impacto en los súbditos. La diaria ceremonia de vestidura que crea al ‘virrey’ es un acto público en el que se enlaza su cuerpo con el de cada uno de los representantes de la estratificación social (Melzer and Norberg, From the Royal 5). El ritual del poder actúa como un modelo de autocreación en el sistema social jerárquico que subraya el
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extraordinario papel de las decoraciones corporales en la época pre-moderna. No es de extrañar que la acción de vestirse se introduzca como un elemento central en la creación verbal de la identidad. El joven Castro busca en su Vida el autodefinirse en su pasaje hacia la adultez, de ahí que el detallismo de su ropa personal, claro substituto de la descripción de los rasgos físicos y espirituales de los personajes de obras contemporáneas, realza sus características individuales, sus compromisos y resistencias con el poder y su posición económica y social. La vestimenta de Castro construye su identidad como soldado y criado y lo inserta en la colectividad. Al principio de su autobiografía, el protagonista parece compartir el miserable aspecto roto típico de los soldados bisoños como él, que dependen de las misericordiosas donaciones de sus superiores: y como todos, o los más, iban tan rotos y desarrapados, y muchos sin camisas, los patrones, movidos de lástima, les daban lo que podían, que fueron muchos a sus soldados cada uno alguna camisa vieja, para que se refrescase y se limpiase el cuerpo de los piojos; y como los vestidos de muchos dellos, como digo, eran tan rotos y desarrapados por cada parte les parecía un pedazo blanco de la camisa, que parecían pías (491–2).
Más tarde, al servicio de sus dos capitanes, Castro viste la ropa vieja, modesta y desprovista de aderezos costosos que recibe de sus señores, como cualquier otro criado. El protagonista afirma que entra al servicio del capitán Antonio del Haya, ‘porque . . . aunque tenía vestido con que podía pasar, no con que hacer muda’ (492) y que mejora su apariencia con un modesto ‘vestido de paño de matelica’ (502). Su ropa de soldado, a pesar de ser humilde, aun le confiere una superioridad y libertad que no disfrutan las mujeres. Por eso usa su traje como salvoconducto de Virgilia, su primera amante, a la que ayuda a escapar de la casa paterna disfrazada de soldado: ‘subíme al aposento, y un vestido que yo tenía de raja, se lo vestí y un sombrero mío, medias, zapatos, un cuello de lechuguilla del capitán, una espada y su vestido, y otro que ella trajo más, que tenía en una arca, y cuatro camisas suyas y otras cosas de sus vestidos echo un lío’ (494).6 El vestido usado de los superiores se transforma y se devalúa para ajustarse a la clase del criado. Es lo que ocurre cuando Castro hereda la ropa del capitán de la Haya tras su muerte, despojada de guarniciones costosas: ‘Mandó se diesen . . . a mí sus vestidos, ansí de seda, paño, y de cualquier suerte, como ropa blanca, en efecto, todo lo que era cosa
6
El caso de Virgilia, el de otras dos mujeres que escapan más adelante también con la ayuda de Castro, así como el de las prostitutas y cortesanas que, o siguen a los soldados en los movimientos de las compañías, o habitan y viven alrededor de los presidios o estacionamientos militares, son testimonio fehaciente de la movilidad y relativa libertad de un grupo de mujeres en la época, como ya hemos hecho constar en relación con el caso de la Monja Alférez.
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del adorno y vestido de su persona, fuera de oro macizo, como decir cadena, botones, cintillo, que no se entendía en la manda. La espada que traía ordinariamente, botas, zapatos, medias, lienzos, cuellos, ligas, sombreros, esto sí’ (516, mis cursivas). Estas prendas depreciadas del amo se ajustan a la categoría del criado, que, a pesar del rebajamiento del atuendo, se ufana de lucirlas al asegurar que estaba ‘tan bien puesto como cualquiera de mi estado’ (560). En otro regalo suntuario de su segundo amo, el capitán Cañas, el muchacho constata las transformaciones, intercambios económicos y ajustes que sufrían las diferentes prendas al ser pasadas de unos a otros: Dióme un herreruelo de bayeta y una media sotanilla y unos calzones de terciopelo suyos, pero buenos, y dióme, en canje del otro, un herreruelo de gorgueran muy bueno suyo, y casi nuevo, con su ropilla y calzones, y diómo tres cuellos suyos y una espada. Los vestidos suyos eran muy grandes para mí, y ansí vendíle e hice una sotana larga de bayeta y herreruelo nuevo, y vendí aquello e hice los calzones del vestido que me dió a cortarlos a mi medida, e hice un jubón de tavi negro para con el luto, e hice tres cuellos y puños, camisas, calzones y escarpines y lienzos, y compré medias de seda dos pares, y otros dos tenía yo, y ansí fuí aquel día a besar los pies al Conde y a comenzar a servir. (600)
Castro acomoda las ropas usadas a su cuerpo, estilo y condición, aunque en realidad, las sobras de su superiores sólo le permiten mejorar la ropa del servilismo. La correspondencia del aspecto a la posición del protagonista se hace evidente cuando, al servicio del mismo capitán Cañas, el soldado se añade a la comunidad de servidores cortesanos en el palacio virreinal de Nápoles, donde todos visten librea, sombrero y capa similares.7 En efecto, el capitán sólo se preocupa de las vestiduras de sus criados para su lucimiento personal: ‘quería hacerme un vestido, porque con el que tenía sólo no era razón que saliese ansí de su casa’ (562–3). Al igual que las excedencias de la indumentaria del superior consolidan sus lazos de dependencia, el uniforme fija su lugar social, elimina su individualidad y lo convierte en un suplemento decorativo del poder. El uso de estos materiales culturales ejemplifica el extraordinario valor de las ropas y la imposición a priori del Orden simbólico a través de las vestiduras, que coloca al protagonista en su correspondiente puesto social. Terry Eagleton, comentando a Althusser, apunta el contraste que existe entre la dispensabilidad de los individuos en la sociedad y la conciencia individual de nuestra importante y significativa relación con el grupo (Literary 7 El autor se complace en relatar este periodo durante el que desaparecen las empresas militares y el movimiento geográfico. Más que un héroe militar, el capitán Cañas, privado del virrey, se presenta como un hombre influyente y un modelo de cortesanía para otros nobles que ‘toman su parecer en cosas de gobierno, estado y cortesanos, trajes, usos y ejercicios’ (526–7).
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Diego Rodríguez Velázquez (1599–1660). Encuentro de trece personas. Este grupo de elegantes visten trajes de moda hacia la segunda y tercera década del XVII: sombreros de copa baja y ala ancha, tahalíes, ferreruelos, cuellos de valona, calzones y botas altas.
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Theory 172). Castro se da cuenta que su común apariencia y los aprendidos modales de su posición lo hacen invisible. Así se queja de que los demás no lo conocen en realidad: ‘no sabían que debajo de ruin capa había buen bebedor, que debajo de aquella o aquesta apariencia, gravedad y buena demostración, había al contrario de lo que pensaban’ (598). No obstante, a pesar de formar parte de una colectividad muda y dispensable, en su autobiografía Castro se coloca en el centro del mundo y crea su propia identidad como resultado de una imagen positiva de sí mismo que ve reflejada en otros. Por sus conocimientos, gracias, buen parecer y capacidad sexual, él cree ser indispensable tanto para sus protectores amos como para sus fieles amantes. Esta imagen idealizada del yo que, en palabras de Eagleton, ‘involves a misrecognition, since it idealizes the subject’s real situation’ (Literary Theory 173) suele ser frecuente en las autobiografías históricas en contraste con lo que ocurre en las novelas picarescas. A pesar de todo, es a través de estas imágenes alienantes que Castro también se sujeta a la sociedad y se hace sujeto, ya que, según demuestra Lacan, el sentido de nuestra auto-identidad es siempre una consecuencia relacional. Por ejemplo, Castro cree haber ‘mudado estado’ cuando entra a servir al virrey de Nápoles ‘vestido de luto y con espada’ (600). El vestir de negro, color favorecido por la moda cortesana, y el llevar espada como un adulto lo hace sentir superior a su realidad de criado. Si el atuendo es un elemento fundamental en la creación de la identidad social del individuo su ausencia muestra el cuerpo desnudo con sus inevitables necesidades y funciones que escapan el control. Aunque no existe una imagen esencialista o natural del cuerpo, según señalan, entre otros teóricos, Lacan, Judith Butler, Elisabeth Grosz y Anne Fausto-Sterling, la comunalidad de sus funciones, necesidades, enfermedades y muerte trasciende las diferencias humanas. Castro testimonia el maravilloso impacto que la ostentación de los signos externos del poder produce en los súbditos, pero también constata que el virrey defeca, hace el amor y se enferma como los demás. El cuerpo es vulnerable y se asocia en el texto con una naturaleza impulsiva, con el sexo y con las enfermedades, es decir con lo Real y lo tangible, con nuestros primeros deseos, con aquello que escapa la norma y el control. Al cuerpo se le trata de domar por medio de prácticas institucionales conformantes y por el dolor y la tortura física, como ha notado Michel Foucault en Discipline and Punish.8 A pesar de que Castro, en su rutina y en su aspecto, acepta la Ley y se conforma al grupo de servidores, su cuerpo escapa el control de sus amos. Por ejemplo, el capitán Cañas intenta en vano constreñir su espacio físico confinándolo en el palacio y domar su cuerpo con castigos (550, 553, 559). Como la subversión de Castro se conecta con su sexualidad, no sorprende que el capitán quiera dominar la fuente de tal rebeldía golpeando el cuerpo y el pene del joven, como nos cuenta el narrador: ‘háceme desnudar 8
Véase especialmente la sección ‘Docile bodies’ (135–69).
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en carnes, como mi madre me parió, y con una cuerda dió detrás de mí a azotazos. . . . Y más hizo, que con la rabia y cólera que tenía me tomó con ambas manos del miembro y tiró tan recio, que yo pensé que de aquella vez me dejaba sin aparejo’ (550). Los castigos no logran que Castro deje de confrontar metódicamente las reglas del capitán Cañas, al contrario, la ansiedad del soldado por liberarse de las constricciones de la sede física y simbólica del poder patriarcal se patentiza en los redundantes actos de luchas de ingenio entre amo y criado. El amo obstruyendo las salidas del palacio y el criado escapando del edificio por medio de escalas, agujeros, tejados, puertas y llaves, en búsqueda del espacio privado, íntimo e ilegítimo de la casa y de los brazos de la cortesana. Su rebeldía también se expresa en sus desnudamientos ritualistas al ir a visitar a la amante: ‘Cuando venía, casi siempre venía sin meterme las medias, sino descalzo y enchancletados los zapatos, y algunas veces sólo con los calzones de lienzo y jubón, y lo demás debajo el brazo; pero al ir, nunca dejaba de llevar todo el vestido, capa, y todo, por lo que podía subceder’ (586). En otra ocasión, a la puerta de la casa de Luisa, mientras espera que le abra, comenta: ‘Aquella noche llamé dos o tres veces, pasó como solía y me desnudaba juntamente. Tanto llamé y estuve esperando . . ., ya se despierta, mas ahora hasta que me había desnudado todo en camisa y descalzo, sólo cubierto con el herreruelo, y los vestidos y calzado en tierra, hecho un montón, para, como abriese, aboacallo y metello dentro, y no tener que desnudarme allá’ (589). Hay que tener en cuenta que, paralela a la conciencia de auto-creación a través de las apariencias y de la capacidad de movimiento espacial de los protagonistas de estas autobiografías, la noción del espacio privado es otro concepto moderno que se equipara con el surgimiento de la subjetividad. Castro constata en sus minuciosas descripciones del palacio virreinal de Nápoles la falta de cuartos privados en estas grandes mansiones. De la misma forma que los servidores vestían en sus libreas los mismos colores del superior, también compartían las habitaciones con el amo o entre ellos. El palacio es un espacio masculino y público donde ocurren frecuentes reestructuraciones y cambios de aposentos para acomodar el flujo de nuevos señores y visitantes. Es decir, es un espacio en continuas negociaciones de separación y diferencia. Gracias a estos habituales desplazamientos, el espacio privado, como la subjetividad, se convierte en algo elusivo y difícil de localizar en este periodo, como comenta Patricia Fumerton con referencia a la sociedad inglesa de la misma época: ‘the incessant segmentation and recession of rooms, “houses,” service, stuff, and eating habits – all of which accelerated towards the end of the sixteenth century – record a privacy whose resident identity was forever elusive, unlocatable’ (citado por Roberts 1998, 32). La voluntaria decisión del protagonista de encontrar un lugar más íntimo donde se despoja de las normas, lugar al que tradicionalmente han sido relegadas las mujeres, se equipara con la creciente noción de su propia subjetividad, que se expresa en el mismo acto de escribir su vida.
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La estructura del drama de Edipo muestra la problemática personal en la creación de la identidad y el sometimiento final del individuo a la Ley del Padre a través de compromisos, negociaciones e identificaciones. Las negociaciones del joven protagonista con la autoridad le llevan, paradójicamente, a su identificación con el mismo poder hacia el que se rebela. El hecho se presenta a través de su apropiación de objetos cruciales: diferentes llaves del capitán, y la espada del mismo virrey, indiscutibles símbolos fálicos del poder. Sasha Roberts, en su ensayo ‘Shakespeare “creepes into the womens closets about bedtime,” ’ afirma que las cerraduras y las llaves controlan los lugares privados en esta época y que, además de su simbolismo sexual, ‘the lock and key were also important as symbols of power and status’ (52). Castro, mientras trabaja al servicio del conde de Benavente, se apodera repetidamente de las llaves del palacio, socavando así la vigilancia del señor (‘ansí determiné hacer una llave conforme a la del parque’ [588]; ‘busqué nueva traza de salir e hice hacer una llave falsa de la puerta de la sala’ [591]). Su atrevimiento va aun más allá cuando, hacia el final de la autobiografía, decide de repente abandonar al conde, que está en un barco en el puerto de Nápoles a la espera de zarpar al día siguiente a España, para ir a acostarse con Luisa, llevándose con él las llaves de las arcas del virrey, que contienen las lujosas vestiduras y marcas de su elite: después de estar embarcado, me dió un diablo de pensamiento, y desembarco, y quédome en tierra para dormir aquella noche con Luisa, y déjole ir al Conde solo, sin ayuda de cámara, y los cofres cerrados y yo con las llaves, y todo estaba cerrado, y no sabían tampoco dónde estaba cada cosa ni ropa de levantar, pantuflos, zapatos, cuello, recado de curar, el retorio ni cosa alguna. (618–619)
El inconsciente descuido de Castro como ayudante de cámara deja al virrey paralizado y le dificulta su ceremonial acostumbrado de vestidura. De hecho repite otro suceso que ha ocurrido un poco antes. En efecto, mientras limpia la hoja de la espada del virrey ‘que era de Sagún bonísima’ (618) la rompe sin querer (‘hizo tres pedazos la hoja’ [618]) y la suplanta con la suya: ‘Yo tenía otra espada plateada, acanalada, y quitele la hoja que no valía dos maravedís, e hícesela luego poner a la guarnición del Conde’ (618). A continuación reemplaza la hoja de su espada con la de otra que el Conde tenía mohosa, de su bisabuelo: ‘y hago limpiar la hoja y ponella a la guarnición mía plateada’ (618). Es decir, el protagonista no sólo destruye la valiosa arma del virrey y la suplanta con su hoja barata, sino que además se adueña del más prestigioso emblema de nobleza, heredado de sus antepasados, del más alto representante de la Ley del padre en el texto. Es curioso que, a través de estos dos sucesos ocurridos ‘sin querer,’ el impedir su acceso a las ropas y el apoderarse simbólicamente de su potencia, Castro ejecute la inconsciente agresividad del hijo hacia el padre. Al apropiarse de los signos del poder el joven demuestra poseer
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el falo e identificarse con él, es decir, se inviste a sí mismo de los significantes necesarios para limitar y definir su propia identidad social que coincide con el rechazo de lo imaginario y con su aceptación del orden simbólico.9 Esta transformación se marca en el texto por la muerte de Luisa, o de la amantemadre, es decir por la represión del deseo y de lo femenino y su voluntaria inserción en el espacio físico y simbólico masculino de la orden de los Congregados. El examen de la paradoja existencial de Castro entre su afirmación de voluntad autóctona y su sometimiento a la autoridad representa especialmente la ambigüedad del hombre barroco y la complejidad de las negociaciones psicológicas y sociales en la creación del yo. En este sentido su autobiografía, a pesar de su indeciso estilo, es más moderna pues, más que resaltar sus hazañas militares, decide centrarse en el examen de su debate íntimo.
9 Para Jacques Lacan en el orden simbólico el falo no se refiere al órgano biológico sino que es un significante de la diferenciación sexual, un signo de orden jerárquico que representa la ley social. Sobre el concepto consúltense Lacan, ‘The Signification of the Phallus’ y Feminine 79–80; Ragland-Sullivan, ‘Seeking the Third Term’ 1989, 63; y Jacqueline Rose, ‘Introduction II’ 1985, 42.
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El traje del heroísmo: Comentarios del desengañado de Diego Duque de Estrada Pero arrojando el emplumado sombrero, mirando al cielo, empuñé la espada, y a fe que no dije ninguna oración (Diego Duque de Estrada) Los Comentarios del desengañado de sí mismo, prueba de todos estados y elección del mejor de ellos de Diego Duque de Estrada, redactados entre 1614 y 1646, es según Henry Ettinghausen ‘uno de los mejores libros de aventuras en lengua española’ (‘Vida y autobiografía’ 190). En efecto, al igual que las vidas de Alonso de Contreras, Catalina de Erauso y Miguel de Castro, su relato es la típica autobiografía de soldados y aventureros cuyo objetivo es el de crear la individualidad extraordinaria de un hombre en constante movimiento geográfico, que profesa diversas profesiones y estados y experimenta las situaciones más extremas. Duque de Estrada nace en 1589 en Toledo de origen noble. Huérfano desde los tres años, es educado en las letras y los ejercicios y comportamientos cortesanos. A los trece años participa ya en unas jornadas bélicas en el Mediterráneo y presenta sus comedias en la Academia del conde de Saldaña en Madrid, atendida por los grandes escritores de la época, entre ellos Lope, Góngora y Quevedo. A sus dieciocho años asesina en Toledo a su prometida y a su mejor amigo, sospechosos de infidelidad, huye de su ciudad natal y vive fugitivo en Andalucía. Capturado por la justicia, y después de ser torturado y sentenciado a muerte, escapa de la prisión y se dirige disfrazado de peregrino a Italia. En Nápoles, a partir de 1614, interviene como soldado en corsos y batallas en el Mediterráneo. En 1616 se casa con una napolitana de familia acomodada con la que tiene siete hijos, pero la persecución legal por el amigo asesinado en Toledo le obliga a abandonar Nápoles, su familia y su hacienda unos años después. Posteriores persecuciones, desafíos y muertes le fuerzan a cambiar a menudo de residencia y de oficio. Busca refugio en una casa de juego en Nápoles y huye a Roma con su amante doña Francisca vestida de soldado. Vive brevemente en varias ciudades, entre ellas Florencia, Mantua y Milán. Después de unirse a una cuadrilla de salteadores en Nápoles y pregonarse su cabeza, se embarca disfrazado hacia Palermo. En 1624 participa en las victoriosas jornadas del Marqués de Santa Cruz, que le acarrean ganancias, prestigio y buenas relaciones. En 1626 recorre Génova y, en Liorna, sirve
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al príncipe don Pedro de Médicis. Rechazando el servicio de este señor es robado de su dinero en Padua, donde se hace estudiante y tutor de un sobrino del rey de Francia. En 1628, a sus treinta y nueve años, vive en Transilvania como privado y preceptor del príncipe Bethlen Gabor. A continuación, en Flandes y Alemania, interviene en los conflictos de la Guerra de los Treinta Años. Lucha en la batalla de Lutzen en 1632 bajo el comando del general Baltasar Marradas y obtiene el cargo de capitán de caballos y de gobernador del castillo de Fraumberg. Finalmente, en la cima de su fortuna y prestigio social y tras un dramático acto de conversión, se hace fraile de la orden hospitalaria de San Juan de Dios a sus cuarenta y siete años, estado de los últimos once de su autobiografía pasados principalmente en Cerdeña. La autobiografía fue publicada por primera vez por Pascual de Gayangos en Memorial Histórico Español, Colección de documentos, opúsculos y antigüedades. Vol. 12. (Madrid: Real Academia de la Historia, 1860) y fue usada como fuente documental por Cesareo Fernández Duro. Los Comentarios del desengañado, divididos en diecinueve partes y redactados en diferentes ocasiones, es una obra amplia, compleja, contradictoria y heterogénea en cuanto a temas, estructura y punto de vista.1 La escasa crítica pionera de la obra se preocupó más por comprobar sus aspectos referenciales y valoró su evocación costumbrista de la época (Serrano y Sanz 1905, CII; Croce, Scritti 1936, 344–6 y ‘Realta’ 1928, 107; Green 1932, 255; Serrano Poncela 1963, 22). El estudio de Randolph Pope en 1974, así como los análisis y la edición de Ettinghaussen, remarcan sus cualidades estilísticas y la reivindican como un excelente ejemplo del género autobiográfico en el siglo XVII. En los Comentarios los vestidos y decoraciones son motivos recurrentes y tienen una función fundamental en la creación del sujeto autobiográfico, pues Duque de Estrada es un personaje obsesionado por la ropa. Según Benedetto Croce, la ostentación se relaciona estrechamente con la idea que el protagonista tiene de sí mismo. Esta concepción del yo coincide con la psicología de los protagonistas de otras memorias de militares españoles, entre ellas las de Alonso de Contreras, soldados que visten a su placer y que se distinguen por su gran sentimiento del honor, resolución, braveza, atrevimiento, orgullo y devoción y fidelidad al rey de España: ‘Fasto e galanteria si legavano strettamente a cotesto orgoglio dell’onore e al sentimento grandioso di sé stessi e della nazione, e del monarca di cui si era suditti; onde il gran gusto con cui il Duque discorre delle ricche vesti che indossavano lui e i suoi compagni e delle variopinte loro acconciature’ (Scritti 347). Randolph Pope (1974) considera
1 Ettinghausen, basándose en las afirmaciones del narrador, apunta al menos tres diferentes etapas de escritura: Las partes I–V se redactarían antes de su llegada a Italia en 1614; las partes VI–XIV serían compuestas en su mayor parte en Fraumberg en 1630, mientras que las partes XV–XIX se redactarían entre 1630 y 1645. El crítico observa que la coherencia de la obra indica posteriores revisiones y limas (43).
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que la descripción de la vestimenta manifiesta la interioridad del personaje y concreta ‘los valores de la clase noble’ (172). Para el crítico estas descripciones, formadas de acumulación barroca, contrastes y elementos visuales, muestran también la concepción estética de Diego Duque que penetra ‘todos los niveles de su obra, desde la estructuración de las aventuras hasta la percepción de su propia personalidad’ (175–6). En esta misma línea Ettinghausen remarca que el barroquismo de Duque se manifiesta en pasajes en los que describe ‘emotive spectacles, such as battles, storms, earthquakes, lavish festivities and rich clothing’ (‘Laconic’ 1990, 209). También relaciona la ostentación con su gran preocupación por su diminuta estatura física, con ‘su conciencia de la importancia del efecto de las apariencias’ y con el sentido de espectacularidad con que se presenta a sí mismo (‘Introducción’ 1982, 49, 51, 61). Su atracción por las ropas se manifiesta incluso en las imágenes que usa para describir la belleza de las armadas navales: ‘Parecían nuestras galeras pomposos verdugados o enaguas de bizarras damas moviéndose con tan hinchada gallardía que antes daba solaz y ánimo que melancólica cobardía’ (237). Todo refleja su vocación estética por la decoración y la pompa, gusto cebado en las frecuentes ostentaciones públicas que por medio de procesiones religiosas y pasatiempos nobles celebran la grandeza del estamento alto, como se observa, por ejemplo, en su descripción de las procesiones del Corpus Christi en Brindis en la Octava Parte donde comenta que ‘Sacáronse ricos y lucidos vestidos, bandas, plumas y muchas joyas’ (239). Para estos críticos el motivo de la ropa expresa pues la psicología fanfarrona del soldado, los gustos estéticos de la clase noble a la que pertenece, su estilo lingüístico y su interioridad y complejos personales.2 En una autobiografía caracterizada por los constantes cambios de lugar, de profesión y de posición social del protagonista no es de extrañar que las vestiduras cumplan múltiples funciones en la constitución del sujeto, de acuerdo con sus diversas situaciones existenciales. El valor antitético de la ropa como marcadora de la identidad social y como material móvil que el sujeto puede adaptar a su conveniencia la convierte, como venimos analizando en estas autobiografías, en un motivo central en el examen de las conflictivas y cambiantes posiciones de sometimiento y exclusión al orden dominante, así como de la capacidad de acción y resistencia del yo a este orden.3 En el ámbito sartorial
2
Cito siempre por la edición de Henry Ettinghausen. Para el tema del doble valor de la ropa consúltese Jones y Stallybrass 5–6. Sobre el argumento de acción y subversión frente al orden dominante (subversion/containment) véase el artículo de Louis Montrose (1992), ‘Hew Historicisms.’ En este ensayo el investigador explica los conceptos básicos de Foucault y de Greenblatt en relación con la definición del poder: la habilidad del orden dominante de generar la subversión, es decir que el poder implica siempre resistencia, y la inescapabilidad de la sujeción de los sujetos (402–403). 3
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esta interacción entre el agente y las estructuras se puede simbolizar con la oposición entre la idea de ropa como moda y mercancía, que abre la capacidad individual de cambiar los hábitos y de transformarse, y la idea de trajes habituales que enfatizan la memoria de modelos de identidad social (Jones y Stallybras 2000, 11). Este doble sentido de los vestidos nos ayuda a entender su papel en los Comentarios. En la autobiografía los trajes y decoraciones reproducen los códigos, convenciones y prácticas sociales, culturales y políticas tradicionales de los lugares específicos. Al mismo tiempo, a través de las transacciones comerciales y adaptaciones de estos códigos el autobiógrafo expresa su particular individualidad y su evolución existencial. Duque de Estrada exhibe una profunda preocupación por mantener el aspecto de su estamento y de su nación, y por crearse a sí mismo como una persona con capacidades y méritos extraordinarios. De hecho, la dinámica de la narración brota de la vocación heroica del personaje, ‘incitábame de manera el natural amor y afición a la guerra’ (93), y de las exigencias del comportamiento cortesano y ‘demás ejercicios caballerescos’ (92), en los que se ha entrenado desde la niñez. Por eso, al construirse como caballero, el narrador enfatiza sobre todo su apropiación de los modos y modas cortesanas: sus gracias naturales, su cuerpo ágil, atractivo, limpio y perfectamente vestido. Pierre Bourdieu (1984) en su libro Distinction. A Social Critique of the Judgement of Taste señala que el gusto, o los hábitos estéticos de los grupos más ricos, funciona para unir a los individuos de la misma clase y crear la diferenciación con los otros (56). Por ejemplo, cuando Duque desembarca de una faluca por primera vez en Nápoles llama inmediatamente la atención de un alférez y de un capitán por su distinguido aspecto. El uno comenta: ‘En mi vida he visto hombre de su estatura más galán y airoso y que vista con mejor gusto’ (189) y el otro que es ‘hombre de muy buen gesto’ (189). Ambos concluyen que debe ser español y caballero ‘pues el traje lo dice’ (189). Antes de hablar, su gusto en el vestir y su disposición anuncian la identidad de Duque de Estrada. Su profesión militar extiende y complementa los ideales de conducta del noble al añadir el elemento de la heroicidad. Tanto el vestido de la heroicidad como la librea cortesana son trajes que le aseguran su inclusión en las instituciones del poder, la protección de los superiores y su medro. En los últimos años de su vida, perdida su fortaleza y atractivo físico y plagado de enfermedades, elige el hábito religioso, estado que le garantiza amparo y estabilidad. En fin, en su relato, Duque de Estrada ofrece una pulida y grandiosa visión de sí mismo que lo mantiene en el estamento privilegiado y que disfraza bellamente sus transgresiones sociales así como sus complejos personales. En efecto, a través del vestido Duque de Estrada refleja también sus crisis íntimas, sus confrontaciones y desvíos, así como su desengaño final. El protagonista subvierte la norma por exceso. Su carácter soberbio, violento e impaciente, así como su exagerado sentido del honor lo excluyen paradójicamente de la posición tan intensamente deseada. El asesinato de su novia y de
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su amigo en su juventud es el primer desgraciado evento en una serie de duelos y muertes que le acarrean a lo largo de su vida persecuciones, exilios y pérdida de sus centros originarios de identidad, patria, familia, posiciones y hacienda. Estos desafortunados eventos le producen, además de verdaderas paranoias, sentimientos de culpabilidad y de vergüenza. De culpabilidad como resultado de sus transgresiones de normas sociales, de vergüenza como consecuencia de un sentimiento profundo de inadecuación personal, no sólo por su estatura biológica, sino por no conseguir la estabilidad y reconocimiento dentro del grupo social al que quiere pertenecer.4 El narrador cubre sus ansiedades y compensa sus desgracias sociales a través de diferentes recursos textuales. Entre ellos destaca la creación de un cuerpo excepcionalmente ágil y exquisitamente vestido. Duque manipula textualmente sus apariencias para redimirse ante sí mismo y ante los otros. La tergiversación de la presentación del yo, para cubrir las más íntimas heridas y para justificar su conducta y rechazos sociales, se conecta también con el carácter confesional y apologético de toda autobiografía. Hay que tener en cuenta, como remarca Angel Loureiro (2000) en su libro The Ethics of Autobiography, inspirándose en la filosofía de Emmanuel Levinas, que todo autobiógrafo escribe como un acto ético de respuesta y toma de responsabilidad hacia el otro. Al igual que ocurre en el Guzmán de Alfarache, en los Comentarios, los movimientos externos de integración social y de exclusión del protagonista, así como los internos entre sus actos criminales y arrepentimientos y penitencias, crean tensión en el texto y muestran las ambigüedades y fragmentación interior del personaje. Los Comentarios son ante todo una apología que aumenta el valor del personaje, minimiza sus defectos y excusa sus transgresiones.5 Puesto que Duque escribe su autobiografía en tres diferentes ocasiones con objetivos y perspectivas diferentes me ha parecido oportuno dividir el análisis en estas tres etapas de redacción.
Juventud de Don Diego Duque de Estrada en España En la primera etapa de su vida, posiblemente redactada a sus veinticinco años y que incluye las cinco primeras partes del libro, el narrador usa estratagemas sartoriales para negociar y paliar en el texto la tremenda desgracia de su juventud, el asesinato de su prometida y de su amigo. El delito le acarrea 4 Para los conceptos de culpabilidad y vergüenza consúltese el libro de Helen M. Lynd, On Shame and the Search for Identity 1958, 21–2. 5 Otro acto dialógico, el desdoblamiento entre el narrador y el protagonista, se observa especialmente en el momento de la escritura de los últimos capítulos de la autobiografía cuando Duque de Estrada, envejecido, enfermo y forzadamente desengañado de sí mismo, escribe como acto de recuperación de su antiguo yo, del soldado vistiendo un ostentoso traje, imagen que persiste bajo el tosco hábito del fraile.
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persecución, tortura, cuatro años de cárcel y, últimamente, el abandono de su familia y patria por el resto de su vida.6 En esta sección se exalta la formación de Duque en la ideología y prácticas del grupo noble, entre ellas la importancia de mantener las apariencias (97). Por ejemplo, a sus trece años su padre adoptivo lo manda a la corte, protegido de un señor, con dinero y, sobre todo, bien vestido: ‘echó el resto mi padre en enviarme lucido de galas, joyas y dineros, que en materias de saberlos gastar y lucir las galas tuve el primado de la camarada’ (94). El énfasis en lucir galas para probar su calidad es un motivo consistente en la construcción del protagonista. Mientras muchos de los actores de las autobiografías que venimos analizando tienen algo que ganar en su separación de su situación original, Duque de Estrada se obsesiona por conservar y enaltecer la imagen heredada que lo coloca en el grupo privilegiado. Por eso, incluso en la drástica ocasión en que tiene que huir repentinamente tras matar a sus queridos, se asegura de llevarse sus vestidos: ‘tomé mi ropa y criado’ (105), sello de identidad que le allana obstáculos. Su estado de fugitivo en el momento de la escritura determina el punto de vista y el tono de esta sección donde el narrador se esfuerza en excusar el acto del asesinato injustificado de su prometida Isabel y de su amigo don Juan, que afecta profundamente su establecida condición social. Su apología la consigue por medio de técnicas discursivas en las que intervienen la manipulación del cuerpo y de las apariencias para crear una imagen de dignidad, orgullo e inocencia que le disculpa. Veamos dos ejemplos de estas estratagemas. A sus veintidós años, tras cuatro de exilio en Andalucía, Duque es apresado y conducido a Toledo con cadenas, grillos y esposas para ser juzgado por su crimen. Por el camino atrae la curiosidad de la gente de los pueblos que atraviesa, la cual exige que descubra su cara: ‘Hiciéronme parar cerca de la iglesia mayor a pedimento de muchas damas y caballeros de los Córdobas, Figueroas y Galindos, pidiéndome descubriese la cara, que iba arrebozado, . . . y yo, con mucho desenfado, con los codos arrojé la capa, diciendo: “Corramos la cortina a este retablo de desdichas. Será lástima a estas damas y ejemplo a estos caballeros’’’ (120). Su gesto dramático crea un ‘espectáculo’ (120) en el que el protagonista, como un actor enfrente de su audiencia, se despoja gallardamente
6 Estos capítulos iniciales siguen la estructura y los temas convencionales del género autobiográfico: genealogía, nacimiento, orfandad, infancia, educación, injusticias en la escuela y violencia rebelde del niño, pronósticos, vocación y deseo de aventuras, salida temprana de casa y acontecimiento clave que provoca una toma de conciencia y un cambio en la vida del héroe. Aunque su origen hidalgo coloca al joven Duque en una situación privilegiada también sufre con su cuerpo los dolores e humillaciones característicos de los otros relatos del yo. Es azotado y maltratado en la escuela a sus nueve años (92) y a sus once él mismo ataca y provoca la muerte a otro niño. Terrible violencia al cuerpo que plaga las narraciones tanto de nobles como de ínfimos pícaros.
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de su capa para descubrir la imagen de un jovencito noble, con un traje nuevo y rico, sobre el cual las cadenas y grillos parecen aditivos injustos: . . . cayendo el ferreruelo se descubrieron sobre tres pares de grillos dos cadenas revueltas a los hombros y cuerpo. Llevaba esposas en las manos; llevaba un vestido de raso acuchillado sobre tafetán y guarnecido de plata, que con él me prendieron, y me lo había hecho para ir a Granada; mis cabellos eran largos y crespos, sobre una valona bordada; apuntábame el bozo, porque me salió tarde. Causé tanta lástima que, descubriéndome y alzando un grito la gente fue todo uno, haciendo damas y aun caballeros que vertieran algunas lágrimas. (120–21)
Lo que vemos en esta descripción es un muchacho barbilampiño, con pelo largo y rizado, vistiendo un traje lujoso y elegante, hecho con ricas telas de raso y tafetán, guarniciones de plata y cuello bordado que muestra su calidad social. Es decir, presenta una imagen que lo separa del vulgar criminal. El narrador concentra las miradas del público en la obra y del lector en esa imagen seductiva que despierta nuestra benevolencia y nos hace olvidar de la razón de su apresamiento. Si su juventud y vestidos nos seducen, Duque de Estrada intenta también capturar nuestra simpatía cuando es despojado injustamente de ellos. Es lo que ocurre en la humillante escena de su tortura en la cárcel de Toledo donde, desvestido de la capa que emblematiza su honor, se inmoviliza y castiga su joven y ágil cuerpo, fuente de su orgullo. El autobiógrafo palia esta humillación al subrayar sus privilegios y su conciencia de superioridad de casta. Así contrasta su noble cuerpo desnudo con el cuerpo vestido del corregidor encargado de administrarle la tortura, el cual, por ser de origen judío, lleva un fraudulento hábito de la Orden de Santiago que, según Duque, es más un ‘remiendo que honra’ (124). Para el joven esta situación castradora de sometimiento a un individuo de casta inferior lo avergüenza profundamente: ‘Mandó me desnudasen: que yo quisiera ser muerto por no verme desnudar de aquellas sucias y carniceras manos, enseñando mis carnes’ (124). En su versión textual el autobiógrafo convierte su delito criminal, por el que se le juzga y constriñe, en una confrontación particular. En su posición de impotencia, atado y desnudo, se transforma en una víctima heroica perseguida por la raza innoble que le administra un castigo injusto en base a su calidad social y a su crimen, pues, según se queja el joven, ‘a hombres como yo no se da tormento, si no es por crimen lesae Majestatis o facineroso’ (124). El heroico sacrificio del personaje se lleva aún a mayores extremos a través del lenguaje de las ropas. En su discurso, Duque expresa su sentimiento de despojo e indigencia en su año de encarcelamiento a través de la falta de vestido: ‘comí por mano ajena, sin poder vestirme’ (132). En su fuga de la prisión, para evitar su irremediable sentencia a muerte, el desnudo y las vestiduras se manejan para construir un glorioso renacimiento del protagonista.
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En la escena se presenta primero la intervención de su madre adoptiva que, bajo un hinchado verdugado, pasa a la cárcel, escondidos, los instrumentos que facilitan su fuga: escalas, cuerdas y espada. Más tarde, de noche, ocurre un simulado parto cuando el joven, sin ropa, tiene que pasar por una gatera (‘era una entrada y salida de gatos redonda y que después los jueces no creyeron el haber salido por allí hombre humano sin deshacerse todo’ [151]), agujero vaginal, muy estrecho y redondo por el que con grandes esfuerzos, primero saca su cabeza y brazo y después el resto del cuerpo: Matáronse las luces, . . . ligué mis vestidos y espada, y con una cuerda lo eché por una reja que cae a la parte del patio, y desnudo en cueros subí sobre un vasarillo . . . sobre el cual estaba una gatera, por donde con mucha presteza por no caer, puse un brazo y la cabeza, y retirando el aliento, brazo y cabeza, incorporado, aunque con mucha fatiga, pude salir hasta el medio cuerpo. (150)
Por último, el narrador, sitúa la fuga en una fecha clave en relación con la Virgen María, prototipo de la madre eterna y universal que el protagonista elige como su protectora ‘Fue esta dichosa noche a los 8 de setiembre, . . . año 1613, que si nací día de su gloriosa Ascensión, renací día de su glorioso nacimiento cobrando la libertad’ (155). El aura sacralizada del evento se intensifica al presentar a las tres madres, la adoptiva, la biológica y la sagrada, unidas a través de un mismo vestido en el esfuerzo de dar vida al hijo. En efecto, el traje que su madre adoptiva escoge llevar a la cárcel, es el lujoso de boda de la difunta madre de Duque bajo el cual, además de los instrumentos que facilitan el escape-parto – nótense las obvias connotaciones al vientre materno – viste un hábito de penitencia que promete llevar el resto de su vida si el hijo sale salvo. En el cumplimiento de tal promesa coloca el vestido de boda a una estatua de la Virgen y transfiere de esta forma a la madre sagrada la responsabilidad del cuidado del joven. Con estos recursos el protagonista convierte su escape prácticamente en un milagro de Nuestra Señora, donde él ocupa una posición de elegido al que se le ofrece una nueva oportunidad de redimir su vida. En fin, el narrador nos ha distraído de nuevo de la verdadera causa de sus infortunios y nos ha involucrado en una progresiva composición de sí mismo que lo exculpa. El aspecto inocente del joven atravesando pueblos y despertando simpatía y admiración, el tormento a manos del judío que nos produce lástima y, por último, el renacimiento milagroso de la tumba-cárcel, por la intercesión de las tres madres (tres Marías), sigue sin duda un modelo cristológico que exalta su inocente persecución así como su valor personal. En la construcción inicial de sí mismo, el autobiógrafo nos presenta su conformación ideológica y corporal a las prácticas discursivas de su estamento. Por otro lado demuestra también su capacidad de respuesta individual a sus circunstancias y a los otros, al crearse, por medio de la manipulación del lenguaje corporal y sartorial, una persona que lo redime del crimen que carga su conciencia.
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Los atavíos del noble arrojo en Europa Los años centrales de la vida de Duque de Estrada, desde su veintinueve a sus cuarentaiún años, se caracterizan por la búsqueda de su identidad profesional y de su ubicación social como exiliado en diferentes lugares de Italia y de Europa y ocupan en el texto las partes VI a XIV. La narración de los acontecimientos que vive desde 1614 a 1630 es extensa y densa en actividades. La multitud de trajes que Duque viste en esta larga etapa reflejan sus indecisiones, sus diversas posiciones sociales y sus crisis existenciales. Su aspecto reviste tres facetas de su personalidad que aparecen intermitentemente: el héroe épico, el valiente espadachín y el distinguido cortesano. El personaje épico coincide con sus momentos de gloria militar y ganancias materiales en un fondo referencial histórico. El espadachín asoma sobre todo en sus baches existenciales como consecuencia de desnudamientos y pérdidas. Se conecta con la rebeldía y las transgresiones sociales – duelos, muertes, huidas, amores exóticos, persecuciones y desgracias – y se inspira más en la literatura. Por último, el militar y el espadachín se apoyan siempre en el cortesano. Tanto en sus acciones heroicas como en sus actos criminales Duque es impulsado por la ideología de su estamento. Las ganancias de sus hazañas guerreras sustentan el despilfarro del hidalgo ostentoso y su prurito de honra le lleva a duelos y muertes. El protagonista noble se pasea por numerosas cortes de Italia y de Europa con la seguridad y el orgullo de quien ha asimilado las prácticas y los gustos del caballero que pertenece a esos círculos. Admira y emula la ostentación de la elite y compite y se iguala con ella en sus gustos, gestos y apariencias: participación en Academias literarias, dominio de la esgrima, equitación, bailes y conocimiento de idiomas. Es decir, muestra su gracia, su sprezzatura, requerida en los distinguidos niveles sociales. Jacques Revel en su artículo ‘The Uses of Civility’ afirma que del siglo XVI al XVIII aparecen numerosos tratados sobre modales y normas de comportamiento en Europa que siguen por un lado la tradición erasmista de ‘civility’ (De civilitate morum puerilium o Manners for Children), que enfatiza la conformidad de las ropas a las normas morales y religiosas y, por otro, la tradición que arranca de El cortesano de Baltasar Castiglione publicado en 1528 (185–86). Obviamente Duque de Estrada en la creación de sí mismo sigue la corriente que parte de las normas postuladas por Castiglione. Esta tradición presupone una jerarquía social codificada y presta más atención a las cuestiones de estatus y diferenciación. El perfecto cortesano debe reunir dos criterios. Uno incluye el favor del príncipe, el éxito que presupone tal favor y la estima de los compañeros. El segundo se basa en la gracia personal o sprezzatura (mostrar que uno hace con facilidad lo que ha tomado esfuerzo en dominar), en el nacimiento y en el talento. El cortesano debe de cultivar la imagen externa y reprimir los signos de tensiones internas (192). Las apariencias regulan la vida de la corte pues, según afirma Revel (1989), ‘Court dress was governed by laws, by a strict hierarchy as well as a system of mutual recognition that one had to know how
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to use to advantage in every situation’ (194). Es obvio que la educación y la actitud de Duque de Estrada lo colocan firmemente en los dictámenes de estos requisitos. El protagonista se siente, ante todo, orgulloso de su nacionalidad en un momento histórico en el que ser noble y español es una carta de identidad que abre puertas y favores en Europa. Frente a esta firme ancla de su ser Duque se ve constantemente asediado por desventuras y persecuciones que escapan su control y que le fuerzan a abandonar su ámbito de reconocimiento social y marginarse en lugares extraños.7 Sus desgracias se manifiestan en actos castradores de desnudamientos y en otros velos de su impotencia, disfraces y vestidos mixtos. La reintegración a la sociedad se suele marcar por estados morales tormentosos que se resuelven en confesiones generales y arrepentimientos (166, 309, 439), y por la recuperación del traje de su categoría.
El vestido de la incertidumbre En la construcción progresiva de su identidad Duque de Estrada cubre las transiciones entre sus diferentes etapas con vestidos que representan sus momentos de incertidumbre. El ejemplo más característico de este recurso lo hallamos en el traje negro de peregrino que usa cuando, en su huída de la prisión de Toledo, se dirige hacia Barcelona e Italia. La función del hábito es el hacerlo pasar desapercibido entre otros caminantes pero su significado es ambiguo pues, al mismo tiempo que cubre, descubre su identidad. También exterioriza su penitencia y su duelo. Así describe la vestidura talar: híceme una sotana de bayeta de Sevilla, muy frisada, forrada de tafetán, con la esclavina de lo mismo muy pespunteada, con la manga a la frailesca, que por ella, como también por las faltriqueras de los calzones, se veía un calzón y jubón de tela de oro y negro. Llevaba atravesado al cuello un rosario de azabache de Francia, con infinitas labores y figuras, y un Niño Jesús en cueros sobre una muerte de oro macizo con diamantes, prenda de la burlada monja, con un gran sombrero que salía sobre la capa, una roseta, guantes y regalillo negro, con bota justa y chinela picada y un cuello escarolado con antojos guarnecidos de plata de manera que hacía una extraña figura de mortuorio. Acompañaba a esto un bordón muy delgado y labrado, negro, que llevaba un paje que allí recibí, vestido también de luto. (164)8
El negro atuendo está compuesto de telas caras, pues la bayeta frisada o paño de lana que se usa de ordinario para el luto (Covarrubias 1979, 609) está
7
Además de la escapada de España, Duque de Estrada huye en siete ocasiones más (262, 273, 278, 282, 300, 307, 366). 8 Para el significado de estas prendas de ropa consúltese el Glosario incluido al final del libro.
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forrada de tafetán, tejido costoso de seda. Las guarniciones son de lujo o de moda: joyas, guantes, manguito, gran sombrero con roseta,9 cuello escarolado y anteojos con engaste de plata. Junto a los suntuosos adornos, las anchas mangas y bolsillos del hábito dejan asomar otro traje interior aún más caro: ‘calzón y jubón de tela de oro y negro,’ que sigue la moda de colores sobrios de la nobleza española. Su valor lo revela el tejido de metales preciosos cuyo uso general Felipe IV prohíbe en un intento de controlar la economía.10 El hábito de peregrino se superpone temporalmente al del hidalgo. El lujoso conjunto muestra su gusto por la ostentación, revela su hidalguía de ‘montañés de la casa de Estrada’ (175) y su afluencia económica. En lugar de introducirlo en la comunidad de los caminantes, paradójicamente lo destaca del grupo, le atrae servidores y le ayuda a introducirse más tarde en la alta sociedad en Italia. Los hábitos sociales heredados calan hondo en la formación de su ser. Junto al juego de revelar y esconder, la negra sotana funciona también como un traje funerario y penitencial (‘hacía una extraña figura de mortuorio’) que revela pérdidas (patria, familia y amigos) y desgarros internos de culpabilidad, pues según manifiesta Duque al llegar a Génova, su vestido ‘es reliquia de un luto muy fijado al alma’ (177). El conjunto le ayuda a cubrir la brecha entre los viejos y los nuevos hábitos, entre el pasado problemático y su futura redención, entre la exclusión y la reintegración social.11 La misma ambivalencia que observamos en su traje de peregrino aparece con frecuencia en su relato. Duque adopta un traje mixto cuando al llegar a Italia añade a sus propias ropas españolas algunos aderezos italianos (177). Estas mezclas de vestidos reflejan frecuentemente su situación multicultural (284, 288–9, 323, 340, 371, 435, 477). Diferentes disfraces lo protegen en momentos peligrosos, embajadas, fugas y estados de alienación (de peregrino en su huída de España a Italia, de capellán en su fuga de Nápoles a Palermo [307], de espía en Venecia [255] y de estudiante pobre [333]). Aunque en todas las instancias el protagonista manifiesta un apego a su privilegiada identidad de español hidalgo, seglar y heroico sus cambios de apariencias manifiestan la maleabilidad adaptadora del sujeto a otras culturas y situaciones.
9 Duque lo confirma más adelante cuando flirtea con las hijas del virrey de Cataluña ‘hice al punto que se horadase y cosiese [la moneda que las muchachas le arrojan] encima de la rosa de mi sombrero, que subía un dedo de la copa’ (170). 10 Así se lee en la pragmática de 1623: ‘En quanto a trages y vestidos, prohibimos a hombres y mugeres, sin distinción alguna, el uso de oro y plata en tela y guarnición, dentro y fuera de casa en todo cualquier género de vestidos, aunque sean jubones, manteos, ropas de levantar, almillas, bohemios y otros, aunque sean de camino’ (citada por Dalmau y Soler 1947, 305). 11 Desde su llegada a Génova Duque tiene conciencia de esta nueva etapa en su vida, ‘ya parece que vivía nueva vida’ (176).
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El vestido de la heroicidad El traje con el que más se identifica Duque de Estrada es el militar. En efecto, desde que se alista como soldado el 24 de septiembre de 1614 el protagonista se apega al uniforme marcial con el que alcanza sus mayores cimas de éxito y reconocimiento social. Con este uniforme crea al héroe bélico, imagen que aún mantiene en los últimos años de su vida cuando ingresa en una orden religiosa y se autodenomina ‘fraile injerto en soldado’ (490). El narrador construye su heroicidad durante tres intervalos existenciales en los que participa en hazañas bélicas. El primero se extiende de 1614 a 1621, mientras reside en Nápoles bajo el gobierno consecutivo de los virreyes conde de Lemos y duque de Osuna. El segundo intervalo ocurre durante su estancia en Palermo a partir de 1623, protegido por el virrey de Sicilia. Por último, en 1630 interviene en las confrontaciones centroeuropeas de la Guerra de los Treinta Años junto al general Barradas, donde se destaca en la famosa batalla de Lutzen (411–22), obteniendo como resultado los puestos de capitán de caballos y de gobernador del castillo de Fraumberg (435). El traje de soldado realza sus méritos personales y lo coloca en una institución que le sirve de nicho y plataforma identitaria en Europa. Su intervención en las empresas militares del bloque católico, además de garantizarle protección, le traen recompensas económicas que facilitan su movilidad e independencia e incrementan su capacidad de ensalzar su figura. Inicialmente el ostentoso atuendo militar ‘cargado de galas y plumas’ (188) describe la imagen del joven fogoso de sus primeros cinco años de soldado en Nápoles. En ese tiempo participa en jornadas navales, fanfarronea de su capacidad bélica y de su masculinidad, y afirma que se dedica a ‘lucir mis galas y pescar damas’ (193). La vestimenta del miles gloriosus no se distingue por su lujo sino por su exagerada exhibición de plumas y colores que extienden el pequeño cuerpo del joven aguerrido y agranda su potencia viril proyectada en esas plumas. Es decir, como nos recuerda Flügel, a través de la ropa, se consigue una extensión del cuerpo y un incremento del sentimiento de poder, vigor y ‘steadiness in our bearing’ (The Psychology 34). Su sombrero emplumado y sus ‘calza entera y cuellos abiertos’ (201), siguen la última moda española y forman un gallardo conjunto que le granjea en la ciudad virreinal ‘el título de más galán’ (201). El bizarro vestido manifiesta el ansia de ostentación y braveza en la concepción del yo juvenil. La extravagancia de su aspecto exagera su protagonismo en la milicia e incluso excede las expectaciones del protocolo usual, como ocurre cuando es enviado con una embajada a Ragusa en 1616. En ella su vistosa ropa (‘un vestido encarnado, blanco y oro, y una montaña de plumas de las mismas colores, y mis cabos y tahalí bordado, con cabestrillo y algunas joyas de diamantes’ [215]), que se compara con los colores de un papagayo (‘parecíamos jaula grande de papagayos’ [215]), traiciona su propio concepto del traje adecuado para un hombre inteligente y serio en la posición de embajador. La ropa chillona, aunque despierta
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admiración, produce también una impresión distorsionada de su capacidad en los ragusanos: ‘Juzgaron de mí los senadores y dijeron que, si era alegre de cascos como de colores y vario como ellos de parecer, que habría poca subsistencia en mi propuesta y poca madurez en mi consejo’ (217). En fin, los vistosos atuendos del soldado expresan el orgullo y la ambición de Duque que, tras varios años de encarcelamiento y miserias, puede por fin libremente desarrollar las potencialidades de su juventud. La guerra garantiza al protagonista oportunidades de medra y de aceptación en el grupo. Apoyado en sus ganancias y en su prestancia social Duque se incluye en la nobleza local napolitana al casarse con un miembro de ella, doña Lucrecia. La boda le trae diez mil ducados de renta y la acogida de napolitanos influyentes. El aumento de la valoración del yo se constata en la abundancia y coste de los vestidos y decoraciones que Duque lleva durante su boda, lujo indispensable para conseguir respetabilidad en su integración al lugar. Así describe su aspecto durante las celebraciones matrimoniales: Duró la fiesta ocho días y yo me puse otros tantos vestidos diferentes y de diferentes cabos. El primero fue calza entera, capa y gorra carmesí, forrado de tela de oro, vestido que me costó cuatrocientos escudos; la capa, con veintiséis guarniciones sobre fajas de raso, porque los mil escudos de presente todos fueron en vestidos, fuera de los que yo tenía, que eran tales que pocos capitanes los tenían mejores, respecto de que en mi vida he jugado, y el sueldo de los ocho escudos se empleaba en jubones y cabos, teniendo la costa hecha y muchos presentes de don Francisco, sin las joyas y dineros que yo me truje. (206)
En esta cita podemos notar la insistencia del narrador en el valor comercial de los atuendos y su obsesión por invertir todo su caudal, incluidos regalos y sueldo, en ropa. La apariencia es una necesidad y una garantía para posicionarse en la elite napolitana y representa su nuevo estado de integración social que borra la vergüenza de su forzado exilio, como el narrador mismo expresa ‘mirábame renacido y levantado de tierra a estado tan quieto’ (225). En la descripción también constata las prácticas al uso en el acto de vestirse del sujeto premoderno, en las que perviven el sistema tradicional aristocrático del regalo de los superiores, junto con el empuje del mercantilismo y de la movilidad y libertad del sujeto para autohacerse con su sueldo. Prácticas que ya aparecen en la Vida del Lazarillo de Tormes y en los otros textos examinados en este estudio. El protagonista necesita sustentar su categoría social a través de una inversión continuada de sus beneficios económicos en la adquisición de ricas telas y objetos lujosos. Por ejemplo, en una ocasión, después de recibir su paga de trescientos cinco escudos dice ‘bordé mis camas, antepuertas y sobremesas’ (234). Más tarde en 1619, tras varias correrías por el Mediterráneo, emplea todas sus ganancias en aderezos para lucir su condición: ‘Añadí otra carroza y otros tres pajes de librea y dos lacayos de paño fino, leonado oscuro
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y guarnición cabellada, como los carroceros, de oro y seda, lucidísima librea’ (253). El consumir la propiedad en ostentación personal es un hábito característico de la aristocracia, que debe mostrar su superioridad por medio del consumo extravagante (Mauss, The Gift 37, 39; Veblen, The Theory 42–62) y los tejidos lujosos son mercancías centrales en tal consumo. Con la acumulación de vestidos caros y de telas suntuosas Duque sella su pertenencia al grupo. Si las ganancias de su etapa militar en Nápoles lo redimen de su vergonzoso exilio de España, las obtenidas en Palermo lo van a redimir de otro terrible bache que le ha forzado a huir de Nápoles en 1621, cuando es rechazado por el nuevo virrey, el cardenal Zapata, tío del joven don Juan al que Duque asesinó. Tras desastrosos contratiempos el protagonista se ve forzado a abandonar su familia y el cómodo puesto que había conseguido y huir como un verdadero malhechor. A partir de noviembre de 1623, Palermo se convierte en el lugar de su nueva reivindicación social, cuando se coloca al servicio del virrey de Sicilia, el príncipe Filiberto, hijo del Duque de Saboya. El evento central de esta etapa lo constituye su intervención como cabo de la infantería de una galera en la jornada del Marqués de Santa Cruz contra el corsario berberisco Ali Arráez Rabacín, general de tres bajeles, en mayo de 1624 (319). En el relato de tal jornada Duque resalta su valiente combate individual con el general Ali Arráez (320), testimoniado por su posesión de una pieza de ropa del corsario: ‘embestí con él con la misma furia, llevándole de una estocada el turbante (que aún conservo, de terciopelo rojo con pedrería en el volante revuelto)’ (320). Según el narrador, este enfrentamiento personal con el jefe enemigo facilita una victoria que se traduce en un valioso botín compuesto de esclavos, monedas de oro y preciosas joyas y tejidos (322). La llamada ‘victoria llena de prosperidad’ (322) se emblematiza en una exhibición colorista de tejidos que adornan tanto las naves como los soldados en la alegre recepción de la flota en el puerto de Palermo: ‘La entrada fue muy pomposa y bizarra, ornando las galeras de flámulas, gallardetes, banderas y estandartes de diversos colores, . . . La bizarría de bandas y plumas de nuestros soldados, parecían copos de nieve, grana, violetas, alhelíes y mosquetas, formando una primavera las popas, proas y filaretes, entretejiéndose otras galas de otros soldados vestidos a la turquesca’ (322–3). Duque se coloca en el centro de esta escena abigarrada que resalta su heroismo. Su importancia se ensalza aún más al ser personalmente alabado por el Príncipe Filiberto y por el Marqués de Santa Cruz con promesas de mejora de fortuna (‘El Príncipe dijo: “Bien merece un abrazo mío y ser capitán de ella [la galera capitana] y de infantería” ’ [324]). Como ocurrió en sus pasadas experiencias en Nápoles, de nuevo sus copiosas ganancias, frutos de la confrontación, le permiten mejorar su aspecto (‘hacer galas y vestido de capitán’ [324]) y sustentar la ostentación familiar pues envía a Nápoles ‘muchas piezas de raso y algunas curiosidades, un corte de tela de oro y una cadena que me dio el Príncipe, que pasó todo de mil y trescientos escudos’ (324). El discurso sartorial crea al héroe en un
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intrincado entrelazamiento de signos textiles: el turbante que testimonia su arrojo, la exhibición colorista de tejidos que adorna su gloria y las galas de capitán y ricos tejidos del botín que sustentan su elevación social. Su hazaña militar es un acto de redención y de transformación que complementa su anterior confesión y arrepentimiento tras la brecha desastrosa: ‘apenas me creía ser yo, a quien había seguido tanto la fortuna’ (324). El intervalo que va de 1630 a 1633 representa su más gloriosa etapa épica cuando Duque se somete a las órdenes del Emperador en Viena como ‘soldado de fortuna’ (371). Bajo el comando del famoso general don Baltasar Marradas, su nuevo modelo y protector, el soldado interviene en sangrientas batallas de la guerra de los Treinta años, con una gran conciencia de pertenecer al bloque católico. Su bravura despierta la admiración de amigos y enemigos que llegan a conocerlo con el sobrenombre de Jabalier petito (377), pero sobre todo se destaca como diestro estratega en la defensa con éxito del castillo de Fraumberg. Cuando posteriormente es nombrado gobernador de este castillo Duque alcanza su cima económica y de honor social, según comenta: ‘Admiraba mi gente del ardid industrioso, me consideraban un Marte y me observaban con gran respeto’ (380). La cumbre existencial de Duque de Estrada se coloca en el texto entre numerosas relaciones de grandiosos eventos naturales y guerreros, de suntuosas celebraciones y de biografías de personalidades tales como el general Wallestain, don Baltasar Marradas y la Serenísima Infanta de España. La detalladísima representación de las apariencias de tales personajes muestran su fascinación por el poder y preparan el terreno para presentarse a sí mismo como uno de ellos.12 En efecto, a sus más de cuarenta años, como gobernador del castillo de Fraumberg y capitán de caballos (435), su ganado honor se iguala a la ostentación de un gran señor. Su jactancia se manifiesta cuando se prepara a tomar posesión del puesto de castellano con seis pajes y doce lacayos vestidos con ricas libreas, con trescientos soldados de su compañía y acompañado de seis caballeros camaradas. La descripción de su lujoso atuendo, semejante al aspecto de su superior Marradas, es extensa y elaborada: Hice para esta ocasión un vestido de raso carmesí forrado en rica tela de oro fino, riza con ocho guarniciones de oro y botones de oro en medio, y todo el calzón largueado de pasamanos sobre pestaña de raso picado, y entre estas guarniciones, que descubría, tafetán blanco y la tela de oro. El jubón era de lo mismo, a la tudesca, abiertas las mangas, guarnecidas de muchas
12 Muestran también su conciencia de escritor con el deber de divertir al lector. Véase su explicación del origen de la guerra (372), de la conjura del general Wallestain y su descripción personal (422–8); el relato de la vida y carrera de don Baltasar Marradas (428–34); la detalladísima descripción de ‘las suntuosas fiestas de la Serenísima Infanta de España [doña María, hija de Felipe III] que vino a casarse con Ferdinando III, Rey de Hungría y de Bohemia’ (382–400); y la erupción del Vesubio (401–408).
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trencillas y puntas de oro, con los mismos aforros de tafetán y tela de oro; y por ser todo partido en fajas, descubría a partes la almilla de tela de oro y una riquísima camisa abotonada de oro, y tres órdenes de puntas de Flandes y bandas, de valor de cincuenta escudos, que de éstas tenía seis. Llevaba un coleto de ante fino, tal que pocos había sus iguales en Alemania, cuyo valor era de cien escudos, y éste guarnecido de oro sobre pestaña de raso, con fajas muy anchas y en el pecho muchos alamares de oro y botones gruesos con perlas y rubíes sobre la misma pestaña. El ferreruelo era del mismo raso carmesí, forrado en la misma rica tela de oro, con veintiséis guarniciones sobre la misma pestaña, que casi se cubría todo; el sombrero, con muchas plumas, rojo y guarnecido su aforro como el vestido; dos joyas de diamantes, una en él y otra en el pecho en una gruesa cadena, y el tahalí de ante recamado, y con él una espada y daga de mucha invención y labor; botas blancas, espuelas doradas, guantes de ante guarnecidos de oro; como se ve en un retrato que envié a mi hija [a continuación describe el bizarro caballo blanco que monta y su rica guarnición] (435–6).
El traje carísimo, que sigue más la moda alemana, está lleno de ornamentos y de joyas, es un fulgor de rojo y oro sobre blanco que simboliza al más alto momento de poder y gloria del protagonista. Esta cima de su éxito se representa figurativamente en el estar montado en un caballo tan adornado como el caballero: ‘En este caballo, igual a mi desvanecimiento, subí’ (436). En su investidura social, como ocurre en la descripción de los otros importantes personajes, su cara y su cuerpo desaparece. Ya no se hace tanto énfasis en la agilidad corporal, atractivo físico y galanuras del adulto joven. Lo que queda en este crucial momento de su madurez es pura ropa, joyas y plumas. La misma ostentosidad de los retratos de los grandes que inscribe en su texto. En conclusión, hemos visto como la evolución desde el aspecto de papagayo de su temprana juventud hasta el oro relumbrante de su vestido de capitán-castellano a sus cuarenta y un años representa la evolución progresiva del personaje heroico cuyo ‘magnífico atavío’ final lo coloca a la altura del aspecto de los poderosos.
Las galas del cortesano y los modelos de conducta A lo largo de esta evolución heroica Duque constata sus relaciones especiales con personajes de categoría superior que le sirven de modelo. Ahora bien, esta relacción es dialéctica en el sentido de que si por una parte necesita la protección de los de arriba, por otra rechaza su posición de subalterno. Con excepción de las grandes figuras como el duque de Osuna, el Príncipe Filiberto, y el general Marradas, a los que Duque sinceramente admira y respeta, al orgulloso soldado le cuesta aceptar los términos de vasallaje y de servicio en los que su mediana fortuna lo coloca. Duque muestra su respeto a la autoridad a través de las apariencias, como cuando en su primera entrevista
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Francisco Zurbarán (1598–1664). La defensa de Cádiz (1625). Estos miembros de la alta nobleza militar están típicamente vestidos con greguescos acuchillados, corazas abombadas, valonas, bandas atravesadas al pecho y ligas decoradas con rosetas y flecos.
con el Duque de Osuna, ansioso de ser aceptado por el virrey y con la intención de conseguir una modesta paga por sus servicios militares, cambia su talante de soldado arrojadizo, por un traje de colores sobrios con adornos elegantes, de acuerdo con la gravedad de la situación. Escribe que se presentó ante la autoridad ‘quieto, grave y modesto como hombre casado, y vestido, aunque galán, honestamente’ (210). Ahora bien, junto a estos actos de sometimiento el autor usa recursos que colocan al protagonista en el centro de atención y grandeza y que lo equiparan a la calidad de los superiores. Peter Burke, en su artículo ‘L’homme de tour,’ señala el impacto y el importante papel de las cortes en relación con las modas, y el hecho de que para atraer la atención
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del superior los súbditos ‘mieux valait être bien habillé, et même magnifiquement’ (150). Si Duque de Estrada ofrece sumisión al superior a través de los atuendos del protocolo palaciego (‘quise hablar al Duque y para hacerlo me puse un vestido de raso negro, acuchillado, forrado en tafetán cabellado, y sobrepestaña de raso cabellado, una rica guarnición de oro y negro de doce fajas, y el ferreruelo con veinte guarniciones y un monte de plumas negras y cabelladas’ [225]), también se eleva a sí mismo al equiparar su carácter apasionado y su temerario arrojo con el del virrey y al conseguir una relación íntima con el señor, representada en su cercanía corporal: ‘me recibió con abrazarme . . . y aquella noche fui admitido en la tabla o mesa del Duque (261). Más adelante afirma: ‘me hacía dormir en su aposento desde Tolón, comunicando muchas cosas importantes hasta que se dormía’ (261). El mismo recurso de elevarse a la altura del superior se observa cuando en 1628 sirve al príncipe de Transilvania, Bethlen Gabor, con ‘el título de gentilhombre de su cámara y maestro de ceremonias y lenguas’ (339). Los regalos de vestidos y joyas costosas de los príncipes (‘el Príncipe me dio un corte de vestido de brocado, capa, calzón, ropilla y jubón con guarniciones de oro para él, que valía trescientos escudos . . . [y la Princesa] tres plumas pequeñas del tocado de la cabeza, dobles, blanca, encamada y turquina, con una rosa de diamantes’ [348–9]) constatan su irremediable posición de subordinado. El etnógrafo Marcel Mauss ha demostrado que no existe ningún regalo gratis y que los ciclos creado por el regalo y la responsabilidad de devolverlo ‘engage persons in permanent commitments that articulate the dominant institutions’ (ix). Por mucho que el protagonista se sienta halagado por los favores que recibe de los señores, el hecho es que, según Mauss, ‘the unreciprocated gift still makes the person who has accepted it inferior, particularly when it has been accepted with no thought of returning it’ (65). Duque contrarresta su estado de vasallo al resaltar su propia superioridad al príncipe por ser hidalgo español con mejores refinamientos cortesanos (346) y por tener mayor capacidad viril. De hecho el maestro de ceremonias llega a suplantar a su amo en el favor sentimental de su esposa. En efecto, debido a la enfermedad de Bethlen Gabor, el español lo sustituye en el baile con la princesa e incluso sugiere mantener relaciones sexuales con ella a través del lenguaje figurativo del cuerpo y de las ropas. Así lo testimonia en una ocasión en la que la acompaña de caza: ‘Aquí llegó mi favor o fortuna a descalzar a la Princesa, porque, llevando una bota justa de cordobán muy sutil, corriendo una liebre con sus damas, se hizo mal en un pie’ (360–1). Para aliviarla el protagonista le descalza su bota, le pone con su lengua su saliva y le besa el pie (361). La narración del evento se acompaña de un diálogo picante y eróticamente tenso en el que afirma que sus deseos tienen altos pensamientos. Cirlot (1962) constata que la liebre es un símbolo de lascivia y fecundidad (132–3). Por otro lado la acción de calzarse y descalzarse se ha usado tradicionalmente para representar el acto sexual, mientras que el pie y el calzado apretado pueden simbolizar los genitales masculinos y femeninos. Teniendo en cuenta el sentido
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metafórico de estos elementos queda evidente a qué se está refiriendo Duque.13 El engreimiento personal y la sujeción es el doble filo de la posición social del soldado que, como hemos observado en otros personajes de las autobiografías comentadas, vive el dilema de su necesidad de aceptar la protección de los señores y al mismo tiempo rechazar el servicio a que ésta le obliga. Duque se enorgullece de su privilegiado puesto en la elite, es decir abraza el sistema social jerárquico, pero al mismo tiempo rechaza la escala de vasallaje en la que se basa tal sistema. En la milicia encuentra el medio que garantiza su independencia económica y le salva de los sometimientos típicos de los cortesanos. Su actitud queda explícita en un momento en que su mujer le pide que deje de ser soldado ‘pues tenía lo necesario para vivir como caballero’ (231), a lo cual Duque responde que su ‘negra honrilla’ no se lo permite, por su inclinación a la guerra y ‘por no haber llegado a ser capitán’ (231). Es decir, su honra consiste en alcanzar un puesto lucrativo que le asegure su autonomía. El rechazo del servicio como institución opresora que circunscribe su libertad y su oportunidad de medra lo hace explícito en varios lugares. En una ocasión renuncia a quedarse en la corte de su protector el Duque de Mantua por los motivos que expresa: ‘porque me parecía quedarme anegado perpetuo cortesano, sujeto al buen aire o desaire de un señor, con quien se pierde en un punto cuanto se gana en toda la vida, sin esperanzas de pasar a mejor puesto que el que me podía dar en su casa y estado’ (285). En otra ocasión deja el cargo de privado del príncipe don Pedro de Médicis por la misma razón: ‘Imaginéme preso de una buena voluntad perpetuamente y cortesano toda mi vida, sin mi mujer e hijos, ni hacienda, en lo mejor de mi edad, y así traté de buscar fortuna’ (330). Su acercarse y alejarse, identificarse y marginarse del grupo hegemónico crea un discurso y una personalidad contradictoria y ambigua. El discurso sartorial expresa estas vacilaciones, tanto en la creación de su presentación personal como a través de los simbólicos materiales que se incluyen en la narración. El lenguaje de las ropas nos ayuda a entender la vacilante posición social de un personaje que se hace progresivamente complejo a lo largo del texto.
El ropaje del espadachín La complejidad del personaje, con sus cambiantes entramados textiles se refleja también en el intrincado entramado textual. Para crear al personaje marginado Duque parece inspirarse en el modelo picaresco, como ha señalado Otis Green o en el galán de las comedias de enredo. Entre sus momentos heroicos asistimos a sus destituciones sociales y al surgimiento del aventurero, 13 Sobre estos simbolismos consúltese mi artículo ‘Travestismo, transferencias, trueques e inversiones en las aventuras de Sierra Morena’ en el que incluyo bibliografía sobre el tema.
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aspecto especialmente desarrollado en las Partes Undécima y Decimotercera de la narración. Las dos etapas aventureras de fugas, duelos, matanzas, contactos con grupos marginados (homosexuales, travestidos, bandoleros, fulleros) y vida a salto de mata parecen seguir obviamente el modelo literario de aventuras picarescas, por tocar los bajos fondos, y el de las comedias de capa y espada. De hecho, cuando el narrador afirma que sus acciones son provocadas por su vanidad y por seguir tan al pie de la letra las leyes del duelo y los casos de honra, nos revela el tema fundamental de la comedia (315). En los tumultuosos acontecimientos ocurridos entre los años 1621 y 1623 que siguen a la etapa relativamente tranquila y floreciente de Nápoles, Duque sirve a varios señores, viaja y huye con frecuencia, acompañado de una amante travestida, a lugares como Saona, Mesina, Nápoles, Roma y Florencia, sufre persecuciones por su antiguo crimen, es robado y encarcelado, forma parte de una banda de bandoleros, comete temerosos desafíos, muertes y fugas y, finalmente, pregonada su cabeza, se embarca disfrazado de capellán hacia Sicilia. En tal turbulento periodo, en el que nuevas muertes aumentan su complejo de persecución y su delirio de grandeza, el protagonista demanda ante todo el reconocimiento de los demás. Por eso, entre fuga y fuga, el narrador viste al espadachín de galas a la moda napolitana con toques marciales, galas que se duplican en su amante doña Francisca vestida de hombre. Juntos pasan como una pareja de atractivos soldados españoles que anuncian fanfarronamente su valentía: ‘Llevaba Doña Francisca un vestido riquísimo de tela de oro verde, con muchas guarniciones y botones de oro y cabos excelentes de rosas, rosetas y jubón, espada y daga dorada, cadena y cintillo de oro, y en mí, que iba vestido de tabí leonado oscuro, cabos y guarnición de oro, muy a lo de Nápoles, y los dos con muchas plumas’ (288–9).Y es precisamente su gallardo aspecto unido a la fama de ser uno ‘de los mejores espadas de la nación’ (290) el que le atrae siempre la atención y la protección de los grandes. De hecho, a lo largo de la narración diferentes personajes muestran un reiterado interés por conocer su identidad y emiten una pregunta similar a la que hace el conde de Monterrey al Duque de Feria: ‘ “¿Quién era ese caballero tan chiquito, tan galán y tan favorecido de Vuestra Excelencia?” ’ (292), pregunta cuya respuesta se satisface en la autobiografía misma. El espadachín en los Comentarios viste figurativamente la dialéctica que vive el personaje: el ser rechazado y perseguido por el mismo poder que lo ha creado. El atractivo que ejerce en sus superiores proviene de personalizar de forma extremada el código de honor que sustenta las prácticas de su estamento. Las persecuciones de Duque de Estrada se acompañan de pérdidas de las capas del reconocimiento social en lugares extraños y de sentimientos de íntima vergüenza y de falta de control, como cuando en Padua es robado de todas sus posesiones: ‘cuando me desperté me hallé con el vestido solo, robado mi dinero, baúles, y el paje también, . . . Halléme corrido, atajado y aun perdido del todo’ (331). Sin dinero, el traje distintivo que le ha servido para sentirse incluido dentro de un grupo pierde su valor y se desmorona la
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construcción del yo. En estos estados de indigencia, Duque adquiere los hábitos de la clase media ilustrada, de estudiante y de preceptor de jóvenes hidalgos (monsieur Arlé, sobrino del rey de Francia y después Bethlen Gábor, príncipe de Transilvania), que le aseguran la supervivencia. La imagen juvenil del espadachín impulsivo se va poco a poco transformando con la edad pero complementa la intención creativa y apologética de Duque de Estrada que, a través de sus diferentes imágenes, va creando a un hombre completo y extraordinario que experimenta intensamente las vicisitudes de su época.
El desengaño de sí mismo y el hábito de religioso La gloria militar le sirve como aureola aun en la más melancólica sección de su autobiografía, la redactada hacia sus cincuenta y ocho años y la que inspira el título de su obra, Comentarios del desengañado de sí mismo, prueba de todos estados y elección del mejor de ellos. En esta sección Duque de Estrada renuncia a sus doradas galas en el momento más alto de su carrera y, en un acto dramático de conversión, trueca su lujosísimo vestido de gobernador por el pardo hábito de fraile cuando profesa con el nombre de Fray Justo de Santa María en la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios en 1636, a sus cuarenta y siete años. La elección del estado religioso parece haber sido forzada por haber quedado inútil de los brazos, por su deteriorada salud y por la muerte de su esposa (486).14 Hasta el final de su autobiografía habita principalmente en Cerdeña dedicado a fundar hospitales, pero sus verdaderos intereses se muestran en el hecho de que en las últimas cinco partes del relato, más que tratar de su humildad religiosa, recalca su liderazgo en la defensa de Córcega de la invasión de los franceses y en sus cargos dentro de la orden, por eso se autodenomina un ‘fraile injerto en soldado’ (490). En el Duque maduro perviven los otros yo de su pasado.15 La drástica conversión de Duque se dramatiza en el texto (Parte Decimasexta) a través de las ropas. En efecto, al ir a hacerse cargo del castillo de Fruemberg, con su brillante traje, montado en ‘un hermoso y bizarro caballo blanco’ se le cae su ‘grande y guarnecido guante’ (436). El nimio incidente provoca el que sus subalternos y camaradas se desvivan por recogerlo del suelo y entregárselo. Ettinghausen señala que esta caída representa la falta de control del caballo, símbolo del ‘natural poderío del gobernante’ (‘Introducción’ 39). La caída del guante, complemento lujoso del traje cortesano (Bernis, El traje y los tipos sociales 2001, 192) y símbolo de la suntuosidad del señor, es una ocurrencia inesperada que expone ante los otros y ante sí mismo algo que 14
Esta conversión no convence tampoco a Ettinghausen (‘Introducción’ Comentarios 38). Ettinghausen en su ensayo ‘Vida y autobiografía’ ha cotejado la información que Duque de Estrada ofrece de este periodo con los datos de los archivos de la Orden y concluye que el autobiógrafo ofrece una versión mucho más positiva que la realidad. 15
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se quiere ocultar, su falta de control, su brazo inútil y su cuerpo resquebrajado. El accidente rompe la unitaria armonía que ofrece su ostentosa figura, lo cual le produce bochorno y le obliga a volver la mirada sobre sí mismo. El guante desprendido simboliza la inestabilidad de la presentación del yo, de las ropas que invisten el poder del señor y que provocan el acto de sumisión de los criados. Si se tiene en cuenta su visceral rechazo de las relaciones de dependencia, podemos entender por qué el autor ha elegido esta ocurrencia para demostrar su toma de conciencia de lo falaz de su engreimiento y de su vileza. En efecto, la meditación sobre su pasada vida, en el momento en que se ha convertido en un ‘lozano pavón’ (438) gira en torno a ‘la volubilidad de las cosas humanas’ (437), entre ellas, las apariencias. En su reflexión Duque de Estrada cuestiona sus más arraigadas creencias, pues se da cuenta que su fastuoso traje ‘es un edificio fundado en tan débil basis’ (438), pues cubre vacíos irrellenables y pérdidas irrecuperables – muertos, patria, familia, hacienda y salud (437–8). Es sólo una precaria pompa de presunción que depende de sucesos incontrolables o del capricho de un superior (438). Es curioso que en esta apología del yo, donde el protagonista se ha esforzado en revestirse de las ropas más valorizadas en la creación de su masculinidad – cortesano, militar y espadachín – acabe precisamente con una meditación sobre la fragilidad de las apariencias. La exhibición del poder no compensa los huecos de su vida, ni el deterioro de su vigor en sus últimos años. En su soliloquio Duque de Estrada, desengañado, pasa revista a sus más significativos afectos a lo largo de su vida, su orgullo de casta y su gusto por las vestiduras y decoraciones, reducidos en su vejez a una ruina corporal que produce asco en un novicio: Esta es la justicia que manda hacer el Rey de la Gloria, Nuestro Señor, y el tiempo en su nombre, a este hombre engañado por los graves delitos de la soberbia de su sangre, de la jactancia de su gala, arreos y compostura de vanagloria, de su limpieza y policía de su cuerpo y curiosidad de ropa blanca, olores y superfluidades exquisitas, galas, invenciones, pinturas, esculturas, recamos, plumajes, bandas, adornos de sus camarines, ejercicios de músicas, bailes y festines. (507)
El desengaño causado por su cuerpo enfermo, lleno de llagas y feo le hace meditar sobre las consecuencias de su fidelidad al código de honor y a la ideología que ha abrazado. Para concluir, en los Comentarios del desengañado de sí mismo las ropas visten el sentimiento profundo de valor personal de Don Diego Duque de Estrada y su apego al estamento noble y a su patria. La manipulación de su cuerpo y de los vestidos crean un personaje extraordinario: galán heroico, arrojado, ágil, de gran potencia sexual, culto y con gracia. Incluso el hábito religioso que cubre un cuerpo caduco, plagado de enfermedades y heridas, se reviste de la aureola de la heroicidad y de buenas obras. Lo excesivo de su apariencia y de su conducta afirman el statu quo y refuerzan las normas sociales
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y culturales. Sin embargo, lo excesivo es también una forma de resistencia, una alternativa radical de los significados sociales, culturales y políticos. El traje viste su afirmación de individualidad y de libertad. Su rechazo del servicio cortesano, aquel que deseaba el escudero del Lazarillo como remedio a su indigente situación, y su elección de actividades lucrativas bélicas que le garantizan su autonomía económica – las mismas opción que escogen Alonso de Contreras y Catalina de Erauso – reflejan cambios de actitudes en las relaciones sociales y económicas en la Europa de la primera mitad del siglo XVII.
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Conclusión El objetivo de este estudio ha sido exponer a través del análisis del discurso sartorial el proceso de la creación de la individualidad en representativos textos autobiográficos de principios del siglo XVII. En estas narraciones los autores han proyectado una imagen ilusoria del yo en su intento de representar subjetividades integradas. Ahora bien, esta construcción se hace a través del lenguaje, cuya fundamental ambigüedad refleja también la indeterminación del sujeto. La ambigüedad lingüística se plasma especialmente en los símbolos culturales, como los incluídos en el lenguaje de la ropa, verdaderos mediadores entre la realidad interna y externa, y entre los procesos de experiencia primaria y secundaria de los individuos (Schwab, ‘Subject’ 1984, 464–7). En los relatos personales examinados los cambios de vestidos acompañan las específicas circunstancias de los personajes en términos de su posición social y geográfica, de su nivel económico, de su profesión y de su diferenciación sexual. También reflejan sus más íntimos debates, así como sus esfuerzos, luchas, fracasos y éxitos. Es decir, en estas obras, el lenguaje de la ropa expresa que la construcción de la identidad es un proceso continuo y flexible a lo largo de la vida. En las vestiduras se incrusta el hecho de que los sujetos son productos de su tiempo y de su circunstancia histórica. Pero también afloran en ellas la aportación individual a las pautas recibidas, los proyectos personales y los específicos sentimientos y crisis existenciales. En fin, el discurso de la ropa compone el entramado de hilos y materiales de tejidos particulares que exhiben y cubren al mismo tiempo las complejidades de la individualidad. En las novelas picarescas la manipulación de la ropa acompaña la resolución de cada uno de los protagonistas de mejorar de condición. Lo cierto es que en estas autobiografías ficticias los deseos de los protagonistas de adquirir las vestiduras de los privilegiados chocan con obstáculos institucionales y con los designios últimos de los autores que les impiden el avance deseado. En el conflictivo proceso entre la voluntad individual de manipular de forma provechosa las apariencias y las diferentes circunstancias que se lo impiden se crean abigarradas y específicas identidades. Mateo Alemán amplifica al extremo la técnica paradigmática que presenta el Lazarillo en el Tratado Tercero. El rico lenguaje suntuario de la Atalaya expresa la fragmentación íntima, las inquietudes morales y la inestabilidad de la construcción genérica sexual de Guzmán de Alfarache. El análisis psicoanalítico de
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sus alternativos revestimientos y despojos corporales muestra los conflictos del personaje entre su frustrada búsqueda de integración en el orden patriarcal y sus encuentros con lo maternal que lo regresan al estado de caos y desintegración. Guzmán intenta crearse una identidad aceptada socialmente por medio de la adquisición de las marcas del poder masculino pero sus intentos son abortados por numerosos desnudamientos que corresponden con su degradación moral y su adyección social. El narrador revela que la individualidad es una vestidura externa que cubre un vacío existencial, pero es una vestidura regulada que forma parte de un armazón social difícil de alterar y que la única forma de supervivencia es someterse a las inevitables convenciones. Las pocas prendas con que Gregorio González reviste al Guitón Onofre forman la personalidad insustancial de un bufón al que no se puede tomar seriamente. La superficialidad de Onofre Caballero reside precisamente en la ausencia de prendas suntuarias que lo caractericen y que proyecten las complejidades del ser. Su teatralidad, oquedad y falta de inquietudes morales se emblematizan en el herreruelo, única pieza de ropa que destaca en su aspecto, el cual funciona como un amplio paño sin color ni decoraciones, tan raso como el talante psicológico del personaje que envuelve. Francisco de Quevedo permite que su héroe se vista temporalmente con las ropas del poder; lo deja ser rey de gallos por un tiempo, como en el carnaval, para después hacerlo caer en el lodo, apalearlo, desvestirlo y marcarlo con signos corporales de infamia. Queda claro que para el autor los deseos de Pablos de mudar de estado apropiándose ilegal y grotescamente de las vestiduras del estamento superior son muecas teatrales risibles y gestos que ni persuaden a los demás ni lo transforman. Las ropas de la pícara Justina disfrazan textualmente al autor masculino, Francisco López de Úbeda que travestido de mujer representa un simulacro burlesco de las relaciones entre los sexos. Justina es una figura complicada que se viste con ropas coloridas y atractivas para resaltar un cuerpo de mujer cuyo valor reside en ser el objeto de deseo del hombre. Ahora bien, esta representación tradicional del cuerpo femenino, que la coloca en el lado negativo del poder, se neutraliza en el texto al contrastarse positivamente con los aspectos animalizados y grotescos de los personajes masculinos que la rodean y acosan. La protagonista se atreve además a devolver la mirada a los hombres, emblemáticamente convertidos en ojos vestidos, para desnudarlos de sus signos fálicos. Mientras se auto-construye colocándose el maquillaje de la feminidad, vuelve sus espaldas al poder y matiza burlonamente la fuerza de la agresión visual masculina. Ahora bien, si los actos de la pícara invierten el orden no dejan de ser a última hora un juego narrativo sin mayor trascendencia. Las marcas sifilíticas y la falda manchada de la narradora nos recuerdan sutilmente que la victoria de la joven protagonista es un suceso malogrado al final. Todos los personajes de las autobiografías seleccionadas se encuentran de alguna forma marginados y las vestiduras reflejan sus ansias de integración pero son los pícaros, Guzmán, Onofre, Pablos y Justina los verdaderamente
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destituidos. Su baja categoría social, su condición racial, económica y moral, su sexo y el hecho de ser manipulados por su creador, les impiden alcanzar los resultados tan intensamente deseados y negociados. Los pícaros rechazan el puesto en que son colocados e intentan de forma ilegítima remudar la ropa que los encasilla. Su identidad, revestida de hábitos que implican relaciones conflictivas con las estructuras establecidas y con el poder autorial, se funda en la frustración. De todas formas conviene reconocer que a pesar de sus fallidos intentos, su fuerte voluntad de mejora es un testimonio de capacidad de acción, resistencia y afirmación del yo. Los protagonistas de las autobiografías históricas muestran las mismas ansias de superación y de cambio de una condición dada que los pícaros, pero carecen de los estigmas degradantes que impiden su avance y, aun más importante, controlan su relato. El vestido de la heroicidad y de la extravagancia con el que se cubren los soldados se superpone a las debilidades de su carácter y a sus circunstancias adversas y, últimamente, los integra con éxito en la comunidad. El objetivo de Catalina de Erauso en su autobiografía es el de vestir su cuerpo de mujer con ropas masculinas para lograr la libertad y las cualidades de que carece, entre otras el derecho de hablar y de auto-construirse. Su travestismo crea un personaje ambiguo, teatralizado, anamórfico y mixto. También rompe categorías biológicas e institucionales que aliena a la protagonista al no poder situarse completamente en ninguna de las partes del binomio sexual. Aunque en mi análisis resalto las analogías del fenómeno de la Monja Alférez dentro de la tradición de mujeres guerreras travestidas en la civilización europea he subrayado también su singularidad y su específica respuesta a las diferentes situaciones que confronta. Paradójicamente, debido a la fascinación que su caso provoca en su entorno social, la travestida consigue el permiso de vivir fuera de la norma en un periodo en que las regulaciones son inflexibles. Alonso de Contreras proyecta una imagen idealizada de sí mismo en la que interviene la política del vestido a su favor. A pesar de los impedimentos que encuentra por su origen humilde y por otras circunstancias fuera de su control Contreras testimonia que existían posibilidades reales en el sistema para hacerse a su voluntad y alcanzar la movilidad social anhelada. Las actividades militares y comerciales en zonas geográficas multiculturales ofrecen al protagonista los medios económicos y las oportunidades para adquirir los signos distintivos que le permiten la inclusión y asimilación en esferas superiores. Desde el desnudo inicial al comienzo de su narración hasta el hábito de caballero de Malta en la orden militar de San Juan que consigue al final de su autobiografía los cambios de ropa definen las diferentes fases en la progresiva trayectoria vital del héroe. La autobiografía de Miguel de Castro es especialmente de interés por reflejar el conflicto interno de un joven en su aceptación y rechazo del determinado lugar al que se le confina por ser varón. Sus rebeldías e incertidumbres forman parte del fluctuante proceso en la formación de su subjetividad que se
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manifiesta en su contradictoria conducta. Por un lado colabora en el mantenimiento del orden jerárquico al formar parte de las ceremonias ritualizadas en la investidura diaria del virrey, su más alto representante, por otro sabotea tal orden por medio de una serie de actos subversivos que se manifiestan en sus frecuentes despojos de sus regulados vestidos y en sus escapes de los ámbitos masculinos del palacio en búsqueda de la mujer y del placer erótico. Al final de su relato Castro resuelve su dilema con la apropiación simbólica de las marcas patriarcales y con su asimilación final al sistema. La autobiografía de Castro testimonia las pruebas iniciáticas en una fase liminal de la temprana juventud en la que el individuo se ve forzado a supeditar sus deseos anárquicos a las reglas del establecido sistema de los adultos. Por último, hemos visto que el noble Duque de Estrada en su autobiografía cubre la mancha de su crimen juvenil y de su forzado exilio creándose una individualidad extraordinaria que se patentiza en sus pomposas apariencias. A pesar de sus grandes alardes y de su constante reafirmar su privilegiado estatus el personaje frecuentemente sufre el rechazo de la comunidad y vive en el borde del poder. En su auto-construcción las apariencias cubren profundos sentimientos de inferioridad y de inadecuación. Su obsesión por invertir todo su caudal en la adquisición de lujosos trajes y abundantes plumas se relaciona con la necesidad de engrandecimiento personal y de mantener una ventajosa situación que se manifiesta elusiva y deteriorada en múltiples ocasiones. Ser noble implica para este personaje la ardua tarea de sustentar las demandas de la ostentación. Tras el examen de los diferentes aspectos del abundante lenguaje sartorial en estas autobiografías queda clara su función clave en la creación de la subjetividad. Las vestimentas y decoraciones no sólo sustentan el entorno social donde se mueven los personajes sino que les dan cuerpo y alma. La ropa sustituye la ausente descripción de sus rasgos corporales y es el vehículo de expresión de sus inquietudes e idiosincrasias, es decir, sustituye también la escasez de análisis introspectivos. Las vidas narradas se caracterizan por el impulso de cada uno de los personajes de hacerse o de vestirse a voluntad. Con la ropa los protagonistas, además de extender su ser, expresar su carácter, articular sus voliciones, triunfos y fracasos, y cubrir sus sentimientos de inadecuación, intentan redimirse. Lázaro con la adquisición de un vestido mejor cree haber alcanzado la cumbre de su fortuna, Guzmán en su abyecto estado final, preso en las galeras, expresa su esperanza de salvación en las ganancias de la venta de sus viejas indumentarias. Para Catalina de Erauso, la aprobación eclesiástica y civil de su atuendo varonil al concluir su narración valida su opción existencial. Justina y Pablos se libran, aunque sólo sea temporalmente, de sus posiciones desventajosas manipulando sus apariencias. Onofre, Contreras, Castro y Duque de Estrada cierran el relato de su vida con hábitos que parecen sellar su integración social. En fin, en estas autobiografías la política del vestido se equipara a la función del discurso autobiográfico que viste de galas al sujeto y le da una fisonomía pero que a la vez deja asomar por sus fisuras el desnudo existencial y las inestabilidades del ser.
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Glosario En el siguiente glosario recojo solamente los términos que aparecen en las citas de los textos examinados. Para mayor información sobre la vestimenta a finales del siglo XVI y principios del XVII consúltese el libro de Carmen Bernis (2001), El traje y los tipos sociales en El Quijote. Aljubas: Género de vestidura morisca (Covarrubias). Almilla: Vestidura militar corta y cerrada por todas partes, escotada y con sólo medias mangas, que no llegan al codo (Covarrubias). Antojos: Anteojos especiales para el traje de camino acoplados a un tafetán que tapaba el rostro (Bernis, El traje 56). Arrebozo (Reboço): Toca o beca con que se cubre el rostro (Covarrubias). Banda: Accesorio que cruza el pecho típico del traje militar (Bernis, El traje 105). Basquiña, Vasquiña: Faldas exteriores, tanto en el traje de corte como en el popular (Bernis, El traje 216). Bonete: Cobertura de cabeza que suelen usar los clérigos y los letrados juristas (Covarrubias). Borceguíes: Bota morisca con soletilla de cuero, sobre ellos se ponen chinelas o zapatos (Covarrubias). Bota justa: Calzado de cuero que cubre la pierna hasta la rodilla y difiere del borceguí por ser más justa que él y tener suela de vaca (Covarrubias). En tiempo de Felipe III, los nobles españoles y los elegantes calzan los borceguíes o botas muy justas enceradas (Dalmau y Soler 339). Su uso se reservaba para el traje de camino (Bernis El traje 39–40). Calzas: El abrigo de las piernas (Covarrubias). Calzas atacadas: Las calzas se sujetan o ‘atacan’ al jubón con agujetas, o cintas de cuero (Bernis, El traje 156). Calzas con cuchilladas: A principios del XVII, las calzas, muy voluminosas, se componían de cuchilladas o fajas (que eran unas tiras verticales), de las entretelas o forro, y de un relleno para abultarlas (Bernis, El traje 152). Calzones: Un género de greguescos o zaragüelles (Covarrubias). Prenda que usaron los villanos para cubrirse las piernas (Bernis, El traje y los tipos sociales 397). Calzón largueado: Listado o adornado con listas (Diccionario de Autoridades). Camisa: La vestidura de lienzo que el hombre trae debajo de las demás ropas, pegando a la carne (Covarrubias). Capote: Prenda de cubrir que se usaba en el traje de camino (Bernis, El traje 28).
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Coleto: Prenda militar de cuero con una función protectora que se vestía encima del jubón (Bernis, El traje 97). En los textos examinados los valentones usan coletos de ante. Corpiño: Para dar a los torsos femeninos las mismas superficies lisas y duras que el verdugado, se utilizan corpiños de cuero, tablillas y cartones (Bernis, El traje 214). Cuello escarolado: Cuellos de lechuguilla no almidonados, típicos de modestos hidalgos (Bernis, El traje 343–4). Cuello de lechuguilla: Grandes cuellos moldeados (abiertos) en ondas y almidonados que aislaban la cabeza del resto del cuerpo. Alcanzan su máxima exageración a los comienzos del XVII (Bernis, El traje 179). Estos cuellos pasan de moda a partir de su prohibición por Felipe IV en 1623 (ib. 185). Chapín: Calzado de mujeres con tres o cuatro corchos (Covarrubias). Chinelas: Un género de calzado, de dos o tres suelas, sin talón (Covarrubias). Escarpín: Una funda de lienzo que se pone sobre el pie, debajo de la calza (Covarrubias). Falda: Lo que cuelga del vestido que no se pega al cuerpo, como las faldas del sayo (Covarrubias). Faltriquera, faldriquera: La bolsa que se inserta en la falda del sayo (Covarrubias). Gabán: Prenda del traje de camino para cubrir, más holgada que el capote (Bernis, El traje 34). Gorgueras: Adornos del cuello y pecho de la mujer (Covarrubias). Greguescos: Un nuevo tipo de calzones o valones que los soldados empiezan a usar a finales del siglo XVI (Bernis, El traje 102). Gualdrapas: Lo que cuelga de la ropa, mal compuesto, desaliñado y sucio (Covarrubias). Herreruelo: Prenda larga de cubrir, más corta que el manteo, usada en el traje cortesano y de estudiantes (Bernis, El traje 120). Jervigillas, servillas: zapatillas de cordován, calzado ligero de criadas (Covarrubias). Jubón (agujeteado): Vestido justo y ceñido, que se pone sobre la camisa y se ataca con las calzas (Covarrubias). Librea: Vestidos para criados para distinguirlos de los demás (Covarrubias). Ligas: Atapierna, cenogil o jarretera, que también se llama ligabamba (Covarrubias). Sujetaban bajo las rodillas las medias que se llevaban con calzones y se adornaban con unos flecos llamados rapacejos (Bernis, El traje 169). Manguito: Las mujeres de camino llevan las manos metidas dentro de manguitos (Bernis, El traje 49). En el siglo XVII hombres y mujeres hicieron uso de manguitos, con frecuencia de costoso material (Dalmau y Soler 257). Manteo: Cobertura de clérigos y estudiantes. Prenda larga que llega por encima de los tobillos (Bernis, El traje 120). Medias: Medias calzas (Covarrubias). Montera: Cobertura de cabeza que usan los monteros o cazadores (Covarrubias). La montera rural usada por los villanos difiere en forma (Bernis, El traje 426).
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Pasamanos (de plata): Guarnición en el borde del vestido (Covarrubias). Pestañas: Orillas de raso o tela que ponen sobre las guarniciones (Covarrubias). Polainas: Medias calzas de labradores sin soletas, que caen encima del zapato sobre el empeine (Covarrubias). Portamanteo: Cierta especie de maleta abierta por los dos lados (Diccionario de Autoridades). Pretina: Especie de correa atada a la cintura encima de la ropilla (Diccionario de Autoridades). Raja: Tejido de lana usado frecuentemente en capas y herreruelos (Bernis, El traje 278). Ropilla: Prenda generalizada del traje masculino usada por todas las clases sociales y que al principio del siglo XVII desplaza al sayo. Tienen haldas, a diferencia del jubón, y mangas puestas o colgando (Bernis, El traje 149–150). Saya, sayuelo: En el vestido típico de villanas se llama saya a la falda y sayuelo al cuerpo sin mangas que deja asomar las de la camisa (Bernis, El traje 432). Sayal: Tejido tosco que usaban los villanos (Bernis, El traje 279). Sayo: Traje con falda para vestir a cuerpo de uso general entre los villanos al principio del siglo XVII (Bernis, El traje 403). Sombreros: Se solían hacer de fieltro. A principios del siglo XVII eran de copa alta y ala estrecha. El adorno de rigor en los hombres bien vestidos eran las plumas de diversos colores (Bernis, El traje 186–9). Tafetán: Tela de seda (Bernis, El traje 277). Tahalí: Cincho o cinto ancho que cuelga desde el hombro derecho hasta debajo del brazo izquierdo (Covarrubias). Talabarte: Pretina de la cual cuelgan los tiros donde va asida la espada (Covarrubias). Trencillo, trencilla: Cintillo de plata u oro guarnecido de piedras que se suele poner en los sombreros por gala o adorno (Diccionario de Autoridades). Valona: Cuellos vueltos y más cómodos que las almidonadas y moldeadas lechuguillas. Se empieza a usar hacia 1600 (Bernis, El traje 105). Verdugo, verdugado: Saya a modo de campana, toda de arriba abajo guarnecida con unos ribetes (Covarrubias). Es una típica moda española del traje cortesano femenino que se usó hasta los años cuarenta del siglo XVII, cuando fue sustituido por el guardainfante (Bernis, El traje 216). Zaragüelles: calzones.
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ÍNDICE abyección 55, 59, 67, 72, 75, 84, 85, 102 acción 27, 37, 37n, 38n, 40, 46, 54, 57, 65, 68, 72, 78, 82, 83, 85, 90, 111, 113, 118, 120, 122, 128, 134, 140, 144, 147, 150, 151, 160, 168, 177, 177n, 183, 192, 194, 200 adorno 1, 22, 23, 58, 98, 98n, 105, 118, 122, 150, 158, 159, 169, 185, 191, 196 Alemán, Mateo 1, 16n, 17, 54–86, 92, 198–200 aljubas 157, 203 Allaigre, Claude 118n almilla 83, 185n, 190, 203 anamórfico 200 arte anamórfico 134–135 Anderson, Ruth M. 7n anonimia 23, 39, 44, 46, 111, 155 antojos 184, 203 apariencia 2, 3, 5, 6, 17, 20, 21, 23, 24, 31n, 33, 34n, 38, 39, 40n, 44–58, 65, 68, 71, 80, 86, 89–92, 97, 98, 100–103, 106, 108, 110, 113, 116, 124, 134, 136, 145, 148, 151–155, 160, 165, 168, 171, 172, 177, 180, 183, 185, 187, 189, 190, 196, 198, 201 apropiación de la 5, 103 de las mujeres 5, 151 del poder 78 física o externa 12, 31, 152, 153 imitación de la 5, 27, 52, 103 manipulación/control de la 5, 27, 44, 85, 89, 179, 180, 201 personal 21, 23 apetito 150, 165 apología 6, 13, 17, 179, 180, 196 Appadurai, Arjun 19–20, 21 apropiación 2, 5, 44, 45, 56, 67, 78, 79, 103, 124, 173, 178, 201 Arellano, Ignacio 96n Arenal, Electa 13n, 129, 136
arrebozo 105, 203 artilugios 43 ascenso social 45, 90, 90n, 93, 144, 145, 148, 156, 160 Ashcom, B. B. 7n, 133 aspecto 27, 48, 49, 51, 52, 57–59, 61, 69, 70, 73, 75, 80, 81, 102, 105, 117, 121, 145, 152, 155–157, 171, 182, 183, 187, 189, 190, 194, 199 cambio o manipulación del 26, 55, 58, 68, 89, 92, 101, 110, 117, 188 corporal o físico 49, 90, 149, 152, 155 cuidado del 84 de los pícaros 50 de los pudientes o poderosos 51, 105, 106, 190 diferencias sociales y 27, 52, 69, 97, 106, 148, 169, 178 erótico 110, 139 exótico 151 externo o exterior 2, 45, 78, 88, 91, 99, 100, 103, 112, 114, 147, 149, 151, 152, 155 femenino 59 miserable o sucio 75, 168 natural 104 ostentación o extravagancia del 80, 186 atavío 24, 40n, 98, 112, 123, 147, 162, 183, 190 autobiografía 1–5, 11–17, 20, 27–29, 31, 33, 37, 39, 43–45, 43n, 47, 53, 59, 68, 68n, 82, 87–90, 94, 95, 111, 112, 123, 128n, 129–132, 134, 139n, 140–149, 154, 157–168, 171–180, 193–195, 198–201 seudo-autobiografía 96, 96n auto-construcción 61, 80, 122, 132, 154, 201 construcción retórica 15, 17 auto defensa 13, 73, 163 auto placer 114
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Ávila, Teresa de 2, 13, 129 Ayala, Francisco 14n Back, Kurt W. 38 Bakhtin, Mikhail 5, 28–29, 54, 72, 104, 109n banda 159, 160, 177, 188, 190, 191, 196, 203 Barthes, Roland 28–29, 34, 148 basilisco 6, 113, 124 basquiña 80, 128, 151, 203 Bataillon, Marcel 14n, 45, 119n10, 120n12, 123 Beauvoir, Simone de 122 Bell, A. 46n Benítez Claros, Rafael 144n, 146 Bentivoglio, Alejandro 69n, 77 Berger, John 116, 117, 121n Berger, Philippe 99 Bergler, Edmund 32, 71, 116, 116n Bermúdez, Suzy 133n Bernis Madrazo, Carmen 7n, 51, 51n, 69, 70, 70n, 83n, 115, 195 Beverley, John 44, 45, 146n Blau, Herbert 25, 30, 35, 47, 94 Blunt, Alison 142 bonete 47, 48, 58, 83, 157, 203 borceguíes 157, 203 Bosco 103, 104 bota justa 184, 192, 203 Bourdieu, Pierre 21, 27, 30, 31, 37, 37n, 39, 178 Boxer, C. R. 133n Brancaforte, Benito 54n, 56n, 57, 57n Bravo Villasante, Carmen 7n, 133 Brennan, Teresa 56n brocado 23, 192 Brunel, Antoine de 105 Bubnova, Tatiana 70 Buendía, Felicidad 97n Burke, Peter 191 Burkhardt, Jacob 11, 88 Bussell, Thompson 49n Butler, Judith 38n, 40n, 85, 171 Cabo Aseguinolaza, Fernando 87, 87n, 88, 89, 90n, 91, 93, 95, 96n, 99n, 100n, 163 Calvet, Rosa 14n calzas 32, 48, 51, 52n, 61, 102, 105, 115, 118, 119, 142, 167, 203 atacadas 102, 105, 203 con cuchilladas 105, 203
calzones 68, 69, 70, 70n, 83, 100, 128, 155, 169, 170, 172, 184, 185, 189, 192, 203 calzón largueado 189, 203 camisa 48, 61, 68, 69, 77, 83, 100, 102, 105, 115, 149, 167, 168, 169, 172, 190, 203 capa (prenda de vestir) 43, 47, 48, 49, 51, 52n, 54, 60, 60n7, 61, 66, 81, 82, 92, 93, 101, 102, 103, 105, 108, 109, 118, 119, 120, 152, 156, 162, 163, 167, 169, 171, 172, 180, 181, 184, 187, 192 capote 69, 70, 80, 83, 155, 203 Carey, Douglas 46 Carlyle, Thomas 3, 17–18 carnaval 66, 75, 199 carnavalesco 5, 66, 97, 104, 108n Carrasco, Felix 46n Carrasco, Hazel G. 87 Carreira, Antonio 16n Casa, Frank P. 46n Casa, Giovanni della 53 Cascardi, Anthony J. 12n Castiglione, Baltasar 183 castigo 74, 75, 85, 86, 88, 93, 101, 109, 110, 111, 153, 166, 171, 172, 181 castración 57, 71, 72, 78, 82, 120, 165 castración femenina 116, 136 Castro, Américo 45, 47 Castro, Miguel de 6, 162–174, 200–201 Cavillac, Michel 44, 44n, 54, 55, 56, 56n, 57n, 59, 62, 63n, 96 Cellini, Benvenuto 43n, 68, 134 Certeau, Michel de 142 Cervantes, Miguel de 24 Cervigni, Dino S. 43n Chodorow, Nancy 65 Cid, Jesús Antonio 16n Cirlot, Juan Eduardo 66, 75, 192 ciudadano 21, 73 Civil, Pierre 105 Cixous, Hélène 3 clase(s) social(es) 21, 44, 90, 95, 98, 104, 112, 120n, 131, 149, 153 código 2, 17, 27, 29, 30, 33, 34n, 37, 111, 148, 178 de honor 194, 196 de la ropa, del vestido, o sartorial 2, 29, 30, 111 estético 30 semiológico, 27 Colahan, Clark 49
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coleto 69, 70, 77, 152, 159, 190, 204 competitive display 158 complexión 47, 94 conformidad 30, 40n, 55, 114, 124, 183 Conley, T. 160 construcción retórica véase autoconstrucción consumo 19–25, 26, 31, 36, 97, 114 extravagante 188 vicario 26 contaminación 79, 80 Contreras, Alonso de 6, 13, 53, 60, 68n, 95, 110, 144–161, 175, 176, 197, 200, 201 convenciones 33, 83–85, 176, 195 conversión 57n Corominas, Joan 46, 51, 114n Coronel, Diego 99, 100n, 110 corpiño 105, 204 cortesano 159, 178, 183, 190–97 Cossío, José María de 14n, 145, 162n, 163 Cotrait, René 118 Covarrubias, Sebastián 31, 51, 115, 184 Craik, Jennifer 97 Crawley, Ernest 154 Criado de Val, Manuel 87n Croce, Benedetto 176 Cros, Edmond 54, 96 Cruz, Anne J. 7, 22n, 44–48, 55–57, 91, 117, 121, 164 cuello de lechuguilla 107, 168, 204 cuello escarolado 184–85, 204 cuerpo 1–49 canon corporal 5, 104 cuerpo contaminado 79–80 cuerpo desnudo 32–35, 46, 55–88 cuerpo social 164 cuerpos innobles 106 Culler, Jonathan 3, 30 chapín 113, 204 chinelas 167, 204 Dalmau, R. 7n, 115n, 185n Damiani, Bruno M. 112, 115n, 118, 120n Davis, Fred 29–30 Davis, Nina Cox 118, 123n decoraciones 6, 17–49, 94, 145–149, 168, 176–78, 196–99, 201 Dekker, Rudolf M. 132, 134n, 139 Deleuze, Gilles 56, 56n5, 75, 119 De Man, Paul 3, 15
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Derrida, Jacques 3, 34n desengaño 178, 195, 196 deseo 6, 17, 20, 27, 32–36, 39, 44, 52, 54, 56, 57, 60, 65–67, 69, 71–77, 80, 82, 85, 89, 90, 95, 99–101, 103, 111, 113–114, 116, 132, 134, 136, 139, 141, 142, 146, 161, 164–166, 171, 174, 192, 198–199, 201 anárquico o caótico 6, 164, 201 de medra 27, 44, 78, 89, 90, 99, 114 del Otro 33, 116, 165 erótico 67, 69, 72, 81, 166 frustrado 71 impuro 75 incestuoso 164 libidinoso 74, 164 locus del 33 reprimido 66 sexual 6, 71, 139 subversivo 6 desheredado 88 desnudo 32–33, 35, 44, 46, 55, 57, 59, 61, 63, 65–67, 69, 72, 77, 80, 81, 86, 101, 105, 109, 120, 149, 152, 153, 171, 181, 182, 200, 201 desnudamiento 60, 75, 85, 124, 164, 172, 183, 184, 199 desnudez 40n18, 57, 59, 65, 75, 89, 102, 106, 149, 153, 160 desnudez existencial 75, 201 desnudo femenino 65 despojo 68, 77, 78, 80, 147, 181, 199, 201 de las ropas 57, 59, 201 despojamiento 60 Díaz Migoyo, Gonzalo 95, 96n Díez Borque, José María 98, 106 Dinnerstein, Dorothy 65n discurso autobiográfico 3, 201 legislativo 21–23 moralizante 23–25 sartorial 19–26, 37, 54, 56n, 65, 82, 94, 163, 188, 193, 198 satírico 23–25 disfraz 15, 22, 40n, 55, 82, 98, 120, 120n, 123, 154, 156 de peregrino 156, 175 de pícaro 120 de soldado 136n, 168 disimulo, arte del 109–110 distinción 2, 3, 26, 30, 31, 45, 51, 167 Doane, Mary Ann 123n Domínguez Ortiz, Antonio 19, 23n, 36
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ÍNDICE
Donahue, Darcy 13n Douglas, Mary 33n, 76 Dugaw, Dianne 133 Dunn, Peter 14n, 112n Duque de Estrada, Diego 6, 13, 175–197, 201 Durova, Nadezha 136n Eagleton, Terry 16, 28, 164, 165, 169, 171 Eco, Umberto 16, 28 economía 19, 21, 36, 38, 52, 72, 82, 140, 185 Edholm, Felicity 117n, 121n Edipo, complejo de 165 drama de 65, 165, 173 estadio pre-edípico 65, 164 triángulo edípico 81 El Cortesano 183 El Saffar, Ruth 149–150 Elliot, John H. 146 Enterline, Lynn 65, 65n Erasmo de Rotterdam 24, 98 Erauso, Catalina de 4, 6, 13, 17, 60, 128–143, 175, 197, 200, 201 escarpín 169, 204 Esteban, Ángel 16 estigma 54, 200 estructuralismo; teorías estructuralistas 28 ética comercial 150 etiqueta 29, 30, 53, 150 etopeya 88 Ettinghausen, Henry 16, 100, 129, 129n3, 131, 144n, 145n, 146, 175, 176n, 177, 177n, 195, 195n exhibición 32, 113, 161, 186, 188, 189, 196 exhibicionismo 5, 32, 71, 114, 116 exhibicionista 47, 70, 116 exterioridad 89 falda 49, 105, 115, 151, 199, 204 falo 32, 67, 68, 71, 72, 81, 117, 174, 174n faltriquera, faldriquera 76, 79, 100, 184, 204 Fausto-Sterling, Anne 171 Felipe III 189n Felipe IV 105, 107, 142, 157, 185 fenomenología 3 Fernández, James D. 130–131 Fernández Navarrete, Pedro 23, 98 Ferrer-Chivite, Manuel, 46n, 48n, 49n ferreruelo 89, 92, 170, 181, 190, 192 fetichismo 32, 34
ficción 3, 11, 12, 13, 16, 85, 105, 111, 120n, 132, 145 Fiore, Robert 46n Flandrin, Jean-Louis 31 Flores, Angel 133n Flügel, Carl 31–32, 35, 60, 106, 114, 186 Foucault, Michel 37, 37n, 54, 61, 130, 171, 177n Freud, Sigmund 66, 74, 78, 85, 114, 164 Friedman, Edward H. 7, 14n, 17n, 46, 112, 113, 123n Friedman, Ellen G. 136n gabán 159, 204 Garber, Marjorie 132, 134, 135, 148n García de la Concha, Victor, 46n García-Page, Mario 14n Gayangos, Pascual de 176 Giddens, Anthony 37, 37n, 160 Gingras, Gerarld L. 7n Goetz, Rainier 14n8, 43, 43n, 46n Goffman, Erving 30 Gómez-Moriana, Antonio 7, 15, 16, 96 González, Gregorio 87–94, 199 gorgueras 105, 204 Green, Otis 176, 193 Greenblatt, Stephen 11, 11n, 12, 20, 31n, 37n, 40n, 44, 53, 88, 150, 177n Greenwald, Maggie 135 greguescos 105, 109, 119, 191, 204 Grosz, Elisabeth 67, 171 gualdrapas 78, 204 Guattari, Felix 119 Guerreiro, Henri 62n Guillén, Claudio 14n, 45, 46n, 88, 89 Gumbrecht, Hans Ulrich 11n Güntert, Georges 108n Gurel, Lois M. 18, 36n, 38 Gusdorf, Georges 12, 13, 15 gusto 6, 20, 26, 30, 31, 36, 119, 121, 131n, 159, 177, 178, 183, 185, 196 hábito de caballero 156, 161, 200 de la Orden de San Juan 144, 150 de la Orden de Santiago 181 habitus 37n, 39 Haley, George 16n harapos 47, 78, 105–108 Hart, Avril 51n Haye, Amy de la 18, 19, 29 Heilbrun, Carolyn 129 Herrero, Javier 43–46
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Herrero García, Miguel 7n herreruelo 69, 169, 172, 199, 204 Hetata, Sherif 4 Hitchcock, Peter 54–55, 72 Hollander, Ann 27–29, 35, 97, 122, 147–148, 153 Honneth, Axel 84, 85n honor 38, 43n, 45, 53, 60n, 101, 108, 123, 176, 181, 189 código de 194, 196 sentido del 178 social 49, 189 Horn, J. Marilyn 18, 36n, 38, 215 Howarth, William L. 68n, 134, 215 Hunt, Alan 21–29, 23n, 39, 44n, 89, 98n, 111, 111n, 114 Ibsen, Kristine 13n identidad 1–40, 198–200 búsqueda de 82, 182, 199 identidad social 29, 165, 171, 174–74, 177–178 Iffland, James 102–104 imagen externa 52, 89, 93, 183 imitación 1–40 impotencia 6, 65, 67, 74, 79–82, 106, 118, 181, 184 individualidad 11–15, 26, 46, 47, 54, 61, 63, 83, 92, 105, 109, 111, 119, 127, 146, 148, 153, 160, 164–166, 169, 175, 178, 197, 198, 199, 201; véase ser indumentarias 28, 32, 201 interioridad 3, 4, 33, 88, 89, 93, 94, 102, 177 investidura 55, 123, 164, 190, 201 isotopía 16, 47, 67 Ivanov, Viach Vs. 29, 29n Jacobs, Beverly S. 115, 145, 145n, 155 Jaen, D. T. 46n Jameson, Fredric 16 Jauralde Pou, Pablo 14n, 96n Jelinek, Estelle 130n, 139n jerarquía 19, 62, 146, 183 escala jerárquica 48, 84 jervigillas (servillas) 113, 204 Johnson, Carroll 7, 54n, 55n, 60n, 61, 67, 71, 81, 81n, 100 Joly, Monique 7n Jones, Ann Rosalind 20, 35n, 36n, 167, 177n, 178 Jones, Joseph 112n, 167
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Juárez-Almendros, Encarnación 13n jubón 43–53, 62–77, 105, 108, 152, 169, 172, 184–194, 204 Jung, Carl 66 Kahn, Coppélia 65, 65n King, Catherine 116 Kingston, Maxine Hong 133n, 138 Knaster, Meri 133n Koda, Harold 29, 32n, 35, 35n Krebs, Jean Daniel 113, 123n Kristeva, Julia 1, 67, 67n, 72, 75, 79 Lacan, Jacques 1, 3, 38, 63, 135, 135n, 165, 171, 174n La Celestina 11, 87 Lalinde Abadía, Jesús 21, 22, 97, 99 Langeard, Paul 87 Lauretis, Teresa de 123 Lázaro Carreter, Fernando 14n, 46n Lejeune, Philippe 12, 14–16, 130 Lemoine-Luccioni, Eugénie 3, 4, 32, 33, 33n, 34, 35, 63, 68, 116 Lerner, Gerda 129 Levinas, Emmanuel 179 Levisi, Margarita 7, 14, 14n, 16n, 129n, 131, 144n, 145n, 146, 147, 159n, 162, 162n, 163 libido véase deseo librea 6, 26, 36, 62, 72, 73, 75, 76, 159, 169, 172, 178, 187, 188, 189, 204 ligas 70, 120, 152, 160, 169, 191, 204 linaje 44, 57, 61, 101, 108 Lipovetsky, Gilles 26, 27, 148 Lobanow–Rostovsky, Sergei 113 Long-Tonelli, B. J. 46n López de Abiada, José Manuel 46, 49, 49n López de Tamargo, Paloma 112n López de Ubeda, Francisco 1, 112, 119n, 123, 199 López Grigera, Luisa 88 Loureiro, Angel 15, 130, 179 Lurie, Alison 218 Lynd, Helen Merrell 179n madre 65–99, 162–174 Madrid 22, 57–61, 72–103, 142, 151–156 Maiorino, Giancarlo 7, 44n, 49n, 53 Mancing, Howard 46n maneras 31, 90, 111, 147 manguito 185, 204 manteo 58, 204
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manto 22, 71 Maravall, José Antonio 7, 14n, 44–45, 44n, 54, 57, 57n, 63, 89, 96–98, 103n marca corporal 57, 65 de diferenciación 16, 25 sartorial 21, 61 marginalidad 46, 113 Marín, Astrana 97 Mariscal, George 54, 56, 218 Marshall, Cyntia 164n Martin, Alfred von 11 Martínez Latre, Maria Pilar 7, 37 Martínez Pumar, Carmen 133n Marx, Karl 34 marxismo 34 mascarada 33, 59, 120n, 122–123, 132, 139 masculinidad 4, 23, 57, 65–80, 106, 139, 164, 196 materialismo materialidad 28–39, 47 teorías materialistas 34 Mauss, Marcel 19, 188, 192 McCracken, Grant D. 26, 29, 101, 148 McGrady, Donald 16n, 57 McKendrick, Melveena 133–134 medias 69, 100, 151–152, 158, 204 Medusa 78 Melzer, Sara 167n memoria de militares 176 personal 35, 74, 76 social 35–36, 178 Menéndez Pidal, Ramón 133n Merleau-Ponty, M. 3 Merrim, Stephanie 131, 131n metáfora 3, 6, 15, 17, 33, 38, 40, 145, 149 miles gloriosus 186 mirada 5, 75, 199 del deseo 113 fálica 122 masculina 5, 116 moda 19, 62, 101, 158, 190 modales 31, 89, 91, 98, 100, 110, 123, 153–59, 171, 183 modelo 2, 12, 43–53, 59, 69, 76, 88, 121, 129, 131, 132, 136, 159, 159n, 167, 182, 189 véase imitación de conducta 31n, 190 de cortesanía 169n de identidad 59, 100, 178 de individualidad 47
de mujeres guerreras 132 de narración 13 de subjetividad 13 literario 87, 87n, 163, 194 militar 142 paradigmático 44 paterno 59 picaresco 193 social 59 Molho, Maurice 45, 110n Molino Jean 12–17, 16n Moncada, Sancho de 23 Montalvo, Manuel 56n, 63n, 85 montera 155, 204 Montrose, Louis 2, 37, 142, 142n, 177n Moore, Roger G. 96n Moratilla, Emilio 87n Morel Fatio, Alfred 219 Morris, C. B. 49 Morris, Charles 220 movilidad social 57, 63, 146, 148, 200 mujer casta 113 guerrera 132, 135, 200 soldado 129, 136n travestida 140 varonil 133 Mukarovsky, Jan 96 Mulvey, Laura 1, 5, 116 Muriel, Josefina 133n Myers, Kathleen 13n nacionalidad 12, 156, 184 Nápoles 81, 158, 159, 162, 166, 167, 169, 171, 172, 173, 175, 178, 185, 186, 188, 194 corte de Nápoles 158, 159 narrativa transgenérica 6 Naylor, Eric W. 144, 145n Nietzsche, Friederich 75 Norberg, Kathryn 167 norma; normalidad; normativo 11, 31, 32, 38, 46, 48, 55, 73, 78, 97, 103n, 108, 111, 114, 123, 124n, 129, 131–134, 136, 137, 140, 150, 151, 153, 154, 160, 166, 167, 171, 172, 178, 179, 183, 196, 200 North, Susan 51n ociosidad conspicua 26 Oleza, Juan 37 Olney, James 15 Oltra, José Miguel 87n, 112n
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orden 19, 21, 22, 23, 25, 28, 46, 51, 52, 54, 55, 73, 76, 79, 84, 93, 98, 99, 109, 127, 146, 174n, 201 dominante 37, 37n, 177, 177n edípico 65 establecido 4, 55, 89 patriarcal 21, 59, 65, 73, 89, 199 simbólico 33, 47, 165, 169, 174, 174n Ordenanças reales de Castilla 22 ordenanzas suntuarias 44 véase suntuario Oriel, Charles 7n Ortega y Gasset, José 145, 145n, 147 ostentación 20, 23, 26, 31, 33, 37, 57, 62, 68, 70, 80, 81, 90–93, 97, 98n, 103n, 110, 114, 123, 160, 171, 176, 177, 183, 185, 186, 188, 189, 201 Osuna, duque de 186, 190, 191 Otro 4, 33, 56, 63, 75, 78, 116, 135, 137, 151, 152, 165 padre 56, 58, 59, 62, 65, 72, 73, 78, 80, 94, 99, 100, 101, 115, 136, 136n, 137, 139, 141, 149, 157, 164–166, 173, 180 figura paternal 58, 59, 67, 164 ley del padre 3, 162–174 reglas patriarcales 47 sistema patriarcal 46, 67, 122 pasamanos (de plata) 159, 189, 205 Pelerson, Jean-Marc 145n Pels, Peter 34n, 35, 47 Pereira, Carlos 16n Pérez de Montalván, Juan 133 Perry, Mary Elisabeth 22, 22n, 23, 30n, 128n, 133n, 136n pestañas 189, 190, 192, 205 pícara 6, 112, 113, 117–120, 123, 124, 199 pícaro 5, 50, 55, 56n, 57n, 59, 63–65, 70, 71, 73, 76, 78, 79, 82, 85, 89, 90, 92–94, 97, 99, 101, 109–111, 120, 120n, 123, 127, 154, 180n, 199, 200 pícaro de cocina 62 picaresca 1, 5, 7, 13, 14, 39, 43n, 127, 131, 163, 194 ficción, novela picaresca 1, 5, 7, 13, 14n, 16, 17n, 25, 27, 34, 44, 44n, 45, 52, 87, 111, 112, 117, 127, 171, 198 Pietz, William 34n plumas 33, 69, 70, 81, 121, 159, 177, 186, 188, 190, 192, 194, 201
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poder 4, 30, 37, 57, 61, 65, 67, 68, 75–80, 85, 86, 97, 101, 103n, 106, 110, 112–124, 130, 136, 146–149, 156–158, 160, 163, 164, 166–169, 171, 173, 177n3, 186, 189, 194, 196, 199–201 de la ropa 27, 69 económico 51, 114, 146 falta de 46 grupo en el 26, 55, 92 grupo menos poderoso 22 instituciones del 132, 178 marcas o signos del 85, 105, 110, 171, 173 masculino 78, 85, 141, 142, 199 patriarcal 61, 77, 86, 120, 157, 172 poderoso 154 poderosos 51, 77, 85, 105, 147, 190 político 61 relaciones de 38n, 73, 76, 77, 84, 112 ropas del sexual 73, 112–124 simbólico 21 símbolo del 65, 173, 195 social 73 polainas 128, 155, 205 polución 33, 33n, 67, 76 Pope, Randolph 7, 14n, 16n, 129n, 141n, 145n, 146, 147, 152n, 163, 176 portamanteo 69, 77, 89, 205 pragmáticas 21, 22, 97, 97n Pratt, Mary Louise 160 pretina 95, 100, 162, 167, 205 procesión 158, 159, 177 prosopografía 88 prostituta 22, 27, 30n, 81, 113, 114, 114n, 121, 152, 153, 166, 168n psicoanálisis 3, 15, 34, 63 Querillac, René 45 Quevedo, Francisco de 24, 87n, 88, 95–111, 119n, 166, 175, 199 Ragland-Sullivan, Ellie 165, 166, 174n raja 69, 70, 70n, 168, 205 reconocimiento 21, 22, 30, 45, 61, 67, 73, 77, 82, 85n, 111, 147, 179, 184, 186, 194 teoría del 84 Redondo, Agustin 48n7, 52, 66, 100n regalo 19, 36, 53, 83, 113, 187, 192 suntuario 169
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representación 1, 2, 14, 17, 28, 29, 33, 34, 47, 55, 65n, 67, 88, 97, 100, 104, 110, 111, 112, 113, 118, 120, 121, 134, 147, 148, 189, 199 resistencia 37, 37n, 47, 76, 83, 97, 112, 114, 124, 146, 149, 164, 177, 177n, 197, 200 Revel, Jacques 31n, 53, 183 Rey, Alfonso 95n, 97n Rey Hazas, Antonio 14n, 112, 112n, 117n, 121, 123n Rich, Adrienne 65n Rico, Francisco 14n, 43, 46n, 49n, 54n, 55n, 57n, 62n, 70n, 96n, 112n Riley, Charles 115n rito, ritual 29, 46–48, 67, 79, 103, 135, 136, 154, 158–160, 165, 167, 172, 201 casero 47 de iniciación 108, 136 de pasaje 60 del poder 160, 167 diario 165 purificante/de limpieza 66, 68 suntuario 47 Roberts, Sasha 173 Roche, Daniel A. 2, 31n, 98n, 104 Rodríguez, Alfred 49 Rodríguez, Juan Carlos 63n Rodríguez, Luz 123n Rodríguez Cacho, Lina 24–25, 98 Roma 58, 72, 73, 75, 79, 136, 142, 175, 194 Romera, José 14n Romera Navarro, M. 7n, 133 Roncero López, Victoriano 222 ropa 6, 55, 98, 109, 186, 200 del poder 120, 199 manipulación de la 118, 198 usada 49, 52, 62, 81, 102 vieja 43, 49, 51, 52, 118, 168 ropilla 62, 64, 69, 119, 128, 162, 167, 169, 192, 205 Rose, Gillian 142 Rose, Jacqueline 143n Ruffinatto, Aldo 45, 46n, 49 Sabat de Rivers, Georgina 46n Salomon, Noël 90 Sánchez, Ángel 44n Sánchez, Francisco 13 Sánchez-Blanco, Francisco 15, 131, 159 Sandoval, Sancho de 97
sartorial 28, 30n, 32, 47, 57, 61, 96, 177, 182 código 2, 29 discurso 19–26, 37, 54, 56n, 65, 82, 94, 163, 188, 193, 198 estratagemas 179 manipulaciones 6 recursos 5 Sartre, Jean Paul 3 saya, sayuelo 68, 113, 115, 116, 119, 205 sayal 144, 154, 205 sayo 43, 48, 49, 49n, 51, 52n, 60, 62, 118, 205 Schlau, Stacey 13n, 129, 136 Schwab, Gabriele 198 semiología; teorías semiológicas 27–31, 96, 148 Sempere y Guarinos, Juan 22, 22n, 23n ser, el 3, 4, 13, 24, 45, 46, 55, 56, 61, 62, 63, 65, 77, 93, 116, 127, 199, 201 Serrano Poncela, Segundo 176 Serrano y Sanz, Manuel 13n, 14n, 144n, 176 servicio, servir 19, 48, 49, 51, 61–64, 72, 73, 76, 77, 79, 83–85, 90, 91, 99, 100, 114, 128, 137, 147, 153, 157, 158, 163, 165, 168, 169, 171–173, 176, 185, 188, 190, 193 cortesano 197 militar 131, 142, 150, 191 servidumbre 57, 59, 83 servil 58 servilismo 63, 169 Sevilla 21, 56, 57, 57n, 58, 60, 79, 81, 82, 83, 184 sexualidad 65–67, 72, 80, 123, 171 femenina 24, 25, 66, 123 masculina 123 Shipley, George 46n, 48n, 49n Sicilia 153, 186, 188, 194 Sieber, Harry 44n, 45, 46n, 49n, 50, 51, 51n, 52n, 53, 146, 147 signo 17, 21, 27–29, 31, 35, 57, 58, 60, 72, 84, 88, 90, 91, 97, 103, 104, 111, 147, 151, 155, 158, 160, 171, 173, 174n, 183, 189, 199, 200 corporal 120, 123, 199 de diferenciación 47 de la ropa 27–29, 31 de nobleza 157 de ostentación 62, 68 de resistencia 83 del poder véase poder
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fálico 77, 120, 199 sartorial 96 social 46 vacío 15 venal 35 venéreo 35 visible 4 símbolo 30, 36, 39, 51, 75, 99, 118, 145, 146, 148, 149, 153, 192, 195 de estatus social/clase/prestigio 6, 22, 31, 38, 108, 149 de poder véase poder fálico 70, 173 femenino 32 ideológico o cultural 34, 198 masculino/viril 70, 120, 124 Simmel, Georg 19, 26, 40n, 97, 145, 148, 148n Simon-Miller, Françoise 29, 96, 158 sistema patriarcal véase padre Slade, Carole 13n Slater, Candace 133n Smith, Paul 37, 37n Smith, Paul J. 95n, 96n, 108n Smith, Sidonie 129 Sobejano, Gonzalo 14n Soler Janer, José María 7n, 115n, 185n sombrero 46, 48, 69–70, 80–81, 100–102, 119–121, 152, 163, 168–169, 171, 175, 184–186, 190, 205 sotana 58, 80, 99, 105, 169, 184–185 Spadaccini, Nicholas 7, 13–17 Sprengnether, Madelon 65, 72, 74 sprezzatura 183 Squicciarino, Nicola 38, 39n, 111n Stallybrass, Peter 34n–36, 89, 167, 177 Stone, Gregory 38, 148 subjetividad 1–40, 198–201 subversión 24, 37n, 97, 114, 166, 171, 177n sujeto 1–5, 13, 15, 16, 19, 33, 34, 37, 39, 40, 40n, 47, 54–56, 60, 63, 69, 72–74, 94, 97, 113, 129–131, 157, 160, 164, 171, 198, 201 autobiográfico 3, 4, 7, 15, 39, 129, 130, 144n, 164, 176 construcción/formación del 2, 12n, 37n, 77, 130n, 144n, 177 escindido/dividido 2, 5, 55, 165 libre 63, 187 marginado 72 moderno 12n pasivo 78, 130
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picaresco 54 pre-moderno 1, 187 Sullivan, Henry W. 33n suntuarios 77, 123 leyes 20, 21, 23, 98n, 148 materiales 77 Surtz, Ronald E. 13n tafetán 69, 181, 184–185, 189–190, 205 tahalí 157, 159, 170, 186, 190, 205 talabarte 205 Talens, Jenaro 7, 13–17 tapadas 22 Tarrant, Naomi 36 teatralidad 25, 40n, 91, 97, 147, 199 telas 19, 22, 23, 51, 63, 94, 99, 105–108, 122, 150, 152, 181, 184, 187–188 Tellechea Idigoras, Ignacio 128n Thomson, Rosemarie G. 75 Thorburn, David 11 Toledo 46, 48, 52, 58, 61–63, 68, 69, 70, 71, 73, 175, 180, 181, 184 Tomlinson, Janis A. 22n traje 6, 19, 22, 48, 51, 52, 55, 58, 61–63, 69–73, 77, 80–83, 85, 98, 99, 108, 155–157, 168, 169n, 170, 178, 184–186, 191, 194–197; véase vestido cortesano 178, 195 de caballero 51n, 69 de camino 69 de escudero 48, 52 de estudiante 80 de galeote 83, 83n de peregrino 156, 184, 185 de ropa usada/viejo 49, 51, 69, 71 de valentón 58 fálico 81 lujoso/fastuoso 115, 179n, 181, 182, 190, 195, 196, 201 masculino/varonil/de hombre 6, 130, 132 militar/de soldado 70, 127, 147, 155, 186 mixto 185 talar 99 trasgresión 106, 114, 135 travestismo 82, 122, 128–131, 133–135, 137, 141, 143, 193, 200 trencillo, trencilla 69, 70, 93, 190, 205 trickle down theory 26, 148 Vaíllo, Carlos 96n, 103 Valladolid 88, 91, 92, 119, 151
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Vallbona, Rima de 16n, 128–131, 138, 140, 142n valona 108, 170, 181, 191, 205 vasallo, vasallaje 19, 190, 192, 193 vasquiña Vease basquiña Veblen, Thorstein 26, 27, 30, 111, 188 Vega, Lope de 30n Velasco, Sherry 13n, 128n velo 3–4, 22, 22n, 82, 123, 143, 184 verdugo, verdugado 101, 105, 107, 177, 182, 205 vergüenza 6, 32, 60, 61, 65, 66, 67, 71, 73, 79, 82, 89, 91, 92, 96, 96n, 101, 118, 179, 179n, 187, 194 vestido 1–7, 17, 19–25, 28–30, 32–37 y passim 198–201 como espectáculo 39n como lenguaje 17 como velo 3–4, 123 de estudiante 81 de la heroicidad 163, 178, 186, 200 de la servidumbre 59, 62 de mujer 82 de peregrino 156 de segunda mano/de ropa usada/roto 53, 62, 68, 105, 108, 118, 168 de valentón 83 función fálica del 33, 67 lujoso/rico/caro/suntuoso 79, 105, 109, 187–90, 194, 195 masculino 6 politíca del 29, 46, 55, 144–161, 200–201
reglas del 44, 59 vestimenta 1–2, 6, 26–28, 30–39, 52, 54, 72, 79, 80, 99, 108, 145, 147–149, 154, 168, 177, 186, 201 vigilancia masculina 22 Vilanova, Antonio 96n, 98 Villanueva, Darío 15, 16, 130 visibilidad 92, 114 Vives, Juan Luis 24, 24n, 25n voyerismo 114, 122 Walsh, John 49n Warner, Marina 132 Weber, Alison 13n Weiditz, Chistoph 133n Weinstein, Arnold 46 Weisser, Michael R. 44 Weissman, Ronald 11 Welles, Marcia L. 22n, 123n Wheelwright, Julie 132 Whitenack, Judith A. 57 Wilde, Oscar 11 Williamson, Edwin 95n Wilson, Elisabeth 18, 19, 24, 30, 33 Woods, M. J. 22, 46n, 51, 52n Yllera, Alicia 14 Ynduráin, Domingo 43n, 46n, 96n Zahareas, Anthony N. 16n, 98 zaragüelles 108, 121, 205 Zimic, Stanislav 46n Zirin, Mary Fleming 133, 136n