"MONTEAGUDO" Obra completa
Capítulo 1
Capítulo 13
Capitulo 2
Capitulo 14
Capítulo 3
Capítulo 15
Capítulo 4
Capít...
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"MONTEAGUDO" Obra completa
Capítulo 1
Capítulo 13
Capitulo 2
Capitulo 14
Capítulo 3
Capítulo 15
Capítulo 4
Capítulo 16
Capítulo 5
Capítulo 17
Capítulo 6
Capítulo 18
Capítulo 7
Capítulo 19
Capitulo 8 Capítulo 9
Bibliografía
Capítulo 10 Capítulo 11
Anexo documental
Capítulo 12
Monteagudo La pasión revolucionaria
Es noche estrellada en Lima. De la Casa de Gobierno sale alguien y se dirige con paso vivo hacia donde lo espera su amante, Juana Salguero.|
-Cuídate, Bernardo, son muchos los que le odian y desean tu muerte- le había dicho ella, afligida. Es un hombre esbelto, de porte atlético, casi alto, de perfil clásico, tez algo oscura y mirada incendiada. Su éxito con las mujeres es fama extendida por toda América. También su talante de político y escritor. Uno de sus biógrafos, De Vedia y Mitre, así lo describía: "Cualquiera que analice su personalidad hallará que está fuera de cuestión, aun para sus detractores: 1°) su inteligencia superior; 2°) su capacidad intelectual; 3°) su excepcional cultura para el medio y para la época; 4°) su lealtad a la causa revolucionaria; 5°) que habiendo sido puesto en prisión innumerables veces desde la iniciación revolucionaria, jamás lo fue por causas delictivas". Su vestimenta era, coma siempre, muy elegante: chaqueta de terciopelo, prendedor dé zafiro y diamantes sobre su corbatín de seda, zapatos charolados, capa negra que bailaba airosamente en cada uno de sus pasos por la calle de Belén. De pronto, hasta entonces invisibles por la oscuridad que no horadaba la luz de gas, surgieron dos sombras que se le echaron encima. Uno de los asaltantes, de indisimulable aspecto indígena, lo sujetó por los brazos mientras el otro, un negro inmenso de labios gruesos y ojos amarillentos, apoyándole su mano izquierda sobre la boca le asestó con la otra una terrible puñalada partiéndole el corazón. -Vaya por las que ha hecho -se escuchó. Los asesinos huyen apresuradamente, casi sin hacer ruido sobre el empedrado brillante de humedad nocturna. Monteagudo, que pocas semanas antes había cumplido sus treinta y cinco años, se derrumba lentamente deslizándose contra la pared que chirría rasguñada por el acero del puñal que le sobresale de la espalda. Extrañamente silencioso, sin gritar de dolor ni de auxilio, se desangra inconteniblemente hasta la muerte.
Capítulo Uno Bernardo Monteagudo nació en Tucumán en 1789: Su padre fue el capitán de milicias Miguel Monteagudo, y su madre, Catalina Cáceres. En su matrimonio tuvieron once hijos, de los cuales Bernardo fue el único sobreviviente. Alguna confusión se produjo en sus historiadores debido a que la segunda esposa de su padre, Manuela María Aznada, en su testamento declaró que Bernardo era el único hijo de su matrimonio con Miguel. Sin embargo, éste, en sus dos testa-mentos de 1819 y 1825, aclara que Bernardo fue hijo de su primer matrimonio, en tanto que con su segunda esposa "no tuvieron ni procrearon hijos algunos". Miguel Monteagudo había nacido en Cuenca, España, y fue uno de los tantos peninsulares que decidió probar suerte en América. Allí se incorporó á la milicia y formó parte de la expedición del virrey Cevallos para reconquistar la Colonia del Sacramento. Sin mayor fortuna, y en busca de ella, se desplaza a Tucumán, donde nace Bernardo, y continúa su periplo hasta llegar a Jujuy donde desempeñará un modesto cargo de alcalde. Catalina Cáceres era esposa y madre dedicada, de origen humilde, con alguna pincelada aymará en su piel que, de todas maneras parecía no justificar la cabellera renegrida y los ojos encendidos como carbón de su hijo Bernardo, lo que daba pie a murmuraciones que sugerían que el único hijo vivo de su matrimonio había sido por obra de algún cholo vigoroso con espermatozoides más aguerridos que los de su marido español. El apodo de "mulato" persiguió a Bernardo Monteagudo durante toda su vida y volvería a leerlo o a escucharlo cada vez que alguien pretendía denigrarlo. Hasta su enconado enemigo, Juan Martín de Pueyrredón,
echaría mano a ese argumento racista para cuestionar su representatividad en la Asamblea del Año XIII, provocando la réplica airada: "Tiempo ha que sufría en el silencio de mi corazón la infamia con que usted se propuso cubrir mi nombre (...) alegando por pretexto anécdotas ridículas en orden a la calidad de mis padres y aun suponiendo haber visto instrumentos públicos en Charcas, relativos al origen de mi madre". Durante su temprana infancia, Monteagudo se crió en una extremada pobreza lo cual no impidió que sus padres, muy -proclives a una educación culta, hicieran todo lo posible por iniciarlo en las letras. Por entonces era frecuente que recorrieran la campiña ciertos maestros ambulantes que por algunas monedas, iniciaban en la lectura de la cartilla y del catecismo a los niños que así lo solicitaban, descargando palmetazos ante olvidos ó irreverencias. El pequeño Bernardo siempre demostró, un acentuado anhelo por aprender, ayudado por una inteligencia precozmente despierta. La muerte de su madre, cuando el niño había llegado apenas a los trece años, fue trágica no sólo por la pérdida de alguien a quien Bernardo amaba entrañablemente y de quien recibía generosos cuidados, sino también porque la relación con la nueva pareja de su padre se hizo difícil y tensa. Decidió entonces partir hacia Chuquisaca, a ponerse bajo la tutela de un pariente lejano, el cura Troncoso, alentado por un padre convencido de los talentos de ese hijo que se mostraba más sagaz y más letrado que los demás niños, aun de aquellos cuya posición económica les hacía correr con ventaja. . Chuquisaca, también llamada La Plata o Charcas (hoy Sucre), siempre fue la ciudad soñada por Bernardo. De allí bajaban las chirriantes caravanas que transportaban telas y enseres para las familias ricas de Tucumán, Córdoba y Buenos Aires, y que traían también leyendas de aquellas ubérrimas minas en que la plata se extendía sobre el suelo, infinita, como si Dios allí hubiese tropezado derramando el color de la Luna. Era una de las ciudades más importantes del Virreinato del Río de La Plata. Su proximidad a la riquísima ciudad de Potosí la ubicó en el paso del comercio colonial, siendo ésta una de las razones por las que había sido elegida como sede de una de las primeras universidades de la colonia, la de San Francisco Xavier.
La Universidad de Córdoba era aún más antigua, pero es ella no se dictaban leyes ni filosofías, que eran las escuelas preferidas de los jóvenes ambiciosos y progresistas de la época. Influida por el jesuitismo más allá de su expulsión de tierras americanas, en sus aulas campearon las ideas de los neoescolásticos hispánicos, como Mariana, Vittoria, y otros, quienes, a pesar de la censura absoluta, expandían ideales de justicia y de autodeterminación. Ello abrió el camino para la vigorosa germinación de los postulados que impusiera el republicanismo en Francia: Montesquieu, Diderot, Rousseau.
Capítulo Dos La prisión del Rey Fernando VII de España provocó graves convulsiones en las colonias hispánicas, que buscaron formas de resolver la acefalía producida por el avance napoleónico. Entre ellas, la de coronar en el Virreinato del Río de La Plata a la regenta de Portugal, exiliada con toda su corte en el Brasil, la princesa Carlota, hermana del rey de España. Tal idea fue promovida en Buenos Aires por muchos de los protagonistas de la revuelta de Mayo, entre ellos Paso, Puey-rredón, Rodríguez Peña, Vieytes, Castelli. Hasta el mismo Manuel Belgrano, quien en sus Memorias confiesa: "Como los americanos continuasen prestando obediencia injusta a hombres -que por ningún título debían mandarnos, traté de buscar los auspicios de la Infanta Carlota, y de formar un partido a su favor, exponiéndome a los tiros de los déspotas que se lavan con el mayor anhelo para no perder sus mandos, y para con-servar la América dependiente de la España aunque Napoleón la dominase". Esta iniciativa fue, sin embargo, mal recibida por los patriotas -chuquisaqueños. Desde 1797 era gobernador intendente de la Audiencia
don Ramón de García Pizarro, descendiente del conquistador del Perú, quien desempeñaba sus funciones en ostensible conflicto con los demás oidores. El Arzobispo Benito Moxos, persona respetada aun por quienes con él discrepan, sostiene una conflictiva relación de envidias y resquemores con los demás integrantes del Cabildo eclesiástico. La manzana de la discordia fue el reconocimiento o el no reconocimiento de la Junta Suprema de Sevilla que había asumido el poder en sustitución del Rey Fernando VII por propia determinación. La Audiencia se negó a hacerlo, en oposición a su presidente, García Pizarro, en tanto el Cabildo eclesiástico reconoció a la junta, a regañadientes, y por presión de su ca-beza, el arzobispo Moxos. Los estudiantes y los jóvenes doctores aprovecharon la oportunidad para lanzar la acusación de que todo era una ma-niobra para preparar subrepticiamente el campo para el reco-nocimiento de la princesa Carlota, lo que calificaron de traición.
El tema de la princesa portuguesa no era una fantasía, co-mo lo demuestra la comunicación del 3 de marzo de 1808 re-mitida por el Regente de Portugal en Río de Janeiro al Cabil-do de Buenos Aires, por la que ofrece poner bajo su real protección al pueblo de Buenos Aires "y a todo el Virreinato" guardando sus fueros y derechos, no aumentando los impues-tos, garantizando la libertad de comercio con sus aliados y "ol-vidando lo pasado". Esto último iba por las invasiones inglesas repelidas en el Río de la Plata y es exteriorización palpable de la influencia del embajador inglés, Lord Strangford, de tanta importancia en un prolongado y decisivo período de nuestra independencia. La comunicación cambia luego de tono: "Al mismo tiempo Su Alteza Real ha ordenado al infrascripto declarar francamente a V.E. que en caso de que estas proposiciones, que solo se pre-sentan a V.E. con el objeto de impedir la innecesaria fusión de sangre, no fuesen aceptadas, Su Alteza Real se considerará en la necesidad de hacer causa común con su poderoso aliado contra ese pueblo, y de disponer de todos los inmensos recur-sos que la provincia ha puesto a su disposición y cuyo resulta-do no podrá ser dudoso por más triste que pueda ser para Su Alteza Real el presenciarlo, y el pensar que naciones unidas por los vínculos de la
misma religión, por hábitos y costumbres semejantes, y por un idioma casi idéntico, se vean envueltas en una guerra, sacrificando sus más caros intereses". La torpeza de esta amenaza fue evidente, ya que a pesar de que la idea, como ya lo hemos señalado, tenía importantes apoyos, provocó una encendida y patriótica reacción en el Ca-bildo de Buenos Aires, que respondió el 20 de Abril: "Quiera V.E. creer, poniéndolo en conocimiento de S.A.R., que el ca-bildo de Buenos Aires jamás olvidará semejante afrenta, y so-bre todo, puede estar segura V.E., que si estas seductoras ofer-tas no pueden conmover la fidelidad de los pueblos de Sudamérica, mucho menos son adecuadas para ellos las ame-nazas, acostumbrados como están a arrostrar todos los peligros y a hacer toda clase de sacrificios en deferencia de los sagrados derechos del más justo, más piadoso y más benigno de los mo-narcas". Esta misma actitud fue, la que adoptaron desde un princi-pio los estudiantes y jóvenes doctores de Chuquisaca: lealtad al prisionero Rey de España, aunque la mayoría de ellos con fina hipocresía, reivindicando "mientras tanto" el derecho a la au-todeterminación de las colonias. Sabían que de esa manera acentuarían las divergencias en el seno de las instituciones co-loniales. Fue así que apoyaron a los oidores en su revuelta con-tra García Pizarro enarbolando una declamada lealtad a Fer-nando VII que les servía para subvertir el orden. Tales circunstancias preparaban la entrada en escena del brigadier del ejército realista, José Goyeneche, nacido en Are-quipa y por lo tanto americano. Se desempeñaba en España con el grado de capitán de Altas Milicias cuando se produjo la invasión napoleónica. Entabló entonces oportunistas relaciones con el invasor y logró credenciales para ocuparse en América de hacer reconocer al usurpador Rey José I, hermano de Na-poleón. Sin embargo, alertado de la negativa evolución de los acontecimientos para las tropas francesas, se dirigió hacia Sevi-lla y, presentándose ante la junta, ofreció sus servicios, obte-niendo el grado de brigadier para desempeñarse en tierras americanas.
El deán Funes escribía, sobre esté personaje en su Ensayo de la historia civil del Paraguay, Buenos Aires y Tucumán, publicado en 1817: "En Madrid fue colaboracionista; en Sevilla, fernan-dista; en Montevideo, aristócrata; en Buenos Aires, puro realis-ta; en el Perú, tirano". Fue Goyeñeche quien comprendió que las sublevaciones de La Paz y de Chuquisaca debían ser rápidamente abortadas an-tes de que el reguero de pólvora se extendiese, y para ello se dirigió hacia esas ciudades al mando de un poderoso ejército, como casi siempre sucedería, muy superior en número y ar-mamento a los rebeldes patriotas.
Capítulo Tres Bernardo Monteagudo, había recibido sus grados el año an-terior a la sublevación y su padrino de tesis había sido el influ-yente oidor Ussoz y Mosi, quien también fue su protector y apañador. A instancias suyas, la Audiencia designa a su prote-gido, una vez graduado, Defensor de Pobres en lo Civil. Ya era entonces evidente la capacidad de Monteagudo de granjearse la simpatía de los poderosos, en lo que llegó a la ge-nialidad, seduciéndolos con su notable charme, con su inteli-gencia descollante y con su aspecto más que atractivo. Pero, so-bre todo, sabía hacerse absolutamente indispensable para quienes le interesaban, con el fin de obtener algún objetivo sa-gazmente trazado. Ello le ganó amigos entrañables y enemigos irreconciliables. Fue un intrigante que a su vez debió sufrir las intrigas de los demás. Tenía objetivos claros, que para algunos de sus historiadores siempre fueron nobles y que para otros sólo respondían a su codicia personal, y ponía toda su capaci-dad; que era mucha, para obtenerlos fuera como fuera, y cos-tase lo que costase. Fue así que, con tal de obtener su doctorado, no dudó en presentar una tesis
apologética hacia la monarquía hispánica: "El Rey, asegurado su trono, reina pacíficamente y rodeado del esplendor que recibe de la misma divinidad, alumbra y anima su vasto Reino". También: "Ninguna idea de sedición llega a agitar el corazón de sus vasallos: todos lo miran como a imagen de Dios en la tierra, como fuente invisible del orden y el arte predominante de la sociedad civil". Así eran las tesis que la Universidad esperaba de sus inmi-nentes doctores. Por lo tanto, así era su tesis, aunque contradi-jese sus más hondas convicciones. Monteagudo no fue tanto voluble y oportunista, como aún hoy se lo sigue acusando, sino absolutamente inescrupuloso en los medios a utilizar para el logro de sus fines apasionadamente revolucionarios. Por ello no sólo presentó tesis execrables, también encarceló, deportó y mató. Pagando en carne propia el precio de ser encarcelado, deportado -y muerto. -La gente murmura, debemos ser precavidos -dice Ber-nardo. -La gente es idiota y mal pensada -responde el cura Troncoso, acariciando la cabeza del adolescente, quien se pone de pie y se aleja unos pasos. -Será mejor que me vaya a vivir solo. El clérigo lo observa con amorosa tristeza, lamentando que el infundio no fuese cierto ya que hubiera entregado su alma por tener un hijo como Bernardo. Rápidamente se comprendió con el movimiento libertario, que era la tendencia predominante entre los estudiantes y jó-venes doctores de Chuquisaca, y no le costó sobresalir nítidamente como uno de sus líderes, como antes lo habían sido otros "abajeños"; que así se llamaba a quienes subían desde Buenos Aires: Moreno, Castelli, Paso, Serrano, Oliden, Anchorena. Otra de las motivaciones habrá sido, sin duda alguna, su humilde origen y el resentimiento en él despertado por sen-tirse en inferioridad de condiciones ante sus compañeros de más holgada posición económica. También es fácil adivinar que el haber tenido que soportar desde niño el apodo de “mulato” por parte de quienes se permitían desmerecerlo haya ido caldeando en su alma un fuerte deseo de venganza hacia quienes
importaron a las Américas un color de piel desconocido. Tampoco es de despreciar la influencia ideológica que so-bre el pudiesen haber ejercido el presbítero Troncoso y el Oi-dor Ussoz y Mosi, ambos comprometidos con el movimiento revolucionario. -Ante todo eran americanos -los recordaría- y no duda-ron en sacrificar el bienestar que obtenían de los godos. Aunque seguramente la base de su insubordinación estaba en los textos de Montesquieu, Diderot, Rousseau, a los que se tenía acceso en Chuquisaca y que circulaban clandestina pero profusamente, incendiando el alma de esos jóvenes hastiados de la mediocridad impuesta por los colonizadores peninsulares y que en cambio idealizaban hasta el fanatismo los vientos li-bertarios provenientes de una Francia inflamada por ideas nuevas e inmensamente atractivas. Dígase en favor de Monteagudo que estos ideales de cam-bio, de justicia, de patriotismo, no fueron un pasajero saram-pión juvenil, como fue el caso de Tomás de Anchorena, sino que su vida fue guiada por estos principios hasta el último de sus días. En la Universidad de San Francisco Xavier se formaron quienes representaron en nuestra independencia la posición más radicalizada, el jacobinismo, los Moreno y los Castelli opuestos a las posiciones moderadas que en un principio fue-ron sostenidas por el saavedrismo, convencidos aquellos de que la ruptura con la península sólo era posible a través del te-rror y de la prepotencia revolucionarias. "Cuando está en jue-go la salud de la patria, no se debe caer en consideraciones so-bre lo justo o lo injusto, tampoco sobre lo piadoso, ni lo cruel, ni lo laudable, ni lo ignominioso; posponiendo todo otro res-peto, comprometerse con aquel partido que le salve la vida y le mantenga la libertad (Maquiavelo)." Monteagudo jamás abandonaría estos principios y es por ello que una historia oficial pacata e hipócrita lo ha condenado a la penumbra, quizá por su anatema contra los tibios: "Ameri-canos: ¿Cuándo os veré correr con la tea de la LIBERTAD en la mano, a comunicar el incendio de vuestros corazones a los fríos y lánguidos que confunden la pusilanimidad con la pru-dencia, la frialdad con la moderación, la lentitud con la digni-dad y el
decoro, y lo que es más, el saludable entusiasmo de los verdaderos republicanos con el delirio, la ligereza y poca ma-durez en los juicios?" ("Mártir o libre", 6 de marzo de 1812). A Monteagudo lo distinguía también una indomable obsesión por la lectura. Cuentan sus condiscípulos que era incansa-ble en su afán de hacerse de libros que eran difíciles de obtener por entonces, y que para ello se ganaba los favores de quienes poseían bibliotecas bien surtidas de los textos más avanzados de la época y censurados en las aulas, como la de Ussoz y Mosi, su padrino. Su pasión por leer desembocó, inevitablemente, en otra pa-sión: la escritura. Nadie puede robarle a Monteagudo el reco-nocimiento como la mejor pluma de los primeros años de nuestra independencia, talento que lo hizo insustituible para algunas de las figuras más importantes de la historia americana de entonces: San Martín, O'Higgins y Bolívar. Su estilo lite-rario, brillante para la época, que puede ser todavía leído con placer, despojado en gran medida del amaneramiento y la ar-tificiosidad inevitables por entonces, reconoce la influencia de algunos de los autores más preponderantes de aquellos años, siendo frecuentes las citas de clásicos europeos y filósofos de la antigüedad. No sorprende entonces que muy precozmente, a los diecinueve años, produjera un manifiesto que circuló profusamente entre los estudiantes y profesores de la Universidad y que sirvió para que el autor del "Diálogo de Atahualpa y Fernando VII" se granjeara una gran popularidad. Según todo parece indicar; el Manifiesto influyó fuertemente en las vocaciones libertarias que más tarde se desencadenaron. Despertaba entonces quien luego sería un gran propagandista revolucionario y uno de los intelectuales de mayor fuste de toda nuestra historia política. Una muestra de la difusión que entonces tuvo el “Diálogo...” -es que han llegado hasta nuestros días varias copias ma-nuscritas. En aquella época las pocas imprentas disponibles en América no lo estaban, claro está, para la edición de manifies-tos subversivos como éste. El historiador boliviano Guillermo Francovich, quien fuera rector de la Universidad de San Francisco Xavier, opinó: "El diálogo del Monteagudo
circuló en forma anónima convirtién-dose en un poderoso elemento de subversión, ya que interpre-taba con una admirable acuidad, gran acopio de doctrina y con una ardiente elocuencia la emoción política de esos mo-mentos. El diálogo era de una audacia excepcional. Sólo una personalidad con una ideología perfectamente definida y con una temeridad juvenil podía haberse atrevido a escribirlo. Y esa personalidad no podía ser otra que la de Bernardo Mon-teagudo. A pesar de no tener sino diecinueve años. Monteagu-do, que se había dedicado en la Universidad al estudio del de-recho y de la filosofía, era un vigoroso escritor y un ferviente revolucionario. Fue sin duda una de las personalidades más brillantes y más potentes que la Universidad de Chuquisaca daría a la gesta de la Independencia Americana. Dotado de un genio ardiente y apasionado, sediento de vida y de acción, era al mismo tiempo un intelectual y un político". El diálogo entre Atahualpa y Fernando VII se sitúa en los Campos Elíseos. Hacía ya trescientos años que el Inca había muerto y se encuentra en la eternidad con el Rey hispánico, de quien entonces, preso, pocas noticias se tenían, y a quien, no ingenuamente, Monteagudo hace aparecer muerto. El monarca español confiesa, entristecido, su dolor y pena ante la convicción de que España estaba por rendirse a Francia. -En cuanto Atahualpa lo interroga, recibe por respuesta: “Fernando soy de Borbón, séptimo de aquél nombre, de todos los soberanos el más triste y desgraciado". El tema del diálogo es definido entonces por el Inca: "Tus desdichas, tierno joven, me lastiman, tanto más cuanto por propia -experiencia sé que es inmenso el dolor que padeces ya que yo también fui injustamente privado de un cetro y una corona". Aquí se demuestra la sagacidad del autor al identificar a Fernando VII con Atahualpa, ambos monarcas destituidos y muertos por la arbitraria decisión de un invasor. En el segundo -caso el villano era Napoleón y sus huestes, pero en el pri-mero era la mismísima España, patria de uno de los interlocu-tores, el Rey Fernando. Es evidente que Monteagudo se identifica con el Inca y éste expresa los ideales revolucionarios del autor, quien no encu-bría su intencionalidad
propagandística. Fundamenta así el derecho -legítimo de los americanos a obtener su independencia con argumentos que por entonces eran sumamente originales, atrevidos e inspirados: "¿No es cierto, Fernando, que siendo la base y único firme sus tentáculos de una bien fundada sobera-nía la libre, espontánea y deliberada voluntad de los pueblos en la cesión de sus derechos, él que atropellando este sagrado principio consiguiese subyugar una Nación y ascender al trono sin haber subido por este sagrado escalón, sería antes que rey un tirano a quien las naciones darán siempre el epíteto y renombre de usurpador? Sin duda que confesarlo debes; porque es el poderoso comprobante de la notoria injusticia del Empe-rador de los franceses". Continúa: "Los más de los americanos viven reunidos en sociedad, tienen sus soberanos a quienes obedecen con amor y cumplen con puntualidad sus órdenes y decretos. Saben en fin que estos monarcas descienden igualmente que tú, de infinitos reyes y que bajo de sus dominios disfrutan perfectamente sus vasallos de una paz inalterable. Pero los estúpidos españoles, con sus ojos empañados por el ponzoñoso licor de la ambición, creen coronados de oro y plata o al menos depositados en el interior de aquellas sierras interminables tesoros, como las mismas cabañas de los rústicos e inocentes indianos les parecen repletas de preciosos metales; quieren apoderarse de todo y conseguirlo todo: protestan arruinar aquella desdichada gente y destruir a sus monarcas. Al momento, empiezan a llover por todas partes la desolación, el terror y la muerte". Acorralado, el Rey argumenta sus derechos sobre las tierras, americanas porque el Papa Alejandro VI las había cedido a sus progenitores, y de ellos las había heredado. Es esta la oportunidad de Monteagudo para desarrollar una jurisprudencia al servicio de la revolución: "Venero al Papa como cabeza universal de la Iglesia, pero no puedo menos que decir que debió ser de una extravagancia muy consumada, cuando cedió y donó tan francamente lo que teniendo propio dueño en ningún caso pudo ser suyo, especialmente cuando Jesucristo, de quien han recibido los Pontífices toda su autoridad, y a quien deben tener por modelo en todas sus operaciones, les dicta qué no tienen potestad alguna sobre los monarcas de la tierra o cuando menos no conviene extraerle cuando dice `mi reino no es di este
mundo', cuando a sus apóstoles les enseña y les encarga que veneren a los reyes y paguen su tributo al César". Para reforzar sus argumentos Atahualpa demuestra una inverosímil pero eficaz sapiencia del latín: "Me admira que Alejandro VI hubiese cometido semejante atentado cuando San Bernardo le dice: 'Quid falcem vestram in alienam extendis? Si apostolis interdicitur dominatus quomodo tu tibi audés usurpare?"' y continúa la larga cita... Monteagudo embarca también a Atahualpa en una disertación sobre los derechos naturales del hombre, reflejando la in fluencia de Rousseau en la profundidad de su pensamiento político: "El espíritu de la libertad, nacido con el hombre, libre por naturaleza, ha sido señor de sí mismo desde que vio la luz del mundo. Sus fuerzas y derechos en cuanto a ella han sido siempre imprescriptibles; nunca terminables o perecederos. Si obligado siempre a vivir inmerso en sociedad ha hecho el terrible sacrificio de renunciar al derecho de disponer de sus accio-nes y sujetarse a los preceptos y estatutos de un monarca no ha perdido el derecho de reclamar su primitivo estado; y mucho menos cuando el despotismo lo violente a la coaxión u obliga-do a obedecer a una autoridad que detesta y a un Señor a quien fundadamente aborrece, porque nunca se le oculta que si le dio jurisdicción sobré sí, y se avino a cumplir sus leyes y a obedecer sus preceptos ha sido precisamente bajo de la tácita y justa condición de que aquel mirara por su felicidad. Por lo consiguiente, en el mismo instante en que un monarca, piloto adormecido en el regazo del ocio, nada mira por el bien de sus vasallos, faltando él a sus deberes, ha roto también los vínculos de sujeción, y dependencia de sus pueblos. Este es el sentir de todo hombre justo y la opinión de los verdaderos sabios". Estas ideas, que mantendría Monteagudo a lo largo de su vida -por ello nos hemos permitido citarlas in extenso-, fue-ron las que dieron consistencia, meses más tarde, a la proclama revolucionaria de mayo en el Río de la Plata. No fue casual que otro discípulo de Chuquisaca, Juan José Castelli, Pera el gran orador del 24 de mayo y que sus argumentaciones estu-vieran teñidas de la misma orientación que en el "Diálogo" ex-presaba Monteagudo tiempo antes. El desenlace del "Diálogo" es cuando el rey de España, con-vencido por los
argumentos del Inca Atahualpa, reconoce: "Si aún viviera, yo mismo lo moviera a la libertad e independen-cia, más bien que a vivir sujetos a una nación extranjera". Luego, el final a toda orquesta, en un conmovedor alegato del indígena: "Habitantes del Perú: si desnaturalizados e insensibles habéis mirado hasta el día con semblante tranquilo y sereno la desolación e infortunio de vuestra desgraciada patria, des-pertad ya del penoso letargo en que habéis estado sumergidos. Desaparezca la penosa y funesta noche de la usurpación, y amanezca luminoso y claro el día de la libertad. Quebrantad las terribles cadenas de la esclavitud y empezad a disfrutar de los deliciosos encantos de la independencia. Vuestra causa es justa, equitativos vuestros designios. Reuníos, pues, corred a dar ripio a la grande obra de vivir independientes". Un magnífico texto, literariamente valioso y políticamente No es de extrañar que el joven Monteagudo conociera prontamente la prisión, identificado ya por los poderosos como -un elemento de peligro.
Capítulo Cuatro La rebelión en Chuquisaca enciende su mecha cuando dos oidores, los hermanos José y Jaime Sudáñez, que preparaban con sus colegas de la Audiencia una conspiración para depo-ner a García Pizarro, son hechos prisioneros como evidencias de que éste estaba decidido a resistir; era el 25 de mayo de 1809. Al difundirse la noticia el pueblo chuquisaqueño, indu-dablemente insurreccionado por los jóvenes revolucionarios, se echó a la calle para exigir a García Pizarro la revisión de tal medida y también su renuncia. Como éste aceptase lo primero, pero se negase a lo segundo, fue
detenido y en su lugar asu-mieron el gobierno los oidores con el título de Real Audiencia Gobernadora, que fue apoyada por Juan Antonio Álvarez Are-nales qué se había hecho cargo del mando militar como co-mandante general. Este hombre de armas, español de nacimiento pero sincera-mente comprometido con', la causa americana, fue más tarde valioso colaborador de Belgrano en el Alto Perú y de San Mar-tín en su toma de Lima. Los sublevados de Chuquisaca tendieron sus tentáculos ha-cia La Paz; lugar donde conspiraban desde hacía ya tiempo va-rias patriotas y que se pronunció el 16 de junio bajo el lideraz-go de Pedro Murillo y Manuel Jaén. Es de gran interés conocer la proclama que desde Chuqui-saca es enviada a La Paz y que se encuentra en el Archivo Ge-neral de la Nación: "Proclama de la Ciudad de La Plata (como también se conocía entonces a Chuquisaca). A los valerosos ha-bitantes de la ciudad de La Paz: Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno mismo de nuestra patria: hemos visto con indiferencia por más de tres siglos, inmolada nuestra primitiva libertad al despotismo y tiranía de un usur-pador injusto, que degradándonos de la especie humana nos ha perpetuado por salvajes, y ',mirado como a esclavos; hemos guardado un silencio bastante análogo a la estupidez que se nos atribuye por el inculto español, sufriendo con tranquilidad que el mérito de los americanos haya sido siempre un presagio cierto cíe su humillación y rumia. Ya es tiempo pues de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad como favorable del orgu-llo nacional del español; ya es' tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses de nuestra Patria altamente deprimida por la bastarda política de Madrid; ya es tiempo en fin de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y conser-vadas con la mayor injusticia y tiranía". Este extraordinario documento, fechado el 18 de agosto de 1809, es decir varios meses antes de la proclama del 25 de ma-yo de 1810 en el Río de la Plata, está originado, según todas las evidencias y las investigaciones de algunos historiadores, en la pluma del precoz Monteagudo. Su lectura limita toda enga-ñosa especulación en torno a la lealtad a Fernando VII de
los verdaderos revolucionarios de América. Es innegable que estas palabras apuntan en forma prístina a la ruptura definitiva de las relaciones de sujeción entre la Metrópoli y sus colonias. Monteagudo fue designado por la Audiencia a cargo. Del gobierno en una misión especial que consistía en la intercep-ción del correo que venía desde Buenos Aires y que antes de llegar a Chuquisaca pasaba por,, Potosí, a cargo del gobernador Francisco de Paula Sánz, que aunque había expresado su soli-daridad con el movimiento chuquisaqueño nadie dudaba acer-ca de sus simpatías por las autoridades depuestas. El tucumano es rápidamente asaltado por una partida que responde a Sánz y es puesto en prisión. El argumenta, con la habilidad que lo caracterizó siempre, que su misión era de ab-soluta lealtad con el rey de España y que tan gravísimo error no dejaría de tener consecuencias. Quizás impresionado, el go-bernador de Potosí, cuando se entera, ordena la inmediata li-bertad del ardoroso revolucionario. La medida se cumple, con demora, lo que indigna a Monteagudo y cava la fosa de Sánz; quien meses más tarde pagará con' su vida el rencor de ese jo-ven apasionado, dispuesto a cumplir con sus tareas revolucio-narias más allá de todas las dificultades. Estas no tardaron en volverse a presentar ya que al llegar a Tupiza fue también detenido y puesto en prisión, esta vez por el coronel Benito Antonio de Goyena, con el pretexto de no haber sido notificado del cambio de autoridades determinado por los sucesos del 25 de mayo de 1809. El asesor de dicho co-ronel era Pedro José Agrelo, más tarde destacada figura de nuestra independencia, pero por entonces al servicio de las au-toridades realistas en el Alto Perú. Evidencia de la ya vigorosa personalidad de Monteagudo es la habilidad y coraje con que responde a Goyena y Agrelo. Así, cuando se lo interroga acerca de si los oidores de Chuquisaca daban por sentado que el susodicho coronel acataría o no sus órdenes, el abogado tucumano responde que la misma noche en que su designación fue firmada, en conversación privada con el oidor Ussoz y Mosi y con el señor fiscal Miguel López, les oyó decir que Goyena acataría sus órdenes, a pesar de su lealtad con el gobernador Sánz, debido a que "tiene talento y sabe que es mucho lo que puede perder".
No se agota aquí la velada amenaza de aquel joven engrilla-do ante sus poderosos carceleros, sino que además, como al pasar, comenta que el encargo de apoderarse del correo era para confirmar lo ya sabido: que una revolución similar a la de Chuquisaca y La Paz había también estallado en el Río de la Plata y en Lima. Esa primera experiencia le demostró dramáticamente cómo las insurrecciones de La Paz y de Chuquisaca iban perdiendo vigor a medida que crecían las voces dialoguistas y moderadas, partidarias de llegar siempre a un acuerdo con el enemigo an-tes de combatirlo con vigor. Como si fuera posible conciliar con quien sólo sabía doblegar a sus colonizados, convencida España de que era ese su derecho divino y una obligación na-cional. El virrey de Lima, Abascal, ordenó al brigadier Goyeneche reprimir a los insurrectos de La Paz, misión que cumplió con extremada crueldad, pasando por las armas a los cabecillas Murillo, Jaén, Sagárnaga, Medina y otros. Fue mucho lo que Monteagudo aprendió de estas jornadas, pues la insurrección fue sofocada no sólo por la eficiencia de un ejército disciplinado, y bien armado, bajo las' expertas órdenes de un militar de carrera como Goyeneche, sino también, y quizá principalmen-te, por la anarquía desatada' en las filas patriotas corroídas por las celosas disputas entre sus líderes, circunstancia que fue fo-mentada por agentes al servicio del Rey. Como si no hubiera bastado con la natural crueldad de Go-yeneche, también intervino la perentoria orden del Virrey, quien lo conmina a "ejecutar a aquellos cuya muerte se había suspendido y para juzgar militarmente a los demás"... El jefe realista, a su vez, ordena: "Después de seis horas de su ejecu-ción se les cortarán las cabezas a Murillo y a Jaén y se coloca-rán en sus respectivas escorpias construidas a ese fin, la prime-ra en la entrada del' Alto Potosí y la segunda en el pueblo de Croico para que sirvan de satisfacción a la Majestad ofendida, a la vindicta pública del reino y de escarmiento a su memoria". Para tener una idea del tenor de las demás penas valga co-mo ejemplo la sentencia de don Manuel Cossio: "sedicioso al-borotador instrumento de los principales caudillos en los fu-nestos acaecimientos de todo el tiempo de la sublevación, le condeno a que sea pasado, por la horca, luego de que sean
ajusticiados los demás reos, cuya ejecución presenciará monta-do en un burro de albarda" No se trataba sólo de matar sino también de denigrar, como supremo escarmiento para que na-die volviera a intentarlo. Luego de la represión en La Paz sobrevendría el sofoca-miento de los amotinados en Chuquisaca. Fue el virrey Cisne-ros quien comisionó al mariscal Vicente Nieto para que al frente de un contingente dé 1.500 hombres se dirigiera a to-rnar esa plaza, lo que se cumplió sin mayores dificultades debi-do a la desmoralización en que se encontraban ya las filas pa-triotas. La acción de Nieto fue considerablemente distinta a la de Goyeneche, ya que la represión no fue tan sangrienta como la de éste sino que se limitó á condenas de azotes y de prisión para los conjurados, seguramente debido al respeto que impo-nía la ubicación social y talante intelectual de los profesores y doctores de Chuquisaca. También porque muchos alumnos pertenecían a familias patricias y ligadas al poder virreinal. Es cíe imaginar el ímpetu que Monteagudo y otros pusieron para evitar un final tan desangelado de lo que fue el primer grito insurreccional en América del Sur, pero sus entusiasmos se estrellaron contra la pusilanimidad de quienes se apresura-ron en entrar en disculpas y negociaciones con quienes venían a reprimirlos y así obtener alguna posición ventajosa ante los nuevos dueños de la situación. Ni siquiera sirvió que el valien-te Arenales hubiese informado a la Audiencia de que contaban con el apoyo de sus tropas para oponerse al avance de Nieto, lo que le valió ser tomado prisionero y enviado a las prisiones del Callao, "No hay duda -escribiría el abogado tucumano tres años más tarde- que los progresos hubieran sido rápidos si las de-más provincias hubiesen igualado sus esfuerzos atropellando cada una por su parte. Mas sea por desgracia o porque quizás aún no llegó la época, permanecieron neutrales Cochabamba y Potosí, burlando la esperanza de quienes contaban con su unión." Cabe pensar que con su encarcelamiento, Sánz evitó la mi-sión principal del joven revolucionario: insurreccionar Potosí. No consta que Monteagudo fuera sometido a un juicio que hubiese concluido en una casi segura condena a muerte. Quizá porque gozaba de un alto prestigio en la población de Chuqui-saca y también debido a que, su juventud lo exculpaba de
ma-yores responsabilidades ante los ojos de los partidarios del Rey. La liviandad con que se, lo trató hace suponer que no se tuvo en cuenta su importancia como significativo orientador del movimiento revolucionario e inspirador de muchas de las ideas que lo sostuvieron. "Luego que la perfidia armada mudó el teatro de los suce-sos, empezó el sanguinario Goyeneche a levantar cadalsos, ful-minar proscripciones, remachar cadenas, inventar tormentos y apurar, en fin, la crueldad hasta oscurecer la fiereza del teme-rario Desalines. Las familias arruinadas, los padres sin hijos, las esposas sin maridos, las tumbas ensangrentadas, los calabozos llenos de muerte; sofocado el llanto porque aun el gemir era un crimen y disfrazado, el luto el solo hecho de vestirlo mostraba cómplice al "que lo traía." ("Mártir o Libre", 25 de mayo de 1812.) Monteagudo no sólo era tan revolucionario de acción vigoro-sa, sino también, como testigo del dolor, se obligó siempre a ga-rantizar la memoria de su pueblo, con pluma ágil y encendida.
Capítulo Cinco El 25 de Mayo de 1810 estalló la sublevación en el Río de la Plata: Bernardo Monteagudo permanecía aún en prisión.. Sabedores de que desde Lima el virrey Abascal había orde-nado a fuertes contingentes militares acudir rápidamente a Buenos Aires en ayuda de su colega el virrey Cisneros; a los doce días de instituida la junta de Mayo se impartió la orden de que un improvisado ejército al mando de improvisados je-fes partiera rápidamente hacia el norte para enfrentar, aleccio-nados por la experiencia de La Paz y Chuquisaca, a la repre-sión realista. En el camino, en Córdoba, el comandante Ortiz de Ocam-po debió sofocar la contra revuelta del prestigioso ex virrey Li-niers, quien tan brillante papel había desempeñado durante las invasiones inglesas. Fue, el deán Funes, quien por alguna misteriosa razón había participado de las primeras
reuniones conspirativas, quien lo denunció ante el gobierno-de Buenos Aires. Ya preso Liniers no fueron pocos los vecinos de la ciudad docta que se apersonaron ante el jefe patriota para interceder por la vida del francés al servicio de España. Ortiz de Ocampo, a pesar de las taxativas órdenes que había recibido de la junta, especialmente por parte del aguerrido Moreno, su secretario, se mostró dispuesto a la flexibilidad y envió en tal sentido una comunicación a su gobierno argumentando que sería mejor para el movimiento rebelde dar pruebas de su benignidad y así ganarse las conciencias de los pobladores del virreinato. "Pillaron nuestros hombres a los malvados -escribiría Mo-reno a Manuel Chiclana- pero respetaron sus galones y ca-gándose (sic) en las rigurosísimas órdenes de la junta preten-den remitirlos presos a esta dudad. Veo vacilante nuestra fortuna por hechos de esta índole." La respuesta no pudo ser más tajante: la inmediata destitución de Ortiz de Ocampo y su reemplazo por Antonio González de Balcarce como coman-dante militar y Juan José Castelli como representante de la junta, algo así como un comisario político y el verdadero jefe de la expedición. Los conjurados, entre ellos Liniers, fueron fusilados en Ca-beza de Tigre, con excepción del obispo Orellana quien se sal-vó del sacrificio por su investidura sacerdotal. "En la primera victoria dejará V.E. que sus soldados hagan estragos a los vencidos para infundir terror en los enemigos." Estas instrucciones fueron sin duda eco de la crueldad de Goyeneche en La Paz y de la severidad de Nieto en Chuquisa-ca, convencida la fracción más, radicalizada de los patriotas de que debían responder con la misma moneda y que cualquier duda o vacilación sería bien aprovechada por un enemigo sa-gaz, experimentado y muy superior en número y en pertre-chos. Las tropas de Castelli no pudieron tener mejor bautismo de fuego: la victoriosa batalla de Suipacha en la que un acertado movimiento de González de Balcarce arrolló a las fuerzas enemigas, que huyeron dejando en el campo un importante baga-je de armas, municiones, prendas, mulas y
caballos. Castelli in-formaba a Buenos Aires: "el resultado de la acción es prueba del más encarnecido elogio de nuestro Ejército que inferior en número y armamento supo derrotar al enemigo que eligió si-tuación y rompió el fuego". Es de imaginar la algarabía que tal victoria provocó no sólo en Buenos Aires sino también en todos los confines de América donde latía el fermento revolucionario. El Ejército del Norte pudo continuar su marcha en dirección a Lima con el apoyo de los habitantes del Alto Perú, insurreccionando a su paso pueblos y ciudades que se adherían a la junta del Río de la Plata. Las buenas noticias llegaron también a la prisión que alber-gaba a Bernardo Monteagudo, quien se entusiasmó al saber que su ex condiscípulo Juan José Castelli, egresado de las aulas universitarias de la ciudad que lo mantenía en reclusión, en Chuquisaca, iba a la cabeza de las tropas revolucionarias. Mon-teagudo había oído hablar mucho del idealista Castelli, algu-nos años mayor que él por lo que no habían coincidido en las aulas. Pero éstas aún guardaban el eco de sus encendidas dia-tribas en contra del dominador hispánico, dejando la estela de un aguerrido carisma que durante su permanencia en la ciu-dad universitaria le había granjeado no sólo la admiración de sus condiscípulos sino también los favores de no pocas bellas mujeres de la sociedad. Ante la noticia de la derrota de Suipacha, el anciano gober-nador Nieto y el jefe militar José de Córdoba huyeron de Chu-quisaca dejando sus fuerzas en la mayor desorientación y anar-quía. Esto sin duda facilitó los planes de fuga de Monteagudo, quien ardía en deseos de unirse a Castelli y colaborar en la marcha hasta entonces triunfal de la sublevación. No le fue di-fícil huir ya que con sus poderosas dotes de persuasión había convencido a sus carceleros de aceptar que con alguna fre-cuencia bellas damiselas lo visitaran en prisión. -Esta noche estaré ocupado... Los uniformados, sonrientes, siguen la broma. -¿La misma de la última vez?. -Las mujeres son como las corbatas, pueden ser salteadas pero nunca repetidas.
Sus carceleros, cómplices, lanzan carcajadas hacia el cielo mientras Monteagudo desliza monedas en sus palmas. Horas más tarde, mientras la solidaria damisela hacía rui-dos y fingía estar en su compañía, aprovechó para escalar los altos muros y perderse en la noche impenetrable. Cuando Castelli y González Balcarce ingresan en Potosí, Monteagudo ya está con ellos. En la cárcel de la ciudad los es-pera, cumpliendo las órdenes enviadas por el jefe del ejército patriota, el gobernador de la ciudad Francisco de Paula Sanz, a quien pronto se unen, engrillados, sorprendidos cuando in-tentaban huir por las serranías, el doctor Nieto y el coronel Córdoba. -Nadie debe dudar, ni aquí ni en el mundo, que nuestra revolución va en serio. Seguramente Castelli no necesitaba que nadie lo convencie-se de que la revolución sólo se impondría por la fuerza y que el "ojo por ojo y diente por diente" debía ser ejemplar. Pero tampoco cabe dudar de que Monteagudo apoyó y estimuló en todo momento, ya designado secretario privado de Castelli, las drásticas medidas que éste firmaría en contra de las ex autori-dades realistas. Crueldad que no era sino el espejo de la que practicaba el otro bando. Sanz, Nieto y Córdoba fueron pasados por las armas en una medida que sigue despertando polémica entre los historia-dores, ya que malquista con los patriotas a importantes secto-res que les habían expresado su apoyo. Aunque derecho te-nían Castelli y Monteagudo a dudar del mismo. Nicolás Rodríguez Peña, muchos años después, en un in-tercambio epistolar con Vicente Fidel López le dice: "Castelli no era feroz ni cruel. Obraba de tal manera porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiendo a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado todos, y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennoslo uste-des que no han pasado por las mismas necesidades ni han teni-do que obrar en el mismo terreno. ¿Que fuimos crueles? ¡Vaya con el cargo! Mientras tanto ahí tienen ustedes una patria que no está ya en el compromiso de serla. La salvamos como creía-mos que debíamos salvarla. ¿Había otros medios? Así
sería. Nosotros no los vimos. No creímos que con otros medios fué-ramos capaces de hacer lo que hicimos". Algunos meses más tarde, en la Gazela de Buenos Aires, Mon-teagudo escribiría, evidenciando que el tiempo transcurrido no había amortiguado la pasión del momento, que "se había acercado con placer a los patíbulos de Sanz, Nieto y Córdoba, para observar los efectos de la ira de la patria y bendecirla por sus triunfos". En esos momentos vendrían a su memoria los sufrimientos que había experimentado por orden de los ajusti-ciados, como así también la pérdida de algunos de sus mejores y más admirados amigos que pagaron muy caro su compromi-so con la revolución incipiente: "Oh, nombres ilustres de los ciudadanos Victorio y Gregorio Lanza. Oh, intrépido joven Rodríguez. Oh, Castro, guerrero y virtuoso. Oh, vosotros to-dos, los que descansáis en esos sepulcros solitarios". La ven-ganza está cumplida cuando escribe sobre los ahorcados en Po-tosí: "Murieron para siempre y el último instante de su agonía fine el primero en que volvieron a la vida todos los pueblos oprimidos".
Capítulo Seis La situación del Ejército del Norte no podía ser más promi-soria. A su paso se habían sublevado Cochabamba, Potosí, La Paz y Chuquisaca, todo el Alto Perú, y sus fuerzas se engrosa-ban con el entusiasta aporte de los lugareños, fuesen estos in-dios, cholos y también jóvenes de la burguesía criolla. Pero habría entonces de producirse un error sustancial en el que Monteagudo tuvo participación activa, inducido por un fuerte sentimiento antirreligioso que había ido conformándose en él como reflejo de las atrocidades cometidas en América en el nombre de la cruz. También debido a que sus enemigos pri-mordiales, las autoridades españolas, ataban
vínculos muy es-trechos de poder y conveniencia con los dignatarios eclesiásti-cos, también mayoritariamente peninsulares, por lo cual estaba convencido de que era necesario disminuir el fuerte sentimien-to religioso de los pobladores del Alto Perú y de todo el virrei-nato, para facilitar el progreso (le las ideas de la revolución. Estaba seguro de que era ésta una religiosidad artificial, so-breimpresa por el terror sobre las antiguas deidades indígenas, y fomentadora de la ignorancia. "¡Oh, prelado impostor y per-juro! -escribirá cuando Caracas vuelve a caer bajo el yugo español- El Arzobispo de Caracas es español y su conducta no podía ser diferente de la que ha observado el de Charcas y sus sufragáneos de Salta y Córdoba: canonizar desde el santuario la nueva conquista del sanguinario opresor y encadenar de nuevo los eslabones que Venezuela había despedazado a costa de la sangre de sus hijos." A pesar de las protestas de algunos de sus panegiristas, no caben dudas de que el imprudente Monteagudo pronunció sermones blasfemos en varias de las iglesias que iba encontran-do al paso del Ejército del Norte, entre ellas el templo de Lojo, en cuyo púlpito habría pronunciado un sermón burlesco sobre el tema "La muerte es un sueño largo". También hay testimo-nios de una misa negra oficiada en la iglesia de Laja, a muy pocos kilómetros de La Paz. No era Castelli la persona más apropiada para reprimirlo, pues él era uno de los más conspicuos revolucionarios a la francesa, influido por el jacobinismo que también había hecho de lo antirreligioso uno de sus emblemas principales. A esto cabe agregar que la entrada de las tropas en La Paz se hizo, quizás inadvertidamente, en Viernes Santo de 1811, lo que tornó irreverente y blasfemo el bullicio y algazara de tro-pas; equinos, y cañones. Corrieron rumores también de profanaciones en la iglesia de Viacha y mentas de que algunos oficiales porteños, pasados de alcohol, nada menos que en la muy católica Charcas, ha-brían arrancado y arrastrado una cruz por el suelo en son de burla hasta la Plaza Mayor. Estos hechos, verídicos o agigantados por la propaganda es-pañola, fueron bien aprovechados por el hábil Goyeneche, quien tuvo algún éxito en transformar la guerra alto peruana en una "Guerra Santa", en la que la lucha
era entre cristianos y herejes. Tanto fue así que después de la retirada de Castelli no qui-so ir a alojarse al Palacio de la Presidencia, que aquél había ha-bitado en Potosí, sin que fuese antes purificado con exorcismos y preces: los "arribeños" fueron entonces azorados testigos de una pomposa procesión en que los sacerdotes lucieron orna-mentos sagrados, incensarios, hachas encendidas y abundante provisión de agua bendita, y sólo cuando después de una larga y edificante ceremonia se creyeron expelidos los malos espíri-tus esparcidos por los "abajeños", se consideró habitable el Pa-lacio. Pero el gran error militar de Castelli, a pesar de su superio-ridad luego de Suipacha, fue haber propuesto al inescrupuloso jefe español una tregua de cuarenta días que fue a la postre violada por el enemigo, quien bien la había aprovechado para reaprovisionarse y juntar las tropas desperdigadas por la de-rrota. Esta equivocada medida fue influida por los sucesos de Buenos Aires, donde la fracción saavedrista había conseguido desplazar a aquella por la que. Castelli y Monteagudo profesa-ban simpatías y que era acaudillada por Mariano Moreno, quien fue deportado, muriendo sospechosamente en el trayec-to marino hacia Londres. Una de las consecuencias fue el envío del general Viamonte al Ejército del Norte con el pretexto de expresar la solidaridad de la junta Grande con sus jefes aunque, tal como quedó desnudado en una carta confidencial de Saavedra a dicho militar que cayera en manos de Castelli, su verdadera misión era la de socavar la autoridad del fusilador de Potosí y soliviantar a sus subordinados para obligar a su destitución y su relevo. El gobierno de Buenos Aires, a pesar de su cortísima vida y de lo débil de su posición, denunciaba ya su vocación por la anarquía y las conspiraciones suicidas. La batalla de Huaqui o de Desaguadero fue un verdadero desastre para la rebelión patriota ya que la desbandada de sus tropas facilitó la cruel represión de todos los focos insurreccio-nales que se habían abierto en el Alto Perú. Tal desazón fue equivalente a la satisfacción experimentada en el campo realis-ta, tanto como para otorgarle a Goyeneche el título de Conde de Huaqui. Para empeorar aún más la situación y aumentar el encono de los
altoperuanos, hasta no hacía mucho sus entusiastas par-tidarios, la desordenada huida de los "abajeños" no ahorró sa-queos ni violencias, seguramente porque lo yermo de esas tie-rras altiplánicas obligaba a ello para conseguir víveres y abrigo. Pero también porque los jefes avezados, con disciplina militar, se distinguen no sólo en un ataque certero sino también en un repliegue ordenado. Y Castelli no lo era, pues las circunstan-cias habían puesto a un doctor de Chuquisaca al frente de las tropas, las mismas que más tarde buscarían de sustituto a un doctor de Salamanca sin vocación castrense: Manuel Belgrano. La indignación de los saavedristas en Buenos Aires fue grande contra los comandantes del Ejército del Norte y de inmedia-to se expidió una orden de juicio sumario para delimitar sus responsabilidades en la derrota. El abogado de la Universidad de San Francisco Xavier fue encomendado para su defensa.
Capítulo Siete
Monteagudo llega a1 Buenos Aires que tanto soñase en buen momento, ya que la junta Grande ha sido sustituida por un triunvirato cuya orientación está abiertamente influida por los partidarios de Mariano Moreno. La ciudad recostada sobre el Río de la Plata, de todas ma-neras de menor importancia que Chuquisaca, ha adquirido en los últimos años un fuerte desarrollo debido a que desde 1776 es capital del virreinato que se extiende hasta los confines del Perú. Pero por otra parte su calidad de puerto la hace particular-mente receptiva a las influencias, por lo que Montea-gudo se encuentra a su aire en un ambiente más sofisticado, refinado, que los que
hasta entonces ha conocido. Su defensa de Castelli y de los otros jefes militares del Ejército del Norte, acusados por la derrota de Huaqui; es eficaz y logra que aquellos sean sobreseídos, aunque no podrá impedir que años más tarde los enemigos de Castelli vuelvan a abrir el proceso y lo manden a prisión, donde terminará su vida con-sumido por un atroz cáncer de lengua. El interrogatorio a que se lo somete es sumamente respetuoso y sin hostilidad, y no deja de llamar la atención que en el texto de sus declaraciones se deje establecido que se le reconocen “sus luces”. Es que llega precedido de una importante aureola: doctor graduado en Chuquisaza; de activa participación en varios episodios revolucionarios; autor de textos de amplia difusión, sobre todo en la juventud, de no-table apostura viril y fama donjuanesca que arranca suspiros femeninos, de preclara inteligencia, con verbo y pluma ágiles y convincentes. A los muy pocos días de haber arribado ya se reconoce su influencia en la redacción del Estatuto Constitucional que se dicta el Triunvirato para regir su política hasta que se reúna la Asamblea. Según Ricardo Piccirilli, autor de una precoz e inteligente biografía de Bernardino Rivadavia, ha quedado establecida la influencia de Monteagudo en dicho Estatuto. Tampoco hubo necesidad de que pasara mucho antes de que Monteagudo despertara las envidias que lo persiguieron en muchas circunstancias. Vicente Fidel López, influyente contemporáneo, lo describe así: “Cuando el deán Funes caía a las posiciones inferiores de las que no salió más, se levantaba con briosa arrogancia un joven de cabeza mucho más poderosa, destinado también a recorrer una carrera de gran notoriedad, pero frustrado en cada paso por vicios de carácter no menos lamentables (...) Con talentos de un orden superior, una imaginación soberbia y agigantada como la vegetación tropical a cuyos esplendores había abierto los ojos, don Bernardo Monteagudo unía un temperamento sombrío y enconoso a un orgullo, mejor dicho, una vanidad excesiva. Bullían en lo recóndito de su alma pasiones y apetitos violentos: nada había en él de aquel ímpetu primo que distinguen los hombres de un natural ardiente, pero franco y bueno. De su rostro mismo, bellísimos y graves como el de un dios capitolino, partían con frecuencia destellos siniestros y duros, que de un hombre ciertamente
eminente hacían un hombre peligroso, más apto para provocar el fastidio o la antipatía, que para inspirar con su trato el respeto de su mérito incuestionable”. Tampoco se necesito mucho tiempo para que la única publicación de Buenos Aires, la Gazeta, lo convocara como editorialista alternándose en dicha tarea con Vicente Pazos Silva. Lo curioso fue que de allí en adelante los dos columnistas del mismo periódico sostuvieron encendidas polémicas, como cuando Pazos Silva escribió: “La conducta de los agentes de la expedición desgraciada del Perú nos ha deshonrado a la faz del mundo y nos ha puesto al borde del precipicio. Preciso es que con inexorabilidad se castigue, después de un juicio imparcial, a esos profanadores sacrílegos de nuestra Santa Causa”. No escapó a Monteagudo que era él uno de los blancos de dicho artículo, puesto que le era imposible no sentirse aludido con lo de “profanadores sacrílegos de nuestra Santa Causa”. Su réplica, que constituye su primera publicación en la Gazeta, se titula “El Vasallo de la Ley al Editor”. En ella argumenta: “Nuestro mismo gobierno ha jurado respetar la seguridad individual de todo ciudadano; una de las más augustas prerrogativas que derivan de aquélla es no juzgar delincuente a ningún hombre mientras los ministros de la ley no lo declaren tal; es decir, que el editor se ha arrogado el derecho de prevenir en su juicio a todos los pueblos, inspirando resentimientos parciales, injuriando a la armonía civil, único sostén de la libertad”. Gran audacia la de Monteagudo, quien no vacila en ganarse la enemistad de un influyente generador de opinión como Pazos Silva. Aunque parece evidente que contaba ya con algunos apoyos de alto nivel, a pesar del poco tiempo que llevaba en Buenos Aires: nada menos que Rivadavia, entonces secretario de Gobierno del Primer Triunvirato, y también Manuel Belgrano, quien había sustituido a Cornelio Saavedra al frente del Regimiento de Patricios. Otro de sus primeros artículos, “A los ciudadanos Ilustrados”, se propone hacer una incitación “a todo hombre de talento”, como él dice, “para que presten su colaboración a la obra que han de estar empeñados todos los patriotas para que la reforma política que persigue la revolución alcance el mayor perfeccionamiento posible. Todo hombre de talento es magistrado
nato de su patria”. Monteagudo estaba convencido de que el saber y la ilustración eran aliados del proceso de cambio y de transformación revolucionarias. En su criterio, la ignorancia era aliada de la esclavitud, por ello la Corona española se había propuesto, como instrumento de su poderío colonial, sumergir a los americanos en el desconocimiento, apartándolos de las fuentes del saber. Esta convicción llevó a Monteagudo a fundar una decena de medios de difusión a lo largo de su actividad política no sólo en la Argentina sin también en los otros países en los que se desenvolvió. Consideraba que una de sus obligaciones, adquirida por la oportunidad ofrecida o ganada de doctorarse en una de las universidades más prestigiosas, era la de instruir a los que no sabían. Comportaba a quienes eran poseedores de conocimientos pero no los compartían con sus semejantes, con la avaricia de los ricos que acumulaban monedas, insensibles a los infortunios del prójimo. Era aristotélica su convicción de que el mayor de los males era la ignorancia y el mayor de los bienes la sabiduría: "ilustrad a la Nación con vuestros discursos, mientras él intrépido guerrero expone su vida por salvar a la patria". En este breve pero sustancial artículo, Monteagudo parece hablar de sí mismo, evaluando que su fervor revolucionario debía canalizarse en el campo de las ideas y no en el de las ar-mas, para lo que no se sentía especialmente llamado. Ya en Po-tosí había rechazado el grado de teniente de Milicias, que le ofreciese Arenales, para ocuparse de las tareas políticas de la insurrección. Esa era la tesis de su artículo: la tarea revolucio-naria no se libraba solamente en los campos de batalla sino en la cotidiana acción de cada uno. En este caso, en la de los "ciu-dadanos ilustrados". Pero no sólo actividades políticas y periodísticas desarrolló Monteagudo en Buenos Aires; también participó activamente de su vida mundana, haciéndose habitué de las tertulias que se desarrollaban en las casas patricias que le abrieron ampliamen-te sus puertas. El no se equivocaba al especular que las relacio-nes allí cimentadas le allanarían el camino hacia el poder nece-sario para satisfacer sus apetencias de petimetre elevado muy por encima de sus humildes orígenes. Su éxito mundano fue grande y para ello contó con la ines-timable ayuda de
su muy agraciado aspecto físico, que hacía suspirar a las damas porteñas y enrojecer de envidia a los hombres. Sabedor de que en ellas siempre encontraría aliadas, y en su homenaje, para halagarlas, dándoles una importancia que hasta entonces la sociedad porteña les negaba, Monteagudo escribió un polémico artículo que despertó oleadas de apro-bación y de rechazo: "A las Americanas del Sud". En él desa-rrolla cumplidamente el importante papel a desempeñar por las damas acordes con el movimiento revolucionario: "Si las madres y esposas hicieran estudio de inspirar a sus hijos, maridos y domésticos nobles sentimientos revolucionarios, y si aquellas en fin, que por sus atractivos tienen derecho a los homenajes de la juventud, emplearan el imperio de su belle-za y artificio natural en conquistar desnaturalizados y a elec-trizar a los que no son, ¿qué progresos no haría nuestro sis-tema?". También: "Uno de los medios de estimular y propagar el patriotismo, es que las americanas hagan la fir-me y virtuosa resolución de no apreciar ni distinguir más que al joven moral, ilustrado, útil por sus conocimientos, y sobre todo patriota, amante sincero de la libertad, y enemigo irreconciliable de los tiranos". A nadie escapaba que con dichas frases Monteagudo se pro-pagandizaba a sí mismo, erigiéndose ante las damas porteñas como el ideal de hombre en las tertulias que pronto lo tuvieron como protagonista y que un viajero inglés, Samuel Haigh, describiera así: "La sociedad de Buenos Aires es agradable. Después de ser presentado formalmente a una familia se consi-dera completamente correcto volver a visitarla a la hora más conveniente, y siempre seréis bien recibidos. La noche, hora de la tertulia, es siempre la ocasión más apropiada y elegante. Estas tertulias son deliciosas, y desprovistas de toda ceremonia, lo que constituye parte de su encanto. Por la noche la familia se congrega en la sala, llena de visitas, especialmente las casas de alto tono. Las diversiones consisten en la conversación, en valses y contradanzas españolas, en música ejecutada en el pia-no o la guitarra, y algunas veces canto; al entrar se saluda a la dueña de casa, y ésta es la única ceremonia. Puede uno retirar-se sin formalidad alguna, y en esta forma, si se desea, se asiste a media docena de tertulias en
la misma noche. Las maneras y la conversación de las señoras son sencillas y agradables, den-tro de una gran cordialidad". El importante papel que había logrado Monteagudo en la vida social de Buenos Aires, fuertemente impregnada de senti-miento revolucionario, se hace claro en una anécdota que rela-ta Dellepiane. Fue en la señorial mansión de los Escalada. Las damas de la sociedad porteña se habían reunido para contar el dinero re-caudado por ellas para la compra de las armas necesarias para el Ejército del Norte. -Pondremos a consideración de ustedes la nota que hemos redactado con María -dice Remedios de Escalada, novia del general San Martín. -Yo la leeré -dice la señora de Thompson. Al terminar, todas expresan su satisfacción y felicitan a las autoras del manifiesto que presentarán a las autoridades al en-tregarles la suma recaudada para colaborar con el exangüe Tesoro Público. La señora de Alvear, tan sibilina como su esposo el general, se inclina sobre María Sánchez de Thompson y le susurra al oído: -Eso no lo has escrito tú, ni tampoco Remedios. Eso es de Monteagudo. La indignación de la interpelada fue tal que hizo trizas el papel a la vista de todas y, según mentas, su relación con tan inoportuna dama nunca se recompuso del todo. Lo cierto es que dicho documento llevaba las inconfundibles huellas digitales de Monteagudo, evidentes en frases como "Yo armé el brazo de este valiente que aseguró su gloria y nuestra libertad". El joven abogado tucumano era, indiscutiblemente, un mu-jeriego y muchas anécdotas se contaban acerca de sus conquis-tas. Las murmuraciones exageraban e inventaban, pero lo cier-to es que sostuvo affaires con algunas de las damas más encumbradas de la sociedad porteña, fuesen solteras o casadas, y algunos de ellos adquirieron ribetes de escándalo como cuando la señora de Sarratea fue descubierta en actitud com-prometida en pleno sarao. También se comentó sobre las tres hermanas, sólo una de ellas célibe, que habrían desfilado por la ardorosa alcoba.
Capítulo Ocho La opinión de Monteagudo era independiente y no se ata-ba a conveniencias oficiales. Su columna en la Gazela no escati-maba críticas al gobierno cuando a él le parecían merecidas. Su pluma airosa, que no ahorraba citas latinas o cultas referencias a sabios de la antigüedad como Aristóteles, Polibio o Séne-ca, se encrespaba cuando creía advertir en los gobernantes sig-nos de debilidad, exigiéndoles llegar a la violencia si era necesaria una represalia ejemplar. Su obsesión era la independencia; ella llegaría años más tarde en Tucumán, cuando finalmente, en 1816, en momentos harto difíciles para la patria hubo decisión en declararla a pe-sar de la oposición de no pocos. En 1811 eran muchos menos los partidarios de la misma, algunos por hispanófilos, porque sus intereses personales, sociales y comerciales estaban ligados a España y temían que un cambio radical los perjudicase. Otros, pertenecientes al bando patriota, porque consideraban que la situación se había tornado muy complicada con el re-greso de Fernando VII al trono de España y la amenaza del envío de una poderosísima expedición que arrasaría con el todavía débil brote rebelde. La única solución según ellos, lidera-dos por Rivadavia, era llegar a un acuerdo con la Corona in-glesa, la que se oponía a todo arrebato independentista puesto que por entonces pactaba una hipócrita buena relación con Es-paña mientras maniobraba para arrebatarle el comercio en sus colonias. Nada de esto agradaba al graduado en Chuquisaca, quien abjuraba de toda demora o desviación del objetivo indepen-dentista, como lo manifestaba con estilo soliviantado en sus artículos. Muy poco tiempo pasó para que el recién llegado se ganase el odio de los españoles y los criollos estrechamente ligados a ellos, ya que no era difícil
percibir la inquina que Monteagudo sentía hacia ellos y que siguió sintiendo a lo largo de sus agita-dos años. Fue un tenaz y severísimo represor de sus activida-des y siempre que le fue posible los aniquiló o los expulsó. "En el primer conflicto cada español será un soldado que aseste el fusil contra vosotros y os conduzca quizás hasta el sangriento patíbulo. Guardaos de creer, ciudadanos, que baste para vues-tra seguridad el hacerlos mudar de domicilio; no, en todas partes son peligrosos y mucho más en esos pueblos que miran el candor como una virtud favorita ("El Grito del Sud", enero 19 de 1813)." No habrá de extrañar entonces que el españolísimo fray Jo-sé de las Animas, confesor de poderosos y Savonarola riopla-tense, lo llamase "el réprobo". Todo ello no hacía sino aumentar su prestigio ante los jóve-nes de Buenos Aires, aquellos que se enfervorizaban con la gesta revolucionaria y que sentían su pecho arder de patriotis-mo y de ansias de lucha. Monteagudo representaba ante ellos lo que todos ellos deseaban ser: joven y abogado, que ya había conocido más de una cárcel por su acción levantisca, que se ha-bía probado en campos de batalla, capaz de inflamar a quienes lo escuchaban con la convicción de sus palabras y la justicia de sus reclamos. No fue de extrañar entonces que se le ofreciera incorporarse a la "Sociedad Patriótica", fundada antaño por Moreno para reclutar adeptos a la causa del jacobinismo rio-platense, y que languidecía por la falta de liderazgo. En esa nueva tribuna arremete contra los falsos revolucio-narios, de quienes se declara feroz enemigo: "A todos he oído decir que son patriotas, pero sucede con esto lo que con los avaros, que en apariencia son los más desinteresados y a juzgar por los sentimientos que despliegan sus labios, se creería que el desinterés es su virtud favorita. La esperanza de obtener una magistratura o un empleo militar, el deseo de conservarlo, el temor de la execración pública y acaso el designio insidioso de usurpar la confianza de los hombres sinceros; estos son los principios que forman a los patriotas de nuestra época. No lo extrañó; el que jamás ha sido feliz sino por medio del crimen, y de la insidia, se persuade de que hay una espe-cie de convención
entre los hombres, para ver sólo virtuosos en apariencia". La convicción de Monteagudo de que los peninsulares conspirarían en contra del nuevo orden por más que en apa-riencia lo acatasen quedó brutalmente confirmada cuando se descubrió que Alzaga intentaba derribar al débil Triunvirato. Lo dice Juan Pablo Echagüe, con su ampuloso estilo: "¡Alzaga! He aquí un hombre en el cual las desveladas sospechas de Monteagudo venían personificando, de tiempo atrás, el peli-gro tan combatido por él desde sus primeras rebeldías. El anti-guo Alcalde representaba, a sus ojos, la España intolerante y despótica, ferozmente agarrada a sus blasones y conquistas; el engolado menosprecio con que hidalgos y títulos nobiliarios apabullaban al criollo; el yugo sobre las conciencias, el prurito racial, el aniquilamiento de la emancipación, la férrea mano que estrangulaba a América". Sus prédicas, ya que sobre conspiraciones como la de Alza-ga había alertado desde hacía ya tiempo, lo hicieron merece-dor de ser el fiscal en la causa criminal instaurada contra los confabulados. Lo acompañaban en tal tarea Agrelo, a quien antes hemos visto desempeñándose en el Alto Perú del lado hispánico, Chiclana, Vieytes e Irigoyen, aunque a nadie le era desconocido que por apasionamiento y por capacidad depen-día del joven y bello tucumano la decisión final del Tribunal. Esta fue tomada en un proceso que nada tiene de objetable a diferencia de otros en los que Monteagudo interviniese más adelante; ya que te trabajó intensamente durante varias sema-nas y se aquilataron con justicia las pruebas a favor y las prue-bas en contra. Pero nadie dudaba, tampoco desde el mismo principio, que siendo Monteagudo el fiscal protagónico la condena no podía ser otra que la -muerte. Nunca. vaciló, como antes no lo había hecho en los fusila-mientos de Potosí y como tampoco lo haría luego en otras dramáticas circunstancias de la insu-rrección americana, en decre-tar la muerte de quienes, en su criterio, eran importantes enemigos de la revolución. Nadie podría afirmar que ello le causara placer pero lo cierto es que Monteagudo siempre reveló una considerable facilidad para firmar, y responsabilizarse por ello, sentencias de muerte. Quizás había leído a
Camille Desmoulins: "El verdade-ro patriota no conoce periconas, solamente conoce principios". Era Alzaga, por el bien ganado prestigio entre criollos y es-pañoles por su corajuda actuación durante las invasiones in-glesas, un enemigo de cuidado, como que era su mano la que había escrito en una comunicación secreta interceptada: "Hay que colgar las cabezas de los patriotas por las barbas de la reja de hierro de la pirámide que erigieron para perpetuar el re-cuerdo de la revolución de Mayo". Eran de los complotados los cuerpos que se bambolearon en la Plaza de la Victoria du-rante varios días, para escarmiento de quienes osasen levantar-se en contra del nuevo orden. Entre los ajusticiados, a pesar de su condición religiosa, estaba fray José de las Animas, quien así pagaba no sólo su lealtad al Rey sino también sus críticas a Monteagudo. Bernardino Rivadavia, quien también había firmado la sen-tencia, pronto reclamó: "¡Basta de sangre!". No era esa la acti-tud de Monteagudo, quien ya en la oración inicial de la rejuve-necida "Sociedad Patriótica" habría proclamado: "¡Oh patria mía!, si yo supiera que el sacrificio de mi vida había de contri-buir a nuestra redención, yo la inmolaría esta misma noche con placer; y si yo conociera que mi brazo tendría bastante fuerza para aniquilar a nuestros enemigos, ahora mismo toma-ría un puñal, aunque mi sangre se mezclase después con la de ellos". Nadie duda hoy, ante su memoria, que era sincero. Y que cumplió, dolorosamente, con lo que, entonces, a muchos qui-zás haya parecido sólo una bravata juvenil.
Capítulo Nueve La independencia de ideas de Monteagudo termina por colmar la paciencia del Triunvirato, que se siente minado en su poder por el arraigo que tienen
en la opinión pública y de-cide clausurar la Gazeta de Buenos Aires el 13 de diciembre de 1811. No pasa mucho tiempo antes de que Monteagudo funde su propio periódico, financiado con los escasos recursos de que disponía, cuyo nombre es Mártir o libre, en el que escribirá al-gunas de sus más recordables y conmovedoras páginas. Eso sucedía en marzo de 1812, mes de importancia en su vida y en la de toda América pues en. esos mismos días atraca-ba en Buenos Aires la goleta George Canning, trayendo a bordo algunos militares argentinos. que habían recibido formación en Europa y que venían a sustituir a aquellos tribunos que se ha-bían visto obligados a conducir tropas sin experiencia y sin vo-cación, como había sido el caso de Castelli y Belgrano. Entre los pasajeros se encontraban San Martín, Alvear, Zapiola, Chi-lavert y otros. No fue San Martín, sobrio y reservado, quien más atrajo al joven tucumano sino Carlos María de Alvear, alguien de su misma edad, también de magnífica apostura viril y de verba convincente, pero que lo aventajaba por provenir de una rica familia aristocrática y por ser, en tiempos de guerra, militar. Los recién desembarcados traían un objetivo claro: fundar en estas costas la "Logia Lautaro", rama de la logia inglesa ori-ginada por Francisco de Mirada, el precursor venezolano, y cuyo objetivo, era el de hacer triunfar la revolución en las colo-nias españolas con la intencionalidad, aunque ello no era cono-cido por todos los patriotas, de desviar sus comercios hacia la órbita de Gran Bretaña. Alerta a todas las circunstancias que pudieran aproximarlo al poder y sabedor de que sus apoyos eran escasos por su ori-gen y por ser del interior, no tardó Monteagudo en compren-der el buen negocio de acercarse a dicha organización masónica. No le costó hacerlo pues Alvear se sintió rápidamente seducido por ese joven brillante, apasionado, que contaba ya con un periódico para difundir ideas y que también era el mentor, si bien no todavía su presidente, de esa "Sociedad Pa-triótica" que muy pronto serviría como fachada pública de la "Lautaro". No es difícil imaginarlos compartiendo cacerías fe-meninas hacia las que se sentían particularmente
inclinados y para las que estaban especialmente dotados. Poco se sabe de dicha logia, cuyo funcionamiento quedó oculto por juramentos que obligaron, por lo menos, al Honor de sus componentes. Salvo aquello filtrado en alguna correspondencia imprudente de Rodríguez Peña y las listas de una parte de sus integrantes y la aclaración sobre sus finalidades que haría -bastante tiempo después- el ya anciano general Zapiola a pedido de Mitre. Se sabe positivamente que fue establecida en Buenos Aires entre mayo y junio de 1812, que funcionó en domicilios priva-dos que variaban según lo exigiera el recato de sus tenidas, y que había cinco grados en sus componentes; en los primeros, los neófitos eran iniciados en los principios de fraternidad y mutua cooperación; en los superiores se los advertía de las fi-nalidades políticas -independencia y constitución- a cum-plirse; en el último, de obedecer a sus matrices extranjeras. Por la regla de la logia, los hermanos elegidos para una función militar, administrativa o (le gobierno deberían asesorarse por el Consejo Supremo en las resoluciones (le gravedad, y no designar jefes militares, gobernadores res de provincia, diplomáticos, jueces, dignidades eclesiásticas, ni firmar ascensos en el ejército y marina sin previa anuencia de los Venerables del último grado, que serían así el verdadero gobierno del país. Tanto más fuerte y temible cuanto era oculto. Era la ley primera "ayudarse mutuamente, sostener fa logia aun a riesgo de la vida, dar cuenta a los Venerables (le todo lo importante, y acatar sumisamente las órdenes impartidas". Un juez o jefe militar no podía castigar a un "hermano" sin aprobación de los Venerables. La revelación de los secretos, aun de los nimios, estaba custodiada por tremendos castigos que llegaban a "la pena de muerte por cualquier medio que se pudiera disponer". En caso de contrariar a la logia, la persecución y desprecio de los hermanos lo seguirían en los menores actos de su vida en absoluto e inexorable boicot. Si quería librarse de esta persecución y al mismo tiempo alejarse de la logia, el solo re-medio era "dormirse" -en términos masónicos-, quedando desligado del voto de obediencia pero no de los de silencio y fraternidad. Muchas de las oscuras e inexplicables decisiones que perturbaron nuestra
guerra de la Independencia, sobre todo cuando Posadas y su sobrino Alvear dominaron políticamente en Buenos Aires, se debieron a leyes masónicas. Según le dijo Zapiola a Mitre, además de Monteagudo se iniciaron el canónigo Valentín Gómez, Gervasio Antonio Posadas, Juan y Ramón Larrea Vieytes, Nicolás Rodríguez Peña, Nicolás Herrera, Agrelo, el presbítero Vidal, Azcuénaga, Monasterio, Tomás Antonio Valle, el padre Argerich, el padre Amenábar, el padre Fonseca, Tomás Guido, Manuel José García, el padre Anchoris, Perdriel, los militares Murguiondo, Ventura Vásquez, Zufriátegui, Dorrego, Pinto, Antonio y Juan Ramón Balcarce, etcétera, que formaron el grupo mayoritario alvearista; mientras el núcleo que estuvo con San Martín quedó limitado al mismo Zapiola, Agustín Donato, Alvarez Jonte, Toribio Luzuriaga, Vicente López, Manuel Moreno, Ramón Rojas, Ugarteche, Lezica, Pinto y pocos más. Sin decidirse quedaron Tagle, Carballo, Nuñez, y otros.
Capítulo Diez Fue Monteagudo uno de los principales impulsores de la histórica Asamblea del año XIII, dominada por la Logia, en la que cumplió una tarea destacada, como era de esperar, siendo uno de los redactores, sino el principal, del documento firma-do por todos los constituyentes. Ante la inminencia de dicha Asamblea había dos bandos: aquellos que opinaban que en la misma debía declararse la in-dependencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata y aquellos que eran partidarios de postergar tal decisión para no irritar a Inglaterra. En la Logia Lautaro también existían estas dos facciones. A ella pertenecían la gran mayoría de los asambleístas elegidos, por lo que la posición que se resolviera en su interior sería la que primaría en dicha
convocatoria. Ya senil, el general Zapiola transgrede el secreto masónico y confiesa a Mitre que entonces hubo una profunda divergencia entre San Martín y Alvear, imponiéndose este último y obligan-do al primero a dejar de ser Venerable y a alejarse de la partici-pación activa de la Logia, abandonando los roces políticos y de-dicándose exclusiva e intensamente a las tareas militares. Alvear lideraba, con el apoyo de los viejos masones, la posi-ción antiindependista, con la que se solidariza Monteagudo, contraviniendo sus principios hasta entonces sostenidos, fuese por confusión política o por haber vendido su alma a quien le ofrecía ascender en la escala de un poder inimaginable para quien había nacido en cuna tan humilde. Era el mismo Alvear que escribía al canciller inglés Lord Castlereagh: "Estas Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su Gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés, y yo estoy dis-puesto a sostener tan justa solicitud para librarlas de los males que las afligen. Es necesario que se aprovechen los momentos. Que vengan tropas que impongan a los genios díscolos, y un jefe autorizado que empiece a dar al país las formas que sean del beneplácito del Rey y de la Nación, a cuyos efectos espero que V.E. me dará sus avisos con la reserva y prontitud que conviene para preparar oportunamente la ejecución". Uno de los emisarios de Alvear, Manuel. de Sarratea, reac-ciona patrióticamente, al contacto con la cancillería británica: "En el negocio incoado -escribe a Posadas el 27 de marzo de 1815- descubro los medios de concluir nuestros negocios por nosotros mismos, con nuestros propios elementos, sin que ten-gamos que confesarnos deudores del favor de ningún gobier-no europeo. Si alguno más adelante quisiera obligar nuestra gratitud y hacer algo a favor nuestro, nos vendrá, muy bien sin duda (...) El Canciller Lord Castlereagh nos ha honrado la otra noche en el debate de la Casa de los Comunes con el honorífi-co título de 'rebeldes' y declarado formalmente que jamás se prestaría a proteger a los de esta clase que traten de sacudir el yugo de sus legítimos soberanos. Su Señoría y yo no tenemos
las mismas nociones sobre lo que es rebeldía: yo considero al rey Fernando como un rebelde puesto que se ha sublevado contra los pueblos, y no a éstos que sólo se ocupan de repeler la agresión". "Si es preciso pelean (contra una posible invasión española) -escribe a Alvear el 3 de abril- espero que lo harán ustedes de modo que aumente algunos grados la reputación que ha adquirido Buenos Aires (...) que sé saquen elementos de todo el país; se levante un grito general y que todo el mundo que ha nacido en ese suelo concurra a defenderlo, porque si no ig-nominia y ultraje es lo único que está reservado para sus hijos (...) Salvemos la tierra y luego lavaremos nuestros trapos su-cios." La labor de Monteagudo como propagandista continúa siendo obcecadamente intensa: no sólo escribe prácticamente todo el Mártir o Libre sino que también es el nervio del órgano de la "Sociedad Patriótica”. El grito del Sud, y como si esto no bastase, también pone en marcha una publicación propia de la Asamblea a de año XIII. Su apego a Alvear le confiere un reconocimiento social hasta -entonces desconocido y que lo enceguece, volviéndolo un personaje respetable, con pretensiones de "dandy", vestido con llamativa elegancia y con actitudes soberbias, decidido a secundar la ambición sin límites de su jefe, convencido de que el previsible avance del aristócrata simpatizante de Inglaterra lo arrastrará también a él hacia posiciones del mayor privile-gio. El codicioso abogado de Tucumán sabía que, en el belige-rante escenario de América, la chance de un político civil era parasitar al poderoso militar de turno. Y éste, entonces, era Al-vear. Así como Monteagudo era el único sobreviviente de diez hermanos, también. Alvear perdió a sus seis hermanos y a su madre cuando él barco en el que viajaban fue bombardeado por naves inglesas, :mientras que él salvó su vida porque pocos minutos antes y sin razón aparente había pasado a la embarca-ción en la que se encontraba su padre. Estas circunstancias pa-ralelas identificaban a ambos en la seguridad de ser dos elegi-dos, y que su supervivencia, seguramente decidida por Dios, se debía a que era mucho lo que debían hacer en la Tierra. Uno de los mayores servicios qué rindió Monteagudo a Al-vear fue atacar con dureza a Rivadavia en sus artículos, con frecuencia sin justificación,
con convincentes argumentos adornados con citas cultas extraídas de sus lecturas, entre las que se contaban, según alguien que describió su biblioteca, una Historia del Lujo, La Vida de Napoleón, las Máximas de La Rochefoucault, textos de Tácito, Polibio y Ovidio, la Biblia y diversos tratados de Derecho Público. "Muy fácil será conducir al cadalso a todos los tiranos si bas-tara para esto que se reuniese una porción de hombres y dijesen todos en una asamblea: somos patriotas y estamos dispuestos a morir para que la patria viva." Rivadavia era insidiosamente acusado de ser débil y lento en sus medidas. "Entonces queda-rían reducidos todos aquellos primeros clamores a una algarabía de voces insignificantes, propias, de un enfermo frenético que busca en sus estériles deseos el remedio de sus males." Finalmente Rivadavia y el Segundo Triunvirato caen; para ello ha sido inestimable la tarea de injuria y descrédito llevada adelante por quien merece ser recordado como el primer manipulador de la opinión pública, lo que hoy llamamos acción psicológica en política. Mérito quizá no demasiado loable, pero cierto. Sobrevendrá entonces el gobierno de José Gervasio de Po-sadas, Director Supremo, investido de poderes dictatoriales, tío de Carlos de Alvear y su títere, como se vio cuando ordena el relevo de José Rondeau del mando de las tropas que están a punto de tomar Montevideo, para que sea su sobrino quien re-coja los laureles de esa importante victoria. Posadas y Alvear elevan a Monteagudo a posiciones de re-lieve dentro de su gobierno y al mismo tiempo le adjudican ta-reas de importancia en la continuidad de la Asamblea Consti-tuyente que se extiende hasta 1815. Es este, claro, el gobierno de la Logia que, de acuerdo a las bases de su funcionamiento, expande su poder dentro de los distintos estamentos de la so-ciedad rioplatense. Las insensatas actitudes de Posadas y los errores políticos de Alvear, dictados por su soberbia, sumados a que las activi-dades de la Logia se han hecho excesivamente desenfadadas irritando a los ciudadanos, hacen que la situación se enrarezca hasta el punto en que Alvear decide defenestrar a su tío y asu-mir él mismo, abiertamente, las riendas del poder que hasta entonces había llevado en la trastienda.
Pero es inútil, pues finalmente todo se derrumba cuando Alvear, imprudentemente, pretende relevar a su gran enemi-go, San Martín, como gobernador de Mendoza, enviando para ello al coronel Pringles. Esto provoca la sublevación del ejérci-to en el motín de Fontelzuelas, que tiene eco en la capital y que finalmente logra derribar al gobierno, sustituyéndolo por Juan Martín de Pueyrredón. Una de las típicas actitudes de Monteagudo que tantas críti-cas le han valido por parte de algunos de sus contemporáneos y de no pocos historiadores: el mismo día en que cae Alvear, su amigo y protector, Monteagudo, en la Asamblea, vota por la elección de un Tercer Triunvirato formado por San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y Matías Yrigoyen. Esa facilidad para cambiar de rumbo que exhibirá a lo lar-go de toda su vida puede ser explicada como un doblez de su carácter, una obsesión acomodaticia para no quedar nunca mal parado en relación al poder; pero también puede ser ex-plicada por su convicción de que era él alguien imprescindible para el proceso revolucionario y por ende su obligación consi-go mismo y con la causa patriota era no dejarse arrastrar por los oleajes de la procelosa política rioplatense en un principio y americana más tarde. Esta autonomía le granjeará reiterados conflictos con la “Hermandad”.
Capítulo Once Monteagudo es hecho prisionero con otros sindicados adeptos y colaboradores del alvearismo, entre ellos Posadas, Vieytes, Valentín
Gomez y otros. Se los acusa de estar "unifor-memente comprendidos con principalidad en la fracción cri-minal del ingrato y rebelde Carlos María de Alvear". Se los condena al destierro, con "destinos ultramarinos de la Euro-pa”, por decreto del nuevo gobierno. Berrutti, un indiscutible testigo de la época, escribía: "Alvear es un hombre enloquecido por su ambición de poder; perdió su honor, grados y patria, dejando un nombre de tipo no ambicioso y un odio execrable en la ciudadanía de las Provincias Unidas". Monteagudo deambula durante algunos años por distintos países europeos, sobre todo Portugal, Inglaterra y Francia, ha-ciéndolo penosamente ya que no ha llevado consigo fondos. A lo largo de toda su actividad pública siempre demostró una in-conmovible honestidad no dando nunca pie a las críticas de quienes, primero en la Argentina y en el Perú después, preten-dieron acusarlo de corruptelas y de enriquecimiento ilícito. Durante su periplo europeo se embebe en las nuevas orien-taciones políticas: el decaimiento de los ideales republicanos que habían conducido a la Revolución Francesa a la anarquía sangrienta, y la recuperación de orientaciones absolutistas. Es-to influirá grandemente en las nuevas ideas de Monteagudo, quien de allí en más para América preferirá, a diferencia de lo que había hecho hasta entonces, gobiernos fuertes, vigorosos, monárquicos o dictatoriales, que impidiesen la tendencia a la disgregación que caracterizó a las naciones independentistas y que pusieron en riesgo de muerte su vocación libertaria. Ya el 27 de abril de 1812, en Mártir o Libre, expresaba su preocupación por esa suicida vocación: "El hombre es combati-do por el temor de perder lo que posee, y de no obtener lo que desea; este estímulo sin duda es más urgente en el que ambiciona ser lo que no es, o quizá más de lo que puede ser (...) Su primer cuidado es buscar los medios de defensa, hacer-se de partido, mostrarse a unos como virtuoso y presentar su rival a otros como un delincuente atroz: de aquí nacen las rencillas, los chismes, las declaraciones secretas, los rumores públi-cos y las desavenencias generales". Por entonces, terminaba el artículo con una mayúscula "¡VIVA LA REPUBLICA!". Monteagudo abrazó en Europa la causa monárquica y lo hi-zo, como todo en su vida, con pasión.
Seguramente no le fue ¡fácil visitar a Rivadavia, pero al-guien como Monteagudo no tenía reparo en hacer aquello que le conviniese en el momento adecuado. Y Rivadavia tenía ex-celentes relaciones y frecuente vínculo epistolar con el director supremo Juan Martín de Pueyrredón, que tampoco simpatiza-ba con el tucumano. París, 1816: RIVADAVIA: (han sonado golpes a su puerta) ¡Adelante...! (entra Monteagudo, desmejorado, pobremente vestido) ¿Quién es? MONTEAGUDO: Alguien que se portó mal con usted, doctor Rivadavia, y que todavía no tiene consuelo por eso. RIVADAVIA: (reconociéndolo) ¡Monteagudo! ¿Qué hace us-ted aquí, y en ese estado? MONTEAGUDO: Vengo a solicitar su ayuda. aunque sé que no soy merecedor de ella. RIVADAVIA: Pase, siéntese. (Conversan un largo rato) RIVADAVIA: Escribía usted muy bien, mi amigo, mejor que nadie. Pero me parece que sus ideas fueron confundiéndose. MONTEAGUDO: Yo anhelaba que nuestra independencia se declarase lo antes posible y usted... RIVADAVIA: ¿Entonces apoyó usted a Alvear quien ni siquiera dejó que la bandera de Belgrano ondeara en el Fuerte de Buenos Aires? MONTEAGUDO: Mi apasionamiento me llevó a equivocarme. RIVADAVIA: Usted, como muchos más, se dejó cegar por el poder que Alvear y su Logia le ofrecían. Quizás usted fuera sincero, quizá, pero para Alvear y otros de lo que se trataba era de llegar al poder. Y lo lograron y yo no pude impedirlo (se le-vanta y busca en su biblioteca. Lee en silencio)... "voces insigni-ficantes".:. (insidioso). Usted era la más talentosa de esas voces insignificantes... la. energía no se declama, mi señor, se ejerce. MONTEAGUDO: No es de blando mi fama, doctor... RIVADAVIA: No se trata de una saña fusiladora, que abate es-túpidamente
a héroes como Liniers o Alzaga, me refiero a una energía bien aplicada, en el momento justo, para derrotar al verdadero enemigo. MONTEAGUDO: Cuando menos, podrá admitir usted, por mi miseria, que no he lucrado con mi posición... RIVADAVIA: No es ese el caso de su admirado Alvear, que vi-ve como un príncipe en las cortes europeas... Al grano, ¿qué necesita usted de mi? MONTEAGUDO: Que convenza usted a Pueyrredón. Deseo volver al Río de la Plata. "Me ha hablado con juicio", escribe Rivadavia, "la experien-cia debe haberle corregido algo", y Pueyrredón cede a su soli-citud. Monteagudo es autorizado para regresar al Río de la Plata. Pero enterados sus cofrades de la Logia se dirigen al Di-rector Supremo exigiéndole que se impida su desembarco. Monteagudo obra rápidamente y logra que su amigo Gon-zález Balcarce, radicado en Mendoza, quien le está agradecido por la defensa que de él hiciera luego del desastre de Huaqui, se ofrezca como su custodio. No es mucho el tiempo que pierde en Mendoza, y a los po-cos días de llegar cruza la Cordillera de los Andes y entra en contacto con O'Higgins y con San Martín, quienes quedan se-ducidos por sus condiciones y lo incorporan a su reducido nú-cleo de personas de confianza, a pesar del recelo inicial del Li-bertador, quien no olvida la complicidad del joven doctor con su rival, Alveár. Pero el General era de los que ponían la inde-pendencia y la libertad americanas por encima de todo y era lo suficientemente astuto como para considerar a Monteagudo insustituible como político y propagandista. Una idea de la capacidad de Monteagudo para ganarse el respeto de los poderosos, haciéndose indispensable, la da el hecho de que es nombrado inmediatamente auditor de guerra del Ejército de Chile, no del argentino para evitar protestas de Buenos Aires. Pero quizá lo más notable es que el 12 de febre-ro de 1813, dos meses y pocos días después de su llegada a Santiago, es el redactor de la Proclama de la Independencia de Chile: "Váis a proclamar la ley más augusta del código de la Natu-raleza. Os váis a declarar libres e independientes. Váis a fran-quear vuestros mares al
comercio de todas las naciones, que atraerán la abundancia y la cultura. Váis a abrir a nuestros hi-jos la carrera del honor. Almas débiles: no creáis que este es un paso imprudente y arrojado. El invariable sistema de España nos ha convencido en el espacio de ocho años, que ya no hay más paz ni tranquilidad para América, que la que ella se gane por su esfuerzo y resolución". O'Higgins era también integrante de la Logia. Enterado de tanta consideración hacia Monteagudo, Puey-rredón montó en cólera y el 7 de febrero de 1818 escribe a San Martín: "Por fuera se ha dicho que usted lo proponía para su Secretario, pero yo no puedo creerlo y estoy muy lejos de aprobarlo". Más adelante añade: "Algunos amigos han estado aquí alarmados con la noticia de la secretaría y recelosos de que se acercase demasiado a nosotros, iban a tratar la materia para que Pintos escribiese a usted los inconvenientes que se presentaran. Yo por mi parte, protesto que si él se acerca, yo me alejo". Antes ya había señalado: "Aquí son muchos los que le odian y los que le temen. La presencia de este hombre a las disposiciones de usted perjudicaría mucho la confianza pública que usted se ha granjeado. Por fin, él no debe quedar en el Ejército y usted buscará el mejor modo de separarlo sin desai-rarlo".
San Martín sale del paso con elegancia respondiendo que Bernardo Monteagudo cumple funciones en el Ejército de Chile, que cuenta con la confianza de O'Higgins, y que eso es-capa de su jurisdicción.
Capítulo Doce Lo cierto es que el chileno y el tucumano pasaban largas horas conversando, tanto en el despacho como en el hogar del jefe transandino, quien escuchaba can atención las teorías polí-ticas de su huésped, quien lo ponía al tanto de las últimas no-vedades europeas que tan bien había
conocido durante su re-ciente destierro. A su vez O'Higgins se franqueaba con Monteagudo, lo hacía partícipe de las intimidades de su tarea de gobernante, siendo frecuentes sus referencias a los herma-nos Carrera, quienes se oponían a su gestión y soliviantaban en su contra a la opinión pública, Fue Monteagudo quien a propósito de este tema redacta una comunicación secreta que firma el Protector de Chile, diri-gida a San Martín: "Nada extraño lo de los Carrera; siempre han sido lo mismo y sólo variarán con la muerte; mientras no la reciban fluctuará el país en incesantes convulsiones, porque siempre es mayor el número de los malos que el de los buenos. Si la suerte hasta ahora nos favorece con descubrir sus negros planes y asegurar sus personas, puede ser que en otra ocasión se canse la fortuna y no alcance el gobierno a apagar el fuego y menos prender a los malvados. Un ejemplar castigo y pronto es el único remedio que puede cortar tan grave mal. Desapa-rezcan de entre nosotros los tres cínicos Carrera, júzgueseles y mueran, pues lo merecen más que los mayores enemigos de América. Arrójense sus secuaces a países que no sean como no-sotros tan dignos de ser libres". Como natural consecuencia de este aprecio personal y de la valoración de su vigor intelectual, Monteagudo se transforma en redactor de los discursos y las proclamas de O'Higgins. Va-le la pena reproducir lo leído por el jefe chileno el 12 de octu-bre de 1818, de estilo inconfundible: "Los principios que todos anhelaban ver sancionados en la nueva constitución están bien lejos de confundirse con esas teorías que desacreditan las revo-luciones y que confunden el espíritu de novedad con el espíri-tu de reforma. Ocho años ha que está en marcha la revolución; los tiempos no son los mismos y las ideas no pueden dejar de rectificarse con la experiencia. Chile es y será libre porque el derecho une ya la fuerza, y a la fuerza la moderación y unifor-midad de sentimientos". Monteagudo, inclinado hacia la monarquía temperada, incita a la consagración de O'Higgins como gobernante de pode-res omnímodos; ambos convencidos, como también luego lo estaría San Martín, de que los pueblos americanos no estaban preparados para la democracia republicana, que debían ser aleccionados en la misma y que ello llevaría varias
generacio-nes, y por sobre todas las cosas, que la anarquía inherente a di-cho régimen y en estas tierras era incompatible con la organización nacional necesaria e indispensable para responder al acoso de una gran potencia europea como era España; posible-mente aliada con otras. Primero estaba la independencia, lue-go llegaría la libertad. Idea no descabellada en esa época ya que anidó también en el alma y el pensamiento de no pocos de nuestros patriotas, co-mo es evidente en la propuesta que hace Manuel Belgrano, con el apoyo de San Martín, al Congreso de Tucumán en 1816: "Aunque la revolución de América en su origen mereció un alto concepto de los poderes de Europa, por la marcha ma-jestuosa con que se inició, su declinación en el desorden y anarquía, continuada por tan dilatado tiempo, ha servido de obstáculo a la protección, que sin ella se habría logrado; así es que, en el día debemos contarnos reducidos a nuestras propias fuerzas. Además, ha acaecido una mutación completa de ideas en la Europa, en lo relativo a la forma de gobierno. Así como el espíritu general de las naciones, en años anteriores, era re-publicanizarlo todo, en el día se trata de monarquizarlo todo. La nación inglesa, con el grandor y majestad a que se ha eleva-do, más que por sus armas y riquezas, por la excelencia de su constitución monárquicoconstitucional, ha estimulado a las demás seguir su ejemplo. La Francia lo ha adoptado. El Rey de Prusia por sí mismo, y estando en el pleno goce de su poder despótico, ha hecho una revolución en su reino, sujetán-dose a bases constitucionales idénticas a las de la nación inglesa; habiendo practicado otro tanto las demás naciones. Conforme estos principios, en mi concepto, la forma de go-bierno más conveniente para estas provincias sería la de una monarquía temperada, llamando la dinastía de los Incas, por justicia que en sí envuelve la restitución de esta casa, tan ini-cuamente despojada del trono". También la sociedad chilena había abierto sus salones y sus alcobas al argentino galante y de miradas ardorosas, y sus proezas amatorias eran comentadas entre cuchicheos y risas ahogadas. Todo parecía ir viento en popa para Monteagudo. Pero algo sucedió que tronchó catastróficamente esta cómo-da situación: el desastre de Cancha Rayada, que pareció dar por tierra con lo logrado por
los revolucionarios en Chile y en la Argentina. Sobreviene entonces uno de los avatares más discutibles en vida ya que, quizá convencido de que la catástrofe había ten-ido mayor envergadura de la que finalmente tuvo, se dirigió sin permiso de sus superiores a toda prisa a Mendoza, cruzan-do la Cordillera en etapas vertiginosas. Llegado allí se enteró de que San Martín no se había suici-dado, como hubo de temer, ni su ejército estaba destrozado, gracias a la acción de Las Heras que logró salvar el grueso de las tropas en una prolija retirada en medio de la noche. Jamás podrá dilucidarse si esta actitud de Monteagudo se debió a la cobardía y a su capacidad, ya revelada durante la caída de Alvear, para saltar rápidamente de bando de acuerdo a las conveniencias, o si fue, como él lo manifestase vigorosa-mente hasta el fin de sus días, una maniobra para preservar la tambaleante revolución haciéndose fuerte en territorio argen-tino. Muy distinta había sido la actitud de otros, como el coronel Manuel Rodríguez, quien desafiando el peligro y con conmo-vedor patriotismo había reunido una porción significativa de las deshechas tropas presentándose ante O'Higgins y San Mar-tín para defender Santiago del ataque del envalentonado ene-migo. Monteagudo se encontró entonces en una situación compli-cada: en Mendoza, alejado de sus protectores quienes se sen-tían defraudados por su actitud, como era evidente por la abso-luta falta de respuesta a las cartas que ansiosamente les hacía llegar desde el otro lado de la Cordillera. Había que hacer algo. La oportunidad se le presentó dramáticamente al enterarse de que en las cárceles mendocinas estaban alojados los herma-nos Juan José y Luis Carrera, por delitos menores y que pron-to serían dejados en libertad. Seguramente recordó entonces la carta de O'Higgins a San Martín, "un ejemplar castigo y pronto es el único remedio...". Escribe Bartolomé Mitre: "Por desgracia para los hermanos llegaba a Mendoza, entre los fugitivos del campo de batalla y poseídos de los pavores de la derrota, el doctor Monteagudo, auditor del Ejército de Chile. Este personaje; cuya figura apa-rece en todas las hecatombes de la revolución, terrorista por
temperamento y por sistema, era el genio político que iba a de-cidir con su influencia de revolucionario y jurisconsulto, la suerte de los presos". Decidido a congraciarse con O'Higgins; Monteagudo se presenta ante el gobernador Luzuriaga, quien debía su cargo a San Martín, y le manifiesta venir en misión secreta confiada por el General. El gobernador parece desconfiar al principio pero no pasa mucho tiempo antes de que la seducción y la verba de Monteagudo terminan por convencerlo. Se abre así un juicio contra quienes eran enemigos irreconciliables de San Martín y de O'Higgins. Hacía ya años que los tres Carrera, junto a la vigorosa Javie-ra, su hermana, planeaban acciones políticas, militares y hasta terroristas para desembarazarse de quienes ellos consideraban el obstáculo para hacerse del poder en Chile y enfrentarse, se-gún ellos, en mejores condiciones con el invasor español. Monteagudo se erigió, una vez más, en principal fiscal del proceso: los acusa de un supuesto intento de fuga de su prisión mendocina. Luego de un juicio acelerado y en muchos sentidos procesalmente cuestionable, los Carrera son condenados a muerte y la ejecución se lleva a cabo velozmente, argumentan-do que "estaba autorizado en tan terrible y extraordinario con-flicto. No sólo para cumplir sumariamente la causa sino para también proceder a la ejecución de la sentencia, sin previa con-sulta a la superioridad por ser el peligro inminente". Como Monteagudo lo anticipase, la noticia llenó de satisfac-ción a O'Higgins, quien veía así despejado su camino de tan acérrimos enemigos y verdaderos obstáculos para sus objetivos políticos como los obstinados hermanos Carrera. Tanto fue así que lo manda llamar a Monte agudo para que regrese a Santia-go y nuevamente le adjudica tareas de gran responsabilidad en su gobierno. Lo que quizás estaba fuera de los cálculos del tucumano era la ira que se desató en San Martín, en primer lugar debido al engaño del que había sido objeto su fiel Luzuriaga, cuando Monteagudo invocase su nombre arteramente. Es posible tam-bién que, siendo Luzuriaga acólito de la Logia
Lautaro, el "fusilador de Mayo", como alguien lo llamase, haya aducido falsa-mente una decisión en tal sentido de la misma, lo que explicaría su caída en desgracia con la cofradía masónica; en segundo lugar, debido a qué San Martín, magnánimo, había prometido a Ana María Cotapos, esposa de Juan José Carrera, la conmutación de la pena. Promesa que cumplió enviando el siguiente mensaje a O'Higgins: "Excelentísimo Señor, si los cortos servicios que tengo rendidos en Chile merecen alguna consideración, los interpongo para suplicar a V.E, se sirva mandar se sobresea la causa que se sigue a los señores Carrera. Estos sujetos podrán tal vez algún día ser útiles a la patria, y V.E. tendrá la satisfacción de haber empleado su clemencia uniéndola al beneficio público". Pero cuando esta comunicación llegó; la terrible sentencia hacía ya tres días que se había cumplido, lo que fue aprovecha-do por los enemigos chilenos del Libertador para acusarlo de falso y de burlarse de una viuda desconsolada. Nótese la grandeza de San Martín, quien amnistiaba a quie-nes le habían dicho lindezas como "espión asqueroso", "asala-riado por los tiranos", "monstruo de corrupción y de codicia". Es esa actitud lapidaria, letal con sus enemigos, la que man-tendrá a lo largo de su vida Monteagudo, acorde con aquellas instrucciones que Moreno enviase a su otro condiscípulo, Castelli, cuando éste avanzaba a la cabeza del Ejército del Norte para asegurar la débil Revolución de Mayo: "Debe reservarse la conducta más cruel y sanguinaria con los enemigos de la causa, la menor semi prueba de ellos, palabra, etcétera, contra la causa debe castigarse con la pena capital, principalmente si se trata de sujetos de talento, riqueza, carácter y alguna opi-nión; a los gobernadores y militares que caigan en poder de la causa debe decapitárselos". Era este el eco transoceánico de Dantón: "Bebamos la san-gre de los enemigos de la humanidad, si es necesario. ¡Qué me importa mi reputación! ¡Sea Francia libre y perezca envilecido mi nombre...!". La ejecución de los hermanos Carrera, que aún genera po-lémica en Chile y en la Argentina no sólo por la envergadura de los ajusticiados, hoy héroes nacionales del país transandino, sino también por las graves fallas procesales, tuvo también por razón el convencimiento del joven abogado de
que ya demasia-dos enemigos eran los españoles, vencedores en Cancha Raya-da y amenazando invadir Mendoza, para que O'Higgins y San Martín tuvieran también que enfrentarse con enemigos inter-nos tan tenaces y tan populares como los Carrera. Es muy pro-bable que el movimiento libertario hubiera fracasado de no ha-ber mediado la desaparición física de los hermanos. La prueba de que este episodio no modificó las jacobinas convicciones de Monteagudo fue que poco tiempo más tarde, quizás atendiendo a insinuaciones de O'Higgins, tiene partici-pación activa en la muerte sospechosa del abogado y coronel Manuel Rodríguez, el exaltado patriota que tan brillante ac-tuación tuviera luego de Cancha Rayada, y en otros momentos de la historia chilena y que, hábil demagogo y partidario carre-rino, gozaba de gran popularidad que aprovechaba para llevar a cabo manifestaciones en contra del gobierno de O'Higgins y San Martín. Rodríguez había sido detenido, acusado de insubordina-ción al mando de los Húsares de la Muerte, regimiento por él creado y que lucía impresionante uniforme negro. El secretario anuncia: -El teniente Manuel Navarro, comandante. -Que pase -replica el coronel Alvarado. A su lado Mon-teagudo hace correr las páginas de un libro, fingiendo leer. -A sus órdenes, mi comandante. -El señor Monteagudo tiene algo para comunicarle en nombre del gobierno. -¿Cómo está el prisionero? -Seguro, aunque de carácter difícil. Monteagudo contornea el escritorio y se acerca al teniente hasta ponerle una mano comprensiva sobre el hombro. -La patria, teniente Navarro, nos exige muchos sacrificios, que no son solamente ponerse frente a un cañón arriesgando la vida -el coronel Navarro escucha con atención, revolviendo una taza de té. -Sí, señor Auditor. -El gobierno espera mucho de usted, teniente, y si cumple le auguro un
futuro brillante en su carrera -Monteagudo mi-ra fijo a Navarro, quien desciende sus ojos hasta las baldosas del piso-. Se trata de Rodríguez, grave amenaza para la causa de nuestra libertad. Las instrucciones son llevarlo a Quillota, poniéndolo en conocimiento, según declarase -en la indagación posterior, de que el gobierno se interesaba en "la exterminación de Rodríguez por la tranquilidad pública y la tranquilidad del ejército". Aplicóse entonces al coronel Rodríguez la que luego sería conocida como "ley de fugas": alentar a un preso con engaños a escaparse para entonces ajusticiarlo con pretexto. Así se hizo en la quebrada de Til-til, y un nuevo impedimento en los pla-nes patriotas de O'Higgins y San Martín desapareció del hori-zonte. Pero esto colmó el vaso de alguna paciencia, de San Martín o de la Logia Lautaro, alcanzados por la crítica de una opinión pública que hacía a Monteagudo culpable de estos desasosie-gos revolucionarios y a ellos sus mentores. El doctor de Chuquisaca escribe entonces quejosamente: "Tremendos obstáculos les quité del camino y sin embargo, pa-ra la Logia, tanto la de Buenos Aires como la filial de Santiago, soy ahora un rebelde infiel a su ideología. Una especie de ge-nio del mal, reacio al lirismo evangélico que lo acompaña en sus empresas deba ser para San Martín. Pueyrredón me odia. Acaso entre todos ellos han resuelto sacrificarme y O'Higgins no da muestras de oponerse, a sus intenciones".
Capítulo Trece
Monteagudo es extraditado hacia Mendoza por decisión de O'Higgins; a desgano y obedeciendo instrucciones; que tam-bién recibe el gobernador Luzuriaga de erradicarlo de Mendo-za y confinarlo en San Luis. San Martín parece sinceramente enemistado, tanto como para escribir a O'Higgins, el 30 de octubre de 1818: "Con ejemplares como Monteagudo y otros hombres falsos como él, debe usted moderar su bondad, que lo lleva a proteger a unos sujetos que no guardan ley con nadie y que no pueden produ-cir otros resultados que repetidos comprometimientos": ¿O se trató de órdenes de la Logia Lautaro, no tanto dis-gustada como decidida a sacar del medio, temporaria o defini-tivamente, a uno de sus fieles ejecutores de las medidas que consideraba conveniente para el logro de sus propósitos? Es difícil, aunque no imposible, creer que Monteagudo haya obrado solamente por propio impulso, sin el consentimien-to o al menos la notificación de la cofradía. Muchos de los he-chos de nuestra historia, ya lo hemos señalado, no tienen otra lógica que la de los designios de la Logia o la de sus luchas in-ternas. Cuando San Martín legó a Chile, aprovechando la desapar-ición de su adversario Alvear, solicitó y obtuvo la autorización para crear y dar impulso a una filial en el país trasandino, cuyo objetivo sería el de favorecer las propuestas de la alianza ar-gentino-chilena. Difícil es, por el estricto cumplimiento del secreto de la her-mandad -cuya violación se pagaba con la vida- tener datos ciertos sobre la relación entre Monteagudo y la Logia aunque es de suponer que fue conflictiva, pues sin duda se trataba de un "hermano” demasiado soberbio y demasiado apasionado por la revolución americana para imaginarlo en disciplinado acatamiento. Su pertenencia a la hermandad le fue de prove-cho en ciertas etapas de su vida y en otras le significó ostracis-mos y relegamientos. La clandestinidad en que se desenvolvió esta institución secreta, -lo que fue notablemente respetado por sus miembros hasta el punto de que aún hoy se hace muy difícil ahondar en su estudio, confunde muchos de los hechos de nuestra historia. Un ejemplo liminar de esto es la renuncia de San Martín en Guayaquil, cuando se encuentra con otro alto dignatario masó-nico, como era Bolívar, con quien juntamente habían recibido la iniciación en Londres
de manos del precursor Francisco Miranda: nadie ni nada parece desmentir que nuestro Gran Ca-pitán se aparta de las lides revolucionarias por precisas instruc-ciones de la superioridad de la Logia. Ello no disminuye el valor del sanmartiniano renunciamiento en función de los in-tereses de la causa americana ya que el argentino insiste, y quedar resentido porque el venezolano, hace caso omiso a sus ruegos, en continuar sirviendo a sus órdenes. Monteagudo entró en San Luis a disgusto, despechado por la falta de ayuda de quienes él consideraba sus socios, a quiene-s creía haber sido de gran utilidad y mereciendo gratitud por ello. San Luis era una bella ciudad provinciana, con una socie-dad conservadora, escasa y pequeña. Es de imaginar la convulsión que provocó la llegada de este hombre cuyas mentas se habían extendido por todo el país, aun más allá de sus fronte-ra, de gallardo porte y esbelta figura vestido como un dandy europeo, de refinadas maneras y de cultura excepcional en esas tierras. Se presentó ante el gobernador Dupuy con una carta de Luzuriaga, su par de Mendoza, fechada el 10 de noviembre de 1818, en la que se cumplía con un "hermano": "Recomiendo a Usted al doctor Monteagudo: Es decidido y ha sufrido bastan-te por la causa. En el asunto de los Carrera le traté más inme-diatamente y le vi muy recomendable. Ignoro las causas de su presente situación, pero debiendo respetarlas mi recomenda-ción no quiero se entienda comprometer a Usted y sí a cuanto pueda aliviar y consolar su estado actual". Dicha amabilidad no se condecía con la comunicación secreta que el mismo Luzuriaga enviase a O'Higgins: "Contesto su apreciable en que me impuse de la medida de Monteagudo: lo he hecho pasara a San Luis, por de pronto, desde Uspallata. Estos bichos siempre son bichos...". El gobernador puntano al principio receloso fue ganado por las dotes del recién llegado, quien lo deslumbraba con sus anécdotas, sus teorías y sus predicciones. Fue en San Luis donde Monteagudo vivió una de las rela-ciones amorosas
más consistentes en su vida de mujeriego que nunca llegaba a consolidar una relación más o menos estable y estrecha con alguna dama. Podría decirse, a riesgo de caer en la cursilería, que Monteagudo estaba casado con la revolución americana, o con la ambición de protagonizarla, y que a ella dedicaba todas sus pasiones y todos sus fervores. Era esta una mujer de la sociedad puntana de belleza anto-lógica, que cautivó al recién llegado como un flechazo. Sin em-bargo algo se interponía en su deseo, en el deseo de alguien que no estaba acostumbrado a postergar sus ambiciones: la ni-ña se hallaba comprometida con un militar español confinado en la ciudad. Integraba un grupo de oficiales de alta graduación al servi-cio del rey de España, entre ellos algunos de los jefes derrota-dos en Maipú, que fueron generosamente recibidos en San Luis como personas de prosapia, que circulaban con absoluta libertad y que se relacionaron con los más encumbrados pobla-dores de la ciudad. Entre ellos estaban el ex presidente de Chi-le, Marcó del Pont, el teniente general Bernedo, el brigadier Ordoñez, el coronel Primo de Rivera, el coronel Morgado y otros. Para un político de acción como Monteagudo los tiempos puntanos fueron de ansiosa quietud, lo que enardece sus recla-mos a O'Higgins: "Usted conoce bien las causas de mi actual desgracia. Yo contaba que estando el país bajo la protección de usted estaría seguro del influjo de mis enemigos, pero mi espe-ranza ha sido vana: la fatalidad de los tiempos quiere que no haya ninguna garantía para quien tiene enemigos poderosos". Margarita Pringles, que así se llamaba la damisela que había perturbado el corazón de Monteagudo, era hermana de quien luego fuera uno de los próceres máximos de nuestras guerras independistas, el valentísimo coronel Pringles. A pesar de sus hasta entonces infalibles ceremonias de seducción, que el doc-tor chuquisaqueño había ido perfeccionando a lo largo de su agitada vida sentimental, Margarita no se rendía a sus pies. In-diferente ante quien hizo decir a alguien que poco simpatizaba con él, Vicente Fidel López: "Llevaba el gesto siempre sereno y preocupado, la cabeza algo inclinada sobre el pecho pero la es-palda y los hombros tiesos. Tenía la tez morena y -un tanto bi-liosa, el cabello renegrido do y ondulado, y la frente
espaciosa y de una curva delicada, los ojos negros y grandes, entrecorta-dos por la concentración natural del carácter y muy poco cu-riosos. El oval de la cara aguda, la barba pronunciada, la voz gruesa sin ser orzada, la boca firme. Era casi alto, de formas espigadas, la mano preciosa, la pierna larga y admirablemente torneada, el pié correcto como el de un árabe. Sabía bien que era hermoso y tenía orgullo en esto como de sus talentos". Es el arrogante brigadier Ordoñez, hidalgo de prosapia his-pánica, derrotado en Maipú, quien se ha adueñado del corazón de su amada. El mismo que comunicara a San. Martín su agradecimiento por "las inmensas atenciones de su finísimo je-fe, el señor don Vicente Dupuy". Mala suerte la del Brigadier: se había ganado el odio de Monteagudo. Durante las largas pláticas que sostiene con Dupuy, éste es-cucha con avidez los consejos del joven fogueado ya en la revo-lución americanista y en varios países, que a pesar de sus cor-tos años ha conocido ya la gloria y el infierno, quien mucho ha leído y mucho ha aprendido en su contacto con importantes figuras de América y de -Europa. Termina el gobernador por convencerse de aquello que pregona su huésped y que había escrito años antes en el El Grito del Sud: "A los españoles no se les puede tener conmiseración, pues cualquier debilidad será aprovechada para dar el zarpazo". España es la enemiga y el espectáculo de sus jefes paseándose libremente por San Luis y sosteniendo estrechas relaciones con la sociedad puntana es algo que irrita su sentimiento revolucionario. Pronto se dicta la medida de que los confinados serían so-metidos a un régimen de mayor severidad y que deberían per-manecer en sus celdas durante las noches. Monteagudo era leal a aquello, que alguien contestase a Sócrates: "La virtud del hombre consiste en cumplir a conciencia sus deberes de ciudadano, en hacer bien a sus amigos, mal a sus enemigos, y cuidar que no le suceda otro tanto". A pesar, o a favor de lo calmo de su vida, Monteagudo no puede evitar un profundo mal humor. Es esto lo que refleja el agente chileno Luis María Irizarri, amigo de O'Higgins y de paso por San Luis, quien recomienda no irritar a quien posee más de una secreta clave política y lo alerta sobre lo
arriesgado de mantenerlo quejoso. "Quizás -escribe Irizarri- algún día nos pesará el chasco que le dimos cuando menos lo esperaba". El desdén de la señorita Pringles aumenta su inquina hacia los españoles. Ha convencido a Dupuy de que su caída en des-gracia es sólo una fachada urdida por San Martín y por O'Hig-gins para protegerlo de sus enemigos; y que sigue gozando con el privilegio de su confianza. Ardides como éste, frecuentes en él, conminaban al gobernador puntano a hacer méritos an-te quien podría favorecerlo o hundirlo en el concepto de las máximas figuras políticas, por lo que atiende a todas sus su-gerencias. Entre ellas, la de ir apretando el torniquete a los ene-migos confinados, a quienes poco a poco va cercenándoles las facilidades de las que antaño gozaban. Hasta se les ha prohibi-do enviar y recibir cartas, y sólo pueden ver el sol en horario restringido. Esto, inevitablemente, llevará a un estallido de vio-lencia, quizá maquiavélicamente buscado y fomentado por Monteagudo. Una tórrida tarde de verano, mientras el desprevenido go-bernador cebaba algunos mates en su despacho, su edecán le anuncia que una delegación de los oficiales españoles desea verlo. Convencido de que se trataría de otra queja por el trato cambiado, a las que últimamente había ido acostumbrándose, Dupuy los recibe con desgano y les ofrece asiento. En ese mismo momento el capitán Carretero se le echa en-cima, puñal en mano, arrojándole varios puntazos que por mi-lagro no lo alcanzaran. Su ayudante es muerto de inmediato y se escuchan los pasos en tropel de los otros oficiales españoles que se desparraman por la Casa de Gobierno con la intención de adueñarse de ella, hiriendo y matando a todos los que se oponen a su voluntad. Dio la fortuna que cerca se encontrase el coronel Pringles al mando de una partida que de inmediato acudió en ayuda del gobernador y de los pocos que lo acompañaban, y luego de una encarnizada y sangrienta batalla puso fin al motín. Este es-tuvo cuidadosamente planeado y uno de sus objetivos era ase-sinar al odiado Monteagudo y luego proveerse de armas, de caballos y de vituallas, para cruzar la cordillera y sumarse nue-vamente al ejército realista. El pueblo de San Luis también participó de la represión echándose a las calles en busca de los pocos prófugos que intentaron escapar y
linchándolos. Era esta otra oportunidad para que el doctor Monteagudo, graduado en la prestigiosa universidad alto peruana, se erigie-se en fiscal de los reas. Su dictamen, no podía ser de otra ma-nera, fue drástico y todos menos uno fueron ajusticiados. Quien se salvó de la pena capital impuesta, por especial pedi-do de la llorosa Margarita Pringles, que no vaciló en echarse a los pies de quien podía disponer de vidas o muertes, fue el te-niente primero Juan Ruiz Ordoñez, apenas un adolescente y sobrino del novio de Margarita, el brigadier Ordoñez. No hubo necesidad de pasar por las armas a éste, pues mu-rió degollado por mano anónima durante la intentona. Dícese que cuando Monteagudo lo reconoció, casi hundido en el charco de su propia sangre, exclamó: "Pobre mi Margarita", aunque en su rostro seguramente fue difícil encontrar una sin-cera expresión de pesar. Uno de los viajeros ingleses que entonces recorrían Améri-ca, quizás agentes encubiertos, cuenta en sus "Memorias" que, cierta vez, paseando con Bernardo Monteagudo por las desier-tas calles de San Luis, éste le expresó en un casi perfecto in-glés, señalando un ángulo de la plaza principal: "Vea, mister Haigh, allí en ese lugar, fue donde hice fusilar a los godos". También le contó que su clemencia con Juan Ruiz Ordoñez no había ahorrado a éste una declaración de culpa más allá de toda verdad, que lo hubiese hecho merecedor de la pena capi-tal, y que siendo pública, lo cubrió de oprobio por el resto de sus días, comportando lo que él mismo llamó "una verdadera muerte civil". El inglés confiesa que sintió un escalofrío pen-sando que se encontraba al lado de un hombre verdaderamen-te cruel, a pesar de sus maneras encantadoras. No en vano el nombrado lrizarri escribía a O'Higgins, refi-riéndose al tucumano: "Nunca está de más encender una vela a Dios para que nos haga bien y otra al Diablo para que no nos haga mal". El mismo diablo que antes de despedirse de Haigh le pide cortésmente que le facilite en préstamo un libro con las baladas gaélicas de Ossian...
Nunca se sabrá si antes de la partida hacia Mendoza, llama-do por San Martín nuevamente, Margarita Pringles y Bernar-do Monteagudo se
despidieron. Pero allí quedaba una de las pocas mujeres que parecieron conmover los cimientos senti-mentales de ese hombre muy poco dispuesto a perder el tiem-po con la tranquilidad de relaciones sinceras y profundas. Aunque no es de extrañar que justamente haya podido ena-morarse de quien nunca se rendiría ante sus lances.
Capítulo Catorce Las voces de mando de Cochrane, el almirante de la escua-dra, a bordo de la O'Higgins se escuchan a lo lejos impartiendo la orden de zarpar. En el puente de la San Martín, el Liberta-dor argentino, conmovido, se aferra a la balaustrada guardan-do sus pensamientos. A su derecha, jovial y optimista, el mis-mo de quien en su carta a O'Higgins, no hacía mucho tiempo atrás había opinado: "A los que alguna vez fueron malos, como Monteagudo, debemos tenerlos siempre alejados del lugar donde puedan dañar y no creerles más protesta que no les arranca el escarmiento, sino la necesidad". Pero San Martín era un militar de talento y sabía que hom-bres como Monteagudo eran imprescindibles. Por eso nueva-mente lo llamó a su lado y lo gratificó con el cargo de Auditor General del Ejército Argentino. Sabía que por delante lo aguardaba una epopeya en la que las batallas no se ganarían solamente en el campo sino también en las ideas. Nadie superaba a Monteagudo en ese sentido, por su capacidad de ser apasionada y racionalmente convincente, de extraer de su mente, de sus libros y de su pluma los argumentos necesarios para justificar cualquier empresa. El flamante Auditor habría a lo mejor conversando con Mo-reno sobre propaganda política, sumergidos en la penumbra de las fondas de Chuquisaca. No en vano el primer Secretario de la Junta de Mayo había dado instrucciones a Castelli: "Se montará una oficina con seis u ocho sujetos que escriban cartas anónimas, fingiendo, o suplantando nombres y firmas para sembrar la discordia y el
desconcierto, dándose a indisponer los ánimos del populacho contra los sujetos de más carácter y caudales pertenecientes al enemigo". El Plano de Operaciones moreniano se ocupaba también de la prensa: "Debe dar noti-cias muy halagüeñas, lisonjeras y atractivas ocultando en lo po-sible los casos adversos y desastrados, porque aunque algo se sepa a lo menos que la mayor parte de la gente no las conozca. Las derrotas se disimularán con el colorido más aparente, y en la semana en que haya de darse al público alguna noticia ad-versa, el número de gazetas a imprimir será muy escaso. En cuanto a la prensa extranjera, se evitarán los papeles perjudi-ciales, los que deben secuestrarse".
San Martín también apreciaba el creciente y vigoroso espíri-tu americanista de Monteagudo, quien cada vez más pensaba en términos de la Patria Grande, más allá de las fronteras de su Argentina natal a la cual nunca más regresó, no porque no guardara hacia ella un nunca desmentido amor filial, sino por-que los vientos libertarios lo arrastraron hacia donde se jugaba el destino americano, que era donde, tal como lo escribiese en varias oportunidades, se dirimía la independencia de cada una de esas naciones, entre ellas la suya. Es Monteagudo quien redacta las proclamas que San Mar-tín leerá a los soldados a partir de Valparaíso, y las que tam-bién dirigirá a los pueblos del Perú. En la primera: "Ya hemos llegado al lugar de nuestro destino y sólo falta que el valor consuma la hora de la constancia. Acordáos de que vuestro gran deber es consolar a la América, y que no venís a hacer conquista sino a libertar pueblos. Los peruanos son nuestros hermanos: abrazadlos y respetad sus derechos como respetas-teis los de los chilenos después de Chacabuco ..:". En cuanto a la segunda: "El último virrey del Perú hace esfuerzos para pro-longar su decrépita autoridad. El tiempo de la opresión y el es-fuerzo ha pasado. Yo vengo a poner término a esa época de dolor y de humillación...". Para emprender la expedición, San Martín ha debido deso-bedecer al gobierno de Buenos Aires, quien lo instruía para poner sus tropas a su servicio para reprimir alguna revuelta intestina, incorporándolo a una absurda coreografía de envi-dias y recelos que iban conformando una nefasta guerra civil. El Gran Jefe se negó a ello, sabiendo que fomentar con su in-tervención el desorden de las Provincias Unidas sólo serviría para aniquilar definitivamente el movimiento revolucionario, cuyo éxito era su insobornable prioridad.
La flota que había partido de Valparaíso desembarca por fin en El Callao, y las tropas libertadoras se dirigen hacia Lima, entre la euforia de los pobladores que las reciben con un entusiasmo que luego irán perdiendo, con el correr del tiempo, hasta transformarse en mayoritaria repulsa y conspiración. El derrumbe de la resistencia española se debió entre otras razones a la exitosa "guerra de zapa" llevada a cabo por Mon-teagudo como secretario de Guerra. Uno de sus instrumentos para ello, no podía ser de otra manera, fue la palabra impresa. A instancias suyas, entre el equipamiento bélico que la ex-pedición llevó por mar hasta el Perú, se contaba con una im-prenta en la que rápidamente comenzó a editarse El Boletín del Ejército, donde él mismo relataba las contingencias de la expe-dición, haciéndolo siempre en un tono optimista y transmitien-do convicción de la victoria. Fue allí donde no sólo los propios soldados sino también los enemigos pudieron leer que el vi-rrey de la Pezuela, sustituto del virrey Abascal, había enviado un oficio al General de los Andes proponiéndole un armisticio, lo que evidenciaba su debilidad. No se equivocaba Monteagu-do al suponer que noticias de este tipo provocarían una honda desmoralización en las filas enemigas. La suerte vino en su ayuda cuando el 22 de octubre de 1820 fallece el auditor general de Guerra, Antonio Alvarez Jonte, ofreciéndole de inmediato San Martín ocupar tan im-portante cargo. La designación fue recibida con alborozo por O'Higgins, lo que demuestra la magnífica relación que Mon-teagudo sostenía con ambos, quienes también lo promovieron simultáneamente al grado de Coronel del Ejército. Es innegable que en la "guerra de zapa" tan hábilmente conducida por Monteagudo también influyeron decisivamente las redes subterráneas construidas por la Logia Lautaro, que iba ganando adeptos en los lugares antes de que las tropas lle-gasen y que creaban el ambiente favorable para sublevar las poblaciones y disminuir o impedir la resistencia armada. En El Boletín, Monteagudo va dejando constancia de suce-sos de la expedición: los brillantes triunfos navales que despe-jaron el Pacífico para la acción revolucionaria, la deserción del batallón "Numancia" con el
teniente coronel Heres y sus seis-cientos cincuenta soldados, en su mayoría colombianos, que se pasaron con armas y bagajes al ejército patriota; la sublevación de Trujillo a cuya cabeza estuvo su intendente, el marqués de Torre Tagle, persona que respondía a Monteagudo y llamada a ocupar lugares de privilegio. No era fácil esa tarea propagandista con los pobres medios con que contaba. De ello se quejaba en una carta a O'Higgins: "La maldita imprenta me da infinito quehacer, se ha descompuesto en los días pasados con las continuas mudanzas y no puedo publicar ni la centésima parte de lo que ocurre. Lo sien-to en extremo porque es preciso confesar que hasta ahora todo se ha hecho con la pluma".
Capítulo Quince A pesar de las continuas deserciones de las tropas realistas y de la desazón en la que a favor de la acción de zapa se hundía la población prohispánica del Perú, algunos contratiempos de importancia se abatieron sobre la expedición libertadora. Uno de ellos fue el desencadenamiento de una peste que tuvo a maltraer a soldados y a oficiales, provocando muchas bajas por muerte e invalidez, además de una peligrosa merma de la moral combativa. Monteagudo fue designado por San Martín para tan ardua tarea, en la que demostró mérito, organizando acertadamente los hospitales de campaña, la provisión de los medicamentos necesarios, las medidas de higiene para potabilizar el agua y sanear los alimentos, desplazándose incansablemente entre los enfermos para consolarlos, arengarlos y levantarles el espíritu. Por fin la plaga fue amainando. Y nuevamente fue posible priorizar los planes de conquista. Sabedores de que la victoria está próxima y que tareas de gobierno se aproximan, crece en San Martín y en Monteagudo la convicción de que un
sistema republicano y democrático sería nefasto en un pueblo con tendencia al desorden como el peruano. Es por ello que cabildean la posibilidad de una monarquía constitucional, que tan nefastas consecuencias políticas les traerá. Así, el 30 de mayo de 1821, el segundo d los nombrados publica en El Pacificador, diario fundado para sostener los ideales del Ejército Libertador, un brevísimo artículo que se supone remitido por un lector: "Muy Señor mío: por casuali-dad ha llegado a mis manos un periódico que actualmente se publica en Londres con el título de “Censor Americano". En ese ejercicio de ventrilocuismo, que disimula una intención de sondear la reacción de la gente, Monteagudo continúa: "El proyecto de Monarquía en Buenos Aires ha llamado la atención del público. Que este proyecto no es más que la renova-ción de otro más antiguo en aquella parte del Nuevo Mundo, lo acreditan los documentos publicados. Que tiene muchos y po-derosos partidarios lo aprueban las resoluciones de todo un Congreso. Que todo hombre que sabe leer y escribir, que co-noce su país y que desee el orden prefiera una Monarquía a la continuación de una inquietud y confusión, es muy natural. Que los enemigos de la paz y de la tranquilidad del Estado sean también los enemigos de este proyecto, parece indisputable- Nadie puede dudar que en Europa y otros mundos civili-zados se hallan interesados en la tranquilidad de aquel país. Que Príncipe sea de esta casa, o de la otra, es cuestión más propia de los diplomáticos que de los políticos. Los intereses de cada pueblo en particular no son los de todo el mundo, pe-ro tampoco son inconciliables todos ellos entre sí". Tomás Guido, en sus escritos de mucha tiempo más tarde, afirmaba que quien inducía a pensar de esta manera a San Martín era "su célebre ministro Monteagudo". Ministro céle-bre, entre otras razones, por el eficaz hostigamiento del enemigo a -través de la difusión de las ideas del ejército patriota. Así lo señala García del Río en su correspondencia con O’Higgins: "La verdad, es el fenómeno más extraordinario de la guerra: derrotar a un ejército poderoso con la fuerza sólo de la opinión sostenida con ardides
bien manejados. A nosotros mismos nos admira haber concluido un negocio al estado en que se hallan, sin adoptar una ofensiva de guerra". San Martín entra finalmente en Lima, el 10 de julio de 1821, y allí comenzará una importante tarea de gobierno de Monteagudo, como primer ministro. Desarrollará una actividad febril, rigurosa, plena en ideas que, como es constante a lo largo de su vida, le ganará acérrimos enemigos y encendidos partidarios. El protector, como se lo designó a instancias de la Logia y por recomendación de Monteagudo, prefirió ocuparse de los temas militares delegando en su colaborador los temas civiles y administrativos. No deseaba San Martín, sinceramente, hacerse cargo del gobierno en Lima, pero fue obligado a ello por sus partidarios en la esperanza de que el prestigio por él ganado sirviera para contener el desorden que imperaba en todo el territorio. Tampoco le gustaba mucho la rimbombancia de “Protector de la Independencia del Perú", pero fue convencido de que ello facilitaría las cosas en un país tan hecho a las pompa y a los títulos. De allí en más todos sus esfuerzos estarán dirigidos a coordinar con el otro gran Libertador de América, Simón Bolívar, los esfuerzos finales para expulsar definitivamente a los españoles del territorio americano. Lo que él y Monteagudo tenían en claro era que "Lo primero es asegurar la Independencia, después se pensará en establecer la libertad sólidamente". Esta actitud originó los primeros roces con la población peruana, ya que los argentinos que no podían dejar de ser vistos como extranjeros, demostraron una excesiva voluntad de dominio y de concentración de poder en sus manos. Para amortiguar, inútilmente, este sentimiento, San Martín formó un primer gabinete americanista con Monteagudo, quien ocupó la Secretaría de Guerra y Mari-na, con García del Río, ecuatoriano, como ministro de Gobier-no, e Hipólito Unanúe, peruano, como ministro de Hacienda. Esto no bastó para calmar a quienes desde el primer mo-mento conspiraron en contra de los nuevos gobernantes, favo-recidos por la firmeza de algunas medidas mal recibidas en sectores influyentes como por ejemplo la expropiación de los bienes a todos los ciudadanos españoles. "Bien conocéis el esta-do de la opinión. Entre vosotros mismos hay un gran
número que acecha y observa nuestra conducta, Yo sé cuanto pasa en lo más recóndito de vuestras casas. Temblad si abusáis de mi indulgencia. Sea ésta la última vez que os recuerde que vuestro destino es irrevocable y que debéis someteros a él", proclama-ba San Martín con el estilo inconfundible de su Secretario de Guerra y Marina. También se expulsó al octogenario arzobis-po de Lima, Las Heras, y para premiar a sus soldados, se acor-dó que se repartieran a los jefes y oficiales del ejército liberta-dor quinientos mil pesos en fincas confiscadas a los españoles y que a los soldados se les diera tierras en las provincias que eli-gieran de residencia, creando inevitables resquemores. Muy pronto Monteagudo desplaza a García del Río y ocupa también la cartera de Gobierno, concentrando el poder políti-co en sus manos, a favor también de que San Martín, demasia-do sensible a ingratitudes y enconos, prefiere apartarse de los vericuetos de la vida pública. Otra de las dificultades que hubo que enfrentar fueron las actitudes díscolas, levantiscas del almirante Cochrane, quien se sentía llamado a responsabilidades mayores que la de ser simplemente el jefe de la Escuadra. Se había permitido aconsejar a San Martín, a favor de su in-quina con Monteagudo: "No vaya a creer que es su persona si-no la nobleza de sus actos la que le conquistará el amor de la humanidad. No vaya a creer que un Protector puede llevar a término sus grandes proyectas sino procede recta y honrada-mente", el mismo día en que el Jefe era ungido Protector. "Los aduladores son más peligrosos que las serpientes más veneno-sas", apostrofaba el Almirante de las islas británicas, inquieto porque su tripulación, tan mercenaria como él mismo, no ha-bía aún recibido el botín que justificase sus desvelos. Los peruanos que lo escuchaban, veían en el Almirante al posible recambio de ese San Martín que parecía demasiado do-minado por el petulante Monteagudo, a quien últimamente, se decía, se le había ocurrido la descabellada idea de juntar fir-mas para nombrar a San Martín Rey del Perú. Enterado de es-tos rumores, el Ministro de Gobierno y de Guerra y Marina mandó investigar y prender a quienes recorrían las casas con el pliego a
firmar en una maniobra tendiente a desacreditar a los argentinos. Pero si lo de la firma fue una patraña opositora, no lo eran los planes del "rey José", como habían comenzado a llamarlo los limeños; en voz baja: "Es necesario que las instituciones que se den a los pueblos estén en armonía con su grado de instruc-ción; educación, hábitos y género de vida, y que no se les de-ben dar las mejores leyes, pero sí las más apropiadas a su ca-rácter, manteniendo las barreras qué separan las diferentes clases de la sociedad para conservar la preponderancia de la clase instruida y que tiene que perder". La mala recepción. de estas ideas por parte de la ciudadanía fue bien aprovechada por sus enemigos como Riva Agüero, García Carrión y, claro, el almirante Cochrane. Monteagudo acusaba. al Almirante de estar al servicio de In-glaterra, de ser un agente de la rubia Albión, de trabajar para que América cayera en las garras de otro imperio. También en sus artículos, a veces firmados con nombre figurado o fingien-do cartas apócrifas de lectores, le hacía cargos de corrupción, de haberse quedado con fondos destinados a armamentos o equipamientos de sus naves. Pero era a él, al Ministro del Gobierno de San Martín, a quien la opinión pública consideraba hombre de aprovecharse de su cargo para enriquecerse. Corrían rumores, azuzados por agentes al servicio de España y de Inglaterra, de que los grifos de su casa eran de oro, que la bañera era de mármol de Carrara, que en su palacio se llevaban a cabo orgías interminables. "Estos porteños pretenciosos se creen que el Perú es su estan-cia y los peruanos sus peones", murmuraban en los hogares, fondas y saraos. U'Leary, agudo observador que no puede ser calificado un partidario de Monteagudo; y que lo conoció en profundidad, dijo: "El corto período de su administración puso en evidencia sus grandes dotes de estadista y el vigor de su carácter resuel-to. Era tanta su consagración a sus públicos deberes, que a pe-sar de sus hábitos afeminados impulsó no sólo los negocios mi-litares sino todo el complicado mecanismo del gobierno, y en medio de las atenciones que el nuevo mecanismo requería, ha-lló tiempo para
consagrarse al embellecimiento de la capital y al modo de extirpar abusos perjudiciales y deshonrosos al esta-do de la civilización y la moral. La política de Monteagudo puede haber sido imprudente, y fue a una edad prematura, pero lo presenta como a un hombre superior a sus contempo-ráneos". La palabra "afeminado", de este párrafo alude, en la acep-tación de su época, en quien siempre demostró ser un macho de altura, a los hábitos hipersofisticados de quien vestía con ter-ciopelo y se adornaba con perlas en el ojal, de quien gustaba usar corbatas de seda y calzado de charol, de quien se sabía be-llo y que gustaba de seducir, de quien se sabía influyente y ju-gaba con la envidia ajena. También Ricardo Rojas se ocupó del tema: "Le dijeron también sibarita, porque se bañaba diariamente, se pulía las uñas, gustaba del buen vestir y los perfu-mes, y esto causaba espanto donde la incuria de la propia hi-giene y decoro constituía al tradición colonial". Hábitos que Monteagudo había adquirido durante su ex-trañamiento europeo y que, imprudentemente, daban pábulo a las leyendas que se tejían en su contra. Lo mismo había sucedido con Belgrano, según relata el austero general Paz en sus Memorias: "Inglaterra había producido un tal cambio en sus gustos, en sus maneras, y aún en sus vestimentas, haciendo de los usos europeos demasiada ostentación, hasta el punto de re-sultar chocante para las costumbres nacionales". La verdad de los hechos indica que la obra del gobierno de San Martín y Monteagudo fue fructífera: se creó la primera Es-cuela Normal de Lima; también la Biblioteca Nacional, a. la que tanto San Martín como Monteagudo donaron parte importante de su bibliotecas personales; se estableció la libertad de vientres, provocando un fuerte perjuicio económico a sectores con poder; se mejoró el oprobioso sistema carcelario de estilo hispáni-co; se abolió la mita y todas las formas de explotación del indí-gena; se combatió el juego, lo cual generó un agudo disgusto de algunas de las más encumbradas personalidades limeñas, ya que era ésta una costumbre fuertemente enclavada en su idio-sincrasia; se creó también la Sociedad Patriótica de Lima, a fa-vor de la acendrada convicción de
Monteagudo de que la ignorancia era aliada de la esclavitud, y de que la dominación española había restringido todas las posibilidades educativas en la ciudadanía para evitar el razonamiento liberador. Como primer ministro del Protectorado se consideró a sí mismo el presidente natural de dicha sociedad y a su cargo es-tuvo la oración inaugural: "Las luces dan al hombre el poder de dominarse a sí mismo, y de dominar en cierto modo a la naturaleza; ellas hacen que desaparezca ese tremendo fantasma de la casualidad a que atribuyen, los que no piensan, la mayor parte de sus males, y descubrir un nuevo teatro, en que lo natural es ser feliz, cuando se conocen los obstáculos junta-mente con los medios de vencerlos". Pero una de las finalidades que había conferido a esta So-ciedad Patriótica, distinta a la rioplatense, era la de ir conven-ciendo a sus asociados de la necesidad de un gobierno fuerte que se opusiera a la anarquía, de una monarquía temperada que tuviera como objetivo principal la independencia, a través de la ordenada unión de esfuerzos, para luego recién abrirse a la caótica algarabía de la democracia republicana. Los enemigos de San Martín, que iban creciendo en núme-ro y en influencia, tomaron la torpemente abandonada bande-ra de la democracia para oponérsele, en especial José Justino Sánchez Carrión, hermano de gran predicamento en la Socie-dad y cabeza de un partido opositor, quien encontró también motivo de mofa y escarnio cuando Monteagudo implantó en Perú "La Orden del Sol", en octubre se 1821, para distinguir a los ciudadanos dignos y virtuosos, a aquellos que hubieran hecho más por la Independencia de América. Es decir para los leales al Protectorado. Pero los fastos que la acompañaron dieron pábulo a las sospechas de que se trataba de entronizar a una nueva aristocracia, a una moderna nobleza surgida de la lucha por la independencia. El trato que les correspondía era de “Honorables Señores" para unos y de "Señorías" para otros. Como es de imaginar, los excluidos y los antiguos nobles montaron en cólera y encontraron campo fértil para las críticas. El sentido aristocratizante, que irritaba al partido patriota que presumía de republicano, era obvio en la circunstancia de que dichas distinciones eran hereditarias y se transmitían a hijos y nietos sus beneficios. El fin
perseguido, como Monteagudo lo reconociese en sus Memorias, era “restringir las ideas democráticas; bien sabía que para traerme al aura popular no necesitaba más que fomentarlas; pero quise hacer el peligroso experimento de sofocar en su origen la causa, que en otras partes nos había producido tantos males”. Peligroso experimento que mereció la dura reprobación de ese panegirista sanmartiniano y gran historiador que fue Bartolomé Mitre: "Monteagudo, su inspirador, que de demagogo exaltado había pasado a ser conservador ultra y después monarquista de oportunismo; talento más brillante que sólido y de más superficie que fondo, con espíritu más sistemático que lógico, con ideas propias y teorías incoherentes asimiladas que aplicaba esporádicamente según sus impresiones, sin tener en consideración los hechos superiores que las dominaban (...) San Martín y Monteagudo estaban ciegos”. Fueron enviados a Europa ministros plenipotenciarios, García del Río y Diego Paroissien, con el objetivo de, mancomunadamente con los enviados del Río de la Plata y Chile, entrar en contacto con las monarquías europeas para encontrar alguna salida al proyecto de instaurar un régimen conjunto que al mismo tiempo no comprometiese la independencia de cada una de las colonias. Pero ni siquiera lograron convencer a los que hubiesen sido sus aliados americanos...
Capítulo Dieciséis
La situación se agravó con el decreto del 3 de enero que prohíbe los juegos de azar bajo el concepto de que "de nada valdría haber hecho la guerra a los españoles si no se trataba de extirpar los vicios que nos legaran", como escribiese Montea-gudo. Pero los juegos de azar eran para los peruanos, especial-mente para los limeños, mucho más que una diversión: eran parte de su vida y de su cultura, en especial las riñas de gallos que movilizaban grandes cantidades de dinero que iban a dar a los bolsillos de personajes acomodados de la sociedad. Al punto tal que la prohibición fue burlada inclusive por el Mar-qués de Torre Tagle, en cuya mansión se hicieron reuniones de juego clandestinas. Moviéndose en terreno conocido, para ganarse el favor femenino, Monteagudo decretó que debía premiarse “El Patriotismo de las Ilustres Peruanas”, considerando que merecían distinciones que hasta entonces sólo se habían acordado a los hombres, "pues tenían soportados sufrimientos y vejámenes de toda clase por su valiente adhesión a los patriotas". Esto está en línea con aquel artículo de años atrás en La Gazeta de Bue-nos Aires, donde elogiaba el importante papel que las mujeres desempeñarían en la lucha por la Independencia. Lo cierto es que las doncellas y damas continuaron ocupan-do un aspecto de gran importancia en la vida de Monteagudo, quien también en Lima supo ganarse el favor de ellas, siendo protagonista de varios entremeses románticos, especialmente con Juanita Salguero, con quien vivió una ardorosa relación no exenta de escándalos, que tronchó la muerte. En crónicas sociales de la época quedó asentado el impacto producido por tan aquilatado galán en el baile "de la Victoria"; celebrado cuando el Protector entró en Lima, y en el que hizo su presen-tación en la sociedad limeña. Soberbio y desparpajado, de conversación amena, eximio bailarín de las danzas de moca, llamó la atención no sólo de las mujeres sino también de los hombres que lo emulaban y envidiaban. Pero tampoco en el Perú cimentó Monteagudo una re-lación estable ya que, como alguien dijese de San Martín, "los hombres de acción no tienen tiempo de ser sentimentales".
Pero su éxito social no lo libraba de las críticas y los infun-dios, tomándoselo como chivo expiatorio porque no se debía o no se quería
atacar al general San Martín, concentrándose en él las injurias y las calumnias. La situación arribó a su máximo voltaje a raíz de la salida de San Martín para dirigirse la Guayaquil con el objetivo de en-trevistarse con Simón Bolívar. Se produce entonces una reu-nión de unos cincuenta vecinos expectables convocados secre-tamente por Riva Agüero, quienes se confutaban para, derribar a Monteagudo, aunque quien había quedado a cargo del Pro-tectorado era el Marqués de Torre Tagle, aristócrata peruano, considerado un títere sin personalidad. Ingenuo o indiferente ante la borrasca borrasca que se cernía sobre su cabeza, Monteagudo aprovecha la ausencia del moderado San Martín para intensificar su persecución contra los españoles, muchos de los cuales debieron abandonar el territorio pe-ruano durante su gestión; de 5.000 sólo quedan 400. Sabe que se arriesga, pero considera que es ese su deber. Tanto como pa-ra escribir: "Conocía entonces que se me abría un vasto campo de gloria y de peligros. Confieso que amo la gloria con pasión y que los peligros, después de catorce años que he vivido en ellos, han perdido para mí el prestigio que los hacen formidables". Por eso, a pesar de la alharaca que ha levantado su acoso a en-cumbrados españoles de la sociedad, de fortunas exuberantes y de relaciones influyentes, insistirá: "¿Algo más se me reprocha? Sí; que persigo a los españoles del Perú por mezquina pasión. ¡Como si no fueran ellos de socapa los enemigos más. tenaces e iracundos de la Independencia) ¡Como, si nadie reparase en las conspiraciones que el españolismo de Lima sostiene, subrepti-ciamente o no, contra los intereses de la causa emancipadora!". El 31 de diciembre de 1822 expulsó del Perú a todos los peninsulares que no se hubiesen bautizado. El 20 de enero de 1822 decretó que los expulsados dejasen al Estado la mitad de sus bienes y a los que permaneciesen en el Perú se les prohibía todo ejercicio del comercio. El 23 de febrero se dispuso que quienes faltasen a esta imposición fuesen desterrados y confis-cados todos sus bienes. Hasta llegó a prohibírseles salir a la calle con capa, y al que fuese encontrado en la calle después de oraciones, pena de muerte, reservada también, para todo español que portase algún arma.
Aquellos hombres poderosos cuyos negocios se relacionaban con la metrópoli, se juntaron para urdir una maquiavélica conspiración contra Monteagudo y organizaron una red de infundios que rápidamente tomó cuerpo y se expandió por la so-ciedad. Se lo acusaba de estar incapacitado de predicar moral, eliminando el juego, pues se trataba de un depravado hijo de una negra y de un mal clérigo; también se hacía hincapié en la baja extracción social en que había nacido el presumido Primer Mi-nistro; se señalaba que su carácter correspondía al típico porte-ño que quería llevarse todo por delante y que no respetaba las particularidades del Perú; se le reprochaban imaginarios negociados aprovechando su privilegiada posición en los asuntos públicos, acusación que se demostró absolutamente infundada cuando al hacerse el arqueo de sus bienes no se le encontró nada de valor, sólo aquellos adornos que lucía en su elegancia y que se prestaron a tanta maledicencia; se le reprochaba el querer hacer de San Martín un rey o un emperador, contra-riando la vocación republicana de los limeños; se murmuraba que en su palacio vivía como un sultán con serallo, en un lujo sufragado por el saqueo de los fondos públicos. A nadie se le ocurría acusar con la misma intensidad al Marqués de Torre Tagle, culpable de no pocos de los errores del gobierno, por peruano y por saberlo adversario de poca monta. El 25 de julio de 1822 la conspiración estalla y los habitantes más conspicuos de Lima le llevan -al Marqués de Torre Ta-gle un manifiesto en el que le exigen la renuncia del Primer Ministro. "Los verdaderos hijos del Perú, que únicamente tra-tan de su bien general y de mantenerse fuertemente unidos para resistir al enemigo común que nos amenaza, no pueden menos que representar a V.E. que todos los disgustos del pue-blo emanan de las tiránicas, opresivas y arbitrarias providen-cias del Ministro de Estado, Don Bernardo Monteagudo. Por ello, pide que este detestado Ministro sea removido en este ins-tante, bajo el supuesto de que si no lo consiguen antes de concluirse el día, se provocará un Cabildo Abierto, que se tratará de evitar por medio de las providencias suaves y prudentes que sobre el caso dicte V. E."
Un elemento hábilmente explotado por los conjurados fue el de hacer correr la voz de que en un barco a punto de zarpar saldrían desterrados algunos prestigiosos patriotas y varios clé-rigos respetables, lo que alimentaba el rumor sobre las tenden-cias volterianas y anticlericales del Primer Ministro, lo que hizo temer a no pocos de que la hora podría llegarles también a ellos. Las tácticas de acción psicológicas de Monteagudo tenían ya avezados discípulos... El débil Marqués de Torre Tagle no se opuso a la exigencia popular y decretó la cesantía del abogado tucumano, quien fue desterrado y embarcado en nave de guerra con rumbo al ist-mo de Panamá, con la expresa indicación de no regresar jamás a tierras peruanas, bajo amenaza de muerte dictada por el Congreso.
Capítulo Diecisiete Monteagudo llega a Panamá, entonces provincia de Colombia, y se presenta ante el general venezolano José María Carreño, su gobernador, presentándole la carta del Marqués de Torre Tagle: "La salvación de la Patria y el decoro conque debe ser tratada la persona del honorable coronel don Bernardo Monteagudo han exigido que este Supremo Gobierno tome la determinación de remitirlo a esa ciudad, con el objetivo de que por aquella vía se pueda conducir a Europa o a otro punto que no sea el Estado peruano". Pero esta vez el doctor de Chuquisaca no, imbuido de su misión americanista. Carreño, quien rápidamente es ganado por la personalidad de Monteagudo,
lo .pone bajo custodia del teniente coronel Francisco Burdett O'Connor, quien poco antes había llegado para ocupar la jefatura de Estado mayor de Panamá. En sus Memorias el militar irlandés se exaltaría: "¡Qué favor más grande el qué me hizo. el General Carreño! ¡Qué tesoro el que me había confiado para distraerme las horas en que me dejara libre mi batallón! Yo que antes comía en la mesa del General, no volví más desde que me entregó a mi ilustre huésped, el señor Monteagudo de quien me hice muy amigo y cuyo talento y vasta ilustración admiraba. El hablaba muy bien el francés y el inglés, trajo consigo muchos cajones de libros selectos, de los que me obsequió algunos”. Nótese que a pesar de la premura y de la violencia con que debió partir el argentino de Lima no dejó de llevar consigo sus preciados libros, lo que da testimonio de su condición de auténtico intelectual. Además, -llevó también al exilio a su cocinero francés, confirmando su vocación por el buen gusto y el refinamiento. Los testimonios de Burdett O'Connor destacan la clarivi-dencia de su huésped cuando augura: "¡Oh Dios mío, la pena que me causa cuando reflexiono que toda esta guerra por nuestra Independencia es una guerra mansa, comparado a los destrozos, matanzas, asesinatos, que hemos de ver en estos paí-ses después de haber botado al último español de la tierra americana!". Monteagudo se había anoticiado de que San Martín, luego de haber cedido a Bolívar la conducción de la etapa final de la guerra libertadora, por propia decisión o por mandato masó-nico, había regresado a Lima, donde rápidamente cedió el go-bierno al Congreso, convencido de que si bien había sido reci-bido con júbilo y simpatía ya no había lugar allí para él. Toma la decisión de alejarse de tierras americanas hacia Europa, con el fin de no verse involucrado en las horribles guerras fratrici-das que se habían desatado por doquier y que seguirían desa-tándose en las flamantes repúblicas, sin exceptuar a su patria, la Argentina. Su ex Primer Ministro guardará un emocionado recuerdo del Libertador y así lo expresará en su "Memoria" del 17 de marzo de 1823, donde lo homenajea: "Sus brillantes servicios a la causa de América desde el año XII
y los que ha hecho al Pe-rú, abriendo la puerta para que entre a su destino, son una propiedad de la historia a la cual nada puede defraudarse". No es difícil imaginar, guiado por su obsesión revoluciona-ria, cuáles iban a ser los siguientes pasos de Monteagudo: lle-gar a Bolívar, quien tenía en sus manos el triunfo final. Quizá guiado por su ambición personal pero también movido por la obligación autoimpuesta de velar porque aquél fuese alcanza-do sin vacilaciones y con el vigor que había que imprimirle a los cambios. Puso empeño e ingenio en hacerle llegar reiteradas comu-nicaciones al Libertador venezolano, quien finalmente le con-testó que lo esperaba en Pasto, reciente escenario de una de sus resonantes victorias militares. El gobierno panameño le otorgó la visa correspondiente, pero Monteagudo no contaba con los fondos necesarios para sufragar el viaje. Acudió entonces a uno de sus amigos, rico, a quien le solicitó la suma estrictamente necesaria y a cambio le entregó un sobre lacrado, diciéndole que lo abriera tres meses después en caso de que él no hubiese podido aún reintegrarle la suma prestada. Así lo hizo el adinerado panameño, en la fecha indicada, en presencia del irlandés Buruett O’Connor, y grande fue la sorpresa de ambos al encontrar dentro del sobre cuatro perlas legítimas, que eran los adornos que el "dandy" Monteagudo solía lucir en sus prendas de vestir, y que cubrían con creces lo adeudado. Vaya este ejemplo para constatar una vez más la probidad de este hombre público, que contrariamente a las calumnias que se vertieron sobre él, nunca acumuló riquezas. No era ése uno de sus defectos. Cómo era de suponerse, como siempre había sucedido en sus contactos con los hombres poderosos a quienes admiraba y a quienes necesitaba, el impacto que produjo Monteagudo en Bolívar. Fue grande. El encuentro se produjo en Ibarra, a ori-llas del pintoresco lago de Cuicocha. De ello da fe una recatada carta del Libertador de Colombia: "He visto a Monteagudo y al general Necochea, el primero tiene talento y no me ha pare-cido muy reservado conmigo; piensa marchar a Bogotá. (...) Ambos piensan que se pierde el Perú si yo no voy a salvarlo”. La frase "no ha sido muy reservado conmigo” podría aludir a que el ex ministro de San Martín hubiese confesado a Bolívar su pertenencia a la
Logia Lautaro, sabedor de que el venezolano era una de las cabezas correspondiente. En una carta posterior, también dirigida al presidente de Colombia, Santander, Bolívar opina con mucho mayor entusiasmo; "Monteagudo tiene un gran tono diplomático y sabe en esto más que otros. Tiene mucho carácter, es muy firme, constante y fiel a sus compromisos. Añadiré francamente que Monteagudo conmigo puede ser un hombre infinitamente útil, porque tiene una actividad sin limites en el gabinete, y posee además un tono europeo y unos modales muy propios para una corte; es joven y tiene representación en su persona". El buen concepto de Bolívar lo elige para cumplir una deli-cada misión en México, como es la de conseguir fondos para financiar sus ejércitos, pero luego, -a punto de embarcarse ya en Guayaquil, llega la contraorden, cuyos motivos nunca serán conocidos es de sospechar que muchos americanos, sobre todo -peruanos, habrían hecho llegara oídos del Libertador su alarma por la proximidad de odiado ex primer ministro del Protectorado en Lima. Sabedor de que era estratégicamente conveniente tomar distancia por un tiempo hasta que Bolívar lograse amenguar la animosidad en su contra, Monteagudo se desplaza hasta Gua-temala con la intención de sumarla activa y decididamente a la causa revolucionaria. Este periplo americano alimenta en él la convicción de que la acción independentista debe ser pensada en términos globales, continentales. Ninguna nación america-na podrá salvarse sino es juntamente con las demás, pues los graves peligros que acechan no podrán ser vencidos en el ais-lamiento. En Guatemala busca a José Cecilio del Valle, quien había lanzado la idea de organizar un Congreso en el que se discu-tieran problemas comunes y se plantearan las bases de un de-recho internacional americano. Compartían ambos estadistas la fórmula expresada por el guatemalteco: "La América será desde hoy mi ocupación exclusiva. América de día cuando es-criba; América de noche cuando piense. El estudio más digno de un americano, es La América". Allí lo alcanzan noticias del Perú que Monteagudo preveía y esperaba: Riva
Agüero, el conspirador, quien había escalado al gobierno con medios poco dignos, ha sido defenestrado y deportado a Gibraltar. Está entonces abierto el camino para que Bolívar siente sus reales en Lima y Monteagudo sabe que él le será imprescindible. Parte entonces, a toda velocidad: "Vuelvo al Perú, mi General, y vuelvo bajo los auspicios de Usted. Lle-vo una misión colosal de justificar las esperanzas que Usted y mis amigos han concebido de mis esfuerzos. Si algún día pue-de Usted decir que no se engañó en ellas, ésta será la mayor obligación que tenga su afectísimo y obligado amigo". Ambos se encuentran en Trujillo, donde Bolívar prepara su entrada en Lima. Monteagudo hace un reingreso espectacular puesto que viene acompañado nada renos que de la prometida del venezolano, doña Manuela Sáenz de Thorne, ecuatoriana. Quien avisa es uno de sus generales, seguramente irónico: "General, estamos para salir a sablear a los godos y está usted cargando con mujeres, pues la señora Sáenz ha llegado ayer tarde y también el doctor Monteagudo, de Quito. A éste se lo se lo van a matar en Lima, entre las manos como a gallo, porque es muy aborrecido en ella". Quizá Bolívar haya sentido celos del largo viaje que com-partieran doña Manuela y Monteagudo. Sin embargo no lo de-mostró, a pesar de los puntos que calzaba la dama, la más afortunada de sus queridas, la que compartió su lecho por más tiempo, la que más disfrutó de su confianza. Se la llamó “Manuelita la bella" y para la historia "La Liber-tadora". Ricardo Palma trazó su retrato: "Era una equivoca-ción de la naturaleza, de formas esculturalmente femeninas encarnó espíritu y aspiraciones varoniles. No sabía llorar sino encolerizarse como los hombres de carácter duro. Se la veía en las calles de Quito y en las de Lima cabalgando a manera de hombre en brioso corcel, escoltada por dos lanceros de Colom-bia y vistiendo guamán rojo con grandes borlas de oro y pan-talón bombacha de cotoña blanco. Educada por monjas en la austeridad de un claustro, era libre pensadora. Dominaba sus nervios conservándose serena y enérgica en medio de las bata-llas, y al frente de las lanzas y espadas tintas en sangre, o del afilado puñal de los asesinos. Leía a Tácito y a Plutarco; estud-iaba la historia de la Península en el Padre Mariana, y la de América
en Solís y Garcilaso; era apasionada de Cervantes, Quintana y Homero". Al conocer a Bolívar, había abandonado a su marido, un prestigioso médico inglés, quien durante mucho tiempo insis-tió en reconquistarla, perdidamente enamorado, recibiendo por réplica una frase que ha perdurado a lo largo de los años: “Dejar a usted por el general Bolívar es algo; dejar a otro ma-rido sin las cualidades de usted sería nada". Ante esta descripción no es de extrañar que entre Manuela Sáenz y Bernardo Monteagudo se estableciera una fuerte co-rriente de simpatía, hermanados por sus sentimientos anticle-ricales por la vivacidad de su espíritu, por lo desprejuiciado de sus talentos. No ha faltado el historiador mal pensado que sospechó de los celos de Bolívar como una de las causas de la temprana muerte del abogado tucumano.
Capítulo Dieciocho
Mientras la situación maduraba en el Perú, engendrando las condiciones óptimas para su entrada en Lima, Bolívar or-ganizaba comidas en las que gustaba prolongar las sobremesas en charlas con "sus colaboradores e invitados donde se aborda-ban temas variados, siempre ájenos a la marcha de la situación militar. Al general le gustaba, parecía complacerse en ello, sus-citar opiniones encontradas entre Sánchez Carrió y Monteagu-do; quienes se odiaban entrañablemente. El peruano había logrado ser designado primer ministro del gobierno a instalarse próximamente en la capital peruana, pero no le era indiferente la creciente confianza y amistad que Bolívar demostraba hacia el argentino. Era la misma persona que en su periódico El Tribuno expulsado ya
Monteagudo del Perú, había publicado: "Ya todo republicano puede decir: ¡Desde que ha caído Monteagudo no siento la montaña que me oprimía!". También llamaba a ajusticiarlo "sin responsabili-dad cualquiera, cuando una imprudencia o su mala aventura lo conduzca nuevamente a nuestras costas". El apuesto argentino no olvidaba esto, tampoco que Sán-chez Carrió y la Logia republicana por él encabezada, habían sido promotores principales de su derrocamiento y posterior destierro, como así también de la ingratitud con que San Mar-tín fuera recibido al regresar de Guayaquil. En esos ágapes, en los que desfilaban entre diez y doce pla-tos regados con abundantes vinos, en los que se sucedían los brindis, uno tras otro, Monteagudo sabía que podía contar con la ex señora de Thorne, aliada de sus ideas poco formales y de sus afirmaciones a veces heréticas y escandalosas. Bolívar se divertía mucho con el ingenio y la audacia de ambos, y ello aumentaba la inquina de Sánchez Carrió y de no pocos de los sentados a esa mesa. Bolívar era un conocido librepensador de ideas muy avanzadas para la época y despreciaba la pacatería y la mojigatería del peruano, en tanto se entusiasmaba con las intrepideces de su amante y de quien iba transformándose en su favorito. El doctor Rebaza, quien participase de dichos encuentros, relata una anécdota divertida: "A fines de mayo salieron de Guamachuco para Angamarca (...) y en un mal paso se desbarrancó la mula en que iba el doctor Monteagudo, y en el peli-gro gritó: ‘¡Dios mío, ayúdame!’”. No se hizo daño alguno, pues la bestia pudo contenerse. El Libertador de Colombia le dijo entonces al peruano: Dígale Usted algo al doctor Monteagudo, que en el peligro acaba de hacer la invocación que hemos oído". El mismo testigo presen-cial, en otro párrafo, expresivamente, dice que al general ve-nezolano le gustaba "carear" a sus dos invitados. Cabe aquí la reflexión sobre si Monteagudo pensaba que su seguridad estaba garantizada cuando volviese a presentarse en Lima, de donde había sido expulsado tan amenazadoramente. Monteagudo no era ingenuo, su agitada actividad política le había dado una experiencia bien aprovechada por su inteli-gencia natural. Si decidió reingresar en Lima fue porque fuera leal a su
vocación de revolucionario, porque en su vida no había otra cosa que un vínculo absoluto y excluyente con el pro-yecto planteado años atrás, en Chuquisaca, cuando se sintió llamado a protagonizar la transformación de su patria, y más aún de América toda. No era cobarde, estaba casado con el pe-ligro, quizá confiaba en su buena estrella que hasta entonces le había ahorrado mayores males a pesar de haber sorteado si-tuaciones de gran dificultad, comenzadas con aquella lejana condena a muerte en Potosí. -A partir de entonces, todo lo que siguió fue gratuito -diría, recordando quizá lo escrito por uno de los antiguos a quien solía citar en sus escritos, Fenelón: "Antes de lanzarse al peligro, hay que prevenirlo y temerlo. Mas, una vez en él, no nos queda otra solución que despreciarlo". En todo momento, desde que acudiese a sumarse a Bolívar, tenía pruebas irrefutables de la animosidad que despertaba entre los peruanos, quienes recordaban con espanto los destierros de tanto español con predicamento, la prohibición del juego, el fin de la esclavitud y tantas otras medidas que los habían perjudicado, más en sus bolsillos que en sus ideales. También estaban los sinceros republicanos que denostaban sus inclinaciones monárquicas. Monteagudo no podía desconocer que la mera idea de que al amparo de Bolívar volviera a ocupar posiciones de mando, como antes lo había hecho con San Martín, despertaba apasionados enconos basados en el temor. Era un condenado a muerte y él lo sabía. Pero estaba decidido a enfrentar su destino trágico sin subvertir su esencial condición de revolucionario a ultranza. Y la revolución americana se jugaba, en esos momentos, en la proximidad de Simón Bolívar. Este lo valorizaba mucho y recientemente, debido a que la complejísima situación política del Perú, donde subsistían tres fuertes destacamentos militares, en El Callao, el Sur y la sierra, sumado a la católica dispersión en facciones del bando patriota, le hacían indispensable alguien que pudiese aclararle algo de esta nebulosa, también con la clarividencia y la experiencia suficientes como para proponer estrategias adecuadas. El general venezolano no desconocía el riesgo a correr por su favorito: “Es aborrecido en el Perú –escribía a Santander- por haber pretendido una
Monarquía Constitucional, por su adhesión a San Martín, por sus reformas precipitadas y por su tono altanero cuando mandaba; esta circunstancia lo hace muy temible a los ojos de los actuales corifeos del Perú, los que me han rogado por dios que lo aleje de sus playas, porque le tienen un terror pánico”. Pero, ¿quién podía desprenderse de alguien tan activo, tan incondicional y tan sagaz? Con una capacidad de trabajo verdaderamente notable, sumada a una aguda perspicacia para encontrar solución a situaciones difíciles. Vayan como ejemplo los párrafos del coronel Burdett O’Connor, quien relata cuando, cabalgando con Monteagudo, éste se dio vuelta para decirle: “Ya lo he hallado”. El coronel de las Islas Británicas lo interrogó acerca del significado de esa expresión. “La cifra”, respondió Monteagudo. Los patriotas habían interceptado una carta del general español Canterac a su colega Rodil, quien defendía los castillos de El Callao. En ella le avisaba sobre el desastre de las armas españolas en Junín; la carta estaba cifrada y durante toda la cabalgata, sin dejar de dialogar amenamente, la mente de Monteagudo había estado febrilmente ocupada en el desciframiento de dicha clave. “Cuando lleguemos al pueblo y o se la dictaré a Usted, y me la pondrá en limpio para entregársela al general”. Lo que más seducía a Bolívar eran las convicciones americanistas de su colaborador, quien así lo ayudaba a retomar aquellos impulsos de sus años mozos que luego la realidad de viajes y batallas le habían hecho postergar. Monteagudo era capaz de argumentar con sistema y pasión, citando filósofos de la antigüedad y autores modernos, lo que hacía sumamente convincentes sus desarrollos. Bolívar lo estimuló a escribir sobre el tema, lo que el argentino hizo en su célebre artículo “Ensayos sobre la necesidad de una federación general entre los estados hispanoamericanos y plan de su organización”, que quedase inconcluso a raíz de su muerte. El abogad tucumano insistía ante el rechazo general de los países de América, para invitarlos a la gran reunión de Panamá. Ha llegado hasta nuestros días el documento firmado con el Perú, seguramente idéntico al propuesto a otros países: “Se reunirá una Asamblea General de los Estados Americanos compuesta por sus
plenipotenciarios con el encargo de cimentar de un modo más sólido y establecer las relaciones íntimas que deben existir entre todos y cada uno de ellos, y que le sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto ante los peligros comunes, de fiel intérprete de sus tratados públicos cuando ocurran dificultades, de juez, árbitro y conciliador en sus disputas y diferencias”. Este proyecto encuentra buena recepción en los gobiernos de México y el Perú, pero no así en el de Buenos Aires, y para no aparecer desairando a Bolívar, Rivadavia contrapropone un proyecto disparado, urdido en colaboración con la Chancillería de Portugal, proponiendo una reunión en Washington a la que se citaría a España, Portugal, Grecia, los Estados Unidos, México, Colombia, Haití, Buenos aires, Chile y el Perú. Es tanta la indignación del Libertador de Colombia que, por ser también argentino, reprocha a Monteagudo “el viento pampero que embota el cerebro” de su compatriota. Pero el vínculo entre ambos era firme y Bolívar lo tuvo a su lado durante la batalla de Junín y también cuando por fin, el 6 de diciembre de 1824, hizo su ingreso en Lima. El ministro de Estado seguía siendo Sánchez Carrión, pro los rumores de acrecentaban respecto de que quien verdaderamente influía sobre Bolívar era Monteagudo y muchos vaticinaban que pronto desplazaría al peruano. Es seguro que de no haber sido por su muerte temprana el Proyecto de Unión Americana de Monteagudo, que Bolívar apoyaba sin retaceos, hubiese progresado a favor del entusiasmo y de la eficacia de su mentor. El historiador Vicuña Mc Kenna, chileno, escribió: “Un hombre grande y terrible concibió la colosal tentativa de la alianza entre las Repúblicas recién nacidas, y era el único capaz de encaminarla a su arduo fin. Monteagudo fue ese hombre. Muerto el, la idea de la Confederación Americana que había brotado en su poderoso cerebro se desvirtuó por sí sola”. A su vez, el político y escritor mexicano Tornel y Mendivil, corrobora: “Se ha atribuido al Libertador de Colombia, Simón Bolívar, la gloria de haber concebido el importante designio de reunir un congreso de las Naciones Americanas, a semejanza de todas las Confederaciones, tan célebres en la historia de los antiguos griegos. Mas la imparcialidad exige
que se refiera que el primero en recomendar el proyecto verdaderamente grandioso, fue el Coronel Monteagudo, de temple muy fuerte de alma y compañero de Campañas del General San Martín, en sus memorables de Chile y el Perú”. La circular enviada a los demás gobiernos por bolívar, firmada dos días antes de la Batalla de Ayacucho, y que lleva el innegable estilo de Monteagudo, dice en uno de sus párrafos: “Después de quince años de sacrificios consagrados a la libertad de América, para obtener el sistema de garantías que en paz y en guerra sea el escudo de nuestro nuevo destino, es tiempo ya de que los intereses y las relaciones que unen entre sí a las Repúblicas Americanas, antes Colonias españolas, tengan una base fundamental, que eternice, si es posible, la duración de estos gobiernos”. Siguen a continuación párrafos en los que se urge a enviar los representantes a Panamá sin esperar a que todas las repúblicas hayan aprobado la propuesta. “Si V.E. no se digna a adherir a él. Preveo retardos y perjuicios inmensos a tiempo que el movimiento del mundo lo acelera todo, pudiendo también acelerarlo en nuestro daño”. El apuro de Monteagudo se debía quizás a alguna premonición sobre su futuro, pero también a que le resultaba claro que la inminente victoria final sobre los españoles haría que las naciones americanas se desbarrancasen en disputas intestinas que harían chorrear sangre sin dejarles tiempo ni energías para ocuparse de las innegables ventajas de un panamericanismo como forma de fortalecerse frente al acoso esbozado o encubierto de las otras potencias del mundo. En su “Ensayo” puede leerse: “Sólo la Asamblea podrá, empleando al ascendiente de sus augustos consejos, mitigar los ímpetus del espíritu de localidad que los primeros años de la independencia será tan activo como funesto”. Nadie podrá negarle a Monteagudo una notable capacidad de anticipación, y cuando se escriba la historia de instituciones como la Organización de Estados Americanos, sería justicia reivindicarlo como uno de sus precursores.
Capítulo Diecinueve
Desde el 6 de diciembre de 1824, cuando entra en Lima a la vera de Bolívar, hasta su asesinato en la calle Belén el 28 de enero de 1825, Monteagudo desarrolla una febril actividad cumpliendo con las tareas que se le han encomendado. También departe largamente con Bernardo O’Higgins, quien, extrañado de Chile por los borrascosos de las naciones sudamericanas, ha ofrecido sus valiosos servicios a Bolívar, quien, celoso de su prestigio, se limita a pedirle que lo acompañe y le brinda una cálida hospitalidad. Lo mismo que había hecho con San Martín cuando el militar argentino le ofreció subordinarse y servir a sus órdenes cuando se entrevistaron en Guayaquil. Monteagudo reinicia su encendida relación con algunas de las damas limeñas, en especial con doña Juana Salguero, hacia cuya casa se dirigía cuando Candelario Espinosa, el negro, y su pretexto de pedirle lumbre y le dejaron el corazón partido con un puñal asestado con tanta fuerza que su punta sobresalía por la espalda. Quienes encontraron el cadáver todavía tibio lo transportaron hasta el convento de San Juan de Dios. Uno de los testigos refiere que el político argentino estaba vestido con sofisticada elegancia y fue eso lo que permitió su rápido reconocimiento. En su dedo lucía un anillo de oro cincelado y de su pecho colgaba una cadena también de oro que portaba un reloj de fabricación inglesa del mismo metal; un hermoso alfiler de corbata formado por un zafiro borlado de diamantes remataba el pañuelo de seda anudado prolijamente en el cuello. Los asesinos ni siquiera habían tenido la serenidad de despojarlo de las seis onzas de oro y algunas monedas de plata que llevaba en los
bolsillos. Bolívar fue informado de inmediato de la infausta nueva y presuroso concurrió al convento donde personalmente tomó las primeras providencias para el esclarecimiento del crimen. Fue él quien, ante la vista de cuchillo letal, dióse cuenta de que había sido muy recientemente afilado, por lo que dio órdenes de interrogar a todos los barberos de la cuidad para identificar a quien había llevado a cabo tal operación. Uno de ellos afirmó haber afilado un puñal idéntico llevado por un negro, al que reconocería si lo volviera a ver. Instruyóse entonces por bando a que todos los criados de las casas y otras personas de color se presentaran para recibir una inexistente boleta amenazando con que quien no lo hiciese sería juzgado como delincuente. Fue así reconocido Candelario Espinosa, el asesino, negro pendenciero y de mal vivir, quien ya cargaba con una muerte en su haber. En su primera declaración afirmó, seguramente bien instruido, que el único motivo del asalto a ese caballero desconocido había sido robarle, pero como se resistiese a los gritos habíase visto obligado a matarlo y a huir. Esta coartada fue fácilmente demolida por la declaración de su cómplice Ramón Moreyra, reclutado a último momento y que no había sido advertido de las verdaderas razones del atentado, a quien mucho le había llamado la atención que el negro Candelario se negase, a pesar de sus reclamos, a vaciarle los bolsillos una vez derribada la víctima. Afirmó también que de sus labios escuchó: “Vaya por las que ha hecho”. El libertador venezolano manda decir a Espinosa que le perdonará la vida, ya que para delito tal sólo la horca cabía esperar, si a solas y en la mayor reserva le confiesa el nombre de quien le había encargado matar a su estrecho colaborador. Aceptado el pacto, grande debe de haber sido la importancia de su confesión porque Bolívar guarda el secreto hasta casi su tumba, cumpliendo con su promesa de amnistiar al negro, debiendo hacer uso para ello de las facultades discrecionales que le acordaba su condición de dictador. Como es de imaginar, los rumores y las especulaciones sobre el asesinato de la calle Belén fueron muchos: se cuchicheó acerca de venganzas de esposos traicionados, de castigos por deudas de juego impagas, de viejas y
oscuras historias del abogado argentino. Fácil es colegir que los mismos culpables se habrían ocupado de echar a rodar distintas versiones para confundir a quienes investigaban, aunque estos nunca demostraron demasiado celo en su tarea, como si hubiera habido temor de profundizar en la verdad del hecho. Quién echó luz definitiva sobre el asunto muchos años más tarde fue el general Tomás Mosquera, quien en aquella época, a principios de 1825, era persona de confianza del general venezolano, tanto que fue su ayudante de campo, su secretario general y el último jefe de su Estado Mayor. Era, por lo tanto, depositario de muchos de sus secretos. La sala estaba casi a oscuras, iluminada por una sola bujía. - Traigan al negro –ordenó Bolívar. A Candelario Espinosa se le redondeaban los ojos por el terror. - Mande, patrón... - Quién te pago para que lo mataras. - Nadie, se lo juro ... Bolívar lo encara con amenazante fiereza. - Escucha, Candelario, allí en el fondo de esta sala –con su dedo apunta a la penumbra- está el alma de Monteagudo que se va a vengar de ti si no dices la verdad. Debió de haber sido convincente la estratagema, según escribió el general Mosquera. “-Descubre todo y todo te perdono.” Cayó de rodillas el asesino, y dijo estas tremendas palabras: “-El señor Sánchez Carrión me dio cincuenta doblones de cuatro pesos en oro para que matara a Monteagudo porque era enemigo de los negros y de los peruanos.” Bolívar parece no haber querido contarle a su confidente, el general Mosquera, la advertencia del negro Candelario acerca del complot que una semana antes había puesto en peligro su propia vida. Pero el Libertador venezolano sabía ahora que debía cuidarse de Sánchez Carrión, por lo que no era difícil pronosticar lo que sucedería poco después. Cuarenta días más tarde Sánchez Carrión muere misteriosamente, aquejado de un mal extraño que lo lleva rápidamente a la tumba y que da
pie a sospechar que pudo haberse tratado de un envenenamiento. Según su jefe de Estado Mayor, quien guardase estos secretos a lo largo de tantos años respondiendo a una precisa instrucción de Bolívar en ese sentido, el ignoto ejecutor de Sánchez Carrión a su vez fue asesinado pocos días más tarde, con lo que quedaba cerrado el círculo de traición y muerte que segó la vida de un polémico personaje de nuestra historia a quien nadie, ni siquiera sus detractores de antes y de ahora, pueden negar su admirable pasión revolucionaria: Bernardo Monteagudo.
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Anexo documental (fragmentos) EL EDITOR. Para una nación débil y cobarde su misma seguridad es peli-grosa, porque abandonándose a un profundo letargo está siem-pre próxima a perder su existencia: mas para un pueblo intrépi-do y enérgico los más graves peligros son otros tantos medios de hacerse respetable. El cobarde se acerca al peligro cuando huye de él, y el intrépido se pone a mayor distancia cuando lo arros-tra. Todos los horrores que forja la pusilanimidad en su delirio no son sino males relativos que sólo atormentan al débil sin te-ner en su objeto más de una existencia ideal. Si el temor no hu-biese llegado a formar una segunda naturaleza en el hombre el número de sus desgracias no hubiera excedido de un prudente cálculo: pero esta pasión fanática y supersticiosa multiplica hasta lo infinito sus miserias, previniendo su incierta y remota existen-cia. La intrepidez al contrario, jamás confunde el
presentimien-to con la realidad, ni equivoca los males posibles con los actua-les: sólo teme a los cobardes que deben concurrir a disiparlos, porque sabe que el mayor escollo es la languidez dé los mismos resortes que dirigen el mecanismo de sus fuerzas morales. Fijemos un principio para analizar sus consecuencias: la pa-tria está en peligro, y sólo nuestra energía, nuestra energía sola podrá salvarla. Yo veo que Roma aniquilada y moribunda des-pués del triunfo de Brenno, no presenta ya sino un cuadro rui-noso de su antiguo esplendor, y que sus habitantes despavori-dos huyen sin esperanza de volver a ver a sus dioses penates: pero luego que el gran Camilo ha desde su retiro de Ar-dea á1 frente de nuevas legiones, y el pueblo recobra su energía con el ejemplo de Manlio, el vencedor se rinde, y se reedifica la capital del mundo, cuando parecía que sus recursos agotados iban a poner un paréntesis eterno en los fastos de su gloria. Al-go más, yo veo que estando para sucumbir la república por el incendiario Catilina y sus cómplices, el celo intrépido de un so-lo ciudadano, del orador de Arpino salvó la patria de tan gran conflicto; y cuando el veneno parecía haber alterado su misma constitución, hasta reducir a un índice abreviado los defensores del orden, pudo no obstante la energía del menor número so-focar el furor de los conjurados. Yo veo por último a un solo Washington cuyo nombre haré su eterno elogio, destruir en las regiones del norte la arbitrariedad y tiranía, asegurar con sus esfuerzos el patrimonio hasta entonces usurpado a millares de hombres, y llevar a cabo sus virtuosos designios venciendo con su energía los escollos que opone a la salud de los hombres la codicia y los resabios de la servidumbre.Pero no busquemos en los anales del heroísmo ejemplos de que no carecemos en el período de nuestra revolución. Hemos visto que la energía nos ha salvado más de una vez sosteniéndo-nos en los conflictos y escasez de recursos con una orgullosa fir-meza, y acabamos de probar en estos últimos días, que para que el pueblo americano despliegue su intrepidez, es preciso que los peligros se presenten complotarlos por decirlo así, y que conver-giendo sus ojos a todas partes a fin de calcular sus recursos se vea precisado a volverlos a fijar en sus propias fuerzas para empeñarlas con mayor ardor. Será una felicidad para un pue-blo que desea ser libre el que llegue a desengañarse y conocer, que mientras no busque en
el fondo de sí mismo los medios de salvarse jamás lo conseguirá. Es muy fácil y peligroso que el que se acostumbra a creer que nada puede por sí mismo llegue a ser en efecto impotente para todo, y sólo calcule sus fuerzas por los precarios auxilios que espera recibir: pero cuando co-noce que su energía es tanto más ventajosa cuanto en cierto modo inutiliza las que se le oponen, y que su propio pecho es el muro más inexpugnable contra los ataques que la amena-zan: y considera al mismo tiempo que la fuerza moral de su es-píritu dobla sus fuerzas físicas hasta elevarlo del último grado de debilidad al supremo de vigor y robustez; entonces es muy fácil que cien héroes reunidos triunfen de millares de imbéci-les que calculan su fuerza por el número de sus brazos, sin contar con el corazón que los anima. Todo hombre nivela sus empresas por la opinión que tiene de sí mismo, y la proporción que guarda es tan exacta que pueden mirarse aquellas como la más fiel expresión del concepto que le inspira su amor propio. El carácter de un espíritu firme y enérgico es creerse superior a todo; de consiguiente él emprenderá lo más arduo y difícil satisfecho de que los escollos que se le presenten no harán más que abrirle el camino de la gloria. Podrá quizá estrellarse en su sepulcro en medio de su carrera; pero aun en-tonces él muere con ventaja, porque muere sin temor, y deja al- cobarde un monumento que lo aterre. Pueblo americano, grabad en vuestro corazón estas conse-cuencias y su principio: la energía sola podrá salvarnos; pero ella basta aunque los demás recursos huyan de nosotros; no temáis a ese frenético enemigo que auxiliado de un rival vecino quiere incendiar nuestros hogares, y usurpar por un derecho nominal de sucesión vuestra imprescriptible soberanía. El tiene más vanidad que espíritu, más orgullo que valor; y sus armas sólo pueden ser terribles para otros esclavos iguales a él. Nosotros combatimos por nuestra libertad, combatimos por nuestra cara posteridad, y combatimos por nuestra existencia natural y civil: todo el que sea capaz de sentir, lo será de sacrificarse por tan grandes intereses: para salvarlos quizá no se ne-cesita más que un momento de energía, un instante de intrepi-dez. Corramos a la gloria, y proscribamos de nuestra lista nacional al cobarde que huya del peligro, o al ingrato que pre-fiera la esclavitud. Si alguno abandona a la patria en estos con-flictos, precipitémosle de la roca
tarpeyana cargándolo de eter-nas execraciones.
POLITICA
Si el temor y la ambición producen las facciones y éstas los partidos que devoran al estado, es un deber de todo gobierno popular ocurrir a la influencia de aquellos dos agentes de disturbio y prevenir sus efectos, ya que es imposible desarraigar las causas de donde emanan. Todo hombre sensato debe estar desengañado de esa quimera filosófica, que ha entretenido el espíritu de algunos que intentaron desnudar a los hombres de su ropaje natural, quiero decir de sus pasiones y vicios. Yo veo al hombre siempre el mismo en el siglo de Arístides, que en la edad de Galígula, en los tiempos de Sócrates y en los de Nerón: veo que las lecciones de Marco Aurelio, las máximas de Séneca y las virtudes de sus contemporáneos tuvieron estériles admiradores sin ser jamás imitadas: veo en fin que el antiguo y nuevo mundo, las razas de los tiempos fabulosos y las generaciones del siglo XIX, se resienten de las mismas debilidades, de iguales extravíos y de propensiones idénticas que humillan el espíritu del que considera, siempre aislada la justicia a un corto número de hombres, que abortan los tiempos en su rápi-da carrera. Yo bien quisiera dudar de esa humillante observación, mas por desgracia ella es una verdad demostrada; y en la triste ne-cesidad de suponerla, sólo debo calcular los medios preventi-vos de la malicia de los hombres, demasiado propensos al es-píritu de discordia, luego que el temor o la ambición los agita. En verdad es un sentimiento natural a todo ser débil e impo-tente buscar el apoyo de otro y dilatar la esfera de su poder interesando en su auxilio al más sagaz, al más poderoso y al más fuerte,
cuando le amenaza un riesgo o le combate un pe-ligro que aflige sus recursos individuales. Si un funcionario público, si un militar honrado, si un ciudadano particular ven vacilar su existencia civil por las detracciones, las imposturas y las denuncias clandestinas: si el gobierno fomenta con su tole-rancia los chismes y rencillas sordas y tiene a más la debilidad de consentir en el menoscabo de la opinión de aquellos, es consiguiente al temor de perderla el sobresalto, la indigna-ción, la venganza; los celos, las quejas y todos los demás recur-sos que sugiere una justa represalia en la crisis del enojo. El agraviado ya no trata desde entonces sino de buscar proséli-tos, en su dolor: persuade, seduce, alarma, divide y en fin su pasión grita y la discordia triunfa. Es un principio en la políti-ca que así como el déspota funda su seguridad en las denun-cias, único tráfico de sus mercenarios aduladores; la acusación es en los estados libres la salvaguardia de la LIBERTAD indivi-dual. En un pueblo donde la denuncia sea un crimen y donde la acusación esté autorizada por la ley, jamás la virtud podrá ser oprimida de la impostura. Si mis acciones son conformes a las leyes eternas que me rigen y si yo estoy cierto que las tinie-blas no pueden oscurecerlas; si sé que no tengo otro enemigo que el que se me presenta armado, el temor será en mí una pasión efímera, y descansado en mí mismo cuidaré sólo de sostener mi opinión, mas no de arruinar la de los otros. Pero mi conducta será del todo contraria, si sé que se me acecha en secreto y que se juzga mi opinión en el seno de las sombras. En resultado de estas observaciones yo concluyo, que uno de los medios preventivos de las discordias y partidos, es cerrar la puerta a las denuncias secretas y abrir un tribunal público de acusación donde el celoso ciudadano publique con intrepi-dez los crímenes del perverso y la virtud esté al mismo tiempo segura de la saña de los impostores. ¡Que pueden al presente todos los esfuerzos de los tiranos! Sus infructuosas campañas han abatido su coraje, sus recursos se han agotado; su crédito ha perecido y la ilusión que los sos-tenía se ha disipado como el humo: las naciones han abierto los ojos y los han fijado sobre esta guerra: la mitad de la Euro-pa se arma contra nuestra enemiga, la otra mitad ve con placer la próxima ruina de esa potencia soberbia que se arrogaba el imperio de los mares y sometía a su cruel yugo la parte más vasta de la América.
¿Con qué titulo nos imponía y dictaba leyes? ¿No es un ab-surdo, el que un inmenso continente sea gobernado por una pequeña isla?, La naturaleza no ha formado al satélite mayor que a su planeta. Estando la Inglaterra y la América en relacio-nes inversas según el orden natural, era preciso que la Inglate-rra perteneciente a la Europa y la América misma. Nuestra situación, nuestras fuerzas, la tiranía de los ingleses, su distancia, ved ahí, ved ahí los títulos que tenemos para ser independientes. Nosotros somos libres porque queremos y porque podemos serlo: este es el orden de la naturaleza y sin embargo se nos trata de rebeldes. El enemigo de la LIBERTAD y de la humanidad es el verdadero rebelde: éste es el monstruo horrible que debe ser marcado por todas partes con el sello del anate-ma público. ¿Nosotrras rebeldes? ¿Lo es acaso el que defiende sus hogares contra los que roban sus propiedades y arruinan sus hijos? ¿Nosotros rebeldes? ¿Y qué eran los ingleses cuando hicieron correr en el cadalso la sangre de uno de sus reyes, cuando obligaron a otro a huir de su barbarie y a renunciar la corona por salvar su vida? La sangre de los reyes no ha man-chado nuestras manos y sin embargo se derrama la nuestra. ¿Nosotros, en fin, rebeldes? ¡Ah! si lo somos, nos gloriamos de tener parte en este bello título con el gran Tell, que hizo tem-blar al Alberto sobre el trono; con el primer holandés que osó salvar a sus. compatriotas de la tiranía del duque de Alba. Nuestra causa es la misma, porque es la causa de la LIBERTAD. ¡Pero, cúanto más feliz es nuestra situación! La naturaleza nos ha prodigado todos sus dones, las artes hermosean nuestras comarcas, la industria y el Comercio hacen reinar la abun-dancia. El coraje de los americanos se ha desplegado ya en los combates: ¿quién podrá hacernos vacilar entre la guerra y una servidumbre?. La victoria es nuestra si persevera-mos; pero aún cuando la muerte fuese cierta, ¿quién no la des-preciaría y quién no bajaría a la tumba con placer? ¿Se debe temer la muerte cuando la vida no es sino el fruto de la esclavitud? Muramos, muramos si es preciso; ¡pero qué digo!; olvide-mos esa imagen, la felicidad va a renacer entre nosotros con la paz. Atesto nuestras victorias, las de nuestros aliados, la caída de esos ministros cuyo orgullo causó todas nuestras desgracias, la evacuación de la mayor parte de nuestras
plazas; atesto esta feliz unión que reina entre los americanos; atesto en fin esas le-yes dictadas por la humanidad y la sabiduría. Las leyes de Licurgo estaban escritas con sangre, nuestro código no respira si-no humanidad: Platón forjó quimera, nosotros seremos felices en realidad. Numa era rey, y nuestros legisladores son ciuda-danos libres. Ved ahí los felices auspicios bajo los cuales se re-novarán entre nosotros los bellos días de Atenas y de Roma. Nosotros estamos en nuestra aurora, la Europa toca su occidente; y si las tinieblas se apresuran a envolverla, para nosotros amanecerá un día puro y risueño: ciudades numerosas saldrán del seño de estos desiertos inmensos: nuestros buques cubrirán los mares, la abundancia reinará dentro de nuestros muros y no se verán sobre nuestros altares y en nuestros tribunales sino dos palabras: humanidad y LIBERTAD. ¡Ojalá pudiésemos expiar los ultrajes que han recibido ambas en América y que aún reciben en muchas partes de la Europa! ¡Ojalá pudiésemos mostrar a nuestros antiguos tiranos y a todos los pueblos en una sabia y justa legislación el medio de afirmar la felicidad de los individuos y de asegurar la permanente prosperidad de los estados! (Id. Mayo 4 y 11 de 1812.)