Ahora: Cero J.G. Ballard
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Ahora: Cero J.G. Ballard
USTED ME PREGUNTABA cómo descubrí este poder absurdo y fantástico. Como al doctor Fausto, ¿me lo otorgó el mismísimo Diablo a cambio de mi alma? ¿Lo obtuve acaso por medio de algún extraño objeto talismánico —un ojo de ídolo, una pata de mono— desenterrado de un viejo baúl o legado por un marinero moribundo? ¿O me lo habré encontrado mientras investigaba las obscenidades de los Misterios Eleusinos y de la Misa Negra, percibiendo de pronto todo el horror y magnitud de ese poder entre nubes de incienso y humo sulfuroso? Nada de eso. En realidad el poder se me reveló de manera bastante accidental, en el curso de trivialidades cotidianas: se me apareció disimuladamente en las puntas de los dedos, como un talento para el bordado. Fue algo tan inesperado, tan gradual, que tardé en darme cuenta. Y ahora usted preguntará por qué tengo que contarles todo esto, describir el increíble y todavía insospechado origen de mi poder, catalogar libremente los nombres de mis victimas, la fecha y la forma exacta de esas muertes. ¿Estaré tan loco que busco realmente justicia: el proceso, el birrete negro y el verdugo que me salta a la espalda, como Quasimodo, y me arranca de la garganta la campanada de la muerte? No ( ¡ironía perfecta!), la extraña naturaleza de mi poder es tal que puedo difundirlo sin temor a todos aquellos que deseen oírme. Soy esclavo de ese poder, y cuando lo describo no hago más que servirlo, llevándolo fielmente, como se verá, a su conclusión definitiva. Pero empecemos por el principio. Rankin, mi superior inmediato en la compañia Seguros Siemprevida se transformó en el desgraciado instrumento de ese destino que me revelaría el poder. Yo detestaba a Rankin. Rankin era engreído y terco, de una vulgaridad innata, y había alcanzado la posición que ocupaba ahora mediante una astucia de veras desagradable, negándose una y otra vez a recomendar mi ascenso a los directores. Había consolidado su puesto de gerente de departamento casándose con la hija de uno de los directores, una bruja horripilante, y era por lo tanto invulnerable. Nuestra relación tenía como fundamento el desprecio mutuo, pero mientras yo aceptaba mi papel, convencido de que mis propias virtudes se impondrían al fin a la atención de los directores, Rankin abusaba deliberadamente de su posición, ofendiéndome y denigrándome en cuanta oportunidad se le presentaba. Rankin socavaba sistemáticamente mi autoridad sobre el personal de secretaria, que tácitamente estaba bajo mis órdenes, nombrando caprichosamente a los empleados. Me daba trabajos largos y de poca importancia, que me aislaban de los demás. Pero principalmente trataba de molestarme con impertinencias. Cantaba, 1
silbaba, se sentaba en mi mesa mientras charlaba con las dactilógrafas; luego me llamaba a su despacho y me hacia esperar mientras leía en silencio todos los papeles de un archivo. Aunque yo trataba de contenerme, mi odio por Rankin era cada vez más despiadado. Salía de la oficina hirviendo de cólera, y hacia todo el viaje en tren con el periódico abierto, pero la rabia no me dejaba leer. La indignación y la amargura me arruinaban las noches y los fines de semana. No podía evitar que en mi mente nacieran pensamientos de venganza, sobre todo cuando sospeché que Rankin estaba dando a los directores informes desfavorables sobre mi trabajo. Pero era difícil encontrar una venganza satisfactoria. Por último la desesperación me llevó a adoptar un método que me parecía despreciable: el anónimo; no a los directores, pues seria muy fácil descubrir el origen de las cartas, sino a Rankin y a su mujer. Las primeras cartas, con las acostumbradas denuncias de infidelidad, nunca las envié. Me parecían ingenuas, inadecuadas, obra evidente de un paranoico rencoroso. Las guardé bajo llave en una pequeña caja de acero, más adelante las redacté de nuevo, suprimiendo las crudezas más gastadas y cambiándolas por algo más sutil: insinuaciones de perversión y obscenidad que dejasen huellas profundas e inquietantes en la mente del lector. Mientras escribía la carta a la señora Rankin, enumerando en un viejo cuaderno las cualidades más despreciables de su marido, descubrí que el lenguaje amenazador del anónimo (que es en verdad una rama especializada de la literatura, de normas ya clásicas y recursos apropiados y lícitos), y el ejercicio de la denuncia, la descripción de las maldades y la depravación del sujeto descrito y de la terrible venganza que le aguardaba, me producían un curioso alivio. Desde luego, este tipo de catarsis es bien conocido por todos aquellos que acostumbran hablar de sus experiencias desagradables con el sacerdote, el amigo o la esposa, pero para mí, que llevaba una vida solitaria y desamparada, ese descubrimiento me conmovió particularmente. Fue entonces cuando adopté la costumbre de escribir todas las noches, ya de vuelta en casa, un breve resumen de las perversidades de Rankin, analizando sus motivos y anticipando incluso las ofensas y las injurias del día siguiente. Todo eso lo vertía en forma de narración, y me permitía una gran libertad, introduciendo diálogos y situaciones imaginarias que subrayaban el comportamiento atroz de Rankin y mi estoica paciencia. Esta compensación fue oportuna, pues la campaña de Rankin aumentaba día a día. Se volvió abiertamente insultante; criticaba mi trabajo delante de los empleados y hasta amenazaba con quejarse a los directores. Una tarde me enfureció tanto que estuve a punto de agredirlo. Corrí a casa, abrí la caja, y busqué alivio en mis diarios. Escribí página tras página, reproduciendo en la narración los sucesos del día, adelantándome luego a nuestro encuentro final de la próxima mañana, y culminando en el accidente que me salvaría del despido. Las últimas líneas decían: ...Poco después de las dos de la tarde siguiente, mientras espiaba como siempre desde la escalera del séptimo piso a los empleados que regresaban tarde del
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almuerzo, Rankin perdió de pronto el equilibrio, cayó por encima de la baranda y se estrelló en el piso del vestíbulo. Mientras escribía, pensé que esta escena imaginaria no era otra cosa que una justicia todavía insuficiente, pero lejos estaba de sospechar que ahora tenia entre mis dedos un arma de enorme poder. Al día siguiente, cuando volvía a la oficina después de almorzar, me sorprendió encontrar junto a la puerta a un pequeño grupo de gente, un patrullero y una ambulancia detenidos en la calle. Mientras subía los escalones unos policías salieron del edificio, abriendo paso a los enfermeros que llevaban una camilla; le habían echado encima una sábana que mostraba las formas de un cuerpo humano. No se le veía la cara, y por las conversaciones que oí deduje que alguien había muerto. Aparecieron dos de los directores, sorprendidos y consternados. —¿Quién es? —pregunté a uno de los chicos de la oficina que había venido a curiosear. —El señor Rankin —me susurró. Señaló el hueco de la escalera—. Resbaló junto a la baranda del séptimo piso, cayo al vacío y rompió una baldosa grande junto al ascensor... El muchacho siguió hablando pero yo me volví, aturdido por la violencia física que flotaba en el aire. La ambulancia partió, la gente se dispersó, los directores regresaron a sus despachos, intercambiando gestos de asombro y pesar con otros miembros del personal, los porteros se llevaron los trapos y los baldes; atrás quedó una mancha roja y húmeda, y la baldosa destrozada. Una hora más tarde yo estaba repuesto. Sentado frente al despacho vacío de Rankin, mirando a las mecanógrafas que caminaban como perdidas de un lado a otro, aparentemente sin poder convencerse de que el jefe no volvería nunca, sentí que el corazón se me encendía y cantaba. Me transformé: acababan de quitarme de encima aquel peso agobiante; se me tranquilizó la mente, las tensiones y la amargura desaparecieron. Rankin se había ido, al fin. La época de injusticias había terminado. Contribuí generosamente a la colecta que se hizo en la oficina; asistí al entierro, gozando por dentro mientras el féretro se hundía en la tierra, sumándome groseramente a las expresiones de pesar. Me preparé a ocupar el escritorio de Rankin, mi legitima herencia. No es difícil imaginar mi sorpresa unos pocos días después cuando Carter, un hombre más joven y de mucha menos experiencia, considerado en general como mi subalterno, fue promovido para ocupar el sitio de Rankin. Al principio me sentí desconcertado; no podía entender la lógica tortuosa que ofendía de ese modo todas las leyes de la precedencia y los méritos. Concluí que Rankin me había denigrado con verdadera eficacia. Sin embargo, acepté el desaire, le ofrecí a Carter mi lealtad y lo ayudé a reorganizar la oficina.
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Superficialmente esos cambios fueron menores. Pero más adelante me di cuenta de que eran mucho más deliberados de lo que habían parecido al principio, y que trasladaban a manos de Carter la mayor parte del poder dentro de la oficina, dejando en mis manos el trabajo de rutina que nunca salía de la sección y que por lo tanto no llegaba a manos de los directores. También vi que durante el último año Carter se había estado familiarizando cuidadosamente con todos los aspectos de mi tarea y que se atribuía a si mismo trabajos que yo habia hecho durante la época de Rankin. Por último desafié abiertamente a Carter. Lejos de mostrarse evasivo, Carter recalcó simplemente mi papel subalterno. Desde entonces ignoró mis intentos de reconciliación y me acosó sin descanso. El insulto final llegó cuando Jacobson se incorporó a la sección ocupando el antiguo puesto de Carter y fue oficialmente nombrado ayudante de Carter. Esa noche saqué la caja de acero donde guardaba las notas de las persecuciones de Rankin y describí mis sufrimientos a manos de Carter. Hice una pausa, y la última anotación en el diario de Rankin me llamó la atención: ...Rankin perdió de pronto el equilibrio, cayó por encima de la baranda y se estrelló en el piso del vestíbulo. Las palabras parecían estar vivas, con unos vibrantes y extraños armónicos. No sólo predecían con notable exactitud la suerte de Rankin: tenían también una peculiar fuerza compulsiva y magnética, que las separaba nítidamente del resto de las notas. En algún sitio dentro de mi cerebro, una voz, inmensa y sombría, las recitó lentamente. En un repentino impulso volví la página, busqué una hoja en blanco y escribí: ...A la tarde siguiente Carter murió en un accidente de tráfico frente a la oficina. ¿Qué juego infantil era ése? Tuve que sonreír: me sentía primitivo e irracional, como un brujo haitiano que traspasa con alfileres una imagen de barro. Yo estaba en la oficina, al día siguiente, cuando un chillido de frenos en la calle me clavó en la silla. El tráfico se detuvo bruscamente y hubo un repentino alboroto seguido de silencio. Sólo el despacho de Carter daba a la calle; Carter había salido hacia media hora; nos apretamos detrás del escritorio asomándonos a la ventana. Un coche había patinado, atravesándose en la acera, y un grupo de diez o doce hombres lo levantaba ahora llevándolo a la calle. El coche no estaba dañado, pero algo que parecía aceite corría por el pavimento. Entonces vimos el cuerpo te un hombre, extendido bajo el coche, los brazos y la cabeza torcidos desmañadamente.
El color del traje me pareció extrañamente familiar. Dos minutos más tarde supimos que era Carter.
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Aquella noche destruí la libreta y todos mis apuntes acerca del comportamiento de Rankin. ¿Seria coincidencia, o yo habría deseado de algún modo su muerte, y del mismo modo la muerte de Carter? Imposible: no podía haber ninguna relación imaginable entre los diarios y las dos muertes; las marcas de lápiz en las hojas de papel eran líneas arbitrarias de grafito, representaciones de ideas que sólo existían en mi mente. Pero la posible respuesta a mis dudas y especulaciones era tan obvia que no podía esquivarla. Cerré la puerta con llave, abrí la libreta en una página en blanco y busqué algo adecuado Tomé el diario de la tarde. Habían suspendido la ejecución de un joven, acusado de matar a una anciana. La cara del acusado miraba desde una fotografía: una cara grosera, ceñuda, desalmada. Escribí: ...Frank Taylor murió al día siguiente en la cárcel de Pentonville. El escándalo creado por la muerte de Taylor casi provocó la renuncia del ministro del Interior y de los directores de la cárcel. Durante los días siguientes los diarios lanzaron acusaciones violentas en todas direcciones, y al fin trascendió que Taylor había sido brutalmente muerto a golpes por los guardias. Leí atentamente las pruebas y toda la información reunida por el tribunal, esperando que pudiesen arrojar alguna luz sobre el instrumento malévolo y extraordinario que vinculaba las notas en mis diarios con las inevitables muertes al día siguiente. Sin embargo, como lo temía, no encontré nada de interés. Mientras tanto yo seguía tranquilamente en la oficina, llevando adelante el trabajo, de modo automático, obedeciendo sin comentarios las instrucciones de Jacobson, con la mente en otra parte, tratando de descubrir la identidad y el significado de ese poder que me había sido concedido. Todavía sin convencerme, decidí hacer una prueba definitiva, donde yo daría instrucciones minuciosas, para descartar de una vez toda posibilidad de coincidencia. Jacobson era el sujeto ideal. Entonces, luego de echar la llave a la puerta, escribí con dedos trémulos, temiendo que el lápiz me saltase de la mano y se me hundiese en el corazon: ...Jacobson murió a las dos y cuarenta y tres de la tarde del día siguiente, luego de cortarse las muñecas con una navaja de afeitar en el segundo compartimiento de la izquierda en el cuarto de baño de hombres del tercer piso. Puse la libreta en un sobre, lo cerré y lo guardé bajo llave en la caja de acero, y me quedé despierto durante toda la noche; las palabras me resonaban en los oídos, resplandeciendo ante mis ojos como joyas del infierno. Luego de la muerte de Jacobson —exactamente según las instrucciones— dieron a los empleados de la sección una semana de vacaciones (en parte para alejarlos de periodistas curiosos que empezaban a oler algo raro, y también porque los directores
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creían que Jacobson había sido morbosamente influido por las muertes de Rankin y Carter).— Durante esos siete días esperé impaciente la hora de volver al trabajo. Toda mi actitud hacia ese poder misterioso había cambiado de modo considerable. Habiendo verificado su existencia, aunque no su origen, mi mente se volvió otra vez hacia el futuro. Más confiado, entendí que si me habían dado ese poder era mi obligación utilizarlo, reprimiendo mis temores. Me dije que quizá yo no era sino el instrumento de una fuerza superior. ¿Y no seria el diario nada mas que un espejo del futuro, no me adelantaría yo de algún modo fantástico veinticuatro horas en el tiempo cuando describía las muertes, mero cronista de hechos ya ocurridos? Esas preguntas me perseguían incesantemente. Cuando volví al trabajo me encontré con que muchos miembros del personal habían renunciado, y que sus puestos habían sido cubiertos con dificultad; la noticia de las tres muertes, en especial el suicidio de Jacobson, había llegado a los diarios. Aproveché todo lo posible el reconocimiento de los directores, que agradecían a los miembros mas antiguos del personal que se quedaran en la firma, para consolidar mi posición. Por fin tome el mando del departamento, pero eso no era más que hacer justicia a mis méritos; mis ojos estaban ahora puestos en el directorio. Literalmente me pondría los zapatos de los muertos. En breve, mi estrategia consistía en precipitar una crisis en los asuntos de la firma, lo que obligaría a la junta a buscar nuevos directores ejecutivos entre los gerentes de sección. Esperé por lo tanto a que faltara una semana para la próxima reunión de directorio, y entonces hice cuatro anotaciones, una para cada director ejecutivo. Tan pronto como fuese director, estaría en posición de saltar rápidamente a la presidencia del directorio, designando mis propios candidatos a medida que fuesen apareciendo vacantes. Como presidente me correspondería una silla en el directorio de la casa central, donde repetiría el proceso con las variantes necesarias. Tan pronto como tuviese a mi alcance un verdadero poder, el ascenso a la supremacía nacional, y ulteriormente mundial, seria rápido e irreversible. Si esto parece candorosamente ambicioso, recuerden que yo no había apreciado aún la finalidad y las dimensiones reales del poder, y pensaba todavía dentro de los estrechos límites de mi mundo y mi formación. Una semana más tarde, mientras expiraban simultáneamente las sentencias de los cuatro directores, yo estaba en la oficina sentado, pensando en la brevedad de la vida humana, esperando la inevitable citación al directorio. Por supuesto, cuando llegó la noticia de las muertes, ocurridas en una sucesión de accidentes de tránsito, hubo una consternación general en la oficina, que yo aproveché fácilmente, pues fui el único que no perdió la serenidad. Con asombro, al día siguiente yo y el resto del personal recibimos un mes de sueldo en concepto de despido. Completamente pasmado —al principio creí que había sido descubierto— protesté volublemente ante el presidente pero se me aseguró que aunque apreciaban de veras todo lo que yo había hecho, la firma no estaba en condiciones de seguir funcionando como unidad viable e iba a liquidación forzada.
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¡Qué farsa! Se había hecho una justicia tan grotesca. Aquella mañana, cuando salía de la oficina por última vez, me di cuenta de que en el futuro tendría que usar de mi poder sin ninguna piedad. La vacilación, el ejercicio del escrúpulo, el cálculo de sutilezas, lo único que me habían dado era una mayor vulnerabilidad frente a las inconstancias y barbaridades del destino. En adelante yo seria brutal, despiadado, audaz. Tendría además que actuar sin demora. Nada me aseguraba que el poder no iba a esfumarse, dejándome indefenso, en una posición aún menos afortunada que cuando se me reveló por primera vez. Mi tarea inmediata era establecer los límites exactos de mi poder. Durante la semana siguiente llevé a cabo una serie de experimentos, subiendo progresivamente en la escala del asesinato. Ocurría que mis habitaciones estaban a unos cien metros por debajo de uno de los principales corredores aéreos de entrada en la ciudad. Durante años yo había sufrido el rugido insoportable de los aviones que pasaban por encima a intervalos de dos minutos, haciendo temblar las paredes y el techo, destruyendo todo posible pensamiento. Saqué las libretas. Aquí tenia una oportunidad de unir la investigación con el placer. Usted se preguntará: ¿no me remordían la conciencia esas setenta y cinco victimas arrojadas a la muerte en el cielo nocturno veinticuatro horas más tarde, ni me compadecía por los familiares, ni dudaba de la sabiduría de ese poder increíble? Mi respuesta es ¡no! Yo no actuaba caprichosamente; llevaba a cabo un experimento vital para el perfeccionamiento de mi poder. Decidí tomar un rumbo más osado. Yo había nacido en Stretchford, un oscuro distrito comercial que había hecho todo lo posible por mutilarme el cuerpo y el espíritu. Al fin la existencia de Stretchford podría encontrar alguna justificación probando la eficacia de mi poder sobre una zona amplia. Escribí en la libreta una declaración breve y simple: Todos los habitantes de Stretchford murieron al mediodía siguiente. A la mañana salí y compré una radio, y la tuve encendida todo el día, esperando pacientemente la interrupción inevitable de los programas de la tarde, los primeros informes horrorizados del inmenso holocausto. ¡Pero no informaban de nada! Yo estaba asombrado, la cabeza me daba vueltas, temía perder la razón. ¿El poder se habría disipado, esfumándose tan rápida e inesperadamente como había aparecido? ¿O las autoridades estarían ocultando toda mención del cataclismo, por temor a una histeria nacional? Tomé en seguida el tren para Stretchford. En la estación hice algunas preguntas discretas, y se me aseguró que la ciudad seguía existiendo. Pero, mis informantes ¿no serían parte de la conspiración de silencio del gobierno? ¿El gobierno se habría dado cuenta de que estaba en presencia de una fuerza monstruosa, y esperaba atraparla de algún modo?
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Pero la ciudad estaba intacta, las calles colmadas de tránsito, el humo de innumerables fábricas flotando por encima de las azoteas ennegrecidas. Volví tarde esa noche, y encontré a la casera que me esperaba para importunarme, reclamándome el pago del alquiler. Conseguí postergar esas demandas por un día, y prestamente saqué el diario y pronuncié sentencia contra ella, rogando que el poder no me hubiese dejado del todo. Fácil es imaginar el dulce alivio que sentí a la mañana, cuando la encontraron al pie de la escalera del sótano; un repentino ataque al corazón la había arrebatado al otro mundo. ¡Entonces el poder no me había abandonado! Durante las semanas siguientes se me fueron revelando las principales características del poder. En primer lugar, sólo operaba dentro de los limites de lo posible. Teóricamente la muerte simultánea de todos los pobladores de Stretchford podría haber sido causada por las explosiones coincidentes de varias bombas de hidrógeno, pero como este hecho era aparentemente imposible (huecos son, en verdad, los alardes de nuestros lideres militaristas) la orden no se cumplió. En segundo lugar, el poder se limitaba a la sentencia de muerte. Traté de dominar o predecir los movimientos de la bolsa, los resultados de las carreras de caballos, la conducta de mis jefes en mi nuevo empleo, pero todo fue en vano. En cuanto al origen del poder, nunca lo conocí. Me pareció que yo no era más que el agente, el empleado voluntarioso de un macabro némesis que unía como una parábola la punta del lápiz con el pergamino de los diarios. A veces tenia la impresión de que las breves anotaciones eran citas fragmentarias de algún inmenso libro de los muertos que existía en otra dimensión, y que mientras yo escribía mi escritura se sobreponía a la de ese escriba mayor, a lo largo de la fina línea de lápiz que intersectaba nuestros respectivos planos de tiempo, sacando de pronto de la zona eterna de la muerte una sentencia definitiva sobre alguna victima de este mundo tangible. Guardaba los diarios en una caja fuerte de acero, y hacia todas mis anotaciones con el mayor cuidado y reserva, para evitar cualquier sospecha que pudiese relacionarme con la ola creciente de muertes y desastres. La mayoría eran sólo experimentos, y no me beneficiaban particularmente. Por eso fue muy grande mi sorpresa cuando descubrí que la policía me vigilaba de cuando en cuando. Lo noté por primera vez cuando vi al sucesor de mi casera conversando subrepticiamente con el policía de la zona, señalando mi habitación y dándose palmaditas en la cabeza, quizá para indicar mis poderes telepáticos y mesmerianos. Luego, un hombre que —ahora puedo asegurarlo— era un detective vestido de civil me detuvo en la calle con algún débil pretexto e inició una conversación delirante acerca del clima, con el propósito evidente de sacarme información. Nunca me acusaron, pero pronto mis jefes empezaron también a mirarme de una manera curiosa. Concluí entonces que la posesión del poder me había dado un aura visible y distinta, y era eso lo que estimulaba la curiosidad de las gentes. 8
Cuando esta aura fue detectada por más y más personas (la advertían ya en las colas de los ómnibus y en los cafés), y por alguna razón la gente comenzó a señalarla abiertamente, haciendo comentarios divertidos, supe que el período de utilidad del poder estaba terminando. Ya no podría ejercerlo sin miedo de que me descubrieran. Tendría que destruir el diario, vender la caja fuerte que durante tanto tiempo había guardado mi secreto, y quizá hasta abstenerme de pensar en el poder, no fuera que eso generase el aura. Verme obligado a abandonar el poder cuando estaba sólo en el umbral de sus posibilidades, me parecía una vuelta cruel del destino. Por razones que todavía me estaban vedadas yo había logrado traspasar el velo de lo familiar y lo trivial, que encubre el mundo interior de lo preternatural y lo eterno. ¿Tendría que perder para siempre el poder y la visión que se me habían revelado? Me hice esta pregunta mientras hojeaba el diario por última vez. Ya estaba casi completo ahora, y se me ocurrió que era quizá uno de los textos más extraordinarios aunque inéditos, en la historia de la literatura. Allí se mostraba de modo irrevocable la primacía de !a pluma sobre la espada. Mientras saboreaba este pensamiento, tuve de pronto una inspiración de una fuerza y una brillantez notables. Había tropezado con un método ingenioso pero sencillo que preservaría el poder en su forma más letal y anónima sin tener que ejercerlo directamente ni anotar los nombres de las victimas. Este era mi plan: yo escribiría y publicaría un relato aparentemente ficticio, una narración convencional, donde describiría, con toda franqueza, mi descubrimiento del poder y la historia subsiguiente. Daría los nombres auténticos de las victimas, citaría las circunstancias de la muerte, el crecimiento de mi diario, mis sucesivos experimentos. Seria escrupulosamente sincero, y no ocultaría nada. Por último explicaría mi decisión de abandonar el poder y publicar un relato completo y desapasionado. En efecto, luego de un considerable trabajo, el relato fue escrito y publicado en una revista de amplia circulación. ¿Usted se sorprende? Lo entiendo; es como si yo mismo hubiese firmado mi propia sentencia de muerte con tinta imborrable, enviándome directamente a la horca. Sin embargo, omití una sola pieza de la historia: el desenlace, el final inesperado, la vuelta de tuerca. Como todos los cuentos respetables, este también tiene su vuelta, una vuelta por cierto tan violenta como para arrancar a la Tierra de su órbita. No fue escrito con otro propósito. Mediante esta vuelta de tuerca el cuento mismo se aparece de pronto como mi última orden al poder, mi última sentencia de muerte. ¿Contra quién? ¡Naturalmente, contra el lector del cuento! Ingenioso, de veras, admitirá usted de buena gana. Mientras queden en circulación ejemplares de la revista (y esto está asegurado por la muerte misma de las víctimas) el poder continuará aniquilando. El único a quien no irán a molestar será al autor, pues
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ningún tribunal aceptará testimonio indirecto, ¿y quién vivirá para dar testimonio directo? Pero dónde, pregunta usted, fue publicado el relato, temiendo comprar inadvertidamente la revista, y leerla. Yo le respondo: ¡Aquí! Es el relato que tiene usted delante de los ojos. Saboréelo bien, cuando termine de leerlo usted también terminará. Mientras lee estas últimas líneas se sentirá abrumado de horror y revulsión, luego de miedo y pánico. El corazón se le encoge... le tiembla el pulso... se le nubla la mente... la vida se le escapa... se está hundiendo, poco a poco... unos segundos más y entrará usted en la eternidad... tres... dos... uno... ¡Ahora! Cero.
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BILENIO J.G. Ballard DURANTE TODO EL DIA, y a menudo en las primeras horas de la mañana, se oía el ruido de los pasos que subían y bajaban por la escalera. El cubículo de Ward había sido instalado en un cuarto estrecho, en la curva de la escalera entre el cuarto piso y el quinto, y las paredes de madera terciada se doblaban y crujían con cada paso en las vigas de un ruinoso molino de viento. En los tres últimos pisos de la vieja casa de vecindad vivían más de cien personas, y a veces Ward se quedaba despierto hasta las dos o tres de la mañana, tendido de espaldas en el catre, contando mecánicamente el número de inquilinos que regresaban del estadio cinematográfico nocturno a tres cuadras de distancia. A través de la ventana alcanzaba a oír unos largos fragmentos de diálogo amplificado que resonaban sobre los techos. El estadio no estaba nunca vacío. Durante el día la grúa alzaba el vasto cubo de la pantalla, despejando el terreno donde se sucederían luego los partidos de fútbol y las competencias deportivas. Para la gente que vivía alrededor del estadio el estruendo debía de ser insoportable. Ward, por lo menos, disfrutaba de cierta intimidad. Hacía dos meses, antes de venir a vivir a la escalera, había compartido un cuarto con otros siete en un piso bajo de la calle 755, y la marea incesante que pasaba junto a la ventana le había dejado un agotamiento crónico. La calle estaba siempre colmada de gente: un clamor interminable de voces y de pies que se arrastraban. Cuando Ward despertaba a las seis y media, y corría a ocupar su sitio en la cola del baño, las multitudes ya cubrían la calle de acera a acera, y los trenes elevados que pasaban sobre las tiendas de enfrente puntuaban el estrépito cada medio minuto. Tan pronto como Ward vio el anuncio que describía el cubículo decidió mudarse, a pesar de lo elevado del alquiler. Como todos se pasaba la mayor parte del tiempo libre examinando los avisos clasificados en los periódicos, cambiando de vivienda por lo menos una vez cada dos meses. Un cubículo en una escalera seria con certeza algo privado. Sin embargo, el cubículo tenía también sus inconveniencias. La mayoría de las noches los compañeros de la biblioteca iban a visitar a Ward, necesitando descansar los codos luego de los apretujones de la sala de lectura. El piso del cubículo tenia una superficie de poco más de cuatro metros cuadrados y medio, medio metro cuadrado más del máximo establecido para una persona, los carpinteros habían aprovechado, ilegalmente, el hueco dejado por el tubo de una chimenea empotrada. Esto había permitido poner una sillita de respaldo recto entre la cama y la puerta, de modo que no era necesario que se sentara más de una persona por vez en la cama. En la mayor parte de los cubículos simples el anfitrión y el huésped tengan que sentarse en la cama uno al lado del otro, conversando por encima del hombro y cambiando de lugar de cuando en cuando para evitar que se les endureciera el cuello. 1
—Has tenido suerte en encontrar este sitio—no se cansaba de decir Rossiter, el más asiduo de los visitantes. Se reclinó en la cama señalando el cubículo—. Es enorme, una perspectiva que da vértigos. No me sorprendería que tuvieras aquí cinco metros por lo menos, quizá seis. Ward meneó categóricamente la cabeza. Rossiter era su amigo más íntimo, pero la búsqueda de espacio vital había desarrollado reflejos poderosos. —Sólo cuatro y medio. Lo he medido cuidadosamente. No hay ninguna duda. Rossiter alzó una ceja. —Me asombras. Tiene que ser el cielo raso entonces. El manejo de los cielos rasos era un recurso favorito de los propietarios inescrupulosos. E] alquiler se establecía a menudo por el área del cielo raso, e inclinando un poco hacia afuera las particiones de madera terciada se incrementaba la superficie del cubículo, para beneficio de un presunto inquilino (muchos matrimonios se decidían por este motivo a alquilar un cubículo simple) o se la reducía temporalmente cuando llegaba algún inspector de casas. Unas marcas de lápiz limitaban en los cielos rasos las posibles reclamaciones de los inquilinos vecinos. Si alguien no defendía firmemente sus derechos corría el peligro de perder la vida literalmente exprimido. En realidad los avisos "clientela tranquila" era comúnmente una invitación a actos de piratería semejantes. —La pared se inclina un poco —admitió Ward—. Unos cuatro grados... Lo comprobé con una plomada. Pero aún queda sitio en las escaleras para que pase la gente. Rossiter sonrió torciendo la boca. —Por supuesto, John. Qué quieres, te tengo envidia. Mi cuarto me está volviendo loco. Como todos Rossiter empleaba la palabra "cuarto" para describir los cubículos minúsculos, un doloroso recuerdo de los días de cincuenta años atrás cuando la gente vivía de veras en un cuarto, a veces, increíblemente, en una casa. Los microfilms de los catálogos de arquitectura mostraban escenas de museos, salas de concierto y otros edificios públicos, aparentemente muy comunes entonces, a menudo vacíos, donde dos o tres personas iban de un lado a otro por pasillos y escaleras enormes. El tránsito se movía libremente a lo largo del centro de las calles, y en los barrios más tranquilos era posible encontrar cincuenta metros o más de aceras desiertas. Ahora, por supuesto, los edificios más viejos habían sido demolidos, y reemplazados por edificios de habitaciones. La vasta sala de banquetes de la Municipalidad había sido dividida horizontalmente en cuatro cubiertas de centenares de cubículos. En cuanto a las calles, no había tránsito de vehículos desde hacía tiempo. Excepto unas pocas horas antes del alba cuando la gente se apretaba sólo en las aceras, las calles estaban continuamente ocupadas por una multitud que se arrastraba lentamente 2
y no podía tener en cuenta los innumerables avisos de "conserve la izquierda" suspendidos en el aire, mientras se abría paso a empujones hacia las casas o las oficinas, vistiendo ropas polvorientas y deformes. Muy a menudo ocurrían "embotellamientos", cuando el gentío se encontraba en una bocacalle, y a veces esto duraba varios días. Dos años antes Ward había quedado aprisionado en las afueras del estadio, y durante cuatro días no pudo desprenderse de una jalea gigantesca de veinte mil personas, alimentada por las gentes que dejaban el estadio desde un lado y las que se acercaban del otro. Todo un kilómetro cuadrado del barrio había quedado paralizado, y Ward recordaba aún vívidamente aquella pesadilla: cómo había tenido que esforzarse por mantener el equilibrio mientras la jalea se movía y empujaba. Cuando al fin la policía cerró el estadio y dispersó a la multitud, Ward se arrastró a su cubículo y durmió una semana, el cuerpo cubierto de moretones. —Oí decir que redujeron los espacios disponibles a tres metros y medio —señaló Rossiter. Ward esperó a que unos inquilinos del sexto piso bajaran la escalera, sosteniendo la puerta para que no se saliera de quicio. —Eso dicen siempre—comentó—. Recuerdo haber oído ese rumor hace diez años. —No es un rumor —admitió Rossiter—. Pronto será inevitable. Treinta millones apretujados en esta ciudad, y un millón más cada año. Ha habido serias discusiones en el Departamento de Vivienda. Ward sacudió la cabeza. —Una resolución drástica de ese tipo es casi imposible. Habría que desmantelar todos los cuartos y clavar de nuevo los tabiques. Sólo las dificultades administrativas son inimaginables. Nuevos diseños y certificados para millones de cubículos, otorgamiento de nuevas licencias, y la redistribución de todos los inquilinos. Desde la ultima resolución la mayor parte de los edificios fueron diseñados de acuerdo con un módulo de cuatro metros. No puedes quitarle así como así medio metro a cada cubículo y establecer de ese modo que hay tantos nuevos cubículos. Habría algunos de no más de una pulgada de ancho.—Ward se rió.—Además, ¿quién puede vivir en tres metros y medio? Rossiter sonrió. —¿Te parece un buen argumento? Hace veinticinco años, en la última resolución, dijeron lo mismo, cuando bajaron el mínimo de cinco a cuatro. No es posible, dijeron todos, nadie aguantaría vivir en cuatro metros. Cabría una cama y un armario pero no habría sitio para abrir la puerta. —Rossiter cloqueó.— Se equivocaban. Bastó decidir que desde entonces todas las puertas se abrirían hacia afuera. Y así nos quedamos con cuatro metros. Ward miró el reloj pulsera. Eran las siete y media. —Hora de comer. Veamos si podemos llegar al bar de enfrente.
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Gruñendo ante la perspectiva, Rossiter se levantó de la cama. Salieron del cubículo y bajaron por la escalera. Las pilas de valijas, baúles y cajones dejaban apenas espacio libre junto al pasamano, pero algo más que en los pisos bajos. Los corredores, bastante anchos, habían sido divididos en cubículos simples. Había olor a cerrado, y en las paredes de cartón colgaban ropas húmedas y despensas improvisadas. En cada una de las cinco habitaciones de cada piso había doce inquilinos y las voces reverberaban atravesando los tabiques. La gente estaba sentada en los escalones del segundo piso, utilizando la escalera como vestíbulo informal, aunque esto estaba prohibido en las normas contra incendios, y las mujeres charlaban con los hombres que esperaban turno frente a los baños, mientras los niños se movían alrededor. Cuando llegaron a la planta baja, Ward y Rossiter tuvieron que abrirse paso entre los inquilinos que se apretaban en los últimos escalones, alrededor de los tableros de noticias, o que venían empujando desde la calle. Tomando aliento, Ward señaló el bar del otro lado de la calle. Estaba sólo a treinta metros, pero la multitud fluía calle abajo como un río crecido, de derecha a izquierda. La primera función en el estadio comenzaba a las nueve, y la gente ya se había puesto en camino para no quedarse afuera. —¿No podemos ir a otra parte?—preguntó Rossiter, torciendo la cara. No sólo encontrarían colmado el bar, de modo que pasaría media hora antes que los atendieran, sino que la comida era además insulsa y poco apetecible. El viaje de cuatro cuadras desde la biblioteca le había abierto el apetito. Ward se encogió de hombros. —Hay un sitio en la esquina, pero me parece difícil que podamos llegar. El bar estaba a doscientos metros calle arriba, y tendrían que luchar todo el tiempo contra la corriente. —Quizá tengas razón. —Rossiter apoyó la mano en el hombro de Ward.— Sabes, John, lo que ocurre contigo es que no vas a ninguna parte, no pones interés en nada, y no ves qué mal andan las cosas. Ward asintió. Rossiter tenía razón. A la mañana, cuando salía para la biblioteca, el tránsito de peatones se movía junto con él hacia el barrio de oficinas; a la noche, de vuelta, fluía en la otra dirección. En general no dejaba esta rutina. Criado desde los diez años en una residencia municipal de pupilos había ido perdiendo contacto con sus padres, poco a poco. Vivían en el extremo este de la ciudad y no podían ir a visitarlo, o no tenían ganas. Habiéndose entregado voluntariamente a la dinámica de la ciudad, Ward se resistía a rebelarse en nombre de una mejor taza de café. Por fortuna, el trabajo en la biblioteca lo ponía en contacto con mucha gente joven de intereses afines. Tarde o temprano se casaría, encontraría un cubículo doble cerca de la biblioteca, e iniciaría otra vida.
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Si tenían bastantes hijos (tres era el mínimo requerido) hasta podrían vivir un día en un cuarto propio. Ward y Rossiter entraron en la corriente de peatones, se dejaron llevar unos veinte o treinta metros, y luego apresuraron el paso y fueron avanzando de costado a través de la multitud, hasta llegar al otro lado de la calle. Allí, al amparo de los frentes de las tiendas, volvieron hacia el bar, cruzados de brazos para defenderse de las innumerables colisiones. —¿Cuáles son las últimas cifras de población?—preguntó Ward mientras bordeaban un kiosco de cigarrillos, dando un paso adelante cada vez que descubrían un hueco. Rossiter sonrió. —Lo siento, John. Me gustaría decírtelo, pero podrías desencadenar una estampida. Además, no me creerías. Rossiter trabajaba en el departamento municipal de seguros, y tenía fácil acceso a las estadísticas del censo. Durante los últimos diez años estas estadísticas habían sido clasificadas como secretas, en parte porque se consideraban inexactas, pero sobre todo porque se temía que provocaran un ataque masivo de claustrofobia. Ya habían sobrevenido algunas crisis de pánico, y la política oficial era ahora declarar que la población mundial había llegado a un nivel estable de veinte mil millones. Nadie lo creía, y Ward pensaba que el crecimiento anual del tres por ciento seguía manteniéndose desde 1960. Durante cuánto tiempo se mantendría así era imposible decirlo. A pesar de las sombrías profecías de los neomaltusianos, la agricultura había crecido adecuadamente junto con la población mundial, aunque los cultivos intensivos habían obligado a que el noventa y cinco por ciento de la población viviera permanentemente encerrada en vastas zonas urbanas. El área de las ciudades había sido limitada al fin, pues la agricultura había reclamado las superficies suburbanas de todo el mundo, y el exceso de habitantes había sido confinado en los ghettos urbanos. El campo como tal ya no existía. En cada metro cuadrado de tierra crecía algún tipo de planta comestible. Los prados y praderas del mundo eran ahora terrenos industriales tan mecanizados y cerrados al público como cualquier área de fábricas. Las rivalidades económicas e ideológicas se habían desvanecido ante el problema fundamental: la colonización interna de la ciudad. Ward y Rossiter llegaron al bar y entraron a empellones uniéndose al montón de clientes que se apretaba en seis filas contra el mostrador. —Lo malo con este problema de la población—le confió Ward a Rossiter— es que nadie ha tratado nunca de enfrentarlo de veras. Hace cincuenta años un nacionalismo miope y la expansión industrial alentaron el crecimiento de la población, y aun ahora el incentivo oculto es tener una familia numerosa para ganar así una cierta intimidad. La gente soltera es la más castigada, pues no sólo es la más numerosa sino que además no se la puede meter adecuadamente en cubículos dobles o triples. Pero el villano de 5
la historia es la familia numerosa, que necesita el auxilio de una logística de ahorro de espacio. Rossiter asintió, acercándose al mostrador, preparado para gritar su pedido. —Demasiado cierto. Todos deseamos casarnos para conseguir los seis metros propios. Dos muchachas se volvieron y sonrieron. —Seis metros cuadrados —dijo una de ellas, una muchacha morena, de bonito rostro oval—. Me parece que es usted la clase de joven que necesito conocer. ¿Decidido a entrar en el negocio inmobiliario, Peter? Rossiter sonrió con una mueca y le apretó el brazo. —Hola, Judith. Estoy pensándolo de veras. ¿Me acompañas en esta empresa privada? La muchacha se apoyó contra Rossiter mientras llegaban al mostrador. —Bueno, me agradaría. Necesitaríamos un contrato legal, sin embargo. La otra muchacha, Helen Waring, una ayudanta de la biblioteca, tiró de la manga de Ward. —¿Oíste la última noticia, John? A Judith y a mí nos echaron del cuarto. Estamos literalmente en la calle. —¿Qué?—gritó Rossiter. Juntaron las sopas y los cafés y fueron al fondo del bar— . ¿Qué diablos ha pasado? Helen explicó: —¿Recuerdas el armarito de las escobas frente a nuestro cuarto? Judith y yo estábamos utilizándolo como una especie de refugio, y nos metíamos allí a leer. Es tranquilo y cómodo, si te acostumbras a no respirar. Bueno, la vieja nos descubrió y armó un alboroto, diciendo que quebrantábamos la ley y cosas parecidas. —Helen hizo una pausa.— Luego supimos que alquilará el armario como cuarto para uno. Rossiter golpeó el borde del mostrador. —¿Un armario de escobas? ¿Alguien va a vivir ahí? Pero a la vieja no le darán un permiso. Judith meneó la cabeza. —Ya se lo dieron. Tiene un hermano que trabaja en el Departamento de Vivienda. Ward rió inclinado sobre la sopa. —¿Pero cómo podrá alquilarlo? Nadie querrá vivir en un armario de escobas. 6
Judith lo miró sombríamente. —¿Lo crees de veras, John? Ward dejó caer la cuchara. —No, supongo que tienes razón. La gente vivirá en cualquier sitio. Cielos, no sé quién me da más lástima. Vosotras dos, o el pobre diablo que vivirá en ese armario. ¿Qué vais a hacer? —Una pareja a dos manzanas de aquí nos subalquilan un cubículo. Han colgado una sábana en el medio y Helen y yo dormimos por turno en un catre de campaña. No es broma; nuestro cuarto tiene sesenta centímetros de ancho. — Le dije a Helen que podríamos subdividirlo también en dos y subalquilarlo al doble de lo que nos cuesta. Todos rieron de buena gana, y Ward se despidió y volvió a su casa. Allí se encontró con problemas parecidos. El administrador se apoyó en la puerta endeble, moviendo en la boca una colilla húmeda de cigarro, y mirando a Ward con una expresión de fatigado aburrimiento. —Usted tiene cuatro metros setenta y dos —dijo cerrándole el paso a Ward que estaba de pie en la escalera. Dos mujeres de bata discutían tironeando furiosamente de la pared de baúles y valijas. De cuando en cuando el administrador las miraba enojado—. Cuatro setenta y dos. Lo medi dos veces. Lo dijo como si esto eliminara toda posibilidad de discusión. —¿Techo o piso? —preguntó Ward. —Techo, por supuesto. ¿Cómo podría medir el piso con todos estos trastos? El administrador pateó la caja de libros que asomaba debajo de la cama. Ward se hizo el distraído. —La pared está bastante inclinada —dijo—. Tres o cuatro grados por lo menos. El administrador asintió vagamente. —Ha superado usted el límite de los cuatro. Es indiscutible. —Se volvió hacia Ward que había descendido varios escalones para dar paso a una pareja.— Yo podría alquilarlo como doble. —¿Qué? ¿Un cuarto de cuatro y medio?—dijo Ward, incrédulo—. ¿Cómo? El hombre que acababa de pasar junto a Ward miró por encima del hombro del administrador y vio todos los detalles del cuarto en una ojeada de un segundo. 7
—¿Alquila aquí un doble, Louie? El administrador lo apartó con un ademán, hizo entrar a Ward en el cuarto y cerró la puerta. —Equivale nominalmente a uno de cinco —le dijo a Ward—. Nuevas normas, acaban de salir. Más de cuatro y medio es ahora un doble. —Miró astutamente a Ward.— Bueno, ¿qué quiere? Un buen cuarto, hay espacio de sobra, casi podría ser un triple. Tiene acceso a la escalera, ranura—ventana...—El administrador se interrumpió. Ward se había dejado caer en la cama y se había echado a reír.—¿Qué pasa? Mire, si quiere un cuarto grande como este tiene que pagarlo. Me da medio alquiler más o se larga de aquí. Ward se secó los ojos, luego se incorporó cansadamente y llevó las manos a los estantes. —Tranquilícese, ya me marcho. Me voy a vivir a un armario de escobas. "Acceso a la escalera", verdaderamente un lujo. Dígame, Louie, ¿hay vida en Urano? Por un tiempo, él y Rossiter decidieron alquilar juntos un cubículo doble en una casa semiabandonada a cien metros de la biblioteca. El barrio era sucio y descolorido, y las casas de vecindad estaban atestadas de inquilinos. La mayoría de esas casas pertenecían a personas que estaban ausentes o a la corporación municipal, y empleaban a administradores de la peor calaña, simples cobradores que no se preocupaban en lo más mínimo por la forma en que los inquilinos dividían el espacio vital, y nunca se arriesgaban más allá de los primeros pisos. Había botellas y latas vacías esparcidas por los pasillos, y los retretes parecían sumideros. Muchos de los inquilinos eran viejos achacosos, sentados con indiferencia en los estrechos cubículos, espalda contra espalda a los lados de los delgados tabiques, consolándose mutuamente. El cubículo doble de Ward y Rossiter estaba en el tercer piso, al final de un pasillo que rodeaba la casa. La arquitectura era imposible de seguir; por todas partes asomaban habitaciones, y afortunadamente el pasillo terminaba en el cubículo doble. Los montones de cajas llegaban a un metro de la pared y un tabique dividía el cubículo, dejando el espacio justo para dos camas. Una ventana alta daba al pozo de aire entre ese edificio y el siguiente. Tendido en la cama, debajo del estante donde tenían las pertenencias de los dos, Ward observaba pensativo el techo de la biblioteca entre la bruma del atardecer. —No se está mal aquí—dijo Rossiter, vaciando la valija—. Sé que no hay una verdadera intimidad y que nos enloqueceremos mutuamente dentro de una semana, pero por lo menos no tenemos a seis personas respirándonos en las orejas a cincuenta centímetros de distancia. El cubículo más cercano, uno individual, había sido construido con cajas a lo largo del corredor, a media docena de pasos, pero el ocupante, un hombre de setenta años, estaba postrado en cama y era sordo.
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—No se está mal —remedó Ward de mala gana—. Ahora dime cuál es el último índice de —crecimiento demográfico. Quizá me consuele. Rossiter hizo una pausa, bajando la voz. —El cuatro por ciento. Ochocientos millones de personas por año, poco menos que la población total de la tierra en 1950. Ward silbó lentamente. —Entonces harán un reajuste. ¿Cuánto? ¿Tres y medio? —Tres. Desde los primeros días del año próximo. —¡Tres metros cuadrados! —Ward se incorporó y miró alrededor.— ¡Es increíble! El mundo está enloqueciendo, Rossiter.—Dios mío, ¿cuándo pararán? ¿Te das cuenta que dentro de poco no habrá sitio para sentarse, y mucho menos para acostarse? Exacerbado, golpeó la pared junto a él; al segundo golpe desprendió un pequeño tablero empapelado. —¡Eh!—gritó Rossiter—. Estás destrozando el cuarto. Se lanzó por encima de la cama para volver a poner en su sitio el tablero que colgaba ahora de una tira de papel. Ward deslizó la mano en el hueco negro, y cuidadosamente tiró del tablero hacia la cama. —¿Quién vivirá del otro lado?—susurró Rossiter—. ¿Habrán oído? Ward atisbó por el hueco, examinando la penumbra. De pronto soltó el tablero, tomó a Rossiter por el hombro y tiró de él hacia la cama. —¡Henry! ¡Mira! Rossiter se sacó la mano de Ward de encima y acercó la cara a la abertura; enfocó lentamente la mirada y luego ahogó una exclamación. Directamente delante de ellos, apenas iluminado por un tragaluz sucio, se abría un cuarto mediano, tal vez de una superficie de cuatro metros y medio, donde no había otra cosa que el polvo acumulado contra el zócalo. El piso estaba desnudo, atravesado por unas pocas rayas de linóleo gastado; un diseño floral monótono cubría las paredes. El papel se había despegado en algunos sitios, pero fuera de eso el cuarto parecía habitable. Conteniendo la respiración, Ward cerró con un pie la puerta del cubículo, y luego se volvió hacia Rossiter. —Henry, ¿te das cuenta de lo que hemos descubierto? ¿Te das cuenta, hombre —Cállate. Por el amor de Dios, baja la voz.—Rossiter examinó el cuarto cuidadosamente.— Es fantástico. Estoy tratando de ver si alguien lo ha usado en los últimos tiempos. 9
—Desde luego que no—señaló Ward—. Es evidente. Ese cuarto no tiene puerta. La puerta es donde nosotros estamos ahora. Seguramente la taparon con el tablero hace años, y se olvidaron. Mira cuánta suciedad. Rossiter contemplaba el cuarto, y aquella inmensidad le producía vértigos. —Tienes razón —murmuró—. Bueno, ¿cuándo nos mudamos? Arrancaron uno por uno los tableros de la parte inferior de la puerta, y los clavaron en un marco, que podían sacar y poner rápidamente, disimulando la entrada. Luego escogieron una tarde en que la casa estaba prácticamente vacía y el administrador dormido en la oficina del subsuelo, e irrumpieron por primera vez en el cuarto; entró Ward solo mientras Rossiter montaba guardia en el cubículo. Durante una hora se turnaron, caminando silenciosamente por el cuarto polvoriento, estirando los brazos para sentir aquel vacío ilimitado, descubriendo la sensación de una libertad espacial absoluta. Aunque más reducido que la mayoría de los cuartos subdivididos donde habían vivido antes éste parecía infinitamente mayor, las paredes unos acantilados inmensos que subían hacia el tragaluz. Finalmente, dos o tres días después, se mudaron al nuevo cuarto. Durante la primera semana Rossiter durmió solo allí, y Ward en el cubículo, donde pasaban el día entero juntos. Poco a poco fueron introduciendo algunos muebles: dos sillones, una mesa, una lámpara que conectaron al portalámparas del cubículo. Los muebles eran pesados y victorianos, los más baratos que encontraron, y su tamaño acentuaba el vacío de la habitación. El orgullo principal era un enorme armario de caoba, con ángeles tallados y espejos encastillados, que tuvieron que desarmar y llevar a pedazos en las valijas. Se elevaba ahora junto a ellos, y a Ward le recordaba unos microfilrns de catedrales góticas, —unos órganos inmensos que cubrian paredes de naves. Luego de tres semanas dormían los dos en el cuarto, el cubículo les parecía insoportablemente estrecho. Una imitación de biombo japonés dividía adecuadamente el cuarto, sin quitarle espacio. Sentado allí a las tardes, rodeado de libros y álbumes, Ward iba olvidando poco a poco la ciudad de allá afuera. Afortunadamente llegaba a la biblioteca por un callejón escondido y evitaba así las calles atestadas. Rossiter y él mismo le comenzaron a parecer las dos únicas personas reales, todos los demás un inane producto lateral, réplicas casuales que ambulaban ahora por el mundo. Fue Rossiter quien sugirió pedirles a las dos muchachas que compartiesen el cuarto. —Las han vuelto a echar, y quizá tengan que separarse —le diJo a Ward, evidentemente preocupado de que Judith cayese en mala companía—. Siempre hay congelación de alquileres después de una revaluación, pero todos los propietarios lo saben y entonces no alquilan hasta que les conviene. Se está volviendo muy difícil encontrar sitio. 10
Ward asintió, y fue al otro lado de la mesa circular de madera roja. Se puso a jugar con una borla de la pantalla verde arsénico de la lámpara, y por un momento se sintió como un hombre de letras victoriano que llevaba una vida cómoda y espaciosa en una sala atestada de muebles. —Estoy totalmente de acuerdo —dijo, señalando los rincones vacíos—. Hay sitio de sobra aquí. Pero tendremos que asegurarnos de que no se les escapará una palabra. Luego de tomar las debidas precauciones, hicieron participar del secreto a las dos muchachas, que contemplaron embelesadas aquel universo privado. —Pondremos un tabique en el medio —explicó Rossiter—, y lo sacaremos todas las mañanas. Podrán mudarse aquí en un par de días. ¿Qué les parece? —¡Maravilloso! Las jóvenes miraron el armario con ojos muy abiertos, y bizquearon ante las infnitas irnágenes reflejadas en los espejos. No tuvieron dificultades para entrar y salir. El movimiento de inquilinos era continuo y las facturas las ponían en el buzón. A nadie le importó quiénes eran las muchachas y nadie prestó atención a aquellas visitas regulares al cubículo. Sin embargo, media hora después de la llegada, ninguna de las muchachas había vaciado las valijas. —¿Qué pasa, Judith?—preguntó Ward, caminando de lado entre las camas de las jóvenes hasta el estrecho hueco entre la mesa y el armario. Judith vaciló, mirando a Ward y luego a Rossiter, que estaba sentado en su cama, terminando de preparar el tabique de madera. —John, lo que pasa es que... Helen Waring, más directa, tomó la palabra, mientras alisaba el cubrecama con los dedos. —Lo que Judith está tratando de decir es que nuestra posición aquí es un poco embarazosa. El tabique es... Rossiter se puso de pie. —Por amor de Dios, Helen, no te preocupes —la tranquilizó, hablando en aquella especie de susurro fuerte que todos habían cultivado sin darse cuenta—. Nada de cosas raras, podéis confiar en nosotros. El tabique es sólido como una roca. Las dos muchachas asintieron. —Sí —explicó Helen—, pero no está puesto todo el tiempo. Pensamos que si hubiera aquí una persona mayor, por ejemplo la tía de Judith, que no ocuparía mucho 11
espacio y no causaría ninguna molestia porque es muy agradable, no tendríamos que preocuparnos del tabique... más que a la noche—agregó rápidamente. Ward lanzó una mirada a Rossiter, que se encogió de hombros y se puso a estudiar el suelo. —Bueno, es una solución —dijo Rossiter—. John y yo sabemos cómo se sienten. ¿Por qué no? —Sí, claro —coincidió Ward. Señaló el espacio entre las camas de las muchachas y la mesa—. Uno más no se notará. Las muchachas estallaron en gritos de alegría. Judith se acercó a Rossiter y lo besó en la mejilla. —Perdóname que sea tan pesada, Henry.—Judith sonrió.— Qué tabique más maravilloso has hecho. ¿No podrías hacer otro para mi tía, uno pequeño? Es muy dulce pero se está volviendo vieja. —Naturalmente—dijo Rossiter—. Te entiendo. Me queda madera de sobra. Ward miró el reloj.—Son las siete y media, Judith. Deberías ponerte en contacto con tu tía. No sé si tendrá tiempo de llegar esta noche. Judith se abotonó el abrigo. —Oh, sí —le aseguró a Ward—. Volveré en un instante. La tía llegó a los cinco minutos, con tres pesadas valijas. —Es asombroso —observó Ward a Rossiter tres meses después—. El tamaño de este cuarto todavía me produce vértigos. Es casi más grande cada día que pasa. Rossiter asintió rápidamente, evitando mirar a una de las muchachas que se estaba cambiando detrás del tabique central. Ahora nunca sacaban ese tabique, porque desarmarlo todos los días se había vuelto pesado. Además, el tabique secundario de la tía estaba pegado a ese, y a ella no le gustaba que la molestasen. Asegurarse de que entrara y saliera correctamente por la puerta camuflada ya era bastante difícil. A pesar de eso parecía improbable que los descubriesen. Evidentemente el cuarto había sido un agregado construido sobre el pozo central del edificio, y las valijas apiladas en el pasillo circundante amortiguaban todos los ruidos. Directamente debajo había un pequeño dormitorio ocupado por varias mujeres mayores, y la tía de Judith, que las visitaba regularmente, juraba que no oía ningún sonido a través del grueso cielo raso. Arriba, la luz que salía por el tragaluz no se podía distinguir de los otros cientos de lámparas encendidas en las ventanas de la casa. Rossiter terminó de preparar el nuevo tabique y lo levantó entre su cama y la de Ward, ajustándolo en las ranuras de la pared. Habían coincidido en que eso les daría un poco más de intimidad. 12
—Seguramente tendré que hacerles uno a Judith y Helen —le confió a Ward. Ward se acomodó la almohada. Habían devuelto los dos sillones a la mueblería porque ocupaban demasiado espacio. La cama, en cualquier caso, era más cómoda. Nunca se había acostumbrado del todo a la tapicería blanda. —No es mala idea. ¿Y qué te parece si instaláramos unos estantes en las paredes? No hay sitio donde poner algo. La instalación de los estantes ordenó considerablemente el cuarto, despejando grandes zonas del piso. Separadas por los tabiques, las cinco camas estaban dispuestas en fila a lo largo de la pared del fondo, mirando al armario de caoba. Entre las camas y el armario había un espacio libre de poco más de un metro, y dos metros a cada lado del armario. La visión de tanto espacio fascinaba a Ward. Cuando Rossiter comentó que la madre de Helen estaba enferma y que necesitaba urgente cuidado personal, él supo en seguida dónde podrían ponerla: al pie de su propia cama, entre el armario y la pared lateral. Helen rebosaba de alegría. —Eres tan bueno, John —le dijo—; pero, ¿te importaría que mamá durmiese a mi lado? Hay espacio suficiente para meter otra cama. Rossiter desarmó los tabiques y los puso más juntos. Ahora había seis camas a lo largo de la pared. Eso daba a cada cama un intervalo de unos setenta y cinco centímetros, lo justo para sacar los pies por el costado. Tendido boca arriba en la última cama de la derecha, los estantes a medio metro por encima de la cabeza, Ward casi no podía ver el armario, pero nada interrumpía el espacio que tenía delante, unos dos metros hasta la pared. Entonces llegó el padre de Helen. Ward golpeó en la yuerta del cubiculo y le sonrió a la tía de Judith mientras ella lo hacía pasar. La ayudó a poner en su sitio la cama que guardaba la entrada, y luego llamó en el panel de madera. Un momento después el padre de Helen, un hombre pequeño y canoso, de camiseta y tirantes sujetos con un cordel a los pantalones, apartó la madera. Ward lo saludó con una inclinación de cabeza y caminó por encima de las pilas de valijas que había en el suelo, al pie de las camas. Helen estaba en el cubículo materno, ayudando a la anciana a tomar el caldo de la tarde. Rossiter, arrodillado junto al armario, transpiraba copiosamente tratando de sacar con una palanca de hierro el marco del espejo central. Sobre la cama y en el suelo había pedazos del armario. —Tendremos que empezar a sacar todo esto mañana —le dijo Rossiter. Ward esperó a que el padre de Helen pasara y entrara en su cubículo. Se había fabricado una pequeña puerta de cartón, y la cerraba por dentro con un tosco gancho de alambre. 13
Rossiter lo miró y arrugó el ceño, furioso. —Alguna gente es feliz. Este armario da un trabajo enorme. ¿Cómo se nos habrá ocurrido comprarlo? Ward se sentó en la cama. El tabique le apretaba las rodillas y casi no podía moverse. Miró hacia arriba mientras Rossiter estaba ocupado y descubrió que la línea divisoria que él había marcado a lápiz estaba tapada por el tabique. Apoyándose en la pared, trató de empujarlo y volverlo a su lugar, pero aparentemente Rossiter había clavado el borde inferior contra el suelo. Hubo un golpe seco en la puerta del cubículo que daba al pasillo: Judith que volvía de la oficina. Ward comenzó a levantarse y se sentó de nuevo. —Señor Waring—dijo suavemente. Era la noche que le tocaba hacer guardia al anciano. Waring se acercó a la puerta del cubículo arrastrando los pies y la abrió haciendo bastante ruido, cloqueando entre dientes. —Arriba y abajo, arriba y abajo —murmuró. Tropezó con la bolsa de herramientas de Rossiter y lanzó un juramento en voz alta; luego agregó por encima del hombro, de mal humor—: Si me preguntan les diré que hay aquí demasiadas personas. Abajo hay sólo seis, no siete como aquí, y en un cuarto del mismo tamaño. Ward asintió vagamente y se volvió a estirar sobre la cama estrecha, tratando de no golpearse la cabeza contra los estantes. Waring no era el primero en sugerirle que se fuera. La tía de Judith le había hecho una insinuación similar dos días antes. Desde que había dejado el empleo de la biblioteca (el alquiler que cobraba a los demás le alcanzaba para comprarse los pocos alimentos que necesitaba) Ward se pasaba la mayor parte del tiempo en el cuarto, viendo al viejo más de lo que deseaba, pero había aprendido a tolerarlo. Tratando de calmarse, descubrió que alguien había desmontado la espira derecha del armario, todo lo que él había podido ver en los dos últimos meses. Habia sido una hermosa pieza, que simbolizaba de algún modo todo ese mundo privado, y el vendedor le había dicho en la tienda que quedaban pocos muebles como ese. Por un instante Ward sintió un repentino espasmo de dolor, como cuando era niño y el padre le quitaba algo en un arrebato de exasperación y él sabía que nunca volvería a tenerlo. En seguida se tranquilizó. Era un hermoso armario, sin duda, pero cuando no estuviese allí el cuarto parecería todavía más grande.
FIN
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Catastrofe Aerea J. G. Ballard La noticia de que el avión más grande del mundo se había hundido en el mar cerca de Mesina, con mil pasajeros a bordo, me llegó a Nápoles, donde estaba cubriendo el festival de cine. Apenas unos pocos minutos más tarde de que las primeras informaciones de la catástrofe fueran transmitidas por la radio (el mayor desastre de la historia de la aviación mundial, una tragedia similar a la aniquilación de toda una ciudad), mi redactor jefe me telefoneó al hotel. -Si aún no lo has hecho, alquila un coche. Baja hasta allí y ve lo que puedes conseguir. Y, esta vez, no olvides tu cámara. -No habrá nada fotografiable -hice notar-. Un montón de maletas flotando en el agua. -No importa. Es el primer avión de este tipo que se estrella. ¡Pobres diablos! Eso tenía que ocurrir algún día. No me atreví a contradecirle, puesto que mi redactor jefe tenía razón. Abandoné‚ Nápoles media hora más tarde y me dirigí al sur, hacia Reggio Calabria, recordando la puesta en servicio de aquellos aviones gigantes. No representaban ningún progreso en la tecnología de la aviación: de hecho, no eran más que versiones de dos pisos de un modelo ya existente; pero había algo en la cifra mil que excitaba la imaginación, provocaba todo tipo de malos presagios, que ninguna publicidad tranquilizadora conseguía alejar. Mil pasajeros; los contaba ya mentalmente, mientras me dirigía a la escena trágica. Veía las fantasmales falanges: hombres de negocios, monjas de edad avanzada, niños regresando a ver a sus padres, amantes en fuga, diplomáticos, incluso un traficante de hierba. Eran una porción de humanidad casi perfecta, un poco como las muestras representativas de un sondeo de opinión, que hacía que la catástrofe estuviera próxima a todo el mundo. Faltaban aún unos ciento sesenta kilómetros hasta Reggio, y me puse a observar involuntariamente el mar, como si esperara ver los primeros maletines y chalecos salvavidas varados en las vacías playas. Cuanto más aprisa pudiera fotografiar unos cuantos restos flotando en el mar para satisfacer a mi redactor jefe y volver a Nápoles, incluso a las mundanidades del festival de cine, más feliz me sentiría. Por desgracia, había grandes embotellamientos en la carretera que conducía al sur. Evidentemente, todos los demás periodistas del festival, tanto italianos como extranjeros, habían sido enviados al lugar del desastre. Camiones de la televisión, coches de la policía y vehículos de turistas curiosos... pronto nos encontramos parachoques contra parachoques. Irritado por aquella macabra atracción hacia la tragedia, empecé a desear que no hubiera ni el menor rastro del avión cuando llegásemos a Reggio, aún a riesgo de decepcionar de nuevo a mi redactor jefe. De hecho, escuchando los boletines de la radio, apenas había nuevas noticias sobre el accidente. Los comentaristas que habían llegado ya al lugar recorrían las 1
calmadas aguas del estrecho de Mesina en fuera bordas de alquiler, sin hallar aún el menor rastro de la catástrofe. Y sin embargo no había la menor duda de que el avión se había estrellado en alguna parte. La tripulación de otro avión había visto al enorme aparato estallar entre cielo y tierra, probablemente víctima de un sabotaje. De hecho, la única información precisa que se transmitía una y otra vez por la radio era la grabación de los últimos instantes del piloto del gigantesco avión, declarando que había un incendio en la bodega de equipajes. El avión se había estrellado, por supuesto, pero ¿dónde exactamente? Pese a la falta de noticias, la circulación proseguía hacia Reggio y el sur. Detrás de mí, un equipo italiano de reportajes televisados decidió adelantar a la hilera de vehículos que se arrastraba penosamente y se pasó al arcén; los primeros altercados se iniciaron inmediatamente. La policía regulaba un cruce importante y, con su flema habitual, conseguía frenar aún más la circulación. Una hora más tarde mi radiador empezó a hervir, y me vi obligado a entrar con mi coche dando tirones en una estación de servicio al borde de la carretera. Sentado de mal humor en el patio de la estación, me daba cuenta de que no iba a alcanzar Reggio hasta media tarde. Observaba la inmóvil serpiente de la circulación, que desaparecía en las montañas unos pocos kilómetros más adelante. Las ondulaciones de la cadena de montañas de Calabria surgían bruscamente de la llanura marítima, con sus agudos picos iluminados por el sol. Pensando en ello, nadie había sido testigo de la caída del gigantesco avión al mar. La explosión se había producido en alguna parte sobre las montañas de Calabria, y la probable trayectoria del desgraciado aparato conducía hasta el estrecho de Mesina. Pero, de hecho, un error de observación de apenas unos pocos kilómetros, un error de cálculo de algunos segundos por parte de la tripulación que había visto la explosión, podían situar el punto del impacto muy al interior. Por coincidencia, un par de periodistas en un coche cercano discutían esta posibilidad mientras el encargado de la estación les llenaba el depósito. El más joven de los dos señalaba con un dedo la montaña, e imitaba una explosión. El otro parecía escéptico, ya que el joven encargado de la estación parecía querer confirmar la teoría y no ofrecía grandes muestras de inteligencia. Una vez le hubieron pagado, se dirigieron de nuevo a la carretera para incorporarse a la lenta caravana que conducía a Reggio. El hombre les observó marcharse, indiferente. Cuando hubo llenado mi radiador, le pregunté: -¿Ha visto alguna explosión en las montañas? -Quizá sí. Es difícil de decir. Puede que se tratara de un relámpago, o de una avalancha. -¿No vio usted el avión? 2
-No, de veras. Se alzó de hombros, más interesado en su trabajo que en la conversación. Poco después, otro le reemplazó, y él se montó en la moto de un compañero y, como todo el mundo, se dirigió hacia Reggio. Eché una ojeada a la carretera que conducía hasta el valle. Por suerte, un caminito detrás de la estación de servicio conducía hasta ella unos quinientos metros más adelante, al otro lado de un campo. Diez minutos más tarde conducía hacia el valle, alejándome de la llanura del litoral. ¿Por qué suponía que el avión se había estrellado en las montañas? Quizá la esperanza de confundir a mis colegas y de impresionar por primera vez a mi redactor jefe. Ante mí surgió un pueblecito, un decrépito grupo de edificios alineados a ambos lados de una plaza formando pendiente. Media docena de campesinos estaban sentados al exterior de una taberna... no mucho más que una ventana en una pared de piedra. La carretera del litoral quedaba ya muy lejos detrás, como si formara parte de otro mundo. A aquella altura, seguro que alguien tenia que haber visto la explosión del aparato si el avión se había estrellado por allí. Había que interrogar a algunas personas; si nadie había visto nada, daría media vuelta y seguiría a los demás hasta Reggio. Al entrar en el pueblo recordé hasta qué punto era pobre aquella región de Calabria... la más pobre de Italia, irónicamente situada debajo de la bota desde un punto de vista geográfico y casi sin ningún cambio desde el siglo XIX. La mayor parte de las miserables casas de piedra aún no tenían electricidad. No había más que una única y solitaria antena de televisión y algunos automóviles viejos, verdaderas piezas de museo ambulantes, aparcados a ambos lados de la carretera junto con oxidadas piezas de utensilios agrícolas. Las deterioradas curvas de la carretera que conducían hacia el valle parecían ahogarse en un suelo secularmente árido. Sin embargo había una débil esperanza de que los lugareños hubieran visto algo, un resplandor quizá o incluso la visión fugitiva del aparato en llamas hundiéndose hacia el mar. Detuve mi coche en la empedrada plaza y me dirigí hacia los campesinos en el exterior de la taberna. -Estoy buscando el avión que se ha estrellado -les dije-. Puede que haya caído por aquí. ¿Alguno de vosotros ha visto algo? Miraban fijamente mi coche, evidentemente un vehículo mucho más llamativo que todo lo que podía caer del cielo. Agitaron la cabeza, moviendo las manos de una forma extrañamente secreta. Ahora sabía que había perdido mi tiempo acudiendo allí. Las montañas se elevaban por todos lados a mi alrededor, dividiendo los valles como si fueran las entradas de un inmenso laberinto. Mientras me giraba para regresar al coche, uno de los viejos campesinos me tocó del brazo. Señaló negligentemente con el dedo hacia un estrecho valle encajonado entre dos picos adyacentes, muy arriba por encima de nosotros. 3
-¿El avión? -pregunté. -Está ahí arriba. -¿Qué? ¿Está seguro? -Intenté controlar mi excitación, con miedo a ponerme demasiado en evidencia. El viejo hizo un gesto afirmativo con la cabeza. No parecía estar ya interesado. -Sí. Al final del valle. Es muy lejos. Seguí mi camino unos instantes más tarde, intentando con dificultad no apurar demasiado el motor del coche. Las vagas indicaciones del viejo me habían convencido de que estaba sobre la buena pista y a punto de conseguir el golpe maestro de mi carrera periodística. Pese a su indiferencia, el viejo había dicho la verdad. Seguí la estrecha carretera, evitando los socavones y otros agujeros en el suelo. A cada curva esperaba ver las alas destrozadas del avión en equilibrio sobre un distante pico, y centenares de cuerpos esparcidos por la ladera de la montaña como un ejército diezmado por un adversario sin piedad. Mentalmente redactaba ya los primeros párrafos de mi información, y me veía remitiéndosela a mi asombrado redactor jefe, mientras mis rivales contemplaban el mar vacío cerca de Mesina. Era importante hallar el equilibrio justo entre el sensacionalismo y la piedad, una irresistible combinación de realismo furioso e invocación melancólica. Pensaba describir el descubrimiento inicial de un asiento arrancado del avión sobre la ladera de la colina, una estremecedora pista de equipajes reventados, el juguete de peluche de un niño, y luego... el alfombrado valle cubierto de cuerpos desgarrados. Seguí por aquella carretera durante casi una hora, deteniendo me de tanto en tanto para apartar las piedras que bloqueaban el camino. Aquella región árida y remota estaba casi desierta. De tanto en tanto aparecía alguna casa aislada, pegada a la ladera de la montaña, una sección de cable telefónico siguiendo mi mismo camino durante unos seiscientos metros antes de interrumpirse bruscamente, como si la compañía telefónica se hubiera dado cuenta hacía años que no había nadie allí para llamar o recibir llamadas. Empecé a dudar una vez más. El viejo lugareño... ¿me habría engañado? Si hubiera visto realmente estrellarse el avión, ¿no se hubiera mostrado preocupado? La llanura litoral y el mar estaban ahora a kilómetros a mis espaldas, visibles de tanto en tanto mientras proseguía la irregular carretera a través del valle. Observando la soleada costa por mi retrovisor, no me di cuenta del enorme montón de pedruscos sembrados por la carretera. Tras el primer choque, me di cuenta por el distinto sonido del tubo de escape que me había cargado el silenciador. Maldiciendo sordamente por haberme embarcado en aquella loca aventura, me di cuenta de que estaba a punto de perderme en aquellas montañas. La claridad de la 4
tarde estaba empezando a disminuir. Afortunadamente, llevaba bastante gasolina, pero en aquella estrecha carretera me resultaba imposible dar media vuelta. Obligado a continuar, me aproximé a un segundo pueblo, un amasijo de viviendas miserables edificadas hacía más de un siglo alrededor de una iglesia hoy en ruinas. El único lugar donde podía dar la vuelta estaba temporalmente bloqueado por dos lugareños cargando madera en una carreta. Mientras aguardaba a que se fueran, me di cuenta de que la gente de aquel lugar era aún más pobre que la del primer pueblo. Sus ropas estaban hechas o de cuero o de pieles de animales, y todos llevaban fusiles de caza al hombro; y sabía, viéndoles observarme, que no vacilarían en utilizar aquellas armas contra mí si me quedaba hasta la noche. Me observaron con atención mientras daba la media vuelta, con sus miradas fijas en mi lujoso coche deportivo, las cámaras en el asiento trasero, e incluso mis ropas, que debían parecerles increíblemente exóticas. A fin de explicar mi presencia y proporcionarme una especie de status oficial que les refrenara de vaciar su s escopetas contra mi espalda unos instantes más tarde, dije : -Me han pedido que busque el avión; cayó en algún lugar por aquí. Iba a cambiar de marcha, dispuesto a salir a toda prisa, cuando uno de los hombres hizo un gesto afirmativo con la cabeza como respuesta. Apoyó una mano sobre mi parabrisas, y con la otra me indicó un estrecho valle que se abría entre dos picos cercanos, en una montaña a unos trescientos cincuenta metros por encima nuestro. Mientras seguía con el coche el camino de montaña, todas mis dudas habían desaparecido. Ahora, de una vez por todas, iba a dar pruebas de mi valía al escéptico redactor jefe. Dos testigos independientes habían confirmado la presencia del avión. Cuidando de no reventar mi coche en aquel camino primitivo, continué dirigiéndome hacia el valle que lo dominaba. Durante otras dos horas seguí subiendo incansablemente, siempre hacia arriba en medio de las desoladas montañas. Ahora ya no eran visibles ni la llanura del litoral ni el mar. Durante un breve instante tuve un atisbo del primer pueblo por el que había pasado, lejos a mis pies, como una pequeña mancha en una alfombra. Afortunadamente, el camino seguía siendo practicable. Apenas un sendero de tierra y guijarros, pero lo suficientemente ancho como para que mis ruedas se aferraran a los bordes en las cerradas curvas. En dos ocasiones me detuve para hacer algunas preguntas a los escasos montañeses que me contemplaban desde las puertas de sus cabañas. Pese a su reticencia, me confirmaron que los restos del avión se hallaban allá arriba. A las cuatro de la tarde, alcancé finalmente el remoto valle que se hallaba entre los dos picos montañosos, y me acerqué al último de los pueblos construidos al final del largo camino. Este terminaba allí, en una plaza cuadrada pavimentada con piedras y rodeada por un grupo de viejas construcciones, que parecían haber sido erigidas hacía 5
más de dos siglos y haber pasado todo aquel tiempo hundiéndose lentamente en el flanco de la montaña. Una gran parte del pueblo estaba deshabitado, pero, ante mi sorpresa, algunas personas salieron de sus casas para observarme y contemplar con estupor mi polvoriento coche. Me sentí inmediatamente impresionado por lo profundo de su pobreza. Aquella gente no poseía nada. Estaba desprovista de todo, de bienes terrenales, de religión, de esperanza, eran ignorados por el resto de la humanidad. Mientras salía de mi coche y encendía un cigarrillo, esperando a que se agruparan en torno mío a una respetuosa distancia, me pareció de una extrema ironía que el gigantesco avión, el fruto de un siglo de tecnología aeronáutica, se hubiera estrellado entre aquellos montañeses primitivos. Observando sus rostros pasivos y carentes de inteligencia, me sentí como rodeado por un extraño grupo de anormales, un poblado de enfermos mentales que hubiera sido abandonado a su suerte en las alturas de aquel perdido valle. Quizá existiera algún mineral en el suelo que afectara a los sistemas nerviosos y los redujera a un estado casi animal. -El avión... ¿habéis visto el avión? -pregunté. Me rodeaban una docena de hombres y mujeres, hipnotizados por el coche, por mi encendedor, por mis gafas, o incluso quizá por el tono de mi piel, demasiado rosado. -¿Avión? ¿Aquí? -Simplificando mi lenguaje, apunté con el dedo a las rocosas laderas y los barrancos que dominaban el poblado, pero ninguno de ellos parecía comprenderme. Quizá fueran mudos, o sordos. Parecían más bien inofensivos, pero se me ocurrió la idea de que no querían revelar lo que sabían del accidente. Con toda la riqueza que podrían recoger de los mil cuerpos destrozados, se harían dueños de un tesoro lo suficientemente grande como para transformar sus vidas durante todo un siglo. Aquel pequeño cuadrado de la plaza podría llenarse con asientos de avión, maletas, cuerpos apilados como madera para ser quemada en las chimeneas. -Avión... Su jefe, un hombre pequeño cuyo amarillento rostro no sería más grande que mi puño, repitió vacilante la palabra. Entonces me di cuenta de que ninguno de ellos me comprendía. Su dialecto debía ser más bien un subdialecto, en las fronteras mismas del lenguaje inteligente. Buscando un modo de comunicarme con ellos, reparé en mi bolsa de viaje llena con todo el equipo fotográfico. La etiqueta identificadora de la compañía aérea llevaba un dibujo a todo color de un gran avión. La arranqué, hice circular la imagen entre aquella gente. Inmediatamente, todos se pusieron a asentir con la cabeza. Murmuraban sin cesar, señalando hacia un estrecho barranco que formaba una corta prolongación del valle, al otro lado del pueblo. Un lodoso camino, apenas adecuado para las carretas, conducía hacia allá. ¿El avión? ¿Allá arriba? ¡Bien! 6
Satisfecho, saqué mi billetera y les mostré un fajo de billetes, mi cuenta de gastos para el festival cinematográfico. Agitando los billetes para animarle, me giré hacia el jefe: -Vosotros llevarme allí. Ahora. Muchos cuerpos, ¿eh? ¿Cadáveres por todas partes ? Asintieron todos con la cabeza, contemplando con ojos ávidos el abanico de billetes de banco. Tomamos el coche para atravesar el pueblo y seguir por el camino que flanqueaba la colina. A ochocientos metros del pueblo, nos vimos obligados a detenernos, pues la pendiente era demasiado pronunciada. El jefe señaló la embocadura del barranco, y bajamos del coche para seguir a pie. Con mis ropas festivaleras, la tarea era difícil. El suelo de la garganta estaba cubierto de aceradas piedras que se me clavaban a través de las suelas de mis zapatos. Me fui rezagando de mi guía, que saltaba por encima de las piedras con la agilidad de una cabra. Estaba sorprendido de no ver todavía huellas del gigantesco avión, o de los restos de los centenares de cuerpos. Había esperado encontrar la montaña inundada de cadáveres. Habíamos alcanzado el extremo de la garganta. Los últimos trescientos metros de la montaña se erguían ante nosotros, hasta el pico, separado de su gemelo por el valle y el pueblo más abajo. El jefe se había detenido y me señalaba la pared rocosa. Una mirada de orgullo cruzaba su pequeño rostro. -¿ Dónde ? -Controlando mi respiración, seguí con los ojos la dirección que señalaba-. ¡Aquí no hay nada! Y entonces vi lo que me estaba indicando, lo que todos los lugareños desde la costa del litoral me habían estado describiendo. En el suelo del barranco yacían los restos de una avioneta militar de tres plazas, el morro hundido, la cabina medio sepultada entre las rocas. El cuerpo del aparato había sido barrido hacía ya mucho tiempo por los vientos, .y el avión era apenas un amasijo de trozos de metal oxidado y restos de fuselaje. Evidentemente hacía más de treinta años que se encontraba allá, presidiendo como un dios andrajoso aquella abandonada montaña. Y su presencia en aquel lugar se había extendido hasta abajo, de poblado en poblado. El jefe señaló el esqueleto del avión. Me sonreía, pero su mirada estaba clavada en mi pecho, allá donde había metido la billetera en el bolsillo interior de mi chaqueta. Su mano estaba tendida. Pese a su corta estatura, tenía un aspecto tan peligroso como un pequeño perro. Saqué mi billetera y le alargué un solitario billete, más de lo que debía ganar en un mes. Quizá porque no se daba cuenta de su valor, señaló agresivamente hacia los otros billetes. Aparté su mano. -Escucha... Este avión no me interesa. ¡No es el bueno, idiota! 7
Me miró sin comprender cuando tomé la etiqueta de mi bolsillo y le señalé con el dedo la imagen del enorme avión. -¡Ese quiero! ¡Muy grande! ¡Centenares de cadáveres! Mi decepción estaba dando paso a la cólera, y me puse a gritar: -¡No es el bueno! ¿Acaso no comprendes? ¡Tendría que haber cadáveres por todas partes, muchos cadáveres, centenares de cadáveres...! Me dejó allí, gritando, frente a las paredes de piedra del desierto barranco, en las alturas de la montañas y junto al incompleto esqueleto del avión de reconocimiento. Diez minutos más tarde, de regreso al coche, descubrí que el pinchazo que antes había supuesto había deshinchado uno de los neumáticos delanteros. Y a completamente agotado, con los zapatos destrozados por las rocas, mis ropas sucias, me derrumbé tras el volante, dándome cuenta de la futilidad de aquella absurda expedición. ¡Podría sentirme feliz si conseguía volver a la carretera del litoral antes de la noche! Muy pronto, todos los periodistas estarían en Reggio y enviarían sus reportajes sobre los restos del avión esparcidos por el estrecho de Mesina. Mi redactor jefe aguar daría impaciente a que yo me pusiera en contacto con él para la edición de la tarde. Y yo estaba allí en aquellas montañas abandonadas, con un automóvil inmovilizado y mi vida probablemente amenazada por aquellos campesinos idiotas. Tras descansar un poco, me decidí a actuar. Necesité media hora para cambiar el neumático. Cuando me puse en marcha para iniciar el largo viaje de vuelta hacia la llanura del litoral, el día empezaba a desaparecer ya por el pico. El pueblo estaba aún a trescientos metros más abajo cuando divisé la primera casa cerca de una curva del camino. Uno de los lugareños estaba de pie cerca de un murito pequeño, con lo que parecía ser un arma en los brazos. Disminuí inmediatamente la velocidad, puesto que sabía que, si me atacaban, tenía pocas posibilidades de escapar. Recordando la billetera en mi bolsillo, la saqué y coloqué los billetes sobre el asiento. Quizá aquello financiara mi paso a través de ellos. Mientras me acercaba, el hombre dio un paso adelante hacia la carretera. El arma que llevaba en la mano era una vieja pala. Era un hombrecillo exactamente igual a todos los demás. Su postura no tenía nada de amenazador. Parecía más bien querer pedirme algo, casi mendigar. Había un montón de ropas viejas al borde de la carretera, cerca del muro. ¿Quería que los comprara? Casi frené para darle un billete, y entonces vi que en realidad se trataba de una mujer vieja, parecida a un mono envuelto en un chal, que me miraba fijamente. Luego vi que aquel rostro esquelético era realmente un cráneo, y que las ropas hechas andrajos eran su sudario. -Cadáver... -el hombre hablaba nerviosamente, aferrando su pala en la semioscuridad. Le di el dinero y proseguí mi marcha, siguiendo el camino que conducía al pueblo.
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Otro hombre, este más joven, estaba de pie una cincuentena de metros más adelante, sosteniendo también una pala. El cuerpo de un niño, recién desenterrado, permanecía sentado contra la tapa del abierto ataúd. -Cadáver... Por todo el pueblo, la gente permanecía en las puertas, algunos solos, aquellos que no tenían a nadie que exhumar para mí, otros con sus palas. Recién sacados de sus tumbas, los cadáveres permanecían sentados en la penumbra, ante las casas, apoyados contra las paredes de piedra como padres olvidados por fin en condiciones de alimentar a los suyos. Los pasé a toda velocidad, arrojándoles lo que me quedaba del dinero, pero a todo lo largo de mi descenso de la montaña las voces y los murmullos de los lugareños no dejaron de perseguirme ni un solo momento.
FIN
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Cronopolis J.G. Ballard
LE HABÍAN APLAZADO el proceso para el día siguiente. El momento exacto, como es natural, no lo conocía ni él ni nadie. Probablemente sería en la tarde, cuando las partes interesadas juez, jurado y fiscal— lograsen converger en la misma sala de tribunal a la misma hora. Con suerte el abogado defensor podía aparecer también en el momento debido, aunque el caso había sido tan claro que Newman casi no esperaba que se molestase; además, el transporte hasta y desde el viejo penal era notoriamente difícil; implicaba una espera interminable en el sucio paradero al pie de los muros de la prisión. Newman había pasado el tiempo provechosamente. Por fortuna la celda miraba hacia el sur, y el sol entraba en ella la mayor parte del día. Dividió el arco en diez segmentos iguales, las horas verdaderas de luz natural, marcando los intervalos con un trozo de cemento arrancado de! alféizar, y subdividió cada segmento en doce unidades más pequeñas. Había obtenido así un eficaz medidor de tiempo, exacto casi hasta el minuto (la subdivisión final en quintos la hacía mentalmente). La hilera curva de muescas blancas que bajaba por una pared, atravesaba el suelo y la armadura metálica de la cama y subía por la otra pared, habría sido evidente para cualquiera que se hubiese puesto de espaldas a la ventana, pero nadie hacía eso nunca. De cualquier modo los guardias eran demasiado estúpidos para entender, y el reloj de sol le había dado a Newman una ventaja enorme. La mayor parte del tiempo, cuando no estaba regulando el reloj, Newman se apretaba contra la reja, y vigilaba el cuarto de guardia. —¡Brocken!—gritaba a las siete y cuarto, cuando la línea de sombra tocaba el primer intervalo—. ¡Inspección matutina! ¡Arriba, hombre! El sargento salía de la litera tropezando y sudando, maldiciendo a los otros guardias mientras la campanilla hendía el aire. Luego Newman anunciaba las otras obligaciones de la orden del día: hora de pasar lista, limpieza de las celdas, desayuno, gimnasia, y así sucesivamente hasta la lista vespertina, poco antes del anochecer. Brocken ganaba regularmente el premio del bloque por el pabellón de celdas mejor dirigido, y confiaba en Newman para programar la jornada, anticipar el asunto siguiente en la orden dei día, y saber si algo se había alargado demasiado; en algunos de los otros bloques la limpieza duraba por lo general tres minutos mientras que el desayuno o el ejercicio podían seguir durante horas, pues ninguno de los guardias sabía cuándo parar, y los prisioneros insistían en que apenas habían empezado. 1
Brocken nunca preguntaba cómo hacía Newman para organizar todo con tanta exactitud; una o dos veces a la semana, cuando llovía o estaba nublado, Newman se refugiaba en un extraño silencio, y la confusión resultante le recordaba enérgicamente al sargento las ventajas de la cooperación. Newman gozaba de algunos privilegios en la celda y recibía todos los cigarrillos que necesitaba. Era una lástima, pensaba Brocken, que finalmente hubiesen fijado fecha para el proceso. También Newman lo lamentaba. Las investigaciones que había llevado a cabo hasta el momento no habían sido del todo concluyentes. El problema principal consistía en que si le daban una celda que mirase al norte la tarea de calcular el tiempo podía volverse imposible. La inclinación de las sombras en los patios de gimnasia o en las torres y los muros sólo permitía deducciones muy imprecisas. La calibración tendría que hacerla a ojo; un instrumento óptico sería descubierto muy pronto. Lo que necesitaba era un medidor de tiempo interno, un mecanismo psíquico que funcionase inconscientemente y estuviese regulado por el pulso, digamos, o el ritmo respiratorio— Newman había tratado de disciplinar su sentido del tiempo, cumpliendo una elaborada serie de pruebas para calcular el margen mínimo de error, que siempre era demasiado grande. Las posibilidades de condicionar un reflejo preciso parecían escasas. Sin embargo, sabía que se volvería loco a menos que pudiese conocer la hora exacta en cualquier momento dado. La obsesión, que lo enfrentaba ahora con una acusación de homicidio, se había manifestado de un modo bastante inocente. De niño, como todos los niños, había advertido esas ocasionales y antiguas torres de reloj, donde siempre había un mismo círculo blanco con doce intervalos. En las zonas más deterioradas de la ciudad las características figuras redondas, arruinadas y cubiertas de herrumbre, colgaban a menudo sobre joyerías baratas. —Son señales, nada más—le explicaba la madre—. No significan nada, como las estrellas o los anillos. Adornos sin sentido, había pensado él. Una vez, en una vieja mueblería, habían visto un reloj de manecillas volcado en una caja colmada de atizadores para el fuego y desperdicios diversos. —Once y doce —había indicado él—. ¿Qué significa?
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La madre lo había sacado de allí apresuradamente, prometiéndose no visitar esa calle nunca más. Se suponía que la Policía del Tiempo vigilaba aún, buscando posibles contravenciones. —Nada —le había dicho la madre—. Todo ha terminado. Para sus adentros ella había añadido como probando las palabras: Cinco y doce. Doce menos cinco. Sí. El tiempo se desplegaba como habitualmente, un movimiento confuso y perezoso. Vivían en una casa destartalada, en una imprecisa zona suburbana de atardeceres perpetuos. A veces iba a la escuela, y hasta los diez años se había pasado la mayor parte del tiempo con la madre haciendo cola a la puerta de los cerrados almacenes de comestibles. Por las tardes jugaba con la pandilla del barrio alrededor de la estación de ferrocarril abandonada, empujando un vagón de fabricación casera por las vías cubiertas de malezas, o entrando en una de las casas desocupadas y estableciendo allí un puesto de mando temporal. No tenía prisa por crecer; en el mundo adulto no había ni sincronicidad ni ambición. Después de la muerte de la madre pasó largos días en el desván, revolviendo los baúles de viejas ropas, jugando con el revoltijo de sombreros y abalorios, tratando de rescatar algo de la personalidad de ella. En el alhajero, en el compartimiento del fondo, encontró un objeto pequeño y chato, de caja dorada, equipado con una correa para la muñeca. La esfera no tenía manecillas pero el círculo con los doce números lo intrigó, y se abrochó el objeto a la muñeca. Cuando el padre lo vio aquella noche, se atragantó con la sopa. — ¡Conrad, Dios mío! ¿Dónde lo encontraste? —En la caja de abalorios de mamá. ¿Puedo quedármelo? —No. Conrad, ¡dámelo! Lo siento, hijo. —Pensativo:— Veamos, tienes catorce años. Escucha, Conrad, en un par de años te lo explicaré todo. Este nuevo tabú dio mayor impulso a la curiosidad de Conrad y no hubo necesidad de esperar las revelaciones del padre. El conocimiento completo llegó muy pronto. Los muchachos mayores conocían toda la historia, pero extrañamente era una historia decepcionante, aburrida.
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—¿Eso es todo?—repetía Conrad—. No entiendo. ¿Por qué tanta preocupación por los relojes? ¿No tenemos acaso calendarios? Sospechando que había algo más, Conrad recorría las calles, inspeccionando los relojes abandonados, en busca de una pista que lo llevase al verdadero secreto. La mayoría de las esferas habían sido mutiladas, y les habían arrancado las manecillas, los numerales, y el círculo de diminutos intervalos: sólo quedaba una sombra tenue de herrumbre. Distribuidos aparentemente al azar por toda la ciudad, sobre tiendas, bancos y edificios públicos, era difícil descubrir el verdadero propósito de estos mecanismos. Había una cosa clara: medían el paso del tiempo a través de doce intervalos arbitrarios; pero ese no parecía motivo suficiente para que hubiesen sido proscritos. Al fin y al cabo había en uso general una gran variedad de marcadores de tiempo: en cocinas, fábricas, hospitales, en los sitios donde había necesidad de medir un período determinado. El padre tenía uno junto a la cama. Encerrado en la cajita negra característica, y movido por unas pilas en miniatura, emitía un silbido agudo y penetrante poco antes del desayuno, y lo despertaba a uno si se había quedado dormido. Un reloj no era más que un marcador de tiempo graduado, en muchos sentidos menos útil, que ofrecía una corriente constante de información inoportuna. ¿Para qué servía que fuesen las tres y media, según el viejo cómputo, si uno no planeaba empezar o terminar nada a esa hora? Haciendo que las preguntas pareciesen de veras ingenuas, Conrad llevó a cabo una encuesta larga y cuidadosa. Nadie por debajo de los cincuenta parecía saber algo de las circunstancias históricas, y hasta los más viejos comenzaban a olvidar. Conrad advirtió además que cuanto menos educadas más dispuestas a hablar estaban las gentes, lo que indicaba que los trabajadores manuales y de las clases más humildes no habían participado en 1a revolución, y por lo tanto no tenían que reprimir recuerdos cargados de culpa. El anciano señor Crichton, el plomero que vivía en las habitaciones del sótano, hablaba de cosas pasadas sin necesidad de que lo presionaran, pero nada de lo que él decía arrojaba luz sobre el problema. —Sí, en esa época había miles, millones, todo el mundo tenía uno. Relojes, los llamábamos, los atábamos a la muñeca, y había que darles cuerda todos los días. —Pero ¿qué hacían con ellos, señor Crichton?—insistía Conrad. —Bueno, uno... uno los miraba y sabía qué hora era. La una, o las dos, o las siete y media. A esa hora yo salía a trabajar. —Pero ahora la gente sale a trabajar luego del desayuno. Y si es tarde, suena el contador de tiempo. Crichton meneó la cabeza. 4
—No te lo puedo explicar, muchacho. Pregúntaselo a tu padre. Pero el señor Newman no lo ayudó mucho más. La explicación prometida para el decimosexto cumpleaños de Conrad no llegó nunca. Conrad insistía, y el señor Newman, cansado de evasivas, lo hizo callar con un exabrupto: —Deja de pensar en eso, ¿entiendes? Te meterás y nos meterás a todos en un montón de dificultades. Stacey, el joven profesor de inglés, tenía un retorcido sentido del humor; le gustaba escandalizar a los muchachos tomando posiciones no ortodoxas acerca del matrimonio o la economía. Conrad escribió un ensayo descubriendo una sociedad imaginaria totalmente preocupada por elaborados rituales que tenían como tema principal la observancia minuciosa del paso del tiempo. Stacey, sin embargo, se negó a entrar en el juego; calificó el ensayo con un poco comprometido suficiente, y luego de la clase le preguntó a Conrad en un tono tranquilo qué lo había impulsado a escribir esa fantasía. Al principio Conrad trató de echarse atrás, pero al fin hizo la pregunta. —¿Por qué es ilegal tener un reloj? Stacey lanzó el trozo de tiza de una mano a la otra. —¿Es ilegal? Conrad asintió. —Hay un viejo anuncio en la comisaría que ofrece una recompensa de cien libras por cada reloj de pared o de pulsera que sea entregado allí. Lo vi ayer. El sargento dijo que todavía está en vigencia. Stacey alzó las cejas burlonamente. —Te ganarás un millón. ¿Has pensado entrar en el negocio? Conrad no le hizo caso.
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—Es ilegal tener una pistola porque uno puede disparar contra alguien. Pero ¿cómo es posible hacer daño a alguien con un reloj? —¿No está claro? Puedes tomarle el tiempo, saber cuánto tarda en hacer algo. —¿Y entonces? —Entonces puedes obligarlo a que lo haga más rápido. A los diecisiete años, llevado por un impulso repentino, Conrad se fabricó el primer reloj. El hecho de estar tan preocupado con respecto al tiempo le había dado ya una notable primacía sobre otros muchachos, compañeros de clase. Uno o dos eran más inteligentes, otros más concienzudos. pero la habilidad de Conrad para organizar los períodos de estudio y de ocio le permitía aprovechar al máximo su talento. Cuando los otros holgazaneaban aun alrededor de la estación de ferrocarril en el camino de vuelta, Conrad ya había estudiado la mitad de las lecciones, distribuyendo el tiempo de acuerdo con sus propias necesidades. En cuanto terminaba subía al cuarto de juegos del desván, ahora convertido en taller. Allí, en los viejos roperos y baúles, armó los primeros modelos experimentales: velas calibradas, toscos relojes de sol, relojes de arena, un elaborado artefacto de relojería de casi medio caballo de fuerza y que movía las manecillas cada vez más rápidamente en una parodia involuntaria de la obsesión de Conrad. El primer reloj serio fabricado por Conrad fue un reloj de agua: un tanque goteaba lentamente, y un flotador de madera bajaba moviendo las manecillas. Simple pero preciso, contentó a Conrad durante varios meses mientras seguía buscando un verdadero mecanismo de relojería. Pronto descubrió que aunque había innumerables relojes de mesa, relojes de oro de bolsillo y medidores de tiempo de todo tipo herrumbrándose en tiendas de chatarra y en el fondo de los cajones de la mayoría de las casas, ninguno tenía adentro el mecanismo. El mecanismo, lo mismo que las manecillas y a veces los números, faltaba siempre. Los propios intentos de Conrad de fabricar un mecanismo de escape que regulara el movimiento de un motor de relojería, no dieron ningún resultado positivo; todo lo que había oído acerca de la marcha de los relojes confirmaba que eran instrumentos de precisión, de diseño y construcción exactos. Para satisfacer su secreta ambición —un marcador de tiempo portátil, si fuese posible un verdadero reloj de pulsera— tendría que encontrar uno que funcionase, en algún sitio. Finalmente, de procedencia inesperada, le llegó un reloj. Una tarde en un cine, un viejo sentado al lado de Conrad tuvo un repentino ataque al corazón. Conrad y otros dos espectadores lo llevaron a la oficina del administrador. Mientras lo sostenía de un brazo, Conrad notó en la penumbra del pasillo un destello metálico debajo de la manga. Rápidamente palpó la muñeca, e identificó el inconfundible disco lenticular de un reloj
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de pulsera. Mientras se lo llevaba a su casa,—el tictac le pareció tan fuerte como las campanadas de un toque de difuntos. Lo apretaba en la mano, suponiendo que cada persona en la calle lo señalaría acusadoramente con el dedo, y que la Policía del Tiempo le caería encima y lo arrestaría. En el desván lo sacó y lo examinó, conteniendo el aliento; cada vez que sentía que el padre se movía en el dormitorio de abajo, Conrad ahogaba el tictac ocultando el reloj bajo un almohadón. Al fin se dio cuenta de que el ruido era casi inaudible. El reloj se parecía al de la madre, aunque la esfera era amarilla y no roja. La caja estaba toda rayada y descascarada, pero la marcha del mecanismo parecía perfecta. Conrad levantó la tapa posterior, y durante horas miró el frenético mundo de ruedas y engranajes en miniatura, embelesado. Temiendo romperlo, le daba sólo la mitad de la cuerda, y lo guardaba cuidadosamente envuelto en algodón. Al sacarle el reloj al dueño, Conrad no había estado en realidad motivado por el robo; su primer impulso había sido esconder el reloj antes que el médico lo descubriese al tomarle el pulso al hombre. Pero una vez que tuvo el reloj en su poder abandonó toda idea de seguirle la pista al dueño y devolvérselo. Que otros usasen todavía relojes no lo sorprendió mucho. El reloj de agua le había demostrado que un medidor de tiempo regulado agregaba otra dimensión a la vida, organizaba las energías, daba a las innumerables actividades de la existencia cotidiana un modelo de significado. Conrad se pasaba horas en el desván mirando la pequeña esfera amarilla, observando la manecilla diminuta, que giraba lentamente, y el movimiento de la aguja horaria, que era imperceptible, una brújula que señalaba su propio paso a través del futuro. Sin el reloj Conrad sentía que le faltaba el timón, y flotaba a la deriva en un Limbo impreciso de acontecimientos intemporales. El padre comenzó a parecerle perezoso y estúpido, sentado por ahí sin tener la menor idea de cuándo iba a ocurrir algo. Pronto estuvo usando el reloj todo el día, y se cosió al brazo una delgada manga de algodón, con un estrecho dobladillo que ocultaba la esfera. Tomaba el tiempo a todo: las clases, los partidos de fútbol, las comidas, las horas de luz y oscuridad, sueño y vigilia. Se divertía infinitamente desconcertando a los amigos con demostraciones de su sexto sentido personal, anticipándoles la frecuencia de los latidos del corazón, los noticiarios que se oían a cada hora en la radio, cocinando una serie de huevos de idéntica consistencia sin la ayuda de un medidor de tiempo. Entonces se delató. Stacey, más perspicaz que cualquiera de los otros, descubrió que Conrad usaba reloj. Conrad había notado que las clases de inglés de Stacey duraban exactamente cuarenta y cinco minutos, y se dejó arrastrar al hábito de ordenar la mesa un minuto antes que sonase el medidor de tiempo. Una o dos veces descubrió que Stacey lo
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miraba con curiosidad, pero no podía resistir la tentación de impresionarlo siendo siempre el primero en ir hacia la puerta. Un día ya había apilado los libros y había guardado la pluma cuando Stacey le pidió a quemarropa que leyese el resumen del día. Conrad sabía que el medidor de tiempo sonaría en menos de diez segundos, y decidió callar y esperar a que la estampida habitual lo salvase del problema. Stacey bajó del estrado y esperó pacientemente. Uno o dos muchachos se volvieron y miraron a Conrad (que contaba los segundos finales) frunciendo el ceño. De pronto, perplejo, Conrad comprendió que el medidor de tiempo no había sonado esta vez. Aterrado, pensó primero que el reloj se le había roto, y apenas logró contenerse y no mirar debajo de la manga. —¿Tienes prisa, Newman?—preguntó Stacey secamente. Caminó despacio entre las mesas hacia Conrad, con una sonrisa burlona. Desconcertado, la cara encendida, Conrad abrió torpemente el cuaderno de ejercicios y leyó el resumen. Unos pocos minutos más tarde, sin esperar a que sonase el medidor de tiempo, Stacey dio por terminada la clase. —Newman —llamó—. Espera un momento. Hizo como que buscaba algo en el escritorio mientras Conrad se acercaba. —¿Qué te pasó?—preguntó Stacey—. ¿Olvidaste darle cuerda al reloj esta mañana? Conrad no dijo nada. Stacey tomó el medidor de tiempo, desconectó el silenciador y escuchó el zumbido intermitente. —¿De dónde lo sacaste? ¿Lo tenían tus padres? No temas, la Policía del Tiempo fue disuelta hace años. Conrad examinó cuidadosamente la cara de Stacey. —Era de mi madre —mintió—. Lo encontré entre sus cosas. Stacey alargó la mano y Conrad se quitó nerviosamente el reloj y se lo dio.
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Stacey apartó el dobladillo de algodón y echó una breve mirada a la esfera amarilla. —¿De tu madre, dices? Mm. —¿Va a denunciarme?—preguntó Conrad. —¿Para qué? ¿Para hacerle perder el tiempo a algún psiquiatra que ya tiene demasiado trabajo? —¿No es ilegal usar reloj? —Bueno, tú no eres precisamente la más grande amenaza a la seguridad pública.— Stacey echó a andar hacia la puerta, y le indicó a Conrad que lo acompañase. Le devolvió el reloj.— Olvida cualquier plan que tengas para el sábado a la tarde. Tú y yo vamos a hacer un viaje. —¿A dónde?—preguntó Conrad. —Al pasado—dijo Stacey alegremente—. A Cronópolis, la Ciudad del Tiempo. Stacey había alquilado un coche, un enorme y destartalado mastodonte de cromo y aletas. Le hizo una seña animada a Conrad que lo esperaba delante de la biblioteca pública. —Sube a la torre—gritó. Señaló la abultada cartera que Conrad había tirado en el asiento, entre los dos—. ¿Les echaste ya un vistazo? Conrad asintió. Mientras doblaban saliendo de la plaza desierta, abrió la cartera y sacó un abultado manojo de mapas de ruta; —Acabo de calcular que la ciudad cubre más de mil kilómetros cuadrados. Nunca me había dado cuenta de que era tan grande. ¿Dónde está toda la gente? Stacey rió. Cruzaron la calle principal y entraron en una avenida bordeada de árboles y casas separadas. La mitad eran casas vacías, de ventanas rotas y techos derrumbados. Hasta las casas habitadas tenían un aspecto precario, con torres de agua sostenidas por armazones de fabricación casera amarrados a chimeneas, y montones de troncos tirados en los jardines delanteros, entre hierbas altas.
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—Treinta millones de almas habitaron una vez la ciudad —señaló Shcey—. Hoy la población apenas pasa de los dos, y sigue bajando. Los que quedamos vivimos en lo que eran los suburbios apartados de otra época, de modo que la ciudad es ahora un enorme anillo de ocho kilómetros de ancho, y un centro muerto de sesenta o setenta kilómetros de diámetro. Entraron y salieron por diversas calles laterales, pasaron por delante de una pequeña fábrica que todavía funcionaba aunque se suponía que el trabajo cesaba al mediodía, y finalmente tomaron por un bulevar largo y recto que los llevaba hacia el oeste. Conrad seguía el avance en sucesivos mapas. Se estaban acercando al borde del anillo que había descrito Stacey. En el mapa aparecía sobreimpreso en verde, de modo que el interior era una zona de un gris uniforme, una densa terra incognita Dejaron atrás los últimos barrios comerciales, un puesto fronterizo de casas pobres con balcones y calles lúgubres atravesadas por macizos viaductos de acero. Stacey señaló uno mientras pasaban por debajo. —Parte del elaborado sistema de ferrocarriles que hubo en otra época, una enorme red de estaciones y empalmes que transportaba quince millones de personas a una docena de terminales, todos los días. Durante media hora avanzaron, Conrad encorvado contra la ventanilla, Stacey observándolo en el espejo retrovisor. Poco a poco el paisaje empezó a cambiar. Las casas eran más altas, de techos de color, las aceras tenían barandillas y torniquetes y semáforos para peatones. Habían llegado a los suburbios interiores, calles totalmente desiertas con supermercados de varios pisos, enormes cines y tiendas de ramos generales. Conrad miraba en silencio, la barbilla apoyada en una mano. Como no había medios de transporte nunca se había arriesgado a entrar en la zona deshabitada de la ciudad; como los otros niños siempre iba en dirección opuesta, hacia el campo abierto. Aquí las calles habían muerto hacia veinte o treinta años; las vidrieras de las tiendas se habían desprendido, destrozándose en la calle; viejos letreros de neón, marcos de ventanas y cables altos colgaban desde todas las cornisas, derramando sobre el pavimento una maraña de trozos metálicos. Stacey conducía lentamente, evitando de vez en cuando un ómnibus o un camión abandonado en medio de la calle, los neumáticos descascarados en los bordes. Conrad extendía el cuello mirando las altas ventanas vacías, los callejones estrechos, pero en ningún momento tuvo una impresión de miedo o de expectación. Eran sólo calles abandonadas, tan poco atractivas como un cajón de basura medio vacío. Un centro suburbano daba paso a otro, y a congestionadas zonas intermedias, largas y estrechas, como cinturones. La arquitectura cambiaba de carácter kilómetro a
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kilómetro; los edificios eran más grandes, bloques de diez a quince pisos, revestidos de azulejos verdes y amarillos, cubiertos de vidrio o cobre. Más que hacia el pasado de una ciudad fósil, como había esperado Conrad, avanzaban hacia el futuro. Stacey llevó el coche a través de un nudo de calles laterales, hacia una carretera de seis pistas que se alzaba sobre pilares altos por encima de los techos. Encontraron una calle que ascendía en espiral, y subieron acelerando bruscamente, entrando en una de las desiertas pistas centrales. Conrad estiraba el pescuezo y miraba. A lo lejos, a cuatro o cinco kilómetros de distancia, se erguían las enormes siluetas rectilíneas de los bloques de viviendas, edificios de treinta o cuarenta pisos, ordenados en hileras aparentemente interminables, como gigantescos dominós. —Estamos entrando en la zona principal de dormitorios —dijo Stacey. Los edificios se alzaban a ambos lados sobre la autopista, y la congestión era tal que algunos de ellos habían sido construidos contra las empalizadas de cemento. Pocos minutos después pasaban entre los primeros bloques: millares de viviendas idénticas, balcones oblicuos que se recortaban contra el cielo, cortinas de aluminio que centelleaban al sol. Las casas y tiendas pequeñas de las afueras habían desaparecido. No quedaba sitio al nivel del suelo. En los huecos estrechos entre los edificios había pequeños jardines de cemento, complejos de tiendas, rampas que descendían a inmensas playas subterráneas de estacionamiento. Y en todas partes había relojes. Conrad los notó en seguida, en las esquinas, las arcadas, en la parte superior de los edificios, en todas las posibles vías de acceso. La mayoría estaban demasiado lejos del suelo para ser alcanzados con otra cosa que una escalera de bomberos, y todavía tenían las manecillas. Todos marcaban la misma hora: 12:01. Conrad miró su propio reloj de pulsera, y vio que eran exactamente las 2:45 de la tarde. —Los movía un reloj patrón —dijo Stacey—. Cuando ese reloj se detuvo, todos los otros dejaron de andar en el mismo instante. Un minuto después de medianoche, hace treinta y siete años. La tarde se había oscurecido; los altos acantilados tapaban el sol, y el cielo era una sucesión de estrechos espacios verticales que se abrían y cerraban en torno. Abajo, en el suelo del desfiladero, todo era lúgubre y opresivo, un desierto de cemento y cristal. La autopista se dividía y continuaba hacia el oeste. Luego de unos pocos kilómetros más los bloques de viviendas dieron paso a los primeros edificios de oficinas de la zona central. Esas construcciones eran todavía más altas, de sesenta o setenta pisos, 11
unidas por rampas y terraplenes en espiral. La autopista se levantaba a veinte metros por encima del suelo, y sin embargo los primeros pisos de los bloques de oficinas estaban a esa misma altura, montados sobre soportes macizos, a horcajadas de los vestíbulos de paredes de vidrio, con ascensores y escaleras mecánicas. Las calles eran anchas pero poco características. Las aceras paralelas se fundían debajo de los edificios en una calzada continua de cemento. Aquí y allá había restos de kioscos de cigarrillos, escaleras herrumbradas que llevaban a restaurantes y a arcadas construidos sobre plataformas, a diez metros de altura. Conrad, sin embargo, miraba sólo los relojes. Nunca había visto tantos, tan apretados en algunos sitios que se tapaban unos a otros. Tenían esferas de distintos colores: rojo, azul, amarillo, verde Muchos tenían cuatro o cinco manecillas. Aunque las manecillas principales se habían detenido a las doce y un minuto, las secundarias estaban en distintas posiciones, determinadas aparentemente por el color. —¿Para qué eran las otras agujas? —preguntó Conrad—. ¿Y los distintos colores? —Zonas de tiempo. De acuerdo con la categoría profesional y los turnos de consumo. Ten un poco de paciencia, ya casi hemos llegado. Salieron de la autopista y doblaron por una rampa que los llevó al rincón noroeste de una plaza abierta, de ochocientos metros de largo por la mitad de ancho, atravesada en otra época por una cinta ininterrumpida de césped, cubierta ahora de hierbajos y plantas exuberantes. La plaza estaba vacía, un bloque repentino de espacio libre, limitado por altos acantilados de paredes de cristal que parecían sostener el cielo. Stacey estacionó el coche, y él y Conrad bajaron y estiraron las piernas. Caminaron juntos atravesando el ancho pavimento hacia la cinta de vegetación. Mirando desde la plaza el paisaje que se alejaba, Conrad tuvo por primera vez verdadera conciencia de las enormes perspectivas de la ciudad, la maciza jungla geométrica de edificios. Stacey puso un pie en la barandilla que rodeaba el césped y señaló hacia el otro extremo de la plaza, donde Conrad vio un grupo de edificios bajos de extraño estilo arquitectónico, siglo diecinueve vertical, manchados por la atmósfera y perforados por explosiones. Sin embargo, lo que le llamó de nuevo la atención fue la esfera de reloj metida en una alta torre de cemento inmediatamente detrás de los otros edificios. Nunca había visto un reloj más grande, tenía por lo menos treinta metros de diámetro, las inmensas agujas negras detenidas un minuto después de las doce. La esfera era blanca, la primera que habían encontrado de ese color, pero en las anchas plataformas semicirculares que sobresalían de la torre, bajo la esfera principal, había una docena de esferas más pequeñas, de no más de dnco metros de diámetro, que abarcaban todos los colores del espectro. Cada una tenía cinco manecillas, las tres menores detenidas en distintas posiciones.
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—Hace cincuenta años—explicó Stacey, señalando las ruinas debajo de la torre— ese grupo de edificios antiguos era una de las asambleas legislativas más grandes del mundo. —Stacey miró tranquilamente unos instantes, luego se volvió hacia Conrad.— ¿Te gusta el viaje? Conrad asintió fervientemente. —Es impresionante, sin duda. Las personas que vivieron aquí tuvieron que ser gigantes. Lo que me sorprende es que parece como si se hubieran ido ayer. ¿Por qué no regresamos nosotros aquí? —Bueno, aparte del hecho de que somos demasiado pocos, no podríamos manejar todo esto. La ciudad era un organismo social de extraordinaria complejidad. Es difícil imaginar los problemas de las comunicaciones, por ejemplo, mirando esas fachadas vacías. La tragedia de la ciudad fue que en apariencia no había sino un modo de resolverlos. — ¿Los resolvieron? —Ah, si, ciertamente. Pero se dejaron a ellos mismos fuera de la ecuación. Sin embargo, piensa en los problemas. Transportar a quince millones de oficinistas a y desde el centro todos los días, ordenar una corriente infinita de coches, ómnibus, trenes, helicópteros, unir entre sí todas las oficinas, casi todos los escritorios con videófonos, todas las viviendas con televisión, radio, energía, agua, alimentar y entretener a esa enorme cantidad de gente, protegerla con servicios complementarios, policía, patrullas contra el fuego, unidades médicas... todo dependía de un factor. Stacey blandió un puño hacia el reloj de la torre. — ¡El tiempo! Sólo sincronizando cada actividad, cada paso hacia adelante o hacia atrás, cada comida, parada de ómnibus y llamada telefónica podía este organismo mantenerse. Como las células de tu cuerpo, que proliferan transformándose en cánceres mortales si se les permite crecer libremente, aquí cada individuo tenía que servir a las necesidades superiores de la ciudad; cualquier atasco podía ser fatal y provocar el caos. Tú y yo abrimos los grifos del agua a cualquier hora del día o de la noche, porque tenemos nuestras propias cisternas particulares, pero ¿qué ocurriría aquí si todo el mundo lavara los platos del desayuno dentro de los mismos diez minutos? Echaron a andar lentamente por la plaza hacia la torre del reloj. —Hace cincuenta años, cuando la población era de solamente diez millones, podían tener en cuenta una capacidad máxima potencial, pero aun entonces una huelga en un servicio central paralizaba la mayoría de los restantes, los empleados tardaban dos o tres horas en llegar a las oficinas, y otro tanto en hacer cola para el almuerzo y volver a
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sus casas. A medida que aumentaba la población comenzó a ensayarse la posibilidad de distanciar los distintos horarios; los trabajadores de ciertas áreas iniciaban el día una hora antes o después que los de otras. Los pases de tren y las matrículas de los coches eran de diferentes colores, según el caso, y les estaba prohibido viajar fuera de ciertos períodos. Pronto se extendió el sistema; uno sólo podía encender el lavarropas a una hora determinada, despachar una carta o darse un baño en un período específico. —Parece factible —comentó Conrad, cada vez más interesado—. ¿Pero cómo lograban que eso se cumpliera? —Mediante un sistema de pases de colores, dinero de colores, una elaborada serie de horarios publicada todos los días como los programas de televisión o de radio. Y, naturalmente, mediante todos los miles de relojes que ves alrededor. Las agujas secundarias señalaban la cantidad de minutos de que disponían para cierta actividad las gentes de determinada categoría, indicada por el color del reloj. Stacey se interrumpió y señaló un reloj de esfera azul, en uno de los edificios que daban sobre la plaza. —Digamos, por ejemplo, que un jefe de sección que sale de la oficina a la hora asignada, las doce, quiere almorzar, cambiar un libro en una biblioteca, comprar aspirinas, y llamar por teléfono a su mujer. Como para todos los jefes de sección, la zona de identidad de este hombre es azul. Mira la tarjeta de horarios de la semana, o busca las columnas de los horarios azules en el diario, y ve que su periodo de almuerzo para ese día es de 12:15 a 12:30. Le sobran quince minutos. Verifica entonces el horario de la biblioteca. Hoy el código de tiempo es 3, la tercera manecilla del reloj. Mira el reloj azul más cercano, y la tercera aguja señala y 37: tiene 23 minutos, tiempo de sobra, para llegar a la biblioteca. Echa a andar calle abajo, pero en la primera bocacalle se encuentra con que las luces son sólo rojas y verdes y no puede seguir. La zona ha sido destinada temporalmente para oficinistas mujeres no calificadas, luces rojas, y trabajadoras manuales, luces verdes. —¿Qué ocurriría si el hombre ignorara las luces?—preguntó Conrad. —Nada inmediatamente, pero todos los relojes azules de esa zona habrían vuelto a cero, y no lo atendería ninguna tienda, ni la biblioteca, a menos que él tuviese dinero rojo o verde y un juego de pases falsificados para la biblioteca. De cualquier manera para qué arriesgarse; las sanciones eran demasiado grandes y todo el sistema había sido creado para su propia conveniencia, y la de nadie más. Entonces, ya que no puede llegar a la biblioteca, decide ir a la farmacia. El código de tiempo para farmacias es el 5, la quinta manecilla, la más pequeña. La manecilla señala y 54 minutos: el hombre tiene seis minutos para buscar una farmacia y comprar lo que necesita. Luego observa que aún le quedan cinco minutos antes del almuerzo, y decide llamar por teléfono a su mujer. Repasa el código telefónico y ve que no han previsto ningún
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periodo para llamadas personales ese día... ni el siguiente. Tendrá que esperar hasta la noche para verla. —¿Qué pasaría si llamara? — No podría conseguir dinero en la caja de monedas, y aunque pudiera, su mujer, suponiendo que fuese una secretaria, estaría ese día en una zona de tiempo roja y no en la oficina de ella. de ahí la prohibición de llamadas telefónicas. Todo engranaba de modo perfecto. Tu programa de horarios te decía cuándo podías encender el televisor y cuándo había que apagarlo. Todos los aparatos eléctricos tenían fusibles, y si te salías de los periodos programados te encontrabas con una multa considerable y una factura de reparación. La posición económica del espectador determinaba obviamente la elección del programa, y viceversa, de manera que no había problemas de coacción. El programa diario enumeraba tus actividades permitidas: podías ir al peluquero, al cine, al banco, al bar, a horas determinadas, y si ibas tenías la seguridad de que te servirían rápida y eficientemente. Casi habían llegado al otro lado de la plaza. Frente a ellos, en la torre, estaba la enorme esfera de reloj, dominando una constelación de doce asistentes inmóviles. —Había una docena de categorías socioeconómicas: azul para los gerentes y administradores, dorado para las clases profesionales, amarillo para los oficiales militares y los funcionarios del gobierno... a propósito, es raro que tus padres hayan tenido ese reloj de pulsera, ya que nadie en tu familia trabajó nunca para el gobierno... verde para los trabajadores manuales, etcétera. Pero, naturalmente, eso tenía sutiles subdivisiones. El jefe de sección de que te hablé salía de la oficina a las doce, pero un gerente general, con exactamente los mismos códigos de tiempo salía a las 11:45, tenía quince minutos más, encontraba... dignidad. —¿Te imaginas qué clase de vida llevaban aquí, fuera de unos pocos, esos treinta millones de habitantes? Conrad se encogió de hombros. Los relojes azules y amarillos, notó, superaban en número a todos los otros; evidentemente las oficinas principales del gobierno habían funcionado en la zona de la plaza. —Muy organizada pero mejor que la vida que llevamos nosotros —contestó al fin, más interesado en lo que veía alrededor—. Me parece mejor disponer de teléfono una hora al día que no tenerlo jamás. Cuando algo escasea se lo reparte siempre en raciones, ¿no es así? —Pero esta era una vida en la que escaseaba todo. ¿No te parece que más allá de ciertos limites ya no hay las calles despejadas antes del almuerzo apresurado de los oficinistas.
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Conrad resoplo. Stacey señaló la torre. —Este era el Reloj Mayor, el que regulaba todos los otros. El Control Central de Tiempo, una especie de Ministerio del Tiempo, se fue apoderando poco a poco de los viejos edificios parlamentarios a medida que las funciones legislativas disminuían. En la práctica, los programadores eran los gobernantes absolutos de la ciudad. Mientras Stacey habhba Conrad miró allá arriba la batería de relojes, detenidos irremediablemente en las 12:01. De algún modo parecía como si el Tiempo mismo estuviese en suspenso, y a su alrededor los enormes edificios de oficinas vacilaban en un espacio neutral entre el ayer y el mañana. Si uno pudiese al menos poner en marcha el reloj principal, quizá los mecanismos de la ciudad despertarían también volviendo a la vida, y unos dinámicos y bulliciosos millones la repoblarían de nuevo en un instante. Echaron a andar hacia el coche. Conrad miraba por encima del hombro la esfera del reloj, los brazos gigantes en alto, señalando la hora silenciosa. —¿Por qué se detuvo?—preguntó. Stacey lo miró con curiosidad. —¿No he sido bastante claro? —¿Qué quiere decir? Conrad apartó los ojos de las hileras de relojes que rodeaban la plaza, y miró a Stacey arrugando el ceño. —Parece que aquí hay dignidad de sobra. Mire esos edificios; resistirán en pie mil años. Trate de compararlos con mi padre. De todos modos piense en la belleza del sistema pre‡is ‡— mo un reloj. —No era otra cosa —comentó Stacey tercamente—. La vieja metáfora de la rueda del engranaje no fue nunca tan verdadera como aquí. Imprimían la suma total de tu existencia en las columnas del diario, y te la mandaban por correo una vez al mes desde el Ministerio del Tiempo.
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Conrad miraba en alguna otra dirección, y Stacey continuó hablando en voz un poco más alta. —Naturalmente, al fin hubo una rebelión. En la vida de las sociedades industriales no pasa más de un siglo sin que estalle una revolución y esas sucesivas revoluciones reciben el impulso de niveles sociales cada vez más altos. En el siglo dieciocho fue el proletariado urbano en el diecinueve las clases artesanas, en esta rebelión última el oficinista de cuello blanco, que vivía en el diminuto y así llamado apartamento moderno, sosteniendo mediante pirámides de créditos un sistema económico que le negaba toda libertad de decisión o de personalidad, que lo encadenaba a un millar de relojes... —Stacey se interrumpió.— ¿Qué pasa? Conrad clavaba los ojos en una calle lateral. Vaciló, y luego preguntó como si no le interesara demasiado: —¿Cómo funcionaban esos relojes? ¿Con electricidad? —La mayoria. Unos pocos mecánicamente. ¿Por qué? —Me preguntaba. .. cómo los mantendrían a todos en marcha. Conrad se demoró detrás de Stacey, consultando la hora en el reloj de pulsera y echando una mirada hacia la izquierda. Había veinte o treinta relojes suspendidos en los edificios a lo largo de la calle lateral, exactamente iguales a todos los que habían visto esa tarde. ¡Excepto que uno de ellos funcionaba! El reloj estaba montado en el centro de un pórtico de cristal negro, encima de la entrada de un edificio a mano derecha, a unos quince metros de distancia; tenía aproximadamente cincuenta centímetros de diámetro, y la esfera era de un azul descolorido. Las agujas de este reloj señalaban las 3:15, h hora correcta. Conrad casi le había mencionado a Stacey esta aparente coincidencia cuando de pronto vio que la aguja de los minutos saltaba de una marca a la siguiente. Sin duda alguien había vuelto a poner en marcha el reloj; aunque hubiese estado funcionando con una batería inagotable, no era posible que después de treinta y siete anos continuara señalando la hora con tanta exactitud. Siguió caminando detrás de Stacey, que decía: —Cada revolución tiene un símbolo de opresión...
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El reloj estaba casi fuera del alcance de la vista de Conrad. Iba a agacharse para atarse los cordones de un zapato cuando vio que la aguja de los minutos se sacudía hacia abajo, dejando levemente la horizontal. Conrad siguió a Stacey hacia el coche, sin molestarse ya en escucharlo. Cuando estaban a unos diez metros, dio media vuelta y echó a correr cruzando rápidamente la calle rumbo al edificio más cercano. —¡Newman!—oyó que Stacey le gritaba—. ¡Vuelve aquí! Conrad llegó a la acera y corrió entre las enormes columnas de cemento que sostenían el edificio. Se detuvo un instante detrás del hueco de un ascensor, y vio que Stacey subía apresuradamente al coche. El motor tosió y rugió, y Conrad corrió otra vez por debajo del edificio hasta un pasadizo que llevaba de vuelta a la calle lateral. Allá atrás el coche se puso en marcha, tomó velocidad, y se oyó el golpe de una portezuela. Cuando Conrad entró en la calle lateral, el coche apareció doblando la plaza, treinta metros detrás. Stacey se desvió de la calzada, subió bruscamente a la acera, y aceleró frenando y haciendo eses, tocando la bocina, tratando de amedrentar a Conrad. Conrad saltó a un lado, casi cayendo sobre la capota del coche, se lanzó a una escalera estrecha que llevaba al primer piso, y subió corriendo los escalones hasta un pequeño descanso que terminaba en unas puertas altas de vidrio. Del otro lado de esas puertas vio un balcón ancho que rodeaba el edificio. Una escalera de incendios zigzagueaba hacia el techo, interrumpiéndose en el quinto piso en una cafetería que se extendía sobre la calle hasta el edificio de oficinas de enfrente. Los pasos de Stacey resonaban ahora allá abajo, en la acera. Las puertas de vidrio estaban cerradas con llave. Conrad arrancó un extintor de la pared, y tiró el pesado cilindro contra el centro de la puerta. El vidrio se desprendió y cayó en una cascada repentina, destrozándose en el suelo enlosado y salpicando los escalones. Conrad se metió por la abertura, salió al balcón y comenzó a trepar por la escalera de incendios. Había llegado al tercer piso cuando vio a Stacey allá abajo, estirando el cuello y mirando hacia arriba. Sosteniéndose con una y otra mano, Conrad subió los dos pisos siguientes, saltó sobre un torniquete metálico trabado y entró en el patio abierto de la cafetería. Las mesas y las sillas estaban volcadas, entre restos astillados de escritorios arrojados desde los pisos superiores. Las puertas que daban al restaurante techado estaban abiertas, y en el suelo había un charco grande de agua. Conrad lo atravesó chapoteando, se acercó a una ventana, y apartando una vieja planta de plástico miró hacia la calle. Stacey, parecía, había abandonado h persecución.
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Conrad cruzó el restaurante, saltó sobre el mostrador y salió por una ventana a la terraza abierta que se extendía sobre la calle. Más allá de la baranda vio la plaza, la línea doble de marcas de neumáticos que trazaban una curva y entraban en la calle. Casi había cruzado hasta el balcón de enfrente cuando un disparo rugió en el aire. Hubo un tintineo agudo de vidrios que caían y el sonido de la explosión se alejó retumbando entre los desfiladeros vacíos. Durante unos pocos segundos sintió pánico. Retrocedió alejándose de la peligrosa barandilla, los tímpanos entumecidos, la cabeza levantada, mirando las enormes masas rectangulares que se alzaban a los lados, las hileras interminables de ventanas como los ojos facetados de unos insectos gigantescos. De modo que Stacey había estado armado ¡quizá era miembro de la Policia del Tiempo! Caminando a gatas, Conrad se escabulló por la terraza se deslizó entre los torniquetes y avanzó hacia una ventana entreabierta en el balcón. Trepó por la abertura y se perdió rápidamente en el edificio. Conrad se detuvo al fin en una oficina, en la esquina del sexto piso. Tenía la cafetería directamente debajo, y enfrente la escalera que había utilizado para subir. Durante toda la tarde Stacey fue y vino por las calles adyacentes, unas veces moviéndose en silencio, con el motor apagado, otras pasando a toda velocidad. En dos ocasiones disparó al aire, deteniendo luego el coche y llamando a Conrad, las palabras perdidas entre los ecos que rodaban de una calle a otra. A menudo seguía el contorno de la acera, y daba vuelta bajo los edificios, como si esperase que Conrad brotara de pronto detrás de una escalera mecánica. Por último pareció alejarse definitivamente, y Conrad volvió la atención al reloj del pórtico. El reloj había avanzado hasta las 6:45, casi exactamente la hora que señalaba su propio reloj. Conrad lo ajustó a esa hora, que consideró correcta, y luego se sentó a esperar a que apareciese la persona que había puesto en marcha el reloj. Los otros treinta o cuarenta relojes que veía alrededor continuaban inmóviles en las 12:01. Durante cinco minutos dejó su puesto, tomó con la mano un poco de agua del charco de la cafetería, trató de olvidar que tenía hambre, y poco después de medianoche se durmió en un rincón detrás del escritorio. Cuando despertó a ha mañana siguiente, el sol inundaba la oficina. Conrad se puso de pie y se sacudió el polvo, dio media vuelta y se encontró con un hombre pequeño y canoso que llevaba un remendado traje de lana y lo miraba con ojos penetrantes. En la
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curva del brazo apoyaba un arma grande, de cañón negro, los percutores amenazadoramente amartillados. El hombre puso en el suelo una regla de acero con la que evidentemente había golpeado un armario, y esperó a que Conrad se repusiese. —¿Qué haces aquí?—preguntó en seguida con voz enojada. Conrad vio que en los bolsillos del hombre abultaban unos objetos angulosos que le estiraban hacia abajo los lados de la chaqueta. —Yo... este... —Conrad buscó algo que decir. Por algún motivo estaba seguro de que este hombrecito era quien daba cuerda a los relojes. De pronto decidió que nada tenía que perder si confesaba la verdad y dijo abruptamente:— Vi el reloj funcionando. Allá abajo, a la izquierda. Quiero ayudarlo a usted a ponerlos otra vez en marcha. El viejo lo miró astutamente. Tenía una cara vigilante de pájaro, y dos pliegues debajo de la barbilla, como un gallo. —¿De qué manera?—preguntó. Conrad replicó débilmente: —Buscaría una llave en algún sitio. El viejo frunció el ceño. —¿Una llave? No serviría de mucho. Parecía que estuviese tranquilizándose, poco a poco; sacudió los bolsillos y hubo un apagado sonido metálico. No hablaron durante un rato. Al fin a Conrad se le ocurrió una idea, y descubrió la muñeca. —Tengo un reloj—dijo—. Son las 7:45.
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—A ver. —El viejo se adelantó, sacudió enérgicamente la muñeca de Conrad, examinó la estera amarilla.—Movado Supermatic —murmuró entre dientes—. Serie CTC. —Dio un paso atrás, bajando la escopeta, como tratando de saber de una vez por todas quién era Conrad.—Muy bien —dijo al fin—. Veamos. Tal vez necesites un desayuno. Salieron del edificio y echaron a andar rápidamente calle abajo. —La gente viene aquí a veces—dijo el viejo—. Turistas y policías. Observé tu huida ayer, tuviste suerte de que no te mataran. —Caminaban haciendo eses por las calles vacias, el viejo delante esquivando columnas y escaleras, las manos rígidas a los lados, sosteniéndose los bolsillos. Conrad les echó una mirada de reojo y vio que estaban repletos de llaves, grandes y herrumbrosas, de distintas formas. —Supongo que ese era el reloj de tu padre —comentó el viejo. —De mi abuelo —corrigió Conrad. Recordó el discurso de Stacey, y agregó—: Lo mataron en la plaza. .EI viejo arrugó el ceño comprensivamente, y durante un momento le sostuvo el brazo a Conrad. Se detuvieron debajo de un edificio exactamente igual a todos los demás y que en otra época había sido un banco. El viejo miró con atención alrededor, observando las altas paredes de los acantilados. Luego caminó delante subiendo por una escalera mecánica detenida. El viejo vivía en el segundo piso, detrás de un laberinto de rejas de acero y puertas de seguridad: un amplio taller, con un hornillo y una hamaca en el centro. Sobre treinta o cuarenta mesas en lo que antes había sido una sala de mecanografía, Conrad vio una enorme colección de relojes, todos en proceso de reparación. rodeados de estantes altos cargados de repuestos, en bandejas cuidadosamente rotuladas: escapes, trinquetes, ruedas dentadas, apenas reconocibles bajo la herrumbre. El hombre llevó a Conrad hasta un gráfico que había en una pared, y señaló el total que aparecía junto a una columna de fechas. —Mira esto. Hay ahora doscientos setenta y ocho funcionando continuamente. Me alegra de veras que hayas venido. Me lleva la mitad del tiempo tenerlos a todos con cuerda.
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Le preparó un desayuno a Conrad y le contó algo de si mismo. Se llamaba Marshall. En una época había trabajado en el Control Central de Tiempo como programador, había sobrevivido a la rebelión y a la Policía del Tiempo, y diez años después había vuelto a la ciudad. Al principio de cada mes iba en bicicleta hasta uno de los pueblos de la periferia a cobrar la pensión y abastecerse. El resto del tiempo lo pasaba dando cuerda a un número cada vez mayor de relojes en funcionamiento y buscando otros que pudiese desarmar y reparar. —En todos estos años la lluvia no les ha hecho ningún bien —explic6—, y con los eléctricos no se puede hacer nada. Conrad caminó entre los escritorios, tocando con cautela los relojes desarmados, esparcidos alrededor como las células nerviosas de un inmenso e inimaginable robot. Se sentía excitado y al mismo tiempo curiosamente tranquilo, como un hombre que ha arriesgado toda su vida al movimiento de una rueda y está esperando que gire. —¿Cómo sabe que todos marcan la misma hora? —le dijo a Marshall, pensando por qué la pregunta le parecería tan importante. Marshall hizo un gesto, irritado. —No puedo estar seguro, ¿pero qué importa? El reloj exacto no existe. Lo que más se le acerca es el reloj que se ha detenido. Aunque uno nunca sabe cuándo, dos veces al día es absolutamente exacto. Conrad fue hasta la ventana, y señaló el enorme reloj, visible en un hueco entre los techos. —Si pudiésemos ponerlo en marcha... De ese modo quizá funcionasen también todos los otros. —Imposible. Dinamitaron el mecanismo. Sólo el martillo está intacto. De cualquier manera los circuitos eléctricos de esos relojes se arruinaron hace mucho. Seria necesario un ejército de ingenieros para repararlos. Conrad asintió, y volvió a mirar el gráfico. Notó que Marshall parecía haberse extraviado a lo largo de los años: las fechas de finalización de los trabajos tenían un error de siete años y medio. Ociosamente, Conrad reflexionó acerca del significado de esa ironía, pero decidió no comentarle nada a Marshall.
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Durante tres meses Conrad vivió con el viejo, siguiéndolo a pie cuando el otro hacia su ronda en bicicleta, llevando la escalera de mano y el maletín repleto de llaves con las que Marshall daba cuerda a los relojes, ayudándolo a desarmar los mecanismos recuperables y a trasladarlos de vuelta al taller. El día entero, y a veces la mitad de la noche, trabajaban juntos, corrigiendo los movimientos, poniendo otra vez en marcha los relojes, y devolviéndolos a los sitios originales. Todo ese tiempo, sin embargo, la mente de Conrad no pensaba en otra cosa que el enorme reloj de la torre que dominaba la plaza. Una vez al día lograba escabullirse hasta los arruinados edificios del Tiempo. Como había dicho Marshall, ni el reloj ni sus doce satélites volverían a funcionar La caja del mecanismo parecía la sala de máquinas de un barco hundido, una maraña herrumbrada de rotores y volantes retorcidos por alguna explosión Todas las semanas Conrad subía la larga escalera hasta la última plataforma, a setenta metros de altura, y miraba a través del campanario las azoteas de los bloques de oficinas que se extendían hasta el horizonte. Los martillos descansaban contra las llaves en largas hileras, allá abajo. Una vez se le ocurrió patear una llave de los agudos, y una campanada sorda atravesó la plaza. El sonido trajo extraños ecos a la mente de Conrad. Lentamente comenzó a reparar el mecanismo del campanario, instaló nuevos circuitos eléctricos en los martillos y los sistemas de poleas, arrastrando cables hasta la cima de la torre, desarmando los tornos en la sala de máquinas y renovándoles los embragues. El y Marshall nunca discutían las tareas del otro. Como animales que obedecen a un instinto, trabajaban incansablemente, no sabiendo muy bien por qué. Cuando Conrad le dijo un día al viejo que pensaba irse y continuar el trabajo en otro sector de la ciudad, Marshall estuvo de acuerdo inmediatamente, le dio todas las herramientas que le sobraban y se despidió de él Seis meses más tarde, casi puntualmente, las campanadas del enorme reloj resonaron sobre los techos de la ciudad, dando las horas, las medias horas, los cuartos de hora, anunciando constantemente el paso del día A cincuenta kilómetros de distancia, en los pueblos suburbanos, la gente se detuvo en las calles y en las puertas de las casas, escuchando los ecos borrosos y fantasmagóricos que venían de los largos corredores de edificios en el lejano horizonte, contando involuntariamente las pausadas secuencias finales que decían la hora Las personas mayores se susurraron unas a otras: —Las cuatro, ¿o fueron las cinco? Han vuelto a poner en marcha el reloj Parece extraño luego de tantos años. Y durante todo él día se detenían a escuchar los cuartos y las medias horas que les llegaban desde muchos kilómetros, una voz que salía de la infancia y les recordaba el
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mundo exacto del pasado. Comenzaron a ajustar los medidores de tiempo a las campanadas, y de noche, antes de dormir, escuchaban la larga cuenta de medianoche, y al despertar oían de nuevo los tañidos en el aire claro y tenue de la mañana. Algunos fueron al cuartel de la policía y preguntaron si podían devolverles los relojes. Luego de la sentencia, veinte años por el asesinato de Stacey y cinco por catorce delitos según las Leyes del Tiempo, llevaron a Newman a las celdas del sótano del tribunal. Había esperado la sentencia y cuando el juez lo invitó a hablar no hizo ningún comentario. Luego de aguardar el proceso todo un año, la tarde en la sala del tribunal no era más que una tregua momentánea. No hizo ningún esfuerzo por defenderse de la acusación de haber matado a Stacey, en parte para proteger a Marshall, que podría así continuar su obra sin ser molestado, y en parte porque se sentía indirectamente responsable de la muerte del policía. El cuerpo de Stacey, con el cráneo fracturado por una caída de veinte o treinta pisos, había sido descubierto en el asiento trasero de su coche en un garaje subterráneo no lejos de la plaza. Presumiblemente Marshall había descubierto a Stacey merodeando por el lugar y se había encargado de él. Newman recordaba que un día Marshall había desaparecido del todo, y durante el resto de la semana había estado curiosamente irascible. Al viejo lo había visto por última vez en los tres dias finales antes de la llegada de la policía. Todas las mañanas, cuando las campanadas retumbaban sobre la plaza, la figura diminuta caminaba ágilmente por la plaza hacia Newman saludando con la mano, mirando la torre, la cabeza descubierta, sin mostrar ningún temor. Ahora Newman se enfrentaba con el problema de cómo inventar un reloj que seria para él como una carta de navegación durante los veinte años próximos. Sus temores crecieron cuando al día siguiente lo llevaron al bloque de celdas que albergaba a los presos de condenas largas: al pasar por delante de la celda para ver al superintendente, notó que la ventana daba a un pequeño pozo de ventilación. Se estrujó el cerebro mientras se cuadraba durante la homilía del superintendente, preguntándose cómo podría conservar la cordura. A menos que contase los segundos los 86.400 de cada día, no veía ninguna forma posible de precisar el tiempo. Ya en la celda, se dejó caer flojamente en el camastro, demasiado cansado para desempaquetar las pocas cosas que le habían permitido traer. Una breve inspección le confirmó la inutilidad del pozo de ventilación. Un foco potente instalado allá arriba ocultaba la luz del sol que se deslizaba a través de una reja de acero, a quince metros por encima de la celda. Se tendió en la cama y examinó el cielo raso. En el centro había una lámpara empotrada; una segunda lámpara, sorprendentemente, parecía haber sido adaptada a
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la celda. Esta última estaba en la pared, a pocos centímetros por encima de su cabeza. Vio el cuenco protector de llnnC VPintiCinC~ centimPtrr c ~1P ~ 'imPtr~ Contento, tendido en la cama, la cabeza sobre una manta enrollada a los pies, Newman miraba el reloj. Parecía en perfecto estado, y las agujas avanzaban dando saltos rígidos de medio minuto. Durante una hora, luego que se hubo ido el guardián, lo observó sin interrupción, luego comenzó a ordenar la celda, echando miradas al reloj por encima del hombro cada pocos minutos, como para asegurarse de que todavía estaba allí, y aún funcionaba correctamente. Le divertía de veras la ironía de la situación, la inversión total de la justicia, aunque le costara veinte años de vida. Dos semanas más tarde seguía riéndose de lo absurdo de toda la situación, cuando de pronto y por vez primera advirtió el sonido, el monótono y exasperante tictac.
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El Hombre Imposible J.G. Ballard EN LA MAREA BAJA, los huevos enterrados por fin en la arena removida bajo las dunas, las tortugas comenzaron el viaje de vuelta al mar. A Conrad Foster, que las miraba junto con el tío Theodore desde la balaustrada, al borde de la carretera, le pareció que les faltaba poco mas de cincuenta metros para llegar a la seguridad de las aguas tranquilas. Las tortugas seguían arrastrándose, y los restos de unos cajones de madera y las algas traídas por el mar ocultaban las jorobas oscuras. Conrad señaló la bandada de gaviotas que descansaba como una larga espada sobre el banco de arena, en la boca del estuario. Las aves habían estado mirando hacia el mar, como si no les interesara la playa desierta donde el viejo y el muchacho esperaban junto a la balaustrada, pero ante este leve movimiento de Conrad una docena de cabezas blancas giró simultáneamente. —Las han visto... —Conrad dejó caer el brazo en la baranda—. Tío Theodore, ¿crees que...? El tío se encogió de hombros, y señaló con el bastón un coche que se acercaba por la carretera, a medio kilómetro de distancia. —Puede haber sido el coche.—Llegó un grito desde el banco de arena y el tío se sacó la pipa de la boca. La primera bandada de gaviotas subió en el aire y empezó a girar como una guadaña hacia la playa.— Bueno, ahí vienen. Las tortugas habían dejado atrás los restos traídos por la marea. Avanzaban a través de la arena húmeda y lisa que bajaba hasta el mar, y los chillidos de las gaviotas rasgaban el aire. Involuntariamente, Conrad se volvió hacia la hilera de casas y el desierto salón de te, en las afueras del pueblo. El tío lo tomó del brazo. Las gaviotas sacaban a las tortugas del agua poco profunda y las tiraban en la arena, donde eran desmembradas por una docena de picos. Apenas un minuto después, las aves empezaron a abandonar la playa. Conrad y el tío no habían sido los únicos espectadores del breve festín de las gaviotas. Un pequeño grupo de unos doce hombres salió de entre las dunas y avanzó por la arena, ahuyentando a las últimas. Los hombres eran todos viejos, arriba de los sesenta y los setenta años. y vestían camisetas deportivas y pantalones de algodón recogidos hasta la rodilla. Cada uno llevaba un saco de arpillera y un garfio de madera con una hoja de acero en la punta. A medida que recogían los caparazones los limpiaban con movimientos rápidos y expertos y los echaban en los sacos. La arena húmeda estaba 1
rayada de sangre, y los brazos y los pies descalzos de los viejos pronto quedaron cubiertos de manchas brillantes. —¿Estás preparado para irnos? —el tío Theodore miró el cielo, siguiendo el vuelo de las gaviotas que volvían al estuario—. Tu tía nos espera. Conrad miraba a los viejos. Cuando pasaron cerca, uno de ellos los saludó levantando el garfio de punta roja. —¿Quiénes son? —preguntó Conrad, al ver que el tío Theodore devolvía el saludo. —Recolectores de caparazones... Vienen aquí en la temporada. Pagan bien por esos caparazones. Adelante, es hora de irnos. Echaron a caminar hacia el pueblo: el tío Theodore se movía lentamente, apoyándose en el bastón. Se detuvo un momento, y Conrad se volvió para mirar hacia la playa. Por algún motivo la visión de los viejos manchados por la sangre de las tortugas era más perturbadora que la rapacidad de las gaviotas. Entonces recordó que quizá había sido él mismo quien había alertado a las aves. El ruido de un camión apagó los gritos de las gaviotas que se posaban ya en el banco de arena. Los viejos se habían ido, y la marea creciente lavaba ahora la arena manchada. Llegaron al cruce, junto a la primera de las casas. Conrad guió al tío hasta la zona divisoria de tránsito, en el centro de la carretera. Mientras esperaban que pasara el camión, Conrad dijo: —Tío, ¿notaste que los pájaros nunca tocaban la arena? Mientras algo se movía aún... El camión pasó rugiendo, ocultando el cielo con la alta caja. Conrad tomó al tío por el brazo y echó a caminar. El viejo se movía con dificultad, clavando el bastón en la superficie arenosa de la carretera. De pronto dio un paso atrás, le gritó en silencio al coche deportivo que salió de la estela polvorienta del camión, y la pipa se le cayó de la boca. Conrad alcanzó a ver los nudillos blancos del conductor aferrados al volante, una cara helada detrás del parabrisas en el momento en que el coche se precipitaba hacia ellos, y luego, frenando, patinaba de costado en la carretera. Conrad empujó al viejo hacia atrás, pero ya tenían el coche encima, estallando en una rugiente nube de polvo. El hospital estaba casi vacio. Durante los primeros días, acostado e inmóvil en la sala desierta, Conrad observó serenamente las claras figuras del cielo raso, donde se reflejaban las flores de la ventana, escuchando los pocos sonidos que llegaban del otro lado de las puertas giratorias. De cuando en cuando venia la enfermera y lo miraba. 2
Una vez la mujer se inclinó para arreglarle el arco de protección sobre las piernas y Conrad notó que no era una mujer joven, sino más vieja aún que su tía, a pesar de la figura esbelta y del teñido púrpura del pelo. En realidad, las enfermeras y los asistentes que lo cuidaban en la sala vacía eran todos viejos, y evidentemente consideraban a Conrad más un niño que un joven de diecisiete años, tratándolo con un amable y descuidado tono burlón. Más tarde, cuando el dolor de la pierna amputada lo despertó bruscamente de aquel segundo sueño, la enfermera Sadie empezó a mirarlo a la cara. Le dijo que la tía había venido a visitarlo todos los días desde el accidente en el camino, y que volvería a la tarde siguiente. —...Theodore... ¿El tío Theodore...? —Conrad trató de sentarse, pero una pierna invisible, tan muerta y pesada como la de un mastodonte, lo anclaba en la cama—. El señor Foster... mi tío. ¿El coche lo...? —No lo atropelló por centímetros, querido. O por milímetros.—La enfermera Sadie le tocó la frente con una mano que era como un pájaro frío.— Sólo un rasguño en la muñeca, donde lo golpeó el parabrisas. Dios mío, los vidrios que les sacamos. Parecía como si se hubieran llevado por delante un invernadero. Conrad apartó la cabeza de los dedos de la enfermera. Escudriñó las hileras de camas vacías en la sala. —¿Dónde está mi tío? ¿Aquí...? —En casa. Tu tía lo cuida y pronto estará bien. Conrad se recostó, esperando a que la enfermera se fuese para quedar solo con el dolor de la pierna desaparecida. Encima, el arco de protección relucía como una montaña blanca. Era raro, pero la noticia de que el tío había salido casi ileso del accidente no le había traído a Conrad ningún alivio. Desde la edad de cinco años, cuando los padres de Conrad murieron de pronto en un accidente aéreo, la relación con la tía y el tío fue, si se quiere, todavía más estrecha que la que hubiese tenido con sus padres, pues el cariño y la fidelidad de los tíos había sido más constante y consciente. Sin embargo descubrió que no pensaba en el tío Theodore ni en si mismo, sino en el coche que se acercaba. La luciente carrocería del coche, de afiladas aletas, se había lanzado sobre ellos como las gaviotas que se precipitaban sobre las tortugas, moviéndose con el mismo ímpetu violento. Acostado en la cama, bajo el arco de protección, Conrad recordó las tortugas que atravesaban la arena húmeda arrastrando los pesados caparazones, y los viejos esperando entre las dunas.
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Afuera, en los jardines del hospital vacío, el agua de las fuentes se movía en el aire, y las ancianas enfermeras paseaban lentamente en parejas por los caminos sombreados. Al día siguiente, antes de la visita de la tía, vinieron dos médicos a ver a Conrad. El más viejo, el doctor Nathan, era un hombre delgado y canoso, de manos tan suaves como las de la enfermera Sadie. Conrad lo había visto antes, en aquellas horas confusas, cuando había llegado al hospital. Alrededor de la boca del doctor Nathan siempre colgaba una sonrisa tenue, como el fantasma de alguna broma olvidada. El otro médico, el doctor Knight, era bastante más joven, y comparado con el doctor Nathan casi parecía tener la misma edad de Conrad. La cara firme, de mandíbula cuadrada, miró a Conrad con una especia de jocosa hostilidad. El médico buscó la muñeca de Conrad como si fuese a arrojarlo al suelo de un tirón. —¿De modo que éste es el joven Foster ?—el doctor Knight miró a Conrad a los ojos— . Está bien, Conrad, no te voy a preguntar cómo te sientes. Conrad asintió, titubeando. —No... —¿No qué? —el doctor Knight le sonrió a Nathan, que se movía al pie de la cama como un flamenco viejo en un estanque desecado—. Pensé que el doctor Nathan te cuidaba muy bien.—Cuando Conrad murmuró algo, temiendo otra réplica, el doctor Knight siguió: —¿Es cierto? Sin embargo me interesa más tu futuro, Conrad. Ahora quedo yo en el lugar del doctor Nathan, así que desde ya puedes echarme la culpa de todo lo que salga mal. El doctor Knight acercó una silla metálica y se sentó a horcajadas, apartando el faldón del delantal blanco con un movimiento de floreo. —No quiero decir que todo vaya a salir mal. Conrad escuchó los golpes de los zapatos del doctor Nathan en el piso pulido. Se aclaró la garganta. —¿Dónde están todos los demás?
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—¿Lo notaste?—El doctor Knight echó una mirada a su colega.—Era difícil que no lo notaras —Miró por la ventana los desiertos Jardines del hospital.—Es verdad, no hay nadie aquí. —Un cumplido para nosotros, ¿no te parece, Conrad? El doctor Nathan se acercó otra vez a la cama. La sonrisa que le flotaba alrededor de los labios parecía pertenecer a otro rostro. —Sssiií...—dijo lentamente el doctor Knight—. Claro que nadie te lo habrá explicado, Conrad, pero esto no es un hospital, no un hospital común. —¿Qué...? —Conrad empezó a incorporarse, arrastrando el arco de protección—. ¿Qué quiere decir? El doctor Knight alzó las manos. —No me entiendas mal, Conrad. Es un hospital, por supuesto, un centro de cirugía avanzada, en realidad; pero también es algo más que un hospital, como trato de explicarte. Conrad volvió la cabeza hacia el doctor Nathan. El médico más viejo miraba por la ventana, como interesado en las fuentes del jardín, pero por primera vez tenía la cara pálida, y ya no sonreía. —¿En qué sentido?—preguntó Conrad cautelosamente—. ¿Tiene algo que ver conmigo? El doctor Knight extendió las manos con un ambiguo ademán. —Si, de algún modo. Pero de eso hablaremos mañana. Hoy ya te hemos cansado bastante. El doctor Knight se incorporó, examinando a Conrad, y puso las manos en el arco. —Tenemos que hacerle muchas cosas a esta pierna, Conrad. Al final, cuando hayamos terminado, te sorprenderás agradablemente. Quizá tú nos puedas ayudar. Así lo esperamos, ¿verdad, doctor Nathan?
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La sonrisa, como un fantasma que reaparece, flotó de nuevo en los labios finos del doctor Nathan. —Estoy seguro de que Conrad colaborará de veras. Cuando llegaron a la puerta, Conrad los llamó. —¿Si, Conrad? El doctor Knight esperó junto a la cama contigua. —El conductor... el hombre del coche. ¿Qué le pasó? ¿Está aquí? —Si, en realidad está, pero... —el doctor Knight vaciló y luego dijo, como si cambiara el rumbo de la conversación—: Para ser más sinceros, Conrad, no podrás verlo. Parece casi seguro que fue él el culpable del accidente... —¡No! —Conrad sacudió la cabeza—. No quiero echarle la culpa. Nosotros salimos de atrás de un camión. El hombre, ¿está aquí? —El coche chocó contra el poste de acero y luego atravesó el malecón. El muchacho se mató en la playa. No era mucho mayor que tú, Conrad. Quizá, de algún modo, trataba de salvaros a ti y a tu tío. Conrad asintió, recordando la cara pálida como un grito detrás del parabrisas. El doctor Knight se volvió hacia la puerta. Casi sotto voce, agregó: —Y ya verás, Conrad. Todavía te puede ayudar. Aquella tarde, a las tres, apareció el tío de Conrad. Sentado en la silla de ruedas y empujado por su mujer y por la enfermera Sadie, saludó alegremente a Conrad, alzando la mano libre al entrar en la sala. Esta vez, sin embargo, ver al tío Theodore no le levantó el ánimo a Conrad. Había esperado con ansia la visita, pero el tío había envejecido diez años desde el accidente, y la visión de aquellos tres ancianos, uno parcialmente inválido, que se acercaban sonriendo, sólo le recordó los días de soledad en el hospital
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Mientras escuchaba al tío, Conrad entendió de pronto que esa soledad era simplemente una versión más extrema de la porción que él mismo tenía en el mundo, y que era la de todos los jóvenes que vivían fuera de allí. De niño Conrad había conocido a pocos amigos de su propia edad, pues en ese entonces los niños eran casi tan raros como lo habían sido los centenarios un siglo antes. Conrad había nacido en un mundo de gente madura, un mundo donde además la madurez estaba avanzando siempre, como los horizontes de un universo en expansión, que cada vez se alejan más del punto inicial de partida. La tía y el tío, ambos cerca de los sesenta, representaban la línea media. Más allá de ellos se extendía la inmensa multitud superanciana de los más viejos, de ritmo lento y caminar inseguro, colmando las tiendas y las calles del pueblo marítimo, cubriendo todas las cosas como un discreto velo gris. En cambio, la confianza en si mismo y el aire indiferente del doctor Knight—aunque brusco y agresivo— le alteraban el pulso a Conrad. Hacia el final de la visita, cuando la tía había ido con la enfermera Sadie hasta el extremo de la sala, a mirar las fuentes, Conrad le dijo al tío: —El doctor Knight me dijo que podía hacer algo por mi pierna. —Estoy seguro de que si, Conrad.—El tío Theodore sonrió alentadoramente, pero clavando los ojos en la cara de Conrad.—Estos cirujanos son hombres inteligentes; hacen cosas asombrosas. —¿Y la mano, tío? Conrad señaló el vendaje que cubría el antebrazo izquierdo del tío. El tono irónico de la voz del tío le recordó a Conrad las estudiadas ambigüedades del doctor Knight. No dejaba de sentir que la gente tomaba partido a su alrededor. —¿Esta mano?—el tío se encogió de hombros—. Me ha servido sesenta años, y la falta de un dedo no me impedirá llenar la pipa. —Antes que Conrad pudiera responder, el tío siguió hablando: —Pero esa pierna es otra cosa: tendrás que decidir tú mismo qué quieres que te hagan. Cuando ya se iba, el tío le dijo a Conrad al oído: —Descansa bien, muchacho. Tal vez tengas que correr antes de poder caminar. Dos días después, a las nueve de la mañana en punto, el doctor Knight fue a ver a Conrad. Activo como siempre, fue en seguida al grano.
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—Y bien, Conrad —empezó, mientras cambiaba el arco de protección luego de examinar la pierna—, ya pasó un mes desde la última vez que caminaste por la playa; es hora de que salgas y marches de nuevo sobre tus propios pies. ¿Qué me dices? Conrad sonrió. —¿Pies?—repitió. Hizo un esfuerzo y rió débilmente—. ¿Lo dice como una figura de lenguaje? —No, lo digo literalmente.—El doctor Knight acercó una silla.—Dime, Gonrad, ¿oíste alguna vez hablar de cirugía reparadora? A lo mejor te la mencionaron en la escuela. —En biología... trasplantes de riñones y todo lo demás, para la gente más vieja. ¿Es eso lo que va a hacer con mi pierna? —¡Eh, no tan aprisa! Veamos primero algunas cosas básicas. Como tú dices, la cirugía reparadora data de hace aproximadamente cincuenta años, cuando se intentaron los primeros injertos de riñones, aunque los injertos de córnea eran ya comunes desde hacía varios años. Si aceptamos que la sangre es un tejido, el principio es todavía más antiguo: te hicieron una transfusión de sangre completa luego del accidente, y otra después cuando el doctor Nathan te amputó la rodilla y la tibia aplastadas. Nada de eso te sorprende, ¿verdad? Conrad esperó antes de responder. Por primera vez el tono del doctor Knight era de defensa, como si estuviera ya, por alguna suerte de extrapolación, haciendo las preguntas que Conrad podía luego rechazar. —No—respondió Conrad—. No, nada. —Es evidente. ¿Por qué te sorprendería? Sin embargo, recuérdalo, muchas personas se negaron a aceptar transfusiones de sangre, aunque eso significaba la muerte segura. Aparte de los reparos religiosos, muchos pensaban simplemente que la sangre ajena les ensuciaba el cuerpo.—El doctor Knight se echó atrás en la silla, mirando el cielo raso con ceño fruncido.— El punto de vista de esa gente es sin duda comprensible, pero no olvidemos que los materiales que constituyen nuestros cuerpos fueron una vez totalmente extraños a nosotros. No dejamos de comer para conservar nuestra identidad absoluta, ¿no es cierto?—El doctor Knight lanzó una carcajada.—Eso seria un egoísmo desaforado, ¿no crees? Cuando el doctor Knight miró de reojo a Conrad, como esperando una respuesta, Conrad dijo:
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—Algo parecido. —Bien. Y, claro, la mayoría de la gente del pasado adoptó tu punto de vista. El cambio de un riñón enfermo por uno sano no disminuye tu integridad, máxime si eso te salva la vida. Lo que importa es tu propia y continua identidad, tu espíritu. La estructura misma de las partes individuales del cuerpo parece estar al servicio de un todo psicológico más vasto, y la conciencia humana es lo suficientemente amplia como para proporcionar un sentido de unidad. "Nadie discutió esto nunca seriamente, y hace cincuenta años una cantidad de hombres y mujeres emprendedores, muchos de ellos médicos, donaron voluntariamente sus órganos sanos a otros que los necesitaban. Lamentablemente, todos esos esfuerzos fracasaron a las pocas semanas a causa de la llamada reacción de inmunidad. El cuerpo receptor, aunque estaba muriéndose, luchaba contra el injerto como contra un organismo extraño. Conrad meneó la cabeza. —Pensé que habían resuelto ese problema de la inmunidad. —Si, con el tiempo. Era más una cuestión de bioquímica que una falla de las técnicas quirúrgicas. Al fin se aclaró el camino, y desde entonces todos los años se salvaron miles de vidas; se trasplantaron órganos a personas con enfermedades degenerativas de hígado, riñones, tubo digestivo, y hasta partes del corazón y del sistema nervioso. El problema principal era dónde obtener esos órganos: tú puedes estar dispuesto a donar un riñón, pero no tu hígado o tu válvula mitral. Por fortuna, una gran cantidad de gente dona ahora los órganos al morir, y quien quiera ingresar en un hospital público ha de autorizar, en caso de muerte, el uso de cualquiera de sus órganos para cirugía reparadora. Al principio sólo se guardaban los órganos del tórax y el abdomen, pero hoy tenemos reservas de casi todos los tejidos del cuerpo humano, de modo que el cirujano dispone de cualquier cosa que necesite, ya sea un pulmón completo o unos pocos centímetros cuadrados de algún epitelio especializado. Mientras el doctor Knight se echaba atrás en la silla, Conrad señaló la sala alrededor. —Este hospital... ¿es aquí donde lo hacen? —Exactamente, Conrad. Este es uno de los centenares de establecimientos que tenemos ahora dedicados a la cirugía reparadora. Ya verás que sólo un pequeño porcentaje de los pacientes son casos como tú. La cirugía reparadora se ha aplicado principalmente con fines geriátricos, es decir, para prolongar la vida de los ancianos.
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Deliberadamente, el doctor Knight hizo una seña afirmativa con la cabeza al sentarse Conrad en la cama. —Entenderás ahora, Conrad, por qué siempre hubo tantos viejos en el mundo, a tu alrededor. La razón es simple: por medio de la cirugía reparadora hemos podido dar un segundo lapso de vida a personas que normalmente morirían a los sesenta o los setenta años. El promedio de vida ha subido de sesenta y cinco años hace medio siglo, a cerca de noventa y cinco. —Doctor... el conductor del coche. No sé el nombre. Usted dijo que él todavía podía ayudarme. —Lo dije en serio, Conrad. Uno de los problemas de la cirugía reparadora es el de la provisión de órganos. En el caso de los viejos no hay problemas; los materiales de repuesto exceden en verdad a la demanda. Fuera de unos pocos casos de degeneración completa, la mayoría de las personas viejas no necesita cambiar mucho más que un órgano, y cada muerte proporciona una reserva de tejidos que mantendrá a veinte personas vivas durante otros tantos años. Sin embargo, en el caso de los jóvenes, particularmente en el grupo de tu edad, la demanda supera las provisiones en proporción de cien a uno. Dime, Conrad, dejando a un lado lo del conductor del coche, ¿qué te parece para ti en principio la cirugía reparadora? Conrad miró la ropa de la cama. A pesar del arco de protección, la asimetría de los miembros era demasiado obvia. —No sé, bien. Supongo... —Tú eliges, Conrad. O usas una pierna protética, un sostén metálico que te causará molestias perpetuas el resto de tu vida, y que te impedirá correr y nadar y todos los movimientos normales de un hombre joven, o tienes una pierna de carne y sangre y hueso. Conrad titubeó. Todo lo que había dicho el doctor Knight no contradecía lo que había oído durante años sobre cirugía reparadora: el tema no era tabú, pero se tocaba raramente, sobre todo delante de niños. Sin embargo, Conrad estaba seguro de que este elaborado resumen era el prólogo de una decisión ineludible mucho más difícil. —¿Cuándo me lo hacen? ¿Mañana? —¡Dios mio, no! —el doctor Knight rió involuntariamente. Luego siguió hablando, apartando la tensión que había entre ambos—. No lo haremos antes de dos meses; es
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un trabajo tremendamente complejo. Tenemos que identificar y separar todas las terminaciones de nervios y tendones, y luego preparar un elaborado injerto óseo. Por lo menos durante un mes vas a tener una pierna artificial; después, créemelo, vas a desear tener de nuevo una pierna real. Ahora dime, Conrad, ¿puedo, en general, suponer que estás de acuerdo en que te hagamos el injerto? Necesitamos tu permiso y el de tu tío. —Creo que si. Quisiera hablar con el tío Theodore. Sin embargo, sé que no tengo ninguna alternativa. —Eres un hombre sensato. El doctor Knight le ofreció la mano. Cuando Conrad se estiró para estrechársela, notó que Knight le mostraba deliberadamente una tenue cicatriz del ancho de un pelo que le rodeaba la base del pulgar y desaparecía luego en la palma de la mano. El pulgar parecía pertenecer por completo a la mano y ser sin embargo algo separado. —Ahí tienes—dijo el doctor Knight—. Un pequeño ejemplo de cirugía reparadora. De la época en que yo era estudiante. Perdí el nudillo superior luego de infectármelo en la sala de disección. Me cambiaron todo el pulgar. Funciona perfectamente, sin él no hubiera podido ser cirujano. —El doctor Knight le señaló a Conrad la tenue cicatriz que le atravesabala palma de la mano.— Hay, claro, pequeñas diferencias, entre ellas la articulación: ésta es un poco más ágil que la mía, y la uña tiene una forma diferente, pero por lo demás, siento el dedo como propio. Hay también un cierto placer altruista en mantener con vida una parte de otro ser humano. —Doctor Knight... el conductor del coche. ¿Usted me quiere dar su pierna? —Así es, Conrad. Sin embargo te diré que el paciente tiene que estar conforme con el donante: la gente, por supuesto, se resiste un poco a que le injerten una parte de un criminal o de un psicópata.- Como te expliqué, no es fácil encontrar el donante apropiado para alguien de tu edad... —Pero, doctor... —Esta vez el razonamiento de Knight sorprendió a Conrad.—Debe de haber algún otro. No es que le tenga rencor, sino... Hay alguna otra razón, ¿no es eso? Luego de una pausa el doctor Knight hizo una señal afirmativa. Se apartó de la cama, y por un momento Conrad se preguntó si Knight no estaría a punto de abandonar todo el asunto. Entonces Knight dio media vuelta y señaló a través de la ventana. —Conrad, ¿nunca pensaste por qué este hospital estaba vacío? 11
Conrad se encogió de hombros. —Tal vez sea demasiado grande. ¿Cuántos pacientes caben? —Algo más de dos mil. Es grande, pero hace quince años, antes que viniese yo, apenas alcanzaba para atender a todos los pacientes. La mayoría eran casos geriátricos, hombres y mujeres de setenta y ochenta que venían a que les cambiasen uno o más órganos vitales. Había inmensas listas de espera, muchos de los pacientes trataban de pagar sumas enormes para ingresar aquí, sobornos, si se quiere. —¿Y dónde están ahora? —Una pregunta interesante: la respuesta explica en parte por qué estás tú aquí, y por qué tenemos un interés especial en tu caso. Hace unos diez o doce años, Conrad, las juntas de hospitales de todo el país notaron que ingresaban menos pacientes. Al principio se sintieron aliviadas, pero el descenso de ingresos siguió todos los años, y ahora tenemos alrededor de un uno por ciento de los pacientes que había antes. Y la mayoría de esos pacientes son cirujanos y médicos, o miembros del personal de enfermería. —Pero, doctor... si no vienen... —Conrad pensó en la tía y en el tío—. Si no quieren venir eso significa que prefieren. . El doctor Knight asintió. —Exactamente, Conrad. Prefieren morir. Una semana después, cuando el tío fue a verlo de nuevo, Conrad le explicó la proposición del doctor Knight. Estaban sentados juntos en la terraza, fuera de la sala, mirando por encima de las fuentes el hospital desierto. El tío llevaba todavía un guante quirúrgico en la mano, pero por lo demás se había repuesto del accidente. Escuchó a Conrad en silencio. —Ya no viene ningún viejo, cuando se enferman se quedan en casa y se acuestan... a esperar el fin. El doctor Knight dice que en muchísimos casos no hay nada que impida prolongar la vida casi indefinidamente. —Una especie de vida. ¿De qué manera piensa el doctor Knight que puedes ayudarlos?
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—Bueno, piensa que los viejos necesitan un ejemplo, un símbolo si se quiere. Alguien como yo, que ha quedado malherido en el comienzo de la vida. Yo podría llevarlos a aceptar los beneficios de la cirugía reparadora. —No tienen mucho que ver los dos casos—dijo el tío—. Sin embargo, ¿tú qué opinas? —El doctor Knight ha sido completamente franco. Me contó lo de aquellos primeros casos: personas que tenían miembros y órganos nuevos y se caían literalmente en pedazos cuando se les soltaban las suturas. Supongo que tiene razón. La vida tiene que ser preservada. Tú ayudarías a un moribundo si lo encontrarasen la calle, ¿por qué no en otro caso? Porque el cáncer o la bronquitis son menos dramáticos. . . —Te entiendo, Conrad —el tío alzó una mano—. ¿Pero por qué cree el doctor Knight que los viejos rechazan la cirugía? —Admite que no lo sabe. Cree que a medida que sube el promedio de edad hay una tendencia a que la gente mayor domine a los otros e imponga su propio estilo. En vez de tener alrededor una mayoría de gente joven, sólo ven viejos como ellos. La única manera de evadirse es la muerte. —Es una teoría. Oyeme: el doctor Knight quiere darte la pierna del conductor que nos atropelló. Parece un toque extraño. Un tanto macabro. —No, ahí está la cuestión: lo que trata de explicar es que una vez injertada la pierna es parte mía.—Conrad señaló el guante del tío.— Tío Theodore, esa mano. Perdiste dos dedos. Me lo dijo el doctor Knight. ¿Harás que te los injerten? El tío lanzó una carcajada. —¿Tratas de convencerme y de ganar así tu primer converso, Conrad? Dos meses después, Conrad volvió a ingresar en el hospital para someterse a la cirugía reparadora, lo que había estado esperando en todo el tiempo de la convalecencia. El día anterior visitó brevemente junto con el tío a unos amigos que vivían en hosterías para jubilados en el noroeste del pueblo. Esos agradables edificios de una sola planta, de estilo chalet, construidos por la autoridad municipal y alquilados a bajo precio, ocupaban una porción considerable de la superficie del pueblo. En las tres últimas semanas Conrad parecía haberlos visitado a todos. La pierna artificial no era demasiado cómoda, pero el doctor Knight le había pedido al tío que llevara a Conrad a ver a toda la gente conocida.
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Aunque el propósito de esas visitas era lograr que los ancianos residentes identificasen a Conrad antes que ingresara de nuevo en el hospital (el esfuerzo más grande para convencerlos vendría después, cuando le injertaran la otra pierna), Conrad ya no estaba seguro de que el plan del doctor Knight fuera a tener éxito. Lejos de provocar hostilidad, Conrad se ganaba la simpatía y los buenos deseos de los ancianos que ocupaban los albergues y bungaloes residenciales. En todas partes los viejos salían a las puertas y le hablaban, deseándole suerte en la operación. A veces, cuando devolvía las sonrisas y los saludos, mientras los hombres y las mujeres canosos lo miraban desde todos los balcones y jardines de alrededor, Conrad pensaba que él era la única persona joven en todo el pueblo —Tío, ¿cómo explicas la paradoja?—preguntó, mientras cojeaban juntos, Conrad apoyándose en dos gruesos bastones—. ¿Quieren que yo tenga una pierna y ellos mismos no van al hospital? —Pero tú eres joven, Conrad, sólo un niño para ellos. Te devolverán algo que te corresponde, la facultad de caminar y correr y bailar. No te prolongan la vida más allá de un lapso natural. —¿Lapso natural?—Conrad repitió la frase un poco molesto, y frotó el arnés de la pierna debajo del pantalón—. En algunos lugares del mundo el lapso natural de vida todavía no pasa mucho de los cuarenta anos. ¿No te parece que es relativo? —No del todo, Conrad. No más allá de cierto punto. Aunque había guiado a Conrad fielmente por el pueblo, el tío no parecía dispuesto a seguir la discusión. Llegaron a la entrada de una de las residencias. Uno de los muchos empresarios de pompas fúnebres del pueblo había abierto una nueva oficina y en la sombra, detrás de las ventanas emplomadas, Conrad vio el devocionario sobre una tarima de caoba, y unas fotografías discretas de coches fúnebres y mausoleos. Aunque disimulada, la oficina, pensó Conrad, estaba demasiado cerca de las casas de los ancianos. Se sintió perturbado como si hubiera visto en la calle una hilera de ataúdes nuevos exhibidos al público. Cuando Conrad se lo mencionó, el tío se encogió simplemente de hombros. —Los viejos miran las cosas con ojos realistas, Conrad. No temen la muerte ni la tratan de un modo sentimental, como los jóvenes. En realidad, el tema les interesa vivamente. Se detuvieron fuera de uno de los chalés y el tío tomó a Conrad por el brazo.
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—He de advertirte algo, Conrad. No quiero que te asustes, pero vas a conocer ahora a un hombre que piensa llevar a la práctica su oposición al doctor Knight. Quizás te diga más en unos pocos minutos que yo o el doctor Knight en diez años. A propósito, se llama Matthews, doctor James Matthews. —¿Doctor?—repitió Conrad—. ¿Quieres decir doctor en medicina? —Exacto. Uno de los pocos. Esperemos, sin embargo, a que lo conozcas. Se acercaron a la casa, una vivienda modesta de dos habitaciones, y un jardín descuidado y pequeño, dominado por un alto ciprés. La puerta se abrió no bien tocaron el timbre. Una monja anciana, vestida con el uniforme de una orden de enfermeras, saludó brevemente y los hizo entrar. Otra monja, con las mangas recogidas, atravesó el pasillo hacia la cocina llevando un balde de porcelana. A pesar de estos esfuerzos, había en la casa un olor desagradable, que el pródigo uso de desinfectantes no lograba disimular. —Señor Foster, ¿puede esperar unos minutos? Buenos días, Conrad. Esperaron en la sala oscura. Conrad estudió las dos fotografías enmarcadas que había sobre el escritorio: el retrato de una extraña mujer canosa, de cara de pájaro, que debía de ser la difunta señora Matthews, y un grupo de estudiantes graduados. Al fin, Conrad y el tío pasaron a un pequeño dormitorio del fondo. La segunda de las monjas había cubierto con una sábana los aparatos de la mesa junto a la cama. Ahora arregló la colcha y salió del cuarto. Apoyado en los bastones, Conrad esperó detrás, mientras miraba al hombre de la cama. El olor ácido era más intenso ahora, y parecía salir directamente de la cama. Guando el tío le indicó que se acercase, Conrad tardó en encontrar la cara arrugada del hombre. Las mejillas y los cabellos grises parecían perderse en las sábanas almidonadas, cubiertas por las sombras que arrojaban las cortinas. —James, éste es Conrad, el chico de Elizabeth.—El tío acercó una silla de madera, y le hizo una seña a Conrad. Conrad se sentó.— El doctor Matthews, Conrad. Conrad murmuró algo, sintiendo la mirada de los ojos azules. Lo que más lo sorprendió fue la relativa juventud del moribundo. Aunque andaba por los sesenta y pico, el doctor Matthews era veinte años más joven que la mayoría de la gente del pueblo.
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—Es todo un mozo, ¿verdad, James? —dijo el tío Theodore. El doctor Mathews movió afirmativamente la cabeza, como si no le interesara demasiado la visita. Tenía ahora los ojos clavados en el ciprés del jardín. —Un mozo—dijo al fin. Conrad esperó incómodamente. El paseo lo había cansado, y el muslo parecía estar otra vez en carne viva. Se preguntó si podrían llamar un taxi desde allí. El doctor Matthews volvió la cabeza. Parecía mirar al mismo tiempo a Conrad y al tío, clavando un ojo azul en cada uno. —¿Quién atiende al muchacho?—preguntó con una voz más aguda—. Nathan está allí todavía, creo... —Uno de los jóvenes, James. Tal vez no lo conoces, pero es una buena persona. Knight. —¿Knight? —el doctor Matthews repitió el nombre alterando apenas la voz—. ¿Y cuándo internan al muchacho? —Mañana. ¿No es así, Conrad? Conrad iba a hablar cuando notó que el doctor Matthews cloqueaba en silencio, riendo apenas entre dientes. Agotado de pronto por esta escena grotesca, y sintiéndose tocado por el humor macabro del médico, Conrad se levantó de la silla batiendo los bastones. —Tío, ¿puedo esperar afuera...? —Muchacho... —el doctor Matthews había sacado de la cama la mano derecha. La movió débilmente—. Me reía de tu tío, no de ti. Tu tío siempre tuvo un gran sentido del humor. O ninguno. ¿Qué pasa Theo? —No veo nada divertido, James. ¿Me estás insinuando que no debí traer a Conrad? El doctor Matthews se recostó en la cama, sonriendo todavía.
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—No, de ninguna manera. Yo estuve allí a su principio, que él esté aquí a mi fin... — miró otra vez a Conrad—. Te deseo la mejor suerte, Conrad. Te preguntarás sin duda por qué no te acompaño al hospital. —Bueno, yo... —empezó a decir Conrad, pero el tío le puso una mano en el hombro. —James, es hora de irnos. Creo que ya has dicho bastante. —No, evidentemente—el doctor Mathews levantó otra vez una mano, frunciendo el ceño ante las voces ligeramente altas—. Me llevará sólo un momento, Theo, y si no se lo digo yo no se lo dirá nadie, no el doctor Knight, por cierto. Tienes diecisiete años, ¿no es así Conrad? Conrad hizo una señal afirmativa y el doctor Matthews continuó: —A esa edad, si bien recuerdo, la vida parece prolongarse para siempre, quizá nunca se viva como entonces tan cerca de la eternidad. Sin embargo, a medida que envejeces vas descubriendo que todo lo que vale tiene limites finitos, principalmente de tiempo; desde cosas comunes como una flor o un crepúsculo, hasta las más importantes: el matrimonio, los hijos, etcétera, incluso la vida misma. Esas líneas duras que lo ciñen todo dan identidad a las cosas. Nada resplandece más que el diamante. —Basta, James... —Espera, Theo.—El doctor Matthews alzó la cabeza y casi consiguió sentarse en la cama.—Tú, Conrad quizá debieras explicarle al doctor Knight que no aceptamos que nos disminuyan las vidas justamente porque las valoramos tanto. Entre tú y yo, Conrad, hay miles de líneas duras: diferencias de edad, de carácter y de experiencia, diferencias de tiempo. Esas dimensiones te las tienes que ganar tú mismo. No se las puedes pedir prestadas a nadie, menos a los muertos. La puerta se abrió y Conrad volvió la cabeza. Afuera, en el vestibulo, estaba la monja más vieja. Le hizo una seña al tío. Conrad se colocó de nuevo la pierna y esperó a que el tío Theodore se despidiese del doctor Matthews. Cuando la monja se adelantó hacia la cama, Conrad vio en la cola de la túnica almidonada una mancha de sangre. Afuera pasaron lentamente junto a la empresa de pompas fúnebres, Conrad apoyado en los bastones. Mientras los ancianos de los jardines los saludaban, el tío Theodore dijo: —Siento que pareciese que se reia de ti, Conrad. No era su intención.
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—Cuando yo nací, ¿él estaba de veras? —Atendió a tu madre. Te trajo al mundo. Pensé que era justo que lo vieras antes que muriese. Para devolverle de algún modo el favor. Lo que no entiendo es por qué le pareció tan divertido. Casi exactamente seis meses después, Conrad Foster bajó caminando hacia la carretera de la costa y el mar. A la luz del sol vio las dunas altas sobre la playa, y más allá las gaviotas posadas en el banco de arena de la boca del estuario. El tránsito en la carretera de la costa parecía más intenso que en la visita anterior, y las ruedas de los coches y camiones esparcían una arena que flotaba sobre los campos en nubes tenues. Conrad caminó a paso vivo por el camino probando la pierna nueva. Durante los cuatro últimos meses los ligamentos se le habían soldado con un mínimo de dolor, y la pierna era, en todo caso, más fuerte y más elástica que la de antes. A veces, cuando Conrad caminaba distraídamente, la pierna parecía adelantarse con una voluntad y una vida propias. Sin embargo, y aunque las promesas del doctor Knight se habían cumplido realmente, Conrad no había aceptado la pierna. La tenue línea de la cicatriz quirúrgica que le rodeaba el muslo encima de la rodilla era una frontera que los separaba más categóricamente que cualquier barrera física. Como había dicho el doctor Matthews, la presencia de la pierna parecía disminuirlo, restando algo a su propio sentido de identidad, y no añadiendo nada. Esta sensación había crecido con el paso de las semanas y los meses, mientras la pierna se fortalecia. De noche descansaban juntos, en silencio, como un matrimonio incómodo. En el primer mes, luego del restablecimiento, Conrad había aceptado ayudar al doctor Knight y a las autoridades del hospital en la segunda etapa de la campaña, y hablarles a los ancianos para que se sometieran a la cirugía reparadora antes de desperdiciar la vida; pero uego de la muerte del doctor Matthews, decidió no participar más en ese plan. A diferencia del doctor Knight, Conrad entendió que no había verdaderos medios de persuasión, y que sólo los que yacen en los lechos de muerte, como el doctor Matthews, estaban dispuestos a discutir el asunto. Los otros simplemente sonreían y saludaban con la mano desde la tranquilidad de los jardines. Además, Conrad sabia que no podría escapar a los ojos sagaces de los viejos. Una cicatriz grande desfiguraba ahora la piel encima de la tibia, y la razón era simple. Luego de lastimarse mientras usaba la cortadora de césped del tío, Conrad había dejado que la herida se le infectase, como si ese acto de propia mutilación simbolizara de algún modo la amputación de la pierna. A cien metros de distancia, en el empalme con la carretera de la costa, la brisa tenue levantaba la arena fina. Medio kilómetro más allá, se acercaba velozmente una hilera de vehículos. Los conductores de los coches que 18
venían más atrás trataban de alcanzar a dos pesados camiones. Del estuario, lejos, salió un grito débil. Aunque cansado, Conrad echó a correr. Una conjunción familiar de acontecimientos lo guiaba de algún modo al sitio del accidente. Cuando Conrad llegó a la curva, ya se acercaba el primero de los camiones. El conductor encendió los faros delanteros mientras Conrad vacilaba en la acera, deseando volver otra vez a la isla para peatones, con el poste recién pintado. Por encima del ruido vio las gaviotas que subían en el aire sobre la playa, y oyó los gritos ásperos en el momento en que la torcida espada blanca atravesaba el cielo. Cuando la espada descendía velozmente en la playa, los viejos de los garfios metálicos cruzaron la carretera hacia el escondite de las dunas. El camión pasó junto a Conrad, lanzándole a la cara una nube de polvo gris. Luego apareció un pesado coche deportivo que alcanzó al camión, mientras los otros coches aceleraban detrás. Las gaviotas comenzaron a descender, chillando, sobre la playa, y Conrad se lanzó entre las nubes de polvo hacia el centro de la carretera, y corrió al encuentro de los coches.
FIN
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El Jardín Del Tiempo J. G. Ballard Al atardecer, cuando la gran sombra de la villa alcanzaba la terraza, el conde Axel abandonó su biblioteca y bajó los anchos escalones de estilo rococó que conducían hacia las flores del tiempo. Una figura alta e imperiosa con una chaqueta de terciopelo negro; un alfiler de corbata de oro brillaba bajo su barba a lo Jorge V. En una de sus enguantadas manos mecía ligeramente un bastón. Comenzó a inspeccionar las exquisitas flores de cristal, sin emoción, mientras escuchaba los sonidos del clavicordio de su esposa, que estaba tocando un rondó de Mozart en la sala de música. Los ecos de la melodía vibraban a través de los translúcidos pétalos. El jardín de la villa se extendía unos doscientos metros bajo la terraza, llegando hasta un lago en miniatura cruzado por un puente blanco que conducía a un menudo pabellón en la orilla opuesta. Axel nunca se aventuraba más allá del lago. La mayor parte de las flores del tiempo crecían en un pequeño arriate justamente bajo la terraza, amparadas por el alto muro que circundaba la finca. Desde la terraza, el conde podía ver por encima del muro la llanura que había más allá; una eran extensión de terreno abierto que avanzaba en ondulaciones hasta el horizonte, donde ascendía suavemente antes de perderse de vista. La llanura rodeaba la casa por todas partes, y su monótono vacío acentuaba la soledad y la suave magnificencia de la villa. Aquí, en el jardín, el aire parecía más brillante y el sol más cálido, mientras que en la llanura estaba siempre pálido y remoto. Como de costumbre, antes de empezar su usual paseo vespertino, el conde Axel miró a lo largo de la llanura hasta la última elevación, donde el horizonte estaba iluminado como un escenario por los rayos del sol vespertino. Cuando las delicadas y armoniosas notas de Mozart llegaban a él procedentes de las graciosas manos de su esposa, vio que las primeras filas de un enorme ejército se movían lentamente en el horizonte. A primera vista le pareció que avanzaban ordenadamente, pero en una inspección más detallada pudo comprobar que el ejército estaba formado por un vasto y confuso tropel de gente hombres y mujeres entremezclados con unos cuantos soldados de raídos uniformes, y todos ellos avanzando como una marea humana. Algunos lo hacían dificultosamente, bajo pasadas cargas suspendidas de toscos yugos que rodeaban sus cuellos; otros luchaban con toscas carretas de madera, ayudando con sus manos el girar de las ruedas. Solo unos cuantos caminaban libres, pero todos avanzaban al mismo paso, recortándose sus figuras a la luz del huidizo sol. La multitud estaba casi demasiado lejos para ser visible; sin embargo, Axel siguió observando, con expresión fría y vigilante, hasta que se hizo claramente perceptible la vanguardia de un inmenso populacho. Por último, cuando la luz del día comenzó a desvanecerse, la multitud alcanzo la cresta de la primera
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ondulación bajo el horizonte; entonces, Axel abandonó la terraza y descendió a pasear entre las flores del tiempo. Las flores crecían a una altura de dos metros; sus delgados tallos, como varillas de cristal, sostenían una docena de hojas. Al extremo de cada tallo estaba la flor del tiempo, del tamaño de una copa. Los opacos pétalos exteriores guardaban su corazón de cristal. Su brillantez diamantina presentaba mil facetas. Al ser movidas ligeramente por la brisa vespertina, refulgían como lanzas de fuego. Muchos de los tallos habían perdido su flor, y Axel los examinaba cuidadosamente, con un destello de esperanza en los ojos en su búsqueda de algún nuevo brote. Por último, seleccionó una gran flor de un tallo cercano al muro, se quitó los guantes y la arrancó con sus fuertes dedos. Cuando llevaban la flor a la terraza esta comenzó a centellear y a deshacerse, y la luz procedente del corazón fue desvaneciéndose. Lentamente, el cristal también empezó a disolverse, y solo los pétalos de alrededor permanecían intactos. El aire que rodeaba a Axel se tomó brillante y vívido. En un instante, la tarde pareció transformarse, alternando sutilmente sus dimensiones de tiempo y espacio. El oscurecido pórtico de la casa quedó despojado de su pátina, y relumbraba con una espectral blancura, como surgido repentinamente de un sueno. Alzando la cabeza, Axel miró fijamente otra vez por encima del muro. Solo el lejano borde del horizonte estaba iluminado por el sol, y la gran multitud que antes había avanzado casi una cuarta parte del camino de la llanura, había retrocedido ahora basta el horizonte. Todos habían vuelto atrás abruptamente, en una reversión del tiempo, y ahora parecían inmóviles. La flor, en la mano de Axel, se había contraído hasta adquirir el tamaño de un dedal de cristal. Los pétalos estaban crispados alrededor del desvanecido corazón. Un desmayado centelleo tembló por un instante desde el centro y se extinguió rápidamente; entonces, Axel sintió derretirse la flor como una gota de rocío en su mano. El crepúsculo se cerraba alrededor de la casa, extendiendo sus grandes sombras sobre la llanura, fusionando el horizonte con el cielo. El clavicordio estaba silencioso y las flores del tiempo no reflejaban su música, ahora inmóviles, formando parte del bosque embalsamando. Durante unos minutos Axel las miró, contando las flores que aún quedaban; después saludó a su esposa, que cruzaba la terraza arrastrando el borde de su vestido de noche, de brocado, por las baldosas. - Qué hermoso atardecer, Axel - habló la mujer, conmovida como si fuesen obra de su marido las ornamentales sombras y el nítido aire. Su rostro era sereno e inteligente; llevaba el pelo recogido por detrás con un broche de piedras montadas en plata. El vestido, escotado, revelaba un largo y delgado cuello y una barbilla altanera. Axel la examinaba con profundo orgullo. Le ofreció su brazo y juntos bajaron las escaleras hasta el jardín.
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- Uno de los más largos atardeceres de este verano - confirmó Axel, añadiendo -: He arrancado una flor perfecta, querida. Una joya. Con suerte nos servirá para varios días - frunció el entrecejo y miró involuntariamente al muro -. Cada vez parecen estar más cerca. Su mujer le sonrió alentadoramente y apretó su brazo con efusión. Ambos sabían que el jardín del tiempo estaba muriendo. *** Tres tardes después, como había previsto (aunque más pronto de lo que esperaba), el conde Axel arrancó otra flor del jardín del tiempo. Cuando aquel día miró por encima del muro, la chusma había alcanzado la mitad de la llanura, extendiéndose como una masa ininterrumpida. Creyó oír murmullos de voces traídos por el aire, un hosco ronroneo pleno de lamentos y gritos. Afortunadamente, su mujer estaba ante el clavicordio y los maravillosos contrapuntos de una Fuga de Bach se esparcían a través de la terraza, ocultando otros ruidos. Entre la casa y el horizonte la llanura estaba dividida en cuatro grandes declives, y la cresta de cada uno de ellos era visible en la declinante luz. Axel se había prometido a sí mismo que nunca los contaría, pero el número era demasiado pequeño para pasar inadvertido, particularmente porque servían de referencia en el avance del ejército. Ahora la avanzadilla había traspasado la primera cresta e iba camino de la segunda, y el grueso de la multitud presionaba detrás de los primeros. Mirando a izquierda y derecha de aquel compacto grupo, Axel pudo apreciar la ilimitada extensión del mismo. Lo que al principio pudo creer que formaba el cuerpo total de la masa no eran sino las avanzadillas. El verdadero centro no era visible todavía y Axel estimaba que cuando este, por fin, alcanzara la llanura no quedaría un palmo de terreno sin hollar. Intentaba ver algunos vehículos o máquinas pero todo aquello era una maraña amorfa y sin coordinación. No había estandartes, banderas, mascotas ni cortapicas; con la cabeza inclinada, la multitud avanzaba sin tregua. Repentinamente, las avanzadillas de la chusma aparecieron en lo alto de la segunda cresta y avanzaron hormigueando por la llanura. Lo que más asombró a Axel fue la increíble distancia que habían cubierto en tan poco tiempo. Las figuras se veían mucho más grandes que la vez anterior. Rápidamente, Axel salió de la terraza, seleccionó una flor del tiempo del jardín y la arrancó del tallo. Esta despidió su compacta luz y Axel volvió a la terraza. Cuando la flor se redujo a una perla helada en su mano miró hacia la llanura y vio con alivio que el ejército había retrocedido hasta el horizonte. Entonces advirtió que el horizonte estaba mucho más cerca que cuando arrancó la flor; lo había confundido con la primera cresta. ***
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Cuando se unió a la condesa en el paseo vespertino no le dijo nada de lo sucedido, pero ella se dio cuenta de su desconcierto e hizo todo lo posible para disipar su preocupación. Mientras bajaban los escalones, la condesa señaló al jardín del tiempo. - ¡Qué maravilloso panorama, Axel! ¡Hay tantas flores todavía! Axel asintió, sonriendo interiormente ante la tentativa de su mujer para tranquilizarle. La entonación con que ella había pronunciado la palabra «todavía» revelaba su propio conocimiento del próximo fin. De hecho, restaba una escasa docena de flores de los cientos que habían crecido en el jardín, y en su mayor parte eran tan solo capullos. Solamente tres o cuatro habían alcanzado la plenitud. Cuando caminaban hacia el lago, Axel trataba de decidir si debía arrancar primero las flores desarrolladas o dejarlas para el final. Estrictamente, sería mejor dar tiempo suficiente para que los capullos creciesen y madurasen, y este beneficio se perdería si retenía las flores formadas hasta el final, como deseaba hacer para la última acción defensiva. Se dio cuenta, empero, que en cualquier caso era lo mismo; el jardín moriría pronto y las pequeñas flores requerían más tiempo para crecer que él podía otorgarles. Cruzando el lago, él y su esposa miraron sus cuerpos reflejados en las oscuras aguas. Amparado por el «pavillon» por un lado y el muro por el otro, Axel se sentía tranquilo y seguro, y la llanura, con su alborotada multitud, parecía una pesadilla de la cual había despertado felizmente. Puso un brazo alrededor del suave talle de su esposa y la atrajo hacia sí cariñosamente, dándose cuenta de que no la había abrazado desde hacía años, aunque sus vidas habían sido eternas, y podía recordar, como si fuera ayer, cuando la trajo a vivir en la villa. - Axel - le preguntó su mujer, con repentina seriedad -. Antes que el jardín muera..., ¿puedo arrancar yo la última flor? Entendiendo su petición, él asintió lentamente con la cabeza. *** Una por una, durante los dos atardeceres siguientes, Axel arrancó las flores que quedaban, dejando tan solo un pequeño capullo que crecía justamente bajo la terraza, destinado a su esposa. Había cogido las flores al azar, rehusando contarlas o racionarías y arrancando dos o tres capullos a la vez cuando era necesario. La horda había alcanzado la segunda y tercera cresta; nublaba el horizonte. Desde la terraza, Axel podía ver con claridad la revuelta turba bajando por la depresión hacia la cresta final, y de cuando en cuando los sonidos de sus voces llegaban hasta él mezclados con gritos de cólera y chasquidos de látigos. Las carretas de madera daban tumbos por todos los lados sobre sus ruedas y los conductores luchaban por controlarlas. Por lo que podía distinguir Axel, ni un solo miembro de la multitud estaba enterado de la dirección que llevaban. Más bien cada uno avanzaba ciegamente sobre el terreno, pisando los talones a la persona que iba delante. Sin motivo que aducir, Axel tenía la vaga esperanza de que el verdadero núcleo, bajo el lejano horizonte,
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pudiera cambiar de dirección y la multitud alterase su curso gradualmente, desviándose de la villa, y retrocediera en la llanura como una resaca en el mar. En el penúltimo atardecer, cuando arrancó la flor del tiempo, la avanzadilla de la chusma había alcanzado la tercera cresta y pasaba hormigueante ante ella. Mientras esperaba a la condesa, Axel miró las dos florecitas que quedaban; solo conseguirían hacerles retroceder un corto trecho en el próximo atardecer. Los tallos de cristal a los que arrancó las flores se alzaban en el aire, pero todo el jardín había perdido su lozanía. *** Axel pasó la mañana siguiente tranquilamente en su biblioteca, encerrando sus manuscritos más raros en las cámaras de cristal situadas en las galerías. Caminó lentamente ante los retratos, puliendo cada uno de los cuadros cuidadosamente; después, puso las cosas en orden en su escritorio y cerró la puerta tras él. Durante la tarde halló trabajo en la sala, ayudando a su esposa que limpiaba sus ornamentos y ponía en orden los jarrones y bustos. Al atardecer, cuando el sol declinaba por detrás de la casa, ambos estaban cansados y polvorientos y no habían cruzado la palabra en todo el día. Cuando su mujer se dirigía a la sala de música, la llamó. - Esta noche cogeremos las flores juntos, querida - anunció lentamente -. Una para cada uno. Lanzó una ojeada por encima del muro. Pudo oír a unos seiscientos metros el rugir de la chusma avanzando hacia la casa. Rápidamente, Axel arrancó su flor, un capullo no mayor que un zafiro. A medida que este iba perdiendo su luz, el tumulto de afuera pareció ceder momentáneamente; después, comenzó de nuevo. Cerrando sus oídos al clamor, Axel dirigió la vista hacia la villa, contando las seis columnas del pórtico; después, se fijó en la plateada superficie del lago que reflejaba la última luz del atardecer, y en las sombras que se cruzaban entre los árboles y se extendían por el crespo césped. Axel se detuvo sobre el puente donde él y su mujer habían visto sucederse, cogidos del brazo, tantos y tantos veranos. -¡Axel! Afuera, el tumulto se hacía ensordecedor; mil voces bramaban a veinte metros escasos de allí. Una piedra cruzó por encima de la valla y cayó en el jardín del tiempo, rompiendo algunos de los vítreos tallos. La condesa corrió hacia él cuando una nueva oleada retumbó a lo largo del muro. Después, una pesada baldosa cruzó por encima de sus cabezas y se estrelló en una de las ventanas del invernadero. -¡Axel! La rodeó con sus brazos, ajustándose la corbata que ella había ladeado con su hombro.
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-¡Rápido, querida, la última flor! La condujo al jardín. La condesa tomó el tallo, arrancó la flor limpiamente y la protegió entre las palmas de sus manos. Por un momento el tumulto desmayó y Axel recobró su sangre fría. Al vívido centelleo de la flor vio el blanquecino rostro y los asustados ojos de su mujer. - Retenla todo lo que puedas, querida, hasta que muera la última de sus fibras. Permanecieron juntos en la terraza. De pronto, el griterío de afuera aumentó. La multitud estaba golpeando la verja de hierro y toda la villa temblaba ante este impacto. Cuando el último rayo de luz desapareció, la condesa elevó sus manos como si liberase un invisible pájaro; después, en un acceso final de valor, tomó las manos de su esposo con una sonrisa radiante que se desvaneció rápidamente. -¡Oh Axel!- lloró. Como una espada, la oscuridad descendió súbitamente sobre ellos. *** Pesadamente, la multitud que había afuera pasó por encima de los residuos del muro que cercaba la finca; acarreaban sus carretas por encima de él y a lo largo de los baches que una vez habían sido primoroso camino. Las ruinas de lo que antes fuera una espaciosa villa eran holladas por una incesante marea humana. El lago estaba seco. En su fondo quedaban troncos de árboles quebrados y el viejo puente deshecho. Brotaban las malas hierbas entre el largo césped de la pradera, cubriendo los senderos. La mayor parte de la terraza se había derrumbado y casi toda la multitud cruzaba rectamente por el césped, desviándose de la destruida villa; pero uno o dos de los más curiosos treparon y buscaron entre su armazón. Las puertas habían sido sacadas de sus goznes y los suelos estaban agrietados. En la sala de música se veía un viejo clavicordio hecho astillas y algunas de sus teclas aún reposaban entre el polvo. Todos los libros estaban esparcidos por el suelo, fuera de sus estantes, y los lienzos habían sido acuchillados, cubriendo con sus tiras el suelo. Cuando el cuerpo mayor de la multitud alcanzó la casa cubrió el muro en toda su extensión. Toda la gente junta caminaba a tropezones por el seco lago, por la terraza, y atravesando la casa cruzaban hacia la parte norte. Solo una zona soportaba esta ola sin fin. Justamente bajo la terraza, entre el derruido balcón y el muro, había unos matorrales espinosos de unos dos metros de altura. El punzante follaje formaba una masa impenetrable y la gente pasaba a su alrededor cuidadosamente. Muchos de ellos estaban demasiado ocupados buscando su camino entre las destrozadas losas para mirar el centro de los matorrales espinosos, donde dos estatuas de piedra, una junto a la otra, miraban alrededor desde su zona protegida. La mayor de las dos figuras representaba a un hombre con barba que llevaba una chaqueta de cuello alto y un bastón en una mano. Junto a él había una mujer con un traje de seda. Su rostro era suave y sereno. En
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su mano derecha sostenía ligeramente una rosa de pétalos tan suaves que casi eran transparentes. Cuando el sol se puso tras la casa, un rayo de luz pasó a través de una cornisa rota e hirió la rosa y, reflejándose sobre las estatuas, iluminó la piedra gris de tal manera que, por un fugaz momento, esta fue indistinguible de la ya hacía tiempo desvanecida carne de los originales de las estatuas.
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Las Voces Del Tiempo J. G. Ballard
Más tarde, Powers pensó a menudo en Whitby, y en los extraños surcos que el biólogo había trazado, aparentemente al azar, sobre todo el suelo de la vacía piscina. De una pulgada de profundidad y veinte pies de longitud, entrecruzándose para formar un complicado ideograma semejante a un símbolo chino, había tardado todo el verano en completarlos, y era obvio que no había pensado en otra cosa, trabajando incansablemente a través de las largas tardes del desierto. Powers le había observado desde la ventana de su oficina situada en el ala de neurología, viendo cómo señalaba cuidadosamente el trazado con unas estacas y un cordel, y cómo se llevaba los trozos de cemento en un pequeño cubo de lona. Después del suicidio de Whitby nadie se había preocupado de los surcos, pero Powers le pedía prestada la llave al supervisor y se introducía en la abandonada piscina, para examinar el laberinto de pequeños canales, casi llenos con el agua que goteaba del purificador, un enigma que ahora resultaba de imposible solución. Inicialmente, sin embargo, Powers estaba demasiado preocupado por completar su trabajo en la Clínica y planear su propia retirada final. Después de las primeras frenéticas semanas de pánico, había conseguido aceptar un difícil compromiso que le permitía contemplar su situación con el indiferente fatalismo que hasta entonces había reservado para sus pacientes. Por fortuna, estaba descendiendo las pendientes física y mental simultáneamente: el letargo y la inercia embotaban sus ansiedades, y un metabolismo cada vez más perezoso exigía la concentración para producir una secuencia lógica de pensamientos. En realidad, los intervalos cada vez más prolongados de sueño sin pesadillas resultaban casi sedantes. Powers empezó a desearlos, sin hacer ningún esfuerzo para despertar más pronto de lo que era esencial. Al principio tenía un despertador en la mesilla de noche, tratando de condensar toda la actividad que podía en las horas de lucidez, ordenando su biblioteca, dirigiéndose cada mañana al laboratorio de Whitby para examinar los últimos lotes de placas de rayos X racionando cada minuto y cada hora como las últimas gotas de agua de una cantimplora. Afortunadamente, Anderson, sin querer, había hecho que se diera cuenta de lo insustancial de aquella conducta. Después de que Powers abandonó la Clínica, continuaba acudiendo a ella una vez a la semana para una revisión que era ya un simple formulismo. Pero, la última vez, Anderson le había tomado la presión observando el relajamiento de los músculos faciales de Powers, las apagadas pupilas, las mejillas sin afeitar. Dirigió una amistosa sonrisa a Powers a través del escritorio, preguntándose qué debía decirle. Siempre había tratado de estimular a los pacientes más inteligentes, procurando incluso proporcionarles alguna explicación. Pero Powers era demasiado difícil de alcanzar: neurocirujano extraordinario, un hombre que siempre estaba en la periferia, que sólo se encontraba a gusto trabajando con materiales poco comunes. En su fuero íntimo pensó: Lo siento, Robert. ¿Qué puedo decir? ¿Que incluso el sol se
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esta enfriando? Observó a Powers que repiqueteaba con las puntas de los dedos sobre la esmaltada superficie del escritorio, mientras sus ojos repasaban los mapas anatómicos colgados en las paredes de la oficina. A pesar de lo descuidado de su aspecto —hacía una semana que llevaba la misma camisa sin planchar y los mismos zapatos de lona blanca—, Powers parecía conservar el dominio de sí mismo, como un personaje de Conrad más o menos reconciliado con su propia debilidad. —¿En qué pasa usted el tiempo, Robert? —preguntó—. ¿Sigue acudiendo al laboratorio de Whitby? —Siempre que puedo. Tardo media hora en cruzar el lago, y a veces me despierto tarde, a pesar del despertador. Podría instalarme allí de un modo permanente. Anderson frunció el ceño. —¿Cree que es muy importante? Hasta donde se me alcanza, el trabajo de Whitby era puramente especulativo...—Se interrumpió, dándose cuenta de que aquellas palabras llevaban implícitas una censura del desastroso trabajo de Powers en la Clínica, aunque Powers pareció ignorarlo: estaba examinando el dibujo de las sombras en el techo—. De todos modos, ¿no sería preferible que se quedara donde está, entre sus propias cosas, leyendo de nuevo a Toynbee y a Spengler? Powers se echó a reír. —Eso es lo último que deseo hacer. Quiero olvidar a Toynbee y a Spengler. En realidad, Paul, me gustaría olvidarme de todo. Aunque no sé si tendré tiempo. ¿Cuánto puede olvidarse en tres meses? —Todo, supongo, si uno lo desea de veras. Pero no trate de hacer correr el reloj más de lo normal. Powers asintió silenciosamente, repitiéndose a sí mismo aquella última observación. Hacer correr el reloj más de lo normal: era exactamente lo que había estado haciendo. Mientras se ponía en pie y se despedía de Anderson, decidió repentinamente tirar su despertador, escapar de su inútil obsesión en lo que respecta al tiempo. Para recordárselo a sí mismo se quitó el reloj de pulsera, dio unas cuantas vueltas a la corona para cambiar la posición de las saetas, y luego se lo metió en el bolsillo. Mientras se dirigía al estacionamiento reflexionó sobre la libertad que aquel simple acto le concedía. Ahora exploraría los atajos, las puertas laterales, en los pasillos del tiempo. Tres meses podían ser una eternidad. Se dirigió hacia su automóvil, protegiendo con la mano sus ojos del deslumbramiento del sol que se reflejaba implacablemente sobre el parabólico tejado del salón de conferencias. Estaba a punto de subir al vehículo cuando vio que alguien había dibujado con un dedo en la capa de polvo acumulado en el parabrisas: 96,688,365,498,721 Mirando por encima de su hombro, reconoció el Packard blanco estacionado junto a su propio automóvil, inclinó la cabeza y vio en su interior a un joven de rostro enjuto, cabellos rubios y una alta frente cerebrotónica, que le observaba detrás de unas gafas oscuras. Sentado junto a él, al volante, había una muchacha de cabellera negra y lustrosa a la cual había visto a menudo en el departamento de psicología. Tenía unos ojos inteligentes aunque algo oblicuos, y Powers recordó que los doctores más jóvenes se referían a ella como a “la muchacha de Marte” .
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—Hola, Kaldren —dijo Powers, dirigiéndose al joven—. ¿Continúas siguiéndome los pasos? Kaldren asintió. —La mayor parte del tiempo, doctor. A propósito, últimamente no le hemos visto con demasiada frecuencia. Anderson dijo que usted había dimitido, y hemos observado que su laboratorio está cerrado. Powers se encogió de hombros. —Comprendí que necesitaba un descanso, sencillamente. —Lo siento, doctor—dijo Kaldren, en un tono ligeramente burlón—. Y espero que no se dejará deprimir por este bache.—Se dio cuenta de que la muchacha miraba a Powers con interés—. Coma le admira mucho. Le he prestado sus artículos del American Journal of Psychiatry, y se los ha leído de cabo a rabo. La muchacha sonrió agradablemente a Powers, disipando por un instante la hostilidad latente entre los dos hombres. Cuando Powers le devolvió la sonrisa, la muchacha se inclinó a través de Kaldren y dijo: —Precisamente acabo de leer la autobiografía de Noguchi, el famoso doctor japonés que descubrió la espiroqueta. Usted me lo recuerda... ¡ Hay tanto de usted mismo en todos los pacientes a los que ha tratado! Powers volvió a sonreír. Luego, sus ojos se apartaron del rostro de la muchacha y se posaron en el de Kaldren. Los dos se miraron unos instantes con expresión sombría, y un leve tic en la mejilla derecha del joven contrajo sus músculos faciales. Kaldren consiguió dominarlo con un esfuerzo, evidentemente enojado por el hecho de que Powers se hubiera dado cuenta. —¿Qué tal te encuentras?—preguntó Powers—. ¿Has tenido más... jaquecas? —¿Quién me atiende, doctor? ¿Usted, o Anderson? —inquirió Kaldren secamente—. ¿Es ésa la clase de pregunta que tiene que formular? Powers hizo un gesto de desdén. —Quizás no—dijo. Se aclaró la garganta; el calor hacía refluir la sangre de su cabeza y se sentía cansado y deseoso de alejarse de allí. Se volvió hacia su automóvil, y luego se dijo que Kaldren probablemente le seguiría, para tratar de desplazarle a la cuneta, o para bloquear la carretera y hacer que Powers tragara polvo hasta llegar al lago. Kaldren era capaz de cualquier locura. —Bueno, tengo que ir a recoger algo—dijo, y añadió con voz más firme—: Si puedes llegar hasta Anderson, ponte en contacto conmigo Entró en el ala de neurología, se detuvo con una sensación de alivio en el fresco vestíbulo y saludó a las dos enfermeras y al guardián armado en la oficina de Recepción. Por algún motivo desconocido, los terminales que dormían en el bloque contiguo atraían hordas de visitantes, la mayoría de ellos chiflados con algún mágico remedio antinarcoma, o simplemente curiosos, aparte de un gran número de personas completamente normales que habían recorrido millares de kilómetros, impulsados hacia
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la Clínica por algún extraño instinto, como animales emigrando a un preescenario de sus cementerios raciales. Powers avanzó a lo largo del pasillo que conducía a la oficina del supervisor, pidió la llave y cruzó las pistas de tenis para dirigirse a la piscina, que no era utilizada desde hacía varios meses. Una vez más, contempló el ideograma de Whitby. Estaba cubierto de hojas húmedas y de trozos de papel, pero los contornos se apreciaban claramente. Cubría casi todo el suelo de la piscina, y a primera vista parecía representar un enorme disco solar, con cuatro proyecciones laterales romboides, un tosco mandala Jungiano. Preguntándose qué habría inducido a Whitby a grabar el dibujo antes de su muerte, Powers observó algo que se movía a través de los escombros en el centro del disco. Un animal cubierto por un caparazón de concha negro, de un pie de longitud, aproximadamente, estaba hociqueando en el lodo, arrastrándose sobre unas cansadas patas. Su caparazón era articulado y recordaba vagamente el de un armadillo. Al llegar al borde del disco se detuvo y vaciló, y luego retrocedió de nuevo hacia el centro, al parecer poco deseoso o incapaz de cruzar el angosto surco. Powers miró a su alrededor y luego se dirigió hacia una de las casetas que rodeaban la piscina. Entrando en ella, arrancó una pequeña taquilla de madera, destinada a guardar la ropa de los bañistas, de la oxidada abrazadera que la mantenía sujeta a la pared. Cargado con ella descendió la escalerilla de metal que conducía al fondo de la piscina y avanzó prudentemente por el resbaladizo suelo en dirección al animal. Éste trató de alejarse, pero a Powers no le resultó difícil capturarlo. Utilizó la tapadera para levantarlo hasta la caja. El animal pesaba tanto como un ladrillo. Powers golpeó su macizo caparazón con los nudillos, observando la cabeza triangular que asomaba por el borde como la de una tortuga, y las recias membranas entre los primeros dedos de las patas delanteras. Contempló los ojillos que parpadeaban ansiosamente, mirándole desde el fondo de la caja. —No temas, amigo—murmuró—. No voy a hacerte ningún daño. Tapó la caja, salió de la piscina y se dirigió a la oficina del supervisor. Luego llevó la caja a su automóvil. »...Kaldren sigue estando enojado conmigo—escribió Powers en su diario—. Por algún motivo que ignoro no parece aceptar de buena gana su aislamiento, y está elaborando una serie de ritos privados para reemplazar las horas de sueño perdidas. Tal vez debería hablarle de mi propia situación, pero probablemente lo consideraría como el intolerable insulto final, pensando que yo tengo en exceso lo que él desea tan desesperadamente. Sólo Dios sabe lo que puede pasar. Afortunadamente, las visiones de pesadilla parecen haber remitido... Apartando el diario a un lado, Powers se inclinó hacia adelante a través del escritorio y contempló fijamente el blanco suelo del lecho del lago extendiéndose hacia las colinas a lo largo del horizonte. A tres millas de distancia, sobre la lejana playa, pudo ver la copa circular del radiotelescopio girando lentamente en el claro aire de la tarde, mientras Kaldren acechaba incansablemente el cielo, represado en millones de parsecs cúbicos de éter.
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Detrás de él murmuraba silenciosamente el acondicionador de aire, enfriando las paredes de color azul claro medio ocultas en la empañada claridad. En el exterior el aire era fúlgido y opresivo; las oleadas de calor, ondulando desde los macizos de cactus, empañaban las terrazas del bloque de neurología de la Clínica, con sus veinte pisos de altura. Allí, en los silenciosos dormitorios, detrás de las echadas persianas, los terminales dormían su prolongado sueño. Había ahora más de quinientos en la Clínica, la vanguardia de un enorme ejército de sonámbulos reuniéndose para su última marcha. Sólo habían transcurrido cinco años desde que fue localizado el primer síndrome de narcoma, pero en el este estaban preparándose ya unos inmensos hospitales del gobierno para recibir a los millares de afectados que no tardarían en descubrirse. Powers se sintió repentinamente cansado y dirigió una mirada a su muñeca, preguntándose cuánto faltaba para las ocho, su hora de acostarse para la semana siguiente. Echaba ya de menos el ocaso, pronto despertaría a su último amanecer. Su reloj estaba en su bolsillo. Recordó su decisión de no utilizar su medidor del tiempo, se retrepó en su asiento y contempló las estanterías de libros adosadas a la pared. Había allí ediciones AEC encuadernadas en verde que había sacado de la biblioteca de Whitby, artículos en los cuales el biólogo describía su trabajo en el Pacífico después de los tests-H. Powers se sabía muchos de ellos casi de memoria; los había leído un centenar de veces, tratando de captar las conclusiones finales de Whitby. Toynbee sería mucho más fácil de olvidar, desde luego. Sus ojos se nublaron momentáneamente mientras la alta pared negra en la parte posterior de su mente proyectaba su gran sombra sobre su cerebro. Alargó la mano hacia el diario pensando en la muchacha que estaba en el automóvil de Kaldren— Coma la había llamado él, otra de sus bromas demenciales—y en su alusión a Noguchi. En realidad, la comparación debió ser establecida con Whitby, y no con él; los monstruos del laboratorio no eran más que espejos fragmentados de la mente de Whitby, como la grotesca rana acorazada que había encontrado aquella mañana en la piscina. Pensando en Coma, y en la cálida sonrisa que le había dirigido, escribió: Despierto a las 6:30 de la mañana. Ultima sesión con Anderson. Ha dado a entender que está harto de verme, y desde ahora estaré mejor solo. ¿A dormir a las 8? (Esa cuenta atrás me aterroriza.) Hizo una pausa y luego añadió: Adiós, Eniwetok. Vio de nuevo a la muchacha al día siguiente en el laboratorio de Whitby. Se había dirigido allí después de desayunar, cargado con el nuevo ejemplar, impaciente por ponerlo en un vivarium antes de que muriera. El único mutante blindado que hasta entonces había encontrado estuvo a punto de provocar un serio accidente. Hacía un mes, aproximadamente, lo había aplastado con una de las ruedas delanteras de su automóvil en la carretera del lago, y creyó que lo había destrozado. Sin embargo, el caparazón del pequeño animal permaneció rígido, a pesar de que el organismo, en su interior, quedó hecho pulpa. Y, a consecuencia del golpe, el automóvil se precipitó a la cuneta. Powers había recogido el caparazón. Más tarde lo pesó en el laboratorio y descubrió que contenía más de seiscientos gramos de plomo.
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Un gran número de plantas y de animales estaban segregando metales pesados como escudos radiológicos. En las colinas, más allá del lago, una pareja de antiguos buscadores de oro estaban renovando el equipo abandonado hacía más de ochenta años. Habían observado el brillante color amarillo de los cactus, hicieron un análisis y descubrieron que las plantas estaban asimilando oro en cantidades remuneradoras, aunque las concentraciones del suelo no pudieran trabajarse. ¡Por fin Oak Ridge pagaba un dividendo! Aquella mañana, Powers se había despertado a las 6:45, diez minutos más tarde que el día anterior. Después de desayunar frugalmente, pasó una hora empaquetando algunos de los libros de su biblioteca y poniendo etiquetas en los paquetes con la dirección de su hermano. Llegó al laboratorio de Whitby media hora más tarde. El laboratorio se encontraba en una cúpula geodésica construida al lado de su chalet, en la orilla occidental del lago, a una milla de la residencia de verano de Kaldren. El chalet había sido cerrado después del suicidio de Whitby, y muchas de las plantas y animales que utilizaba para sus experimentos habían muerto antes de que Powers obtuviera el permiso para utilizar el laboratorio. Cuando se acercaba al chalet, vio a la muchacha de pie sobre la cúspide ribeteada de amarillo de la cúpula, su esbelta figura silueteada contra el cielo. Coma agitó una mano en su dirección, descendió la escalera formada por poliedros de cristal y salió a su encuentro. —Hola—dijo la muchacha, con una sonrisa de bienvenida—. He venido a visitar su colección de animales. Kaldren me dijo que usted no me permitiría entrar si me acompañaba él, de modo que he venido sola. Esperó que Powers dijera algo mientras buscaba sus llaves, pero en vista de su silencio, añadió: —Si quiere, puedo lavarle la camisa. Powers sonrió. —No es mala idea—dijo—. Creo que empiezo a tener un aspecto algo descuidado.— Abrió la puerta—. No sé por qué le ha dicho eso Kaldren: sabe que puede venir aquí siempre que guste. —¿Qué lleva usted ahí?—preguntó Coma, señalando la caja de madera que portaba Powers bajo el brazo. —Un primo lejano nuestro que he encontrado. Un tipejo interesante. Se lo presentaré dentro de unos instantes. Unos tabiques corredizos dividían la cúpula en cuatro habitaciones. Dos de ellas eran almacenes, llenos de tanques de repuesto, aparatos, paquetes de comida para animales y otros utensilios. Cruzaron la tercera sección, casi llena por un potente proyector de rayos X, un gigantesco Maxitron G. E. de 250 megamperios, colocado sobre una mesa giratoria, y unos grandes bloques de hormigón semejantes a enormes ladrillos. La cuarta habitación contenía el parque zoológico de Powers, el vivarium con sus jaulas y sus tanques, cada uno con su correspondiente rótulo. El suelo estaba cubierto por una maraña de alambres y tubos de goma que dificultaban el paso.
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Dejando la caja sobre una silla, Powers cogió un paquete de cacahuetes del escritorio y se acercó a una de las jaulas. Un pequeño chimpancé de pelo negro, tocado con un casco de piloto, dio unos saltos de alegría y se dirigió rápidamente hacia un tablero de mandos en miniatura situado en la pared del fondo de la jaula. El animal pulsó una serie de botones y teclas, y una sucesión de luces de colores iluminó el tablero, al tiempo que sonaba una breve musiquilla. —Buen muchacho—dijo Powers cariñosamente, palmeando la espalda del chimpancé y ofreciéndole los cacahuetes en las palmas de sus manos—. Te estás volviendo demasiado listo para eso, ¿verdad? El chimpancé empezó a engullir los cacahuetes, profiriendo grititos de alegría. Coma se echó a reír y cogió unos cacahuetes de las manos de Powers. —Es muy simpático —dijo—. Juraría que está tratando de decirle algo. Powers asintió. —No se equivoca. En realidad posee un vocabulario de unas doscientas palabras, pero su caja vocal las embrolla todas. Abrió un pequeño refrigerador situado junto al escritorio, sacó un paquete de pan y le entregó un par de rebanadas al chimpancé. Éste cogió un tostador eléctrico y lo colocó sobre una mesita plegable en el centro de la jaula, introduciendo a continuación las dos rebanadas en las ranuras. Powers pulsó un interruptor del tablero situado junto a la jaula y el tostador empezó a crujir suavemente. —Es uno de los más listos que hemos tenido—le explicó Powers a la muchacha—. Es casi tan inteligente como un niño de cinco años, con la ventaja de que se basta a sí mismo en muchos aspectos. Las dos rebanadas saltaron de sus ranuras y el chimpancé las pescó en el aire; luego se metió en una especie de perrera y se tumbó de espaldas, mordisqueando una de las tostadas. —Él mismo se ha construido ese refugio—continuó Powers, desconectando el tostador—. No está mal, ¿verdad?—. Señaló un cubo de plástico amarillo que estaba junto a la puerta de la perrera y del cual emergía un marchito geranio—. Cuida esa planta, limpia la jaula... En fin, es un animal muy interesante. Coma sonrió. —¿Por qué lleva ese casco espacial? Powers vaciló. —¡ Oh ! Es para... ejem... para protegerse. A veces sufre unas terribles jaquecas. Todos sus predecesores... —Se interrumpió y se apartó de la jaula—. Vamos a echar una ojeada a algunos de los otros inquilinos. Avanzó a lo largo de la hilera de tanques, llevando a Coma a su lado. —Empezaremos por el principio—dijo. Levantó la tapadera de cristal de uno de los tanques y Coma vio que estaba lleno de agua hasta la mitad. En un montoncito de conchas y guijarros anidaba un pequeño organismo redondo provisto de delicados zarcillos.
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—Es una anémona de mar—explicó Powers—. O lo era. Un metazoo simple con el cuerpo en forma de saco. —Señaló un endurecido borde de tejido alrededor de la base—. Ha cerrado la cavidad convirtiendo el canal en una rudimentaria cuerda dorsal: es la primera planta que ha desarrollado un sistema nervioso. Más tarde, los zarcillos se anudarán en un ganglio, pero ya son sensibles al color. Mire. Cogió el pañuelo de color violeta que Coma llevaba en el bolsillo de su blusa y lo agitó encima del tanque. Los zarcillos se tensaron y luego empezaron a ondular lentamente, como si trataran de localizar algo. —Lo curioso es que son completamente insensibles a la luz blanca. Normalmente, los zarcillos registran los cambios en los niveles de presión, como los diafragmas del tímpano en nuestros oídos. Como si pudieran oír los colores primarios, y se readaptaran a sí mismos para una ,existencia no—acuática en un mundo estático de violentos contrastes de color. Coma sacudió la cabeza, intrigada. —Pero, ¿por qué? —Un momento, permítame que la sitúe en el cuadro. Avanzaron a lo largo de una serie de jaulas circulares confeccionadas con tela metálica. Encima de la primera había una amplia pantalla blanca de cartón con la microfoto de una especie de cadena y la inscripción: DROSOPHILA: 15 ROENTGENS/MIN. Powers dio unos golpecitos a una ventanilla Perspex de la jaula. —Es la mosca de los frutales. Sus enormes cromosomas la convierten en un útil vehículo de experimentación. —Se inclinó, señalando un panal gris en forma de Y suspendido del techo. Unas cuantas moscas salieron de las entradas y empezaron a revolotear, aparentemente muy atareadas—. Normalmente, esa mosca es solitaria, un insecto nómada que se alimenta de carroñas. Ahora, integrada en un grupo social perfectamente definido, ha empezado a segregar un líquido dulzón parecido a la miel. —¿Qué es esto?—preguntó Coma, tocando la pantalla. —El diagrama de un gen clave en la operación. Powers señaló una especie de flechas que partían de un eslabón de la cadena. Las flechas estaban rotuladas bajo el título general de “Glándula linfática” y subdivididas en “músculos del esfínter, epitelio y gálibo”. —Es algo parecido al rollo perforado de una pianola —comentó Powers—, o a la cinta de una computadora. Golpeando un eslabón con un haz de rayos X, pierde una característica, cambia la instrumentación. Coma estaba atisbando a través de la ventanilla de la jaula contigua y su rostro mostraba una expresión de desagrado. Por encima de su hombro, Powers vio que estaba contemplando un enorme insecto arácnido, tan grande como una mano, con las negras y peludas patas tan recias como dedos. Los protuberantes ojos parecían gigantescos rubíes. —Parece agresiva—dijo Coma—. ¿Qué es esa especie de escalerilla de cuerda que está tejiendo?
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Mientras la muchacha se llevaba un dedo a la boca la araña volvió a la vida y empezó a vomitar una embrollada madeja de hilo gris, el cual hizo colgar en amplias lazadas del techo de la jaula. —Una telaraña—dijo Powers—. Con la salvedad de que está compuesta por tejido nervioso. Las escalerillas, como usted dice, forman un plexo nervioso externo, un cerebro hinchable, por así decirlo, que el animal puede ampliar al tamaño que la situación exija. Una acertada disposición, en realidad, mucho mejor que la nuestra. Coma se apartó de la jaula. —Es espantosa—dijo—. No me gustaría entrar en su salón —¡Oh! No es tan terrible como parece. Esos ojos enormes que la miran están ciegos. Mejor dicho, su sensibilidad óptica ha descendido hasta el punto de que sólo captan las radiaciones gamma. Su reloj de pulsera tiene saetas luminosas. Cuando usted lo movió a través de la ventanilla, el animal empezó a pensar. La IV Guerra Mundial le haría sentirse en su elemento... Regresaron a la oficina de Powers, el cual colocó una cafetera sobre un hornillo a gas y empujó una silla hacia Coma. Luego abrió la caja, sacó la rana blindada y la dejó sobre una hoja de papel secante. —¿Reconoce este animal? Es un viejo amigo de su infancia, la rana común. Lo que pasa es que se ha construido un sólido caparazón, a prueba de incursiones aéreas. Llevó al animal a un fregadero, abrió el grifo y dejó que el agua fluyera suavemente sobre su concha. Secándose las manos en la camisa, regresó al escritorio. Coma apartó un mechón de pelo de su frente y contempló a Powers con una expresión de curiosidad. —Bueno, ¿cuál es el secreto?—terminó por preguntar. Powers encendió un cigarrillo. —No hay ningún secreto. Los teratólogos han estado criando monstruos durante años. ¿Ha oído usted hablar de la “pareja silenciosa”? Coma sacudió la cabeza. Powers contempló su cigarrillo unos instantes, asimilando el efecto que le producía siempre el primero del día. —La llamada “pareja silenciosa” es uno de los problemas más antiguos de la moderna genética, el misterio de dos genes inactivos que se presentan en un pequeño porcentaje de todos los organismos vivos, y que no parece tener ningún papel comprensible en su estructura ni en su desarrollo. Desde hace mucho tiempo los biólogos han estado tratando de activarlos, pero la dificultad reside en parte en identificar a los genes silenciosos en las células fecundadas que se sabe que los contienen, y en parte en enfocar un haz luminoso de rayos X lo suficientemente delgado como para no dañar al resto del cromosoma. Sin embargo, después de casi diez años de trabajo, el Doctor Whitby consiguió desarrollar con éxito una técnica de irradiación basada en sus observaciones de las lesiones radiobiológicas en Eniwetok. Powers hizo una breve pausa.
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—Whitby se dio cuenta de que, después de las pruebas, parecía haber más daño biológico —es decir, un mayor transporte de energía— del que podía ser atribuido a la radiación directa. Lo que ocurría era que la capa de proteína de los genes estaba acumulando energía del mismo modo que cualquier membrana acumula energía— recuerde la analogía del puente hundiéndose bajo los soldados que lo cruzan marcando el paso—, y Whitby pensó que si podía identificar la frecuencia de resonancia crítica de las capas de los genes silenciosos, estaría en condiciones de irradiar todo el organismo vivo, y no simplemente sus células germinativas, con una frecuencia que actuara selectivamente sobre el gene silencioso y no perjudicara al resto de los cromosomas, cuyas capas sólo resonarían críticamente bajo otras frecuencias específicas. Powers hizo un amplio gesto en el aire con la mano. —A su alrededor puede ver usted algunos de los frutos de esa técnica de la resonancia. Coma asintió. —¿Tienen sus genes silenciosos activados? —Sí, todos ellos. Son únicamente unos cuantos de los miles de ejemplares que han pasado por aquí, y como puede comprobar, los resultados son muy dramáticos. Powers se puso en pie y corrió una persiana. Estaban sentados inmediatamente debajo de la claraboya de la cúpula, y la luz del sol había empezado a irritarle. En la relativa oscuridad, Coma observó un estroboscopio que parpadeaba lentamente en uno de los tanques situados al final del banco, detrás de ella. Se puso en pie y se dirigió hacia allí, examinando un alto girasol con un tallo muy recio y un receptáculo muy ensanchado. Rodeando la flor de modo que sólo sobresaliera el tálamo, había una chimenea de piedras grises, perfectamente unidas y etiquetadas: GREDA CRETACICA: 60,000.000 DE AÑOS. Al lado había otras tres chimeneas, etiquetadas respectivamente: PIEDRA ARENISCA DEVONICA: 290 MILLONES DE AÑOS; ASFALTO: 20 AÑOS; CLORURO DE POLIVINILO: 6 MESES. —Vea esos discos blancos y húmedos en los sépalos —observó Powers—. En cierto sentido regulan el metabolismo de la planta. Literalmente, la planta ve el tiempo. Cuanto más antiguo es su medio ambiente circundante, más lento es su metabolismo. Con la chimenea de asfalto completa su ciclo anual en una semana; con el cloruro de polivinilo en un par de horas. —Ve el tiempo—repitió Coma asombrada. Levantó la mirada hacia Powers, mordiéndose el labio inferior pensativamente—. Es fantástico. ¿Son esos los seres del futuro, doctor? —No lo sé—admitió Powers—. Pero, si lo son, su mundo deberá ser un mundo monstruosamente surrealista. Regresó al escritorio, sacó dos tazas de un cajón y las llenó de café, apagando el fogón. —Algunas personas han sugerido que los organismos que poseen la pareja silenciosa de genes son los precursores de un salto hacia adelante en la escala evolutiva, que los genes silenciosos son una especie de clave, un mensaje divino que nosotros,
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organismos inferiores, llevamos para nuestros descendientes, más evolucionados. Es posible que sea verdad... Tal vez hemos descifrado la clave demasiado pronto. —¿Por qué dice eso? —Bueno, tal vez como indica la muerte de Whitby, todos los experimentos realizados en este laboratorio conducen a una desalentadora conclusión. Sin excepción, los organismos que han sido irradiados han entrado en una fase final de crecimiento completamente desorganizado, produciendo docenas de órganos sensoriales especializados cuya función ni siquiera podemos sospechar. Los resultados son catastróficos: la anémona estalla, literalmente, las Drosophilas se comen unas a otras, y así por el estilo. Ignoro si el futuro implícito en esas plantas y animales llegará a ser una realidad algún día, o si estamos incurriendo en una simple extrapolación. Pero a veces pienso que los nuevos órganos sensoriales desarrollados son parodias de sus verdaderas intenciones. Los ejemplares que usted ha visto hoy se encuentran todos en una primera fase de sus ciclos secundarios de crecimiento. Más tarde empezarán a ofrecer un aspecto muy distinto. Coma asintió. —Un parque zoológico no está completo sin su guardián—observó—. ¿Qué hay acerca del hombre? Powers se encogió de hombros. —Uno de cada cien mil—el promedio habitual—contiene la pareja silenciosa. Usted podría tenerla... o yo. Nadie se ha prestado aún voluntariamente como sujeto de la nueva técnica de irradiación. Aparte del hecho de que sería calificado de suicidio, si los experimentos realizados aquí sirven de punto de referencia, la aventura sería salvaje y violenta. Powers sorbió su café, sintiéndose cansado y aburrido. El recapitular el trabajo del laboratorio le había agotado. La muchacha se inclinó hacia adelante. —Está usted muy pálido—murmuró solícitamente—. ¿Acaso no duerme bien? Powers consiguió sonreír. —Demasiado bien—admitió—. Hace mucho tiempo que eso no es un problema para mí. —Me gustaría poder decir lo mismo de Kaldren. No creo que duerma lo suficiente. Le oigo pasear de un lado para otro toda la noche. —Coma hizo una breve pausa y luego añadió—: De todos modos, supongo que es preferible eso a ser un terminal. Dígame, doctor, ¿no valdría la pena ensayar esa técnica de irradiación en los durmientes de la Clínica? Podría despertarles antes del final. Algunos de ellos pueden poseer los genes silenciosos. —Todos ellos los poseen—dijo Powers—. En realidad esos dos fenómenos están estrechamente relacionados. Powers se encontraba profundamente cansado. Se interrumpió. La fatiga nublaba su cerebro, y se preguntó si debía pedirle a la muchacha que se marchara. Luego, poniéndose en pie, se acercó a la estantería que había detrás del escritorio y cogió un magnetófono. Poniéndolo en marcha, reguló el volumen del altavoz.
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—Whitby y yo hablábamos a menudo de esto. No era un gran biólogo, de modo que escuche lo que opinaba. Esto es el meollo del asunto. Lo he escuchado un millar de veces, y temo que el sonido no será demasiado perfecto... La voz de un anciano, ligeramente ronca, resonó por encima de un leve zumbido de distorsión, pero Coma pudo oírla claramente. WHITBY: ...por el amor de Dios, Robert, echa una mirada a esas estadísticas de la FAO. A pesar de un aumento anual del cinco por ciento en los terrenos dedicados a cultivos en los últimos quince años, la cosecha mundial de trigo ha continuado disminuyendo en un dos por ciento. La misma historia se repite a sí misma hasta la náusea. Cereales, productos lácteos, ganado... todo disminuye. Únelo a una masa de síntomas paralelos, empezando por la alteración de las rutas de emigración y terminando por unos períodos de hibernación más prolongados, y la conclusión final resulta incontrovertible. POWERS: Sin embargo, las cifras de población en Europa y en Norteamérica no disminuyen. WHITBY: Desde luego que no, como no me he cansado de señalar. Tendrá que transcurrir un siglo para que los efectos de ese descenso de la fertilidad se dejen sentir en unas zonas donde el control de los nacimientos proporciona una reserva artificial. Debemos mirar a los países del Lejano Oriente, y especialmente a aquellos donde la mortalidad infantil ha permanecido en un nivel estacionario. La población de Sumatra, por ejemplo, ha disminuido más del quince por ciento en los últimos veinte años. ¡Un porcentaje fabuloso! ¿Te das cuenta de que hace únicamente dos o tres décadas los neomaltusianos hablaban de una explosión demográfica? En realidad, se trata de una implosión. Otro factor a tener en cuenta es... Aquí, la cinta había sido cortada y vuelta a pegar, y la voz de Whitby, menos quejumbrosa esta vez, resonó de nuevo: ... sólo por curiosidad, dime una cosa: ¿cuántas horas duermes cada noche? POWERS: No lo sé con exactitud; alrededor de ocho horas, supongo. WHITBY: Las proverbiales ocho horas. Pregúntale a cualquiera y te dirá automáticamente “ocho horas”. En realidad, tú duermes alrededor de diez horas y media, como la mayoría de la gente. Te he controlado en numerosas ocasiones. Yo mismo duermo once. Pero hace treinta años la gente dormía realmente ocho horas, y un siglo antes dormía seis o siete. En las Vidas de Vasari puede leerse que Miguel Ángel dormía solamente cuatro o cinco horas, pintando todo el día a la edad de ochenta años, y trabajando por la noche sobre su mesa de anatomía con una vela atada a la frente. Ahora está considerado un genio, pero entonces no llamaba la atención. ¿Cómo crees que los antiguos, desde Platón a Shakespeare, desde Aristóteles a Tomás de Aquino, pudieron dar a luz una obra tan copiosa? Sencillamente, porque disponían de seis o siete horas más cada día. Desde luego, otra de las desventajas que tenemos con respecto a los antiguos es un nivel metabólico más bajo: otro factor que nadie explicará. POWERS: Supongo que puede opinarse que el mayor número de horas de sueño es un mecanismo de compensación, una especie de tentativa de la masa neurótica para escapar de las terribles presiones de la vida urbana a finales del siglo xx.
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WHITBY: Puede opinarse, pero es un error. Es un simple caso de bioquímica. Las cuñas de ácido ribonucleico que desatan las cadenas de proteínas en todos los organismos vivos se están gastando, los troqueles que imprimen la firma protoplásmica se han embotado. Después de todo, han estado funcionando durante más de mil millones de años. Ha llegado el momento de un reajuste. Del mismo modo que la vida del organismo de un individuo tiene una duración limitada, como la vida de una colonia de fermentos o de una especie determinada, la vida de todo un reino biológico tiene también su duración. Siempre se ha supuesto que la evolución tiende a subir siempre, pero en realidad se ha alcanzado ya la cima y el camino conduce ahora hacia abajo, hacia la tumba biológica común. Es una desalentadora y actualmente inaceptable visión del futuro, pero es la única. Dentro de cinco mil siglos nuestros descendientes, en vez de ser superhombres multicerebrados, serán probablemente unos idiotas prognáticos con la frente cubierta de pelo que gruñirán alrededor de los restos de la Clínica como hombres neolíticos atrapados en una macabra inversión del tiempo. Créeme, les compadezco, y me compadezco a mí mismo. Mi fracaso total, mi falta absoluta de cualquier derecho moral o biológico a la existencia está implícita en cada célula de mi cuerpo... La cinta llegó al final; el carrete corrió libremente y se paró. Powers cerró la máquina y luego se masajeó el rostro. Coma permaneció sentada en silencio, contemplando al doctor y oyendo al chimpancé que jugaba con un rompecabezas. —En opinión de Whitby—dijo finalmente Powers—, los genes silenciosos representan un último y desesperado esfuerzo del reino biológico para mantener la cabeza por encima de las aguas cada vez más altas. Su período total de vida está determinado por la cantidad de radiación emitida por el sol, y una vez que ha alcanzado cierto punto la extinción es inevitable. Como compensación a esto, han sido construidas alarmas que modifican la forma del organismo y lo adaptan para vivir en un clima radiológico más cálido. Los organismos de piel blanda desarrollan duros caparazones que contienen metales pesados como escudo contra la radiación. También se desarrollan nuevos órganos de percepción. Aunque, según Whitby, es un esfuerzo que a la larga resultará inútil. Pero, a veces me pregunto... Sonrió, mirando a Coma, y se encogió de hombros. —Bueno, hablemos de otra cosa. ¿Cuánto hace que conoce a Kaldren? —Unas tres semanas. Parece que hace diez mil años. —¿Cómo le encuentra ahora? Últimamente no hemos estado mucho en contacto. Coma hizo una mueca. —Tampoco yo le veo demasiado. Quiere que me pase la vida durmiendo. Kaldren tiene mucho talento, pero vive para sí mismo. Usted significa mucho para él, doctor. En realidad, es usted mi único rival serio. —Creí que no podía soportar el verme... —¡Oh! Se equivoca. En realidad, piensa en usted continuamente. Por eso nos pasamos el tiempo siguiéndole. —Coma hizo una breve pausa y luego añadió—: Creo que se siente culpable de algo. —¿Culpable? —exclamó Powers—. ¿De veras? Creí que al que se suponía culpable era a mí.
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—¿Por qué?—inquirió Coma. Vaciló, y luego dijo—: Usted realizó algún experimento quirúrgico en Kaldren, ¿no es cierto? —Sí —admitió Powers—. No fue precisamente un éxito... Si Kaldren se siente culpable, supongo que es debido a que cree que debe asumir parte de la responsabilidad. Miró a la muchacha, cuyos inteligentes ojos le observaban atentamente. —Por un par de motivos puede ser necesario que usted lo sepa. Dice que ha oído a Kaldren pasear de un lado para otro por las noches, y que no duerme lo suficiente. En realidad, no duerme absolutamente nada. La muchacha asintió. —Usted. . . —...le narcotomicé—terminó Powers—. Desde el punto de vista quirúrgico fue un gran éxito, por el cual podían haberme concedido perfectamente el premio Nobel. Normalmente, el hipotálamo regula el período de sueño levantando el umbral de la conciencia a fin de relajar las capilaridades venosas del cerebro y librarlas de las toxinas acumuladas. Sin embargo, cortando algunas de las conexiones de control el sujeto es incapaz de recibir la sugestión del sueño, y las capilaridades se vacían mientras él permanece consciente. Lo único que nota es un letargo temporal, que desaparece en tres o cuatro horas. Físicamente hablando, Kaldren ha añadido otros veinte años a su vida. Pero la psique parece necesitar el sueño por sus motivos particulares, y en consecuencia Kaldren sufre unos trastornos periódicos que le destrozan. Todo el asunto fue un trágico error. Coma frunció el ceño pensativamente. —Es lo que yo sospechaba. Sus artículos en las revistas de neurocirugía se referían al paciente como K. Parece una historia de Kafka convertida en realidad. —Ocúpese de él, Coma—dijo Powers—. Asegúrese de que va al dispensario. —Lo intentaré. A veces me siento como uno de sus absurdos documentos terminales. —¿A qué se refiere? —¿No ha oído hablar de ellos? Kaldren colecciona afirmaciones definitivas acerca del homo sapiens. Las obras completas de Freud, los cuartetos de Beethoven, transcripciones de los juicios de Nuremberg, una novela automática...—Coma se interrumpió—. ¿Qué está dibujando? —¿Dónde? Coma señaló el papel secante del escritorio y Powers inclinó la mirada y vio que había estado dibujando inconscientemente un complicado laberinto: el sol de cuatro brazos de Whitby. —No es nada—dijo. Coma se puso en pie para marcharse. —Tiene que hacernos una visita, doctor. Kaldren desea enseñarle muchas cosas. Ahora está entusiasmado con una copia de las últimas señales que transmitió el Mercurio VII hace veinte años, cuando llegó a la Luna, y no piensa en otra cosa. Recordará usted los extraños mensajes que grabaron los tripulantes antes de morir,
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llenos de divagaciones poéticas acerca de los jardines blancos. Pensándolo bien, creo que se comportaban como las plantas que usted tiene aquí. Coma rebuscó en sus bolsillos y sacó algo. —A propósito, Kaldren me ha encargado que le diera esto. Era una pequeña cartulina, en cuyo centro había un número escrito a máquina: 96,688,365,498,720 —A este ritmo, tardará mucho tiempo en producirse el cero—observó secamente—. Cuando hayamos terminado tendré toda una colección. Cuando Coma se hubo marchado, Powers tiró la cartulina al cubo de los desperdicios y se sentó ante el escritorio, contemplando por espacio de una hora el ideograma dibujado sobre el secante. A medio camino de su casa de la playa la carretera del lago se bifurcaba a la izquierda a través de una angosta escarpia que discurría entre las colinas hasta un abandonado campo de tiro de las Fuerzas Aéreas en uno de los más lejanos lagos salados. En el extremo más cercano había unos cuantos bunkers y varias torres de observación, un par de cobertizos metálicos y un hangar de techo muy bajo. Las blancas colinas rodeaban toda la zona, aislándola del mundo exterior, y a Powers le gustaba pasear por los pasillos de artillería que habían sido trazados a dos millas de distancia del lago en dirección a los blancos de hormigón situados en el extremo más lejano. Los abstractos diseños le hacían sentirse como una hormiga sobre un tablero de ajedrez en blanco y ahuesado, con las pantallas rectangulares en un extremo y las torres y bunkers en el otro como piezas de distinto color. Su sesión con Coma había hecho que Powers se sintiera repentinamente insatisfecho de su empleo del tiempo en los últimos meses. Adiós, Eniwetok, había escrito, pero olvidarlo sistemáticamente todo era en realidad exactamente lo mismo que recordarlo, un catalogar al revés, escogiendo todos los libros en la biblioteca mental y volviendo a colocarlos boca abajo. Powers subió a una de las torres de observación, se inclinó sobre el parapeto tendió la mirada a lo largo de los pasillos hacia los blancos. Obuses y cohetes habían arrancado grandes trozos de las franjas circulares de hormigón que rodeaban los blancos, pero los contornos de los enormes discos de 100 yardas de anchura, pintados alternativamente de azul y rojo, eran todavía visibles. Durante media hora los contempló en silencio, mientras por su mente cruzaban ideas inconcretas. Súbitamente, descendió de la torre y se dirigió hacia el hangar, que se encontraba a cincuenta metros de distancia. Al fondo, detrás de un montón de maderos y de rollos de alambre, había una pila de sacos de cemento, un montón de arena y un viejo mezclador. Media hora más tarde volvía a entrar en el hangar con el Buick, enganchó el mezclador de cemento, cargado de arena, cemento y agua, recogida en los bidones que estaban al aire libre, al parachoques trasero, cargó otra docena de sacos en el portaequipajes y en los asientos posteriores y, finalmente, escogió unos cuantos maderos rectos, los cargó y se dirigió hacia el blanco central. Durante las dos horas siguientes trabajó en el centro del gran disco azul, mezclando el cemento a mano, transportándolo a través de las toscas formas que había trazado con los maderos, levantando una pared de seis pulgadas de altura alrededor del perímetro
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del disco. Trabajó sin interrupción, removiendo el cemento con un perpalo y acarreándolo con el tapón de rosca de una de las ruedas. Cuando emprendió el regreso, dejando su equipo donde estaba, había terminado un trozo de pared de treinta pies de longitud. Junio, 7: Consciente, por primera vez, de la brevedad de cada día. Cuando estaba despierto durante más de doce horas, orientaba mi tiempo alrededor del meridiano; mañana y tarde conservaban su antiguo ritmo. Ahora, con sólo once horas de consciencia, forman un intervalo continuo, como un trazo de cinta de medir. Puedo ver exactamente cuanto queda en el carrete, y no puedo hacer nada para modificar el ritmo al cual se desenvuelve. Paso el tiempo empaquetando los libros de mi biblioteca; los cestos son demasiado pesados para moverlos y los dejo donde quedan cuando están llenos. Despierto a las 8,10. A dormir a las 7,15. (Parece ser que he perdido mi reloj de pulsera sin darme cuenta. Tendré que ir al pueblo a comprar otro.) Junio, 14: Nueve horas y media. El tiempo corre, tan rápido como un expreso. Sin embargo, la última semana de unas vacaciones siempre transcurre con más rapidez que las primeras. Al ritmo actual, me quedarían de cuatro a cinco semanas. Esta mañana he tratado de visualizar lo que sería la última semana, y he sido víctima de un ataque de miedo, algo que no me había ocurrido hasta ahora. He tardado media hora en recobrarme lo suficiente para una intravenosa. Kaldren me persigue como mi sombra luminosa, y ha escrito con tiza en la entrada: “96,688,365,498,702”. El cartero se habrá extrañado al verlo. Despierto a las 9,05. A dormir a las 6,36. Junio, 19: Ocho horas y cuarenta y cinco minutos. Anderson llamó por teléfono esta mañana. Estuve a punto de colgar, pero conseguí dominarme. Me ha felicitado por mi estoicismo, ha utilizado incluso la palabra “heroico”. Absurdo. La desesperación lo corroe todo: valor, esperanza, autodisciplina, todas las mejores cualidades. Resulta muy difícil mantener esa actitud impersonal de aceptación pasiva implícita en la tradición científica. Trato de pensar en Galileo ante la Inquisición, en Freud superando los incesantes dolores de su cáncer de garganta... Cuando iba al pueblo me he encontrado con Kaldren y he sostenido con él una larga discusión a propósito del Mercurio VII. Él está convencido de que los tripulantes se negaron deliberadamente a abandonar la Luna, después de que el “comité de recepción” que les esperaba los hubo situado en el cuadro cósmico. Los misteriosos emisarios de Orión les habrían dicho que la exploración del profundo espacio no tenía sentido, que la habían iniciado demasiado tarde, ya que la vida del universo está prácticamente acabada... Según Kaldren, algunos generales de las Fuerzas Aéreas se han tomado en serio esa teoría, pero yo sospecho que se trata de una tentativa de Kaldren para consolarme. Tendré que desconectar el teléfono. Un contratista se pasa el tiempo llamándome para reclamarme el pago de 50 sacos de cemento que, según él, recogí hace diez días. Dice que él mismo me ayudó a cargarlos en un camión. Bajé al pueblo en la camioneta de Whitby, efectivamente, pero sólo para comprar unos quilos de plomo. ¿Qué se imagina ese individuo que puedo hacer con todo ese cemento? Despierto a las 9,40. A dormir a las 4,15.
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Junio, 25: Siete horas y media. Kaldren estaba merodeando de nuevo alrededor del laboratorio. Me llamó por teléfono, limitándose a recitarme una larga hilera de números. Esas bromas suyas me están resultando insoportables. De todos modos, por mucho que me moleste la perspectiva, pronto tendré que ir a verle para llegar a un acuerdo con él. Menos mal que el ver a Miss Marte es un placer. Ahora me basta con una comida, completada con una inyección de glucosa. El dormir no me produce ningún descanso. Anoche tomé una película de 16 mm. de las primeras tres horas, y esta mañana la he proyectado en el laboratorio. Es la primera película de terror “real”. Me he visto a mí mismo como un cadáver semianimado. Despierto a las 10,25. A dormir a las 3,45. Julio, 3: Cinco horas y cuarenta y cinco minutos. Hoy no he hecho casi nada. Sumido en una especie de letargo, me he dirigido al laboratorio y por dos veces he estado a punto de salirme de la carretera. Me he concentrado lo suficiente para dar de comer a los animales y poner mi diario al día. Leyendo por última vez los manuales que dejó Whitby, me he decidido por un nivel de proyeción de 40 roentgens/min., con una distancia del blanco de 350 cm. Todo está preparado. Despierto a las 11,05. A dormir a las 3,15. Powers se desperezó, arrastró su cabeza lentamente a través de la almohada, contemplando las sombras proyectadas en el techo por la persiana. Luego miró hacia sus pies, y vio a Kaldren sentado al borde de la cama, observándole en silencio. —Hola, doctor—dijo Kaldren, tirando su cigarrillo—. ¿Se acostó tarde anoche? Parece usted cansado. Powers se incorporó sobre un codo y echó una ojeada a su reloj. Eran poco más de las once. Con el cerebro ligeramente embotado, se sentó en el borde del lecho, con los codos sobre las rodillas, frotándose la cara con las palmas de las manos. Se dio cuenta de que la habitación estaba llena de humo. —i.Qué haces aquí?—le preguntó a Kaldren. —He venido a invitarle a almorzar.—Señaló el aparato telefónico sobre la mesilla de noche—. Su teléfono no contestaba, de modo que decidí venir. Espero que no le moleste mi visita. Estuve tocando el timbre por espacio de media hora. Me extraña que no lo haya oído. Powers se puso en pie y trató de alisar las arrugas de sus pantalones de algodón. Había dormido con ellos toda una semana, y estaban muy sucios. Cuando echaba a andar hacia el cuarto de baño, Kaldren señaló la cámara montada sobre un trípode al otro lado del lecho. —¿Qué es eso? ¿Piensa dedicarse al cine, doctor? Powers le contempló en silencio unos instantes, echó una ojeada al trípode y luego se dio cuenta de que su diario estaba abierto sobre la mesilla de noche. Preguntándose si Kaldren habría leído las últimas anotaciones, cogió el diario, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta detrás de él. Del armario colgado junto al espejo sacó una jeringuilla y una ampolla; después de inyectarse, se apoyó contra la puerta esperando que el estimulante obrara sus efectos.
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Kaldren estaba en la antesala cuando Powers se reunió con él; leía las etiquetas pegadas a los cestos llenos de libros. —De acuerdo—dijo Powers—. Almorzaré contigo. Observó a Kaldren cuidadosamente. El joven parecía más sumiso que de costumbre. —Bien—dijo Kaldren—. A propósito, ¿piensa usted marcharse? —¿Te importa, acaso?—inquirió Powers secamente—. Creí que el que te atendía era Anderson. Kaldren se encogió de hombros. —No se enfade, doctor—dijo— Le espero a las doce. Así tendrá tiempo de cambiarse de ropa. Lleva la camisa muy sucia... ¿Qué es eso? Parece cal. Powers inclinó la mirada y cepilló con la mano las manchas blancas. Cuando Kaldren se hubo marchado, se desvistió, tomó una ducha y sacó un traje limpio de uno de los baúles. Hasta que conoció a Coma, Kaldren vivió solo en la abstracta residencia de verano que se alzaba en la orilla norte del lago. Era un edificio de siete pisos construido por un matemático excéntrico y millonario, en forma de cinta de hormigón que ascendía en espiral, enroscándose alrededor de sí misma como una serpiente, revistiendo paredes, suelos y techos. Kaldren era el único que se había interesado por el edificio, y en consecuencia había podido alquilarlo en unas condiciones muy favorables. Por las tardes, Powers le había visto con frecuencia desde el laboratorio, subiendo de un piso al otro a través del laberinto de rampas y terrazas, hasta el mismo tejado, donde su figura delgada y angulosa se recortaba como un patíbulo contra el cielo, Allí estaba cuando Power llegó, poco después de las doce del mediodía. —¡Kaldren! —gritó. Kaldren miró hacia abajo y agitó su brazo derecho trazando un lento semicírculo. —¡Suba! —gritó a su vez. Powers se apoyó en el automóvil. En cierta ocasión, unos meses antes, había aceptado la misma invitación y al cabo de tres minutos se había extraviado en el laberinto del segundo piso. Kaldren tardó media hora en encontrarle. De modo que esperó a que Kaldren bajara, cosa que no tardó en hacer. El joven le acompañó a través de cavidades y escaleras hasta el ascensor que les condujo al último piso. Tomaron un combinado en un amplio estudio de techo encristalado. La enorme cinta blanca de hormigón se desenrollaba alrededor de ellos como pasta dentífrica surgida de un inmenso tubo. De las paredes colgaban gigantescas fotografías, y la estancia estaba llena de mesitas, encima de las cuales se veían una serie de objetos cuidadosamente etiquetados, dominado todo por unas letras negras de veinte pies de altura en la pared del fondo que componían una sola palabra: TU Kaldren apuró de un trago el contenido de su vaso. —Este es mi laboratorio, doctor—dijo, con evidente orgullo—. Mucho más significativo que el suyo, créame.
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Powers sonrió en su fuero interno y examinó el objeto que tenía más cerca, una antigua cinta EEG en cuya etiqueta podía leerse. EINSTEIN, A.: ONDAS ALFA, 1922. Siguió a Kaldren alrededor de la habitación, sorbiendo lentamente su combinado, gozando de la breve sensación de lucidez proporcionada por la anfetamina. Dentro de dos horas desaparecería, dejando su cerebro en blanco. Kaldren iba de un lado para otro, explicando el significado de los llamados Documentos Terminales. Son ediciones definitivas, afirmaciones finales, fragmentos de una composición total. Cuando haya reunido los suficientes, construiré un mundo nuevo con ellos. —Cogió un grueso volumen de una de las mesas y lo hojeó—. Las Actas de los Juicios de Nuremberg. Tengo que incluirlas... Powers lo contemplaba todo con aire ausente, sin escuchar a Kaldren. En un rincón frío tres teletipos, con las cintas colgando de sus bocas. Se preguntó si Kaldren estaba lo bastante despistado como para jugar al mercado de valores, el cual había estado declinando lentamente durante los últimos veinte años. —Powers —oyó que decía Kaldren—. Creo que ya le hablé a usted del Mercurio VII.— Señaló una colección de hojas escritas a máquina.— Esas son las transcripciones de las señales finales radiadas por la tripulación de la cápsula. Powers examinó superficialmente las hojas, leyendo una línea al azar. “...AZUL... GENTE... RECICLO... ORION... TF,L METROS . . .” —Interesante—dijo, sin el menor entusiasmo—. ¿Qué hacen allí los teletipos? Kaldren sonrió. —He estado esperando desde hace meses que me hiciera esa pregunta. Eche una miradA. Powers se acercó y cogió una de las cintas. La máquina llevaba también su correspondiente rótulo: AURIGA 25—G. INTERVALO: 69 HORAS. La cinta decía: 96,688,365,498,695 96,688,365,498,694 96,688,365,498,693 96,688,365,498,692 Powers dejó caer la cinta. —Me resulta familiar. ¿Qué representa la secuencia? Kaldren se encogió de hombros. —Nadie lo sabe. —¿Qué quieres decir? Tiene que responder a algo. Desde luego. Es una progresión matemática decreciente. Una cuenta atrás, si lo prefiere. Powers cogió la cinta de la derecha, etiquetada: ARIES 44R 951. INTERVALO: 49 DÍAS.
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Aquí la secuencia era: 876,567,988,347,779,877,654,434 876,567,988,347,779,877,654,433 876,567,988,347,779,877,654,432 Powers miró a su alrededor. —¿Cuánto tarda en llegar cada señal? —Unos segundos solamente. Tienen una terrible compresión lateral, desde luego. Una computadora del observatorio no puede captarlas. Fueron recogidas por primera vez en Jodrell Bank hace veinte años. Ahora nadie se molesta en escucharlas. Powers cogió la última cinta. 6,554 6,553 6,552 6,551 —Está acercándose al final—comentó. Examinó la etiqueta, que decía: FUENTE SIN IDENTIFICAR. CANES VENATICI. INTERVALO: ~17 SEMANAS. Mostró la cinta a Kaldren. —Pronto habrá terminado. Kaldren sacudió la cabeza. Levantó un pesado volumen de una mesa y lo meció en sus manos. Súbitamente, la expresión de su rostro se había ensombrecido. —Lo dudo—dijo—. Esos son únicamente los últimos cuatro números. La cifra total contiene más de cincuenta millones. Tendió el volumen a Powers, el cual volvió la cubierta y leyó el título: “Secuencia principal de Señal Seriada recibida por el Radio—Observatorio de Jodrell Bank, Universidad de Manchester, Inglaterra, a las 0012—59 horas del 21—Y—72. Fuente: NGC 9743, Canes Venatici”. Powers hojeó el grueso fajo de páginas impresas: millones de números, como Kaldren había dicho, discurriendo de arriba a abajo a través de mil páginas consecutivas. Powers sacudió la cabeza, cogió de nuevo la cinta y la contempló pensativamente. —La computadora solo anota los últimos cuatro números—explicó Kaldren—. Las series enteras llegan en períodos de 15 segundos, pero una IBM tardaría más de dos años en anotar una de ellas. —Asombroso —comentó Powers—. Pero, ¿qué es? —Una cuenta atrás, como puede ver. NGC9743, en alguna parte de Canes Vanatici. Las grandes espirales se están rompiendo y dicen adiós. Dios sabe qué creerán que somos, pero de todos modos nos lo hacen saber, irradiándolo a través de la línea de hidrógeno para que pueda oírse en todo el universo...—Kaldren hizo una pausa—. Algunas personas le han dado otra interpretación, pero sólo hay una explicación plausible.
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—¿Cuál? Kaldren señaló la última cinta de Canes Venatici. —Sencillamente, que se ha calculado que cuando esta serie llegue al cero el universo habrá dejado de existir. Powers hizo una mueca que quería ser una sonrisa. —Muy considerado por su parte hacernos saber en qué momento del tiempo nos encontramos—observó. —Desde luego—asintió Kaldren—. Aplicando la ley del cuadrado inverso, la fuente de esa señal está emitiendo a una potencia de casi tres millones de megawatios elevados a la centésima potencia. Casi el tamaño de todo el Grupo Local. Considerado es la palabra. Súbitamente, Kaldren agarró el brazo de Powers y le miró fijamente a los ojos, temblando de emoción. —No está solo, Powers, no crea que lo está. Esas son las voces del tiempo, y están despidiéndose de usted. Piense en sí mismo en un contexto más amplio. Cada partícula de su cuerpo, cada grano de arena, cada galaxia lleva la misma firma. Como usted ha dicho, ahora sabe en qué momento del tiempo se encuentra. ¿Qué importa lo demás? No hay necesidad de consultar continuamente el reloj. Powers cogió la mano de Kaldren y la estrechó calurosamente. Se acercó a una ventana y extendió la mirada a través del blanco lago. La tensión entre Kaldren y él se había desvanecido, y ahora deseaba marcharse lo antes posible, olvidar a Kaldren como había olvidado los rostros de los innumerables pacientes cuyos cerebros habían pasado entre sus dedos. Se acercó de nuevo a los teletipos, arrancó las cintas de sus ranuras y se las guardó en los bolsillos. —Me las llevo como un recordatorio para mí mismo. Dile adiós a Coma de mi parte, ¿quieres? Avanzó hacia la puerta, y al llegar a ella se volvió a mirar a Kaldren, de pie a la sombra de las dos gigantescas letras de la pared del fondo, con los ojos clavados en las puntas de sus zapatos. Cuando Powers se alejaba se dio cuenta de que Kaldren había subido al tejado; a través del espejo retrovisor le vio agitar lentamente la mano hasta que el automóvil desapareció en una curva. El círculo exterior estaba ahora casi completo. Faltaba un pequeño segmento, un arco de unos diez pies de longitud, pero el resto de la pared de seis pulgadas de altura se alzaba sin interrupción alrededor del vial exterior del blanco, encerrando dentro de ella el enorme jeroglífico. Tres círculos concéntricos, el mayor de un centenar de pies de diámetro, separado uno de otro por intervalos de diez pies, formaban la cenefa del dibujo, dividido en cuatro segmentos por los brazos de una enorme cruz que partía del centro, en el cual había una pequeña plataforma redonda a un pie de distancia del suelo.
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Powers trabajó rápidamente, vertiendo arena y cemento en el mezclador, añadiendo agua hasta que se formó una espesa pasta y transportándola luego hasta los moldes de madera para verterla en el estrecho canal. Al cabo de diez minutos había terminado. Desmontó rápidamente los moldes antes de que el cemento hubiera cuajado y llevó los maderos al asiento posterior del automóvil. Secándose las manos en los pantalones, se acercó al mezclador y lo empujó hasta la sombra de las circundantes colinas. Sin detenerse a contemplar el gigantesco monograma sobre el cual había trabajado pacientemente durante tantas tardes, subió al automóvil y se alejó, envuelto en una nube de polvo. Llegó al laboratorio a las tres. Al entrar encendió todas las luces y luego bajó todas las persianas, encajándolas en las ranuras del suelo y convirtiendo la cúpula en una verdadera tienda de campaña de acero. En los tanques, detrás de él, las plantas y los animales se movieron silenciosamente, respondiendo al súbito fluir de la fría luz fluorescente. Sólo el chimpancé le ignoró. Estaba sentado en el suelo de su jaula, tratando de componer el rompecabezas, estallando en gritos de rabia cuando los cuadros no encajaban. Powers se quitó la chaqueta y se dirigió hacia la sala de rayos X. Abrió las altas puertas corredizas hasta dejar al descubierto el largo y metálico hocico de Maxitron, y luego empezó amontonar las planchas protectoras de plomo contra la pared del fondo. Unos minutos después el generador empezó a funcionar. La anémona se agitó. Bañada por el cálido mar subliminal de radiación que se alzaba a su alrededor, impulsada por innumerables recuerdos pelágicos, se movió cautelosamente a través del tanque, buscando a tientas el pálido sol uterino. Sus zarcillos se contrajeron, al tiempo que los millares de células nerviosas hasta entonces dormidas en sus extremos se reagrupaban y multiplicaban, cada una de ellas absorbiendo la liberada energía de su núcleo. Las cadenas se forjaron por sí mismas, y los zarcillos empezaron a captar lentamente los vívidos contornos espectrales de los sonidos danzando como fosforescentes olas alrededor de la oscurecida cámara de la cúpula. Gradualmente se formó una imagen, revelando una enorme fuente negra que vertía una interminable corriente de luz sobre el círculo de bancos y tanques. Junto a ella se movió una figura, regulando el chorro a través de su boca. Mientras andaba, sus pies despedían vívidos estallidos de color, sus manos, discurriendo a lo largo de los bancos, conjuraban un asombroso claroscuro, bolas de luz azul y violeta que estallaban fugazmente en la oscuridad como diminutas estrellas. Los fotones murmuraron. Mientras contemplaba la reluciente pantalla de sonidos que la rodeaban, la anémona continuaba dilatándose. Sus ganglios se unieron, respondiendo a una nueva fuente de estímulos procedentes de los delicados diafragmas de la corona de su cuerda dorsal. Los contornos silenciosos del laboratorio empezaron a resonar suavemente, olas de sonido transformado cayeron de los arcos voltaicos y despertaron ecos en los bancos y en los muebles. Atacadas por el sonido, sus formas angulosas resonaron con una rara y persistente armonía, Las sillas forradas de plástico ponían un contrapunto de discordancias...
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Ignorando aquellos sonidos una vez habían sido percibidos, la anémona se volvió hacia el techo, el cual reflejaba como un escudo los sonidos que vertían contínuamente los tubos fluorescentes. Deslizándose a través de una estrecha claraboya, con voz clara y potente, el sol cantó... Faltaban unos minutos para el amanecer cuando Powers salió del laboratorio y subió a su automóvil. Detrás de él, la gran cúpula estaba sumida en la oscuridad, cubierta por las sombras que la luz de la luna arrancaba a las blancas colinas. Powers dejó que el coche se deslizara hasta la carretera del lago, escuchando el crujido de los neumáticos al rodar sobre la grava azul. Luego puso el automóvil en marcha y aceleró el motor. Mientras conducía, con las colinas medio ocultas en la oscuridad a su izquierda, se dio cuenta de que, a pesar de que no miraba a las colinas, continuaba teniendo conciencia de sus formas y contornos. La sensación era indefinida pero no menos cierta: una extraña impresión casi visual que emanaba con fuerza de los profundos barrancos y cortadas que separaban un risco del siguiente. Durante unos minutos Powers dejo que la impresión le dominara, sin tratar de identificarla. Una docena de extrañas imágenes se movieron a través de su cerebro. La carretera se desviaba alrededor de un grupo de chalés construidos a orillas del lago, llevando al automóvil directamente a sotavento de las colinas, y Powers sintió repentinamente el peso macizo del acantilado que se erguía hacia el oscuro cielo como un risco de greda luminosa y pudo identificar la impresión que ahora se registraba con fuerza en su mente. No sólo pudo ver el acantilado, sino que tuvo conciencia de su enorme vejez sintió claramente los incontables millones de años transcurridos desde que brotó del magma de la corteza de la tierra. Las crestas que se erguían a trescientos pies de altura, las oscuras grietas y hondonadas, eran otras tantas voces que hablaban del tiempo que había transcurrido en la vida del acantilado, un cuadro psíquico tan definido y tan claro como la imagen visual que percibían sus ojos. Involuntariamente, Powers había aminorado la velocidad del automóvil, y apartando sus ojos de la colina notó que una segunda ola de tiempo barría la primera. La imagen era más ancha aunque de perspectivas más cortas, irradiando desde el amplio disco del lago y deslizándose por encima de los antiguos riscos de piedra caliza. Cerrando los ojos, Powers se echó hacia atrás y condujo el automóvil a lo largo del intervalo entre los dos frentes de tiempo, notando que las imágenes se hacían más profundas y más intensas en su mente. La enorme vejez del paisaje, el inaudible coro de voces resonando desde el lago y desde las blancas colinas, parecieron transportarle hacia atrás a través del tiempo, a lo largo de interminables pasillos, hasta el primer umbral del mundo. Desvió el automóvil de la carretera para adentrarse en el camino que conducía al antiguo campamento de las Fuerzas Armadas. A uno y otro lado, las colinas se erguían y resonaban con impenetrables y vastos imanes inductores. Cuando finalmente llego a la lisa superficie del lago, a Powers le pareció que podía captar la identidad independiente de cada grano de arena y de cada cristal de sal llamándole desde el circundante anillo de colinas. Estacionó el automóvil al lado del mandala y echó a andar lentamente hacia el borde exterior de hormigón que se curvaba entre las sombras. Encima de él pudo oír las estrellas, un millón de voces cósmicas agrupadas en el cielo desde un horizonte hasta el siguiente, un verdadero dosel de tiempo. Vio el borroso disco rojo de Sirio, oyó su 23
antigua voz, incalculablemente vieja, empequeñecida por la enorme nebulosa espiral de Andrómeda, un gigantesco carrusel de universos desvanecidos, sus voces casi tan viejas como el propio cosmos. A Powers el cielo le parecía una interminable Torre de Babel, la balada del tiempo de un millar de galaxias superpuestas en su mente. Mientras andaba lentamente hacia el centro del mandala, alzó la mirada hacia la Vía Láctea, desde la cual parecía llegarle un inmenso clamoreo. Penetrando en el círculo interior del mandala, se dio cuenta de que el tumulto empezaba a remitir y que una voz solitaria y más potente había brotado y estaba dominando a las otras. Trepó a la plataforma central, alzó los ojos al oscuro cielo, moviéndolos a través de las constelaciones hasta las islas de galaxias que flotaban más allá, oyendo las confusas voces arcaicas que le llegaban a través de los milenios. Notó en sus bolsillos las cintas de papel, y se volvió para localizar la lejana diadema de Canes Venatici, oyó su gran voz ascendiendo en su mente. Como un interminable río, tan ancho que sus orillas quedaban por debajo de los horizontes, fluía continuamente hacia él un vasto cauce de tiempo que se extendía hasta llenar el cielo y el universo, envolviéndolo todo. Avanzando lentamente, de modo que el progreso de su mayestática corriente resultaba casi imperceptible, Powers sabía que su venero era el venero del propio cosmos. Cuando pasó por él, sintió su magnética atracción y se dejó arrastrar por ella. A su alrededor, los contornos de las colinas y del lago se habían difuminado pero la imagen del mandala, semejante a un reloj cósmico, permanecía fija delante de sus ojos, iluminando la ancha superficie de la corriente. Sin dejar de contemplarla, notó que su cuerpo iba disolviéndose, sus dimensiones físicas fundiéndose en el vasto continuo de la corriente, la cual le arrastraba hacia abajo, más allá de toda esperanza, hacia el descanso final, hacia las definitivas playas del mar de la eternidad. Mientras las sombras se alejaban, retirándose hacia las laderas de las colinas, Kaldren se apeó de su automóvil y echó a andar con paso vacilante hacia el borde de hormigón del círculo exterior. A cincuenta yardas de distancia, en el centro, Coma estaba arrodillada junto al cadáver de Powers, sosteniendo su cabeza entre sus pequeñas manos. Una ráfaga de viento arrastró hasta los pies de Kaldren un trozo de cinta. El joven se inclinó a recogerla, la enrolló cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo. El aire del amanecer era frío, y Kaldren se subió el cuello de la chaqueta, contemplando a Coma con una expresión impasible. —Son las seis de la mañana—le dijo a la muchacha al cabo de unos instantes—. Voy a avisar a la policía. Tú puedes quedarte con él.—Hizo una pausa y luego añadió—: No dejes que rompan el reloj. Coma se volvió a mirarle. —¿Acaso no piensas volver? —No lo sé—murmuró Kaldren, dando media vuelta y dirigiéndose hacia su automóvil. Cinco minutos después estacionaba su automóvil delante del laboratorio de Whitby. La cúpula estaba sumida en la oscuridad, con todas las persianas echadas, pero el generador continuaba zumbando en la sala de rayos X. Kaldren entró y encendió las luces. Se dirigió a la sala y tocó las parrillas del generador: estaban muy calientes. La mesa circular giraba lentamente. Agrupados en un semicírculo, a unos pies de distancia, se encontraban la mayor parte de los tanques y jaulas, amontonados unos encima de otros apresuradamente. En uno de ellos, una enorme planta semejante a un
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calamar casi había conseguido trepar fuera de su vivarium. Sus largos y traslúcidos zarcillos estaban aferrados a los bordes del tanque, pero su cuerpo se había disuelto en un charco gelatinoso de mucílago globular. :En otro, una enorme araña se había atrapado a sí misma en su propia tela, y colgaba indefensa en el centro de una masa tridimensional de hilo fosforescente, agitándose espasmódicamente. Todas las plantas y animales habían muerto. El chimpancé yacía de espaldas entre los restos de la choza, con el casco caído sobre los ojos. Kaldren lo contempló unos instantes. Luego se dirigió hacia el escritorio y cogió el teléfono. Mientras marcaba el número vio un carrete de película encima del secante. Examinó la etiqueta y se guardó el carrete en el bolsillo, junto con la cinta. Cuando hubo hablado con la policía apagó las luces y salió del laboratorio. Cuando llegó a la residencia de verano el sol matinal iluminaba ya las balcones y terrazas. Kaldren tomó el ascensor hasta el último piso y se encaminó directamente al museo. Alzó las persianas, una a una, y dejó que la luz del sol bañara los objetos reunidos allí. Luego arrastró una silla hasta una de las ventanas, se sentó y contempló en silencio la luz que penetraba a chorros en la estancia. Dos o tres horas más tarde oyó a Coma que le llamaba desde abajo. Al cabo de media hora la muchacha se marchó, pero un poco más tarde apareció otra voz y gritó su nombre. Kaldren se levantó y echó todas las persianas de las ventanas que daban a la parte delantera del edificio. No volvieron a molestarle. Kaldren regresó a su asiento y dejó que su mirada vagase por la colección de objetos. Medio dormido, de cuando en cuando se levantaba a regular el chorro de luz que penetraba a través de las rendijas de la persiana, pensando, como haría a través de los meses venideros, en Powers y en su extraño mandala, y en los tripulantes del Mercurio VII y su viaje a los jardines blancos de la luna y en las personas azules que habían llegado de Orion y les habían hablado en un lenguaje poético de antiguos y maravillosos mundos bajo unos soles dorados en las islas galaxias, desvanecidos ahora para siempre en las miríadas de muertes del cosmos.
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TRECE A CENTAURO J. G. Ballard Escaneado por Sadrac 1999
Abel sabía. Tres meses antes, justo antes de cumplir dieciséis años, lo había adivinado, pero se había sentido demasiado inseguro de sí mismo, demasiado abrumado por la lógica de su descubrimiento, para mencionárselo a sus padres. En ocasiones, cuando yacía semidormido en su litera, mientras su madre canturreaba para sí alguna de las viejas canciones, reprimía deliberadamente la idea; pero siempre volvía, fastidiándolo con su insistencia, forzándolo a echar por la borda todo lo que durante largo tiempo había considerado corno el mundo real. Ninguno de los otros jóvenes de la Estación podía ayudarlo. Estaban inmersos en los entretenimientos del Cuarto de Juego, o mordiendo lápices mientras hacían sus pruebas y deberes - Abel, ¿qué te pasa? - lo llamó Zenna Peters, desde atrás, mientras él se dirigía distraídamente hacia el depósito vacío de la Cubierta D. - Pareces triste otra vez. Abel vaciló al contemplar la sonrisa cálida y perpleja de Zenna, luego deslizó las manos en los bolsillos y se escabulló, saltando la escalera de metal para asegurarse de que ella no lo siguiera. Una vez Zenna se había escurrido subrepticiamente en el depósito sin invitación y él había arrancado la bombita del enchufe, haciendo añicos casi tres semanas de condicionamiento. El doctor Francis se había puesto furioso. Mientras se apresuraba por el corredor de la Cubierta D, escuchó con atención buscando trazas de la presencia del doctor, que últimamente no le quitaba los ojos de encima, vigilándolo con astucia por entre los modelos plásticos del Cuarto de Juego. Tal vez la madre de Abel le hubiera contado de su pesadilla, de cuando él se despertaba empapado de sudor y de terror, con la imagen de un opaco disco ardiente fija ante sus ojos. Si al menos el doctor Francis pudiera curarlo de ese sueño. A intervalos de seis metros, mientras avanzaba por el corredor, debía trasponer una compuerta hermética, y sus manos tocaban vanamente las pesadas cajas de control ubicadas a ambos lados de la puerta. Desenfocando con deliberación la
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mente, Abel identificó algunas de las letras que aparecían encima de los interruptores M-T-R SC-N Pero se confundieron en un borrón tan pronto como trató de leer la frase completa. El condicionamiento era demasiado poderoso. Después de que él había atrapado a Zenna en el depósito, ella pudo leer algunos de los rótulos, pero el doctor Francis se la había llevado con tanta presteza que ni siquiera tuvo tiempo de repetirlos. Horas más tarde, cuando Zenna volvió, no recordaba nada. Como siempre que entraba al depósito, esperó algunos segundos antes de encender la luz, mientras veía frente a él el pequeño disco de luz ardiente, que en sus sueños se expandía hasta llenar su cerebro como mil luces de arco. Parecía interminablemente distante, aunque de algún modo misterioso, potente y magnético, y despertaba adormecidas zonas de su mente, muy próximas a las que respondían a la presencia de su madre. Cuando el disco comenzó a expandirse, oprimió el interruptor. Ante su sorpresa, el cuarto siguió sumido en la oscuridad. Manipuló torpemente el interruptor, y un leve gritó surgió de sus labios contra su voluntad. De pronto se encendió la luz. - Hola, Abel - dijo el doctor Francis con soltura, mientras su mano derecha colocaba la lamparita en su lugar - Ha sido todo un shock. Se apoyó contra una canasta de metal - Pensé que podríamos tener una charla sobre tu trabajo de composición. Extrajo una carpeta de su traje de plástico blanco, en tanto que Abel se sentaba con rigidez. A pesar de su sonrisa insulsa y de sus ojos amistosos, había algo en el doctor Francis que hacía que Abel se pusiera en guardia. ¿Tal vez el doctor Francis también lo sabía? - La Comunidad Cerrada - leyó el doctor Francis en voz alta -. Es un extraño tema para una composición, Abel. Abel se encogió de hombros. - El tema era a elección. ¿Acaso no se espera que elijamos algo inusual? El doctor Francis hizo una mueca. 2
- Es una buena respuesta. Pero en serio, Abel, ¿por qué elegiste un tema como ése? Abel deslizó los dedos sobre los cierres del traje. No tenían ninguna utilidad, pero soplando a través de ellos era posible inflar el traje. - Bien, es una especie de estudio de la vida en la Estación, de cómo son las relaciones entre nosotros. ¿Sobre qué otra cosa se puede escribir?... No me parece que sea un tema tan extraño. - Tal vez no lo sea. No hay motivo para que no escribas acerca de la Estación. Los otros cuatro también lo hicieron. Pero titulaste tu trabajo «La Comunidad Cerrada». La Estación no es cerrada Abel... ¿O sí? - Es cerrada en el sentido de que no podemos ir afuera - explicó Abel con lentitud . Eso es todo lo que quise decir. - Afuera - repitió el doctor Francis -. Es un concepto interesante. Debes haber meditado mucho sobre el tema. ¿Cuándo empezaste a pensar de este modo? - Después del sueño - dijo Abel. El doctor Francis había malentendido deliberadamente su uso de la palabra «afuera», y Abel buscó algún medio de ir al grano. Palpó en su bolsillo la pequeña plomada que siempre llevaba con él. - Doctor Francis, tal vez pueda explicarme algo. ¿Por qué gira la Estación? - ¿Gira? - el doctor Francis lo miró, interesado -. ¿Cómo lo sabes? Abel se estiró y ató la plomada al puntal del techo. - El espacio entre la bola y la pared es aproximadamente un octavo de pulgada mayor en la base que en la cúspide. La fuerza centrífuga la desvía hacia afuera. He calculado que la Estación gira a alrededor de sesenta centímetros por segundo. El doctor Francis asintió pensativamente. - Es casi correcto - dijo con naturalidad. Se puso de pie. Acompáñame a mi oficina. Parece que ha llegado el momento en que tú y yo debemos tener una seria conversación. La Estación tenía cuatro niveles. Los dos inferiores contenían los alojamientos de la tripulación, dos cubiertas circulares de cabinas que albergaban a las catorce personas a bordo de la Estación. El clan de mayor categoría era el de los Peters, encabezado por el capitán Theodore, un hombre grande y severo, de carácter taciturno, que salía de Control en contadas ocasiones. A Abel jamás se le había 3
permitido entrar allí, pero Matthew, el hijo del capitán, le había descripto a menudo la silenciosa cabina en forma de cúpula llena de diales luminosos y luces centelleantes, el extraño zumbido musical. Todos los miembros masculinos del clan Peters trabajaban en Control: el Abuelo Peters, un viejo de cabello blanco y ojos jocosos, había sido capitán antes de que Abel naciera, y junto con la esposa del capitán y Zenna, constituía la élite de la Estación. Los Granger, sin embargo, el clan al que pertenecía Abel, eran en muchos aspectos más importantes, tal como Abel había empezado a advertir. El funcionamiento cotidiano de la Estación, la minuciosa programación de ejercicios de emergencia, órdenes del día y menús para la proveeduría eran responsabilidad de su padre, Matthias, y sin su mano firme pero flexible los Bakers, que limpiaban las cabinas y estaban a cargo de la proveeduría, no hubieran sabido qué hacer. Y solo gracias a la deliber ada confusión de horarios de Recreación que su padre había planeado se reunían los Peters y los Baker, pues de otro modo ambas familias hubieran permanecido indefinidamente en sus cabinas. Por fin, estaba el doctor. Francis. No pertenecía a ninguno de los tres clanes. A veces Abel se preguntaba de dónde había venido el doctor Francis, pero su mente siempre se obnubilaba ante esta clase de preguntas, pues los bloques de condicionamiento aislaban como muros de contención las etapas de sus ideas (la lógica era una herramienta peligrosa en la Estación). La energía y la vitalidad del doctor Francis, su permanente buen humor -en cierto sentido, era la única persona de la Estación que hacía bromas alguna vez- no condecían con el temperamento de los demás. A pesar de lo mucho que le disgustaba el doctor Francis algunas veces por su costumbre de andar husmeando y por ser un sabelotodo, Abel se daba cuenta de que la vida en la Estación sería espantosa sin él. El doctor Francis cerró la puerta de su cabina e indicó una silla a Abel. Todos los muebles de la Estación estaban asegurados al piso, pero Abel advirtió que el doctor Francis había desatornillado su silla para poder inclinarla hacia atrás. El enorme cilindro a prueba de vacío del tanque en el que dormía el doctor Francis sobresalía de la pared, con su masiva estructura de metal que podía soportar cualquier accidente que sufriera la Estación. Abel aborrecía la idea de dormir en el cilindro -afortunadamente, todos los alojamientos de la tripulación eran a prueba de accidentes- y se preguntaba por qué motivo el doctor Francis habría elegido dormir solo en la Cubierta A. - Dime, Abel - comenzó el doctor Francis - ¿se te ha ocurrido preguntarte alguna vez por qué está aquí la Estación? Abel se encogió de hombros. - Bien - dijo - está proyectada para mantenernos con vida, es nuestro hogar.
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- Sí, es verdad; pero obviamente tiene algún otro propósito además de nuestra supervivencia. En primer lugar, ¿quién crees que la construyó? - Supongo que nuestros padres, o nuestros abuelos. O sus abuelos. - Bastante correcto. ¿Y adónde estaban antes de construirla? Abel luchó con esta reductio ad absurdum. - No sé - dijo - ¡deben haber estado flotando en el aire! El doctor Francis unió su risa a la de él. - Una idea maravillosa. En realidad no está muy lejos de la verdad. Pero no podemos aceptarla así como así. La serena actitud del doctor Francis le dio una idea. - ¿Tal vez vinieron de otra Estación? - dijo Abel -. ¿De una Estación aún mayor? El doctor Francis asintió estimulándolo. - Brillante, Abel. Una deducción magnífica. Muy bien, supongamos eso: en alguna parte, muy lejos de nosotros, existe una enorme Estación, quizá cien veces más grande que ésta, tal vez mil veces mayor. ¿Por qué no? - Es posible - admitió Abel, aceptando la idea con sorprendente facilidad. - Bien. Ahora recuerda tu curso de mecánica avanzada... el imaginario sistema planetario, con cuerpos en órbita, que se mantienen unidos por medio de su mutua atracción gravitacional... ¿lo recuerdas? Bien, supongamos aún más, que ese sistema existe en realidad... ¿está bien? - ¿Aquí? - dijo Abel con rapidez -. ¿En su cabina? ¿En su cilindro para dormir? El doctor Francis se recostó en su silla. - Abel, se te ocurren cosas sorprendentes. Interesante asociación de ideas. No, el sistema es demasiado grande para estar aquí. Trata de imaginarte un sistema planetario girando en una órbita alrededor de un cuerpo central de tamaño absolutamente enorme, cada planeta un millón de veces más grande que la Estación. Cuando Abel asintió, el doctor prosiguió. - E imagina que la gran Estación, la que es mil veces más grande que ésta, estuviera unida a uno de esos planetas, y que sus tripulantes decidieron ir a otro 5
planeta. De modo que construyen una Estación más pequeña, del tamaño de la nuestra, y la lanzan a través del espacio. ¿Tiene sentido? De algún modo muy extraño, los conceptos completamente abstractos le parecían menos irreales que lo que había esperado. En las profundidades de su mente se agitaban desvaídos recuerdos, relacionados con lo que ya había adivinado acerca de la Estación. Miró con fijeza al doctor Francis. - ¿Está insinuando que eso es lo que está haciendo la Estación? - preguntó -. ¿Qué el sistema planetario existe? El doctor Francis asintió. - Casi lo habías adivinado antes de que te lo dijera. Inconscientemente, lo has sabido desde hace años. Dentro de unos minutos voy a quitarte algunos bloques de condicionamiento, y cuando te despiertes, dentro de un par de horas, comprenderás todo. Entonces sabrás que la Estación es en realidad una nave espacial, que vuela desde nuestro hogar, el planeta Tierra, donde nacieron nuestros padres, hacia otro planeta a millones de millas de distancia, en otro sistema orbital. Nuestros abuelos siempre vivieron en la Tierra, y nosotros somos las primeras personas que emprenden un viaje así. Puedes sentirte orgulloso de estar aquí. Tu abuelo, que se ofreció voluntariamente para el viaje, era un gran hombre, y nosotros tenemos que hacer todo lo que podamos para que la Estación siga en marcha. Abel asintió con rapidez. - ¿Cuándo llegaremos allí... al planeta hacia el que nos dirigimos? El doctor Francis se miró las manos y su rostro se ensombreció. - Jamás llegaremos, Abel. El viaje es demasiado largo. Este es un vehículo espacial multigeneracional: solo nuestros hijos llegarán allí, y para entonces, ya serán viejos. Pero no te preocupes, seguirás pensando en la Estación como en tu único hogar, y es deliberado, para que tú y tus hijos sean felices aquí. Se dirigió hacia la pantalla del monitor de TV por medio del cual se mantenía en contacto con el Capitán Peters, y sus dedos juguetearon con los botones de los controles. Repentinamente, la pantalla se iluminó y un relámpago de intensos puntos de luz estalló en la cabina, arrojando una brillante fosforescencia sobre las paredes y salpicando las manos y el traje de Abel. Atónito, Abel contempló los enormes globos de fuego, aparentemente petrificados en medio de una gigantesca explosión, suspendidos en el aire y formando vastos dibujos. - Esta es la esfera celeste - explicó el doctor Francis - el campo estelar donde se mueve la Estación.
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Señaló una brillante mancha de luz en la mitad inferior de la pantalla. - Esto es Alfa del Centauro, la estrella alrededor de la cual gira el planeta en el que la Estación se apoyará algún día. Se volvió hacia Abel. - Recuerdas todos estos términos que estoy empleando, ¿no es cierto, Abel? Ninguno te parece extraño. Abel asintió, y las fuentes de su memoria inconsciente inundaban su mente a medida que el doctor Francis hablaba. La pantalla de TV quedó en blanco para luego revelar otra escena. Aparentemente, contemplaban desde arriba una enorme estructura en forma de trompo, desde cuyo centro sobresalían los flancos de una torre metálica. En el fondo, el campo estelar rotaba lentamente en la misma dirección que las agujas del reloj. - Esta es la Estación - explicó el doctor Francis - vista desde una cámara montada en el cabezal de proa. Todos los controles visuales deben hacerse en forma indirecta, ya que de otro modo la radiación estelar nos cegaría. Justo debajo de la nave verás una estrella sola, el Sol, de donde partirnos cincuenta años atrás. Ahora es apenas visible a causa de la distancia, pero el disco ardiente que ves en tus sueños es un profundo recuerdo heredado de él. Hemos hecho lo posible para borrarlo, pero todos lo vemos a nivel inconsciente. Accionó el interruptor del aparato y el brillante diseño de luces vaciló y se esfumó. - La estructura social de la nave es mucho más compleja que la mecánica, Abel. Hace ya tres generaciones que la Estación partió, y los nacimientos, matrimonios y otra vez nacimientos se han sucedido exactamente de acuerdo con lo programado. Como heredero de tu padre, se te demandará mucha paciencia y comprensión. Cualquier desunión provocaría un desastre. Los programas de condicionamiento solo están equipados para darte un esbozo general del curso a seguir. Lo más importante quedará a tu cargo. - ¿Usted estará siempre aquí? El doctor Francis se puso de pie. - No, Abel. Ninguno de nosotros vivirá para siempre. Tu padre morirá, y también el capitán Peters, y yo mismo. Se dirigió hacia la puerta. - Ahora iremos a Condicionamiento. Dentro de tres horas, cuando despiertes, descubrirás que eres un hombre nuevo.
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De regreso a su cabina, el doctor Francis se reclinó cansadamente contra la mampara, palpando con los dedos los pesados remaches, un poco descascarados en los lugares donde el metal se había oxidado. Fatigado y desalentado, encendió el aparato de TV y contempló con mirada ausente la última escena que le había mostrado a Abel, la vista frontal de la nave. Estaba a punto de seleccionar otro cuadro cuando advirtió una sombra oscura que oscilaba sobre la superficie del casco. Se inclinó hacia adelante, para examinarla, frunciendo el ceño con fastidio cuando la sombra se alejó Lentamente hasta perderse entre las estrellas. Oprimió otro botón y la pantalla se dividió en un gran tablero de ajedrez, de cinco cuadros de longitud por cinco de ancho. Control aparecía en la hilera superior, la cubierta principal de navegación y pilotaje iluminada por el atenuado resplandor de los paneles de instrumentos; el capitán Peters, impasible, estaba sentado ante la pantalla de navegación. A continuación, contempló cómo Matthias Granger comenzaba su inspección vespertina de la nave. La mayoría de los tripulantes parecían razonablemente felices, pero sus rostros carecían de vitalidad. Todos pasaban al menos dos o tres horas diaria bajo la luz ultravioleta que inundaba la sala de recreación, pero la palidez persistía, tal vez como manifestación de la convicción inconsciente de que habían nacido, y estaban viviendo, en el lugar que también sería su tumba. Sin las continuas sesiones de condicionamiento y la reanimación hipnótico de las voces subsónicas, ya se habrían convertido en autómatas despojados de voluntad. Apagando el receptor, el doctor Francis se aprestó a introducirse en su cilindro de dormir, la toma de aire tenía un metro de diámetro, a la altura de la cintura. El obturador temporal estaba en cero, y lo movió hasta que marcó doce horas, ubicándolo de tal modo que solo pudiera abrirse desde adentro. Cerró la toma de aire y gateó sobre el mullido colchón; cerró la puerta de golpe. Tendido bajo la débil luz amarilla, deslizó los dedos por el enrejado de ventilación dé la pared trasera, conectó el enchufe, y lo giró con fuerza. En algún lado, un motor eléctrico zumbó brevemente, la pared terminal del cilindro se abrió con lentitud como la puerta de una cripta, y la brillante luz del día entró a raudales. Rápidamente, el doctor Francis salió a una pequeña plataforma de metal que sobresalía de la parte superior de una enorme cúpula blanca recubierta de amianto. A quince metros por encima de ella se alzaba el techo de un gran hangar. Un laberinto de caños y cables atravesaba la superficie de la cúpula, entrelazándose como los vasos sanguíneos de un gigantesco ojo congestionado, y una angosta escalera permitía el descenso al piso. La cúpula completa, de unos cuarenta y cinco metros de diámetro, giraba lentamente. Al otro extremo del hangar había cinco camiones detenidos junto a los depósitos, y un hombre de uniforme marrón lo saludó con la mano desde una de las oficinas de paredes de vidrio. 8
Cuando llegó al pie de la escalera, saltó al piso del hangar, ignorando las miradas curiosas de los soldados que descargaban los camiones. A mitad de camino estiró el cuello para mirar la masa giratoria de la cúpula. Un lienzo negro, perforado, de quince metros cuadrados, que semejaba un fragmento de planetario, colgaba del techo por encima de la cúspide de la cúpula, con una cámara de TV directamente por debajo de él, y una gran esfera de metal a un metro y medio de las lentes. Una de las sogas de sostén se había cortado, y el lienzo estaba ligeramente caído hacia un lado, revelando un pasadizo que corría por el medio del techo. Le señaló el problema a un sargento de mantenimiento, mientras se entibiaba las manos en una de las salidas de ventilación de la cúpula. - Tendrá que volver a atar esa cuerda. Algún tonto andaba por el pasadizo, proyectando su sombra directamente sobre el modelo. Lo pude ver con claridad en la pantalla de TV. Afortunadamente, nadie más lo vio. - Muy bien, doctor, me ocuparé de eso - rió entre dientes, con amargura -. Sin embargo, hubiera sido gracioso. Les hubiéramos dado algo para preocuparse de verdad. El tono del hombre fastidió a Francis. - Ya tienen mucho de qué preocuparse, tal como están. - No lo sé, doctor. Alguna gente de aquí piensa que lo tienen todo servido. Tranquilos y calentitos allí adentro, sin otra cosa que hacer más que sentarse y escuchar los ejercicios hipnóticos -. El hombre paseó una mirada desolada por el aeropuerto abandonado que se extendía hasta la fría tundra que rodeaba el perímetro, y se levantó el cuello. - Nosotros - dijo - los muchachos de la Madre Tierra somos los que hacemos todo el trabajo. Sí necesita algún otro cadete para el espacio, doctor, no se olvide de mí. Francis se las arregló para sonreír, y entró en la oficina de control, esquivando a los empleados sentados ante las mesas de caballete, frente a las gráficas de evolución. Cada una de éstas ostentaba el nombre de uno de los pasajeros de la cúpula y un análisis tabulado de su evolución en los tests psicométricos y en los programas de condicionamiento. Otras gráficas consignaban las órdenes del día, que eran copia de las que Matthias Granger había despachado esa mañana. En la oficina del coronel Chalmers, Francis se sentó con gratitud en el tibio ambiente, describiendo los rasgos sobresalientes de sus observaciones diarias.
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- Querría que pudiera entrar ahí y moverse entre ellos, Paul - concluyó -. No es lo mismo que espiarlos a través de las cámaras de TV. Tiene que hablarles, enfrentarse con gente como Granger y Peters. - Tiene razón, son hombres muy interesantes, como todos los demás. Lástima que estén desperdiciados allí. - No están desperdiciados - insistió Francis -. Cada dato será inmensamente valioso cuando parta la primera nave. Ignoró el murmullo de Chalmers: «Si es que parte», y continuó: - Zenna y Abel me preocupan un poco. Creo que será necesario adelantar la fecha de su matrimonio. Sé que muchos lo desaprobarán, pero la joven está tan madura ahora, a los quince años, como lo estará dentro de cuatro años. Además ejercerá una influencia beneficiosa sobre Abel, le impedirá que piense demasiado. Chalmers sacudió la cabeza, dudando. - Parece una buena idea... ¿pero una chica de quince con un muchacho de dieciséis? Provocará una explosión, Roger. Técnicamente, son menores bajo tutela, todas las ligas de la decencia se alzarán en armas. Francis, fastidiado, hizo una mueca. - ¿Tienen necesidad de enterarse? Tenemos un verdadero problema con Abel, el muchacho es demasiado inteligente. Casi había deducido por sí solo que la Estación es una nave espacial, simplemente que carecía del vocabulario para describirlo. Ahora que comenzamos a levantar los bloques de condicionamiento, querrá saberlo todo. Será arduo impedir que sospeche que hay gato encerrado, especialmente por la negligencia con que funciona este lugar. ¿Vio la sombra en la pantalla de TV? Fue una condenada suerte que Peters no sufriera un ataque cardíaco. Chalmers asintió. - Ya he solucionado eso. Es lógico que se cometan algunos errores, Roger. La tripulación de control que trabaja alrededor de la cúpula tolera este condenado frío. Trate de recordar que la gente de afuera es tan importante como la que está adentro. - Por supuesto. El verdadero problema es que el presupuesto está absurdamente descatolizado. Solo lo revisaron una vez en cincuenta años. Tal vez el general Short pueda despertar el interés oficial, conseguirnos un nuevo presupuesto. Parece un tipo muy activo. Chalmers frunció la boca, como si dudara, pero Francis prosiguió: 10
- No sé si las cintas se habrán desgastado, pero el condicionamiento negativo no funciona tan bien como antes. Probablemente tengamos que corregir los programas. He comenzado por aumentar la graduación para Abel. - Sí, lo vi en la pantalla de aquí. Los muchachos de control de aquí al lado se fastidiaron bastante. Uno o dos de ellos son tan entusiastas como usted, Roger, han estado programando con tres meses de anticipación. Lo que usted hizo significa para ellos que han malgastado su tiempo. Creo que debería consultar conmigo antes de tomar decisiones como ésta. La cúpula no es su laboratorio privado. Francis aceptó la reprimenda. - Lo siento - dijo sin convicción - fue una de esas decisiones de emergencia. No podía hacer otra cosa. Con suavidad, Chalmers reprobó el argumento. - No estoy tan seguro - dijo -. Creo que exageró bastante el aspecto de la duración del viaje. ¿Por qué se salió de lo programado para decirle que jamás llegará a otro planeta? Eso solo sirve para aumentar su sentimiento de aislamiento, haciéndonos más difíciles las cosas en caso de que decidamos acortar el viaje. Francis lo miró con sorpresa. - ¿Pero no hay probabilidades de que eso suceda, verdad? Chalmers hizo una pausa y quedó pensativo. - Roger, de verdad le recomiendo que no se comprometa demasiado con el proyecto. Repítase a sí mismo que ellos no viajan a Alfa del Centauro. Están aquí, en la Tierra, y si el gobierno lo dispusiera, los dejarían salir mañana mismo. Sé que la corte tendría que sancionarlo, pero esa es solo una formalidad. Hace cincuenta años que se inició este proyecto y un gran número de personas influyentes sienten que ha seguido adelante durante demasiado tiempo. Más aún desde que los fracasados programas espaciales de las colonias de Marte y de la Luna fueron interrumpidos. Creen que el dinero se malgasta aquí, para que se entretengan algunos psicólogos sádicos. - Usted sabe que no es cierto - dijo Francis - Puedo haber actuado apresuradamente, pero en general este proyecto ha sido escrupulosamente conducido. Sin exagerar, en caso de que se enviara una nave multigeneracional a Alfa del Centauro, no habría otra cosa que hacer más que duplicar lo que ha ocurrido aquí, hasta el último estornudo. ¡Si la información que hemos obtenido hubiera estado disponible, las colonias de Marte y de la Luna no habrían fracasado jamás! 11
- Cierto. Pero irrelevante. Usted no comprende: cuando todo el mundo se hallaba ansioso por ir al espacio, estaban preparados para aceptar la idea de que se encerrara a un pequeño grupo en un tanque durante cien años en especial porque la tripulación original se ofreció voluntariamente. Ahora que el interés se ha evaporado, la gente ha comenzado a sentir que hay algo obsceno en este zoológico humano; lo que comenzó como una gran aventura con el espíritu de Colón, se ha trasformado en una espeluznante broma. De algún modo hemos aprendido demasiado: la estratificación social de las tres familias es una clase de información no muy bien recibida, que no favorece en absoluto al proyecto. Tampoco lo favorece la absoluta tranquilidad con que los hemos manipulado, haciéndoles creer todo lo que hemos querido. Chalmers se inclinó sobre el escritorio. - Confidencialmente, Roger, el general Short ha tomado el mando solo por una razón: para clausurar este lugar. Puede llevar años, pero le advierto que se hará. Ahora el trabajo será sacar a esa gente de allí, no mantenerlos encerrados. Francis miró a Chalmers con fijeza, desolado. - ¿De verdad lo cree? - Francamente, Roger, sí. Este proyecto no debería haberse puesto en práctica jamás. No se puede manipular a la gente como lo hacemos: los interminables ejercicios hipnóticos, los forzados casamientos entre niños; fíjese en usted: hace cinco minutos pensaba seriamente en casar a dos adolescentes con el solo objeto de impedir que siguieran usando sus cerebros. Todo eso degrada la dignidad humana, todos los tabúes, el creciente grado de introspección, hay veces en que Peters y Granger no hablan con nadie durante dos o tres semanas, el modo en que la vida en la cúpula se ha hecho tolerable, aceptando una situación descabellada como si fuera normal. Creo que la reacción contra el proyecto es saludable. Francis miró en dirección a la cúpula. Un grupo de hombres cargaba la llamada «comida comprimida» (en realidad, alimentos congelados a los que se le había quitado la etiqueta) en la escotilla de la proveeduría. La mañana siguiente, cuando Baker y su esposa digitaran el menú prestablecido, las provisiones se enviarían con rapidez, aparentemente desde la bodega de carga. Francis sabía que, para alguna gente, el proyecto podía parecer un completo fraude. - La gente que se ofreció voluntariamente aceptó el sacrificio - dijo suavemente -. ¿Cómo se las va a arreglar Short para que salgan? ¿Abriendo la puerta y silbándoles? Chalmers sonrió con cansancio.
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- Short no es tonto, Roger. Está tan sinceramente preocupado por el bienestar de esa gente como usted mismo. La mitad de la tripulación, en especial los más viejos, se volverían locos en cinco minutos. Pero no se sienta decepcionado, el proyecto ya ha probado su valor. - No, no hasta que «aterricen». Si el proyecto se interrumpe, el fracaso será nuestro, no de ellos. No podernos racionalizado diciendo que es cruel o desagradable. Se lo debemos a las catorce personas de la cúpula, les debemos que el proyecto siga funcionando. Chalmers lo miró astutamente. - ¿Catorce? ¿Usted quiere decir trece, no es verdad, doctor? ¿O usted también está en el interior de la cúpula?
La nave había dejado de rotar. Sentado en Comando ante su escritorio, planeando los ejercicios de simulacro de incendio del día siguiente, Abel advirtió la súbita ausencia de movimiento. Durante toda la mañana, mientras caminaba por la nave - ya no usaba más el término Estación - había advertido una fuerza que lo atraía hacia adentro, como sí tuviera una pierna más corta que la otra. Cuando se lo mencionó a su padre, éste solo le respondió: - El capitán Peters está a cargo de Control. Deja que él se preocupe de lo concerniente a la navegación. Esta clase de consejo no significaba nada para Abel. Durante los dos meses anteriores, su mente había atacado vorazmente todo lo que había a su alrededor, explorando y analizando examinando cada faceta de la vida en la Estación. Un enorme vocabulario - antes suprimido - de términos y relaciones abstractas subyacía en latencia debajo de la superficie de su mente, y nada le impediría aplicarlo. Durante la comida, interrogó sin pausa a Matthew Peters acerca de la ruta de vuelo de la nave, la gran parábola que los llevaría a Alfa del Centauro. - ¿Qué sucede con las corrientes que se originan dentro de la nave? - preguntó -. La rotación estaba destinada a eliminar los polos magnéticos producidos con la construcción original de la nave, ¿Cómo va a compensar eso? Matthew, parecía perplejo. - En realidad, no estoy seguro. Probablemente los instrumentos se compensen en forma automática.
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Se encogió de hombros ante la sonrisa escéptica de Abel. - De todos modos - agregó el capitán - mi padre lo sabrá mejor que yo. No hay duda de que estamos en el curso correcto. - Eso espero - murmuró Abel para sí. Mientras más interrogaba Abel a Matthew acerca de los procedimientos de navegación que él y su padre llevaban a cabo en Control, más obvio aparecía que su función era realizar verificaciones ordinarias de instrumentos, y que su papel se limitaba a remplazar las luces quemadas de los pilotos. La mayor parte de los instrumentos funcionaban automáticamente, así que el capitán y su padre bien podrían haber estado observando consolas repletas de lana de colchón. ¡Qué gran burla si era cierto! Sonriendo para sí, Abel advirtió que lo que había pronunciado no era, probablemente, más que la verdad. Era poco probable que la navegación se confiara a la tripulación, ya que el más ínfimo error humano podía hacer que la nave se descontrolara irremisiblemente, lanzándose contra alguna estrella fugaz. Los que planearon la nave habían sellado los pilotos, poniéndolos fuera del alcance de la tripulación, a la que habían confiado algunas tareas livianas de supervisión que creaban una ilusión de control. Esa era la verdadera clave de la vida a bordo de la nave. Ninguna de las funciones de los pasajeros tenía la jerarquía que aparentaba tener. La programación de cada día, de cada minuto, que él y su padre llevaban a cabo era meramente una serie de variaciones de un esquema prestablecido; las permutaciones posibles eran infinitas, pero el hecho de que pudiera enviar a Matthew Peters a la comisaría a las 12 en vez de a las 12:30, no le confería ningún poder real sobre la vida de Matthew. Los programas maestros impresos por las computadoras seleccionaban los menús del día, los ejercicios de seguridad y los períodos de recreación, y una lista de nombres para elegir, pero el pequeño margen de elección permitido, los dos o tres nombres extra, eran solo en caso de enfermedad, no para ofrecer a Abel ningún tipo de libertad de elección. Algún día, se había prometido Abel, se programaría a sí mismo para revertir las sesiones de condicionamiento. Astutamente, adivinó que el condicionamiento aún bloqueaba mucho material interesante, que la mitad de su mente seguía sumergida. Algo de lo que sucedía en la nave le sugería que... - Hola, Abel, pareces estar muy abstraído - el doctor Francis se sentó a su lado -. ¿Qué te preocupa? - Solo estaba calculando algo - explicó Abel con rapidez -. Dígame, suponiendo que cada miembro de la tripulación consuma alrededor de un kilo y medio de alimentos diarios, es decir aproximadamente media tonelada por año, el peso total de la carga debería ser de unas 800 toneladas, sin contar los suministros para 14
después del aterrizaje. Debería haber alrededor de 1.500 toneladas a bordo. Un peso considerable. - No en términos absolutos, Abel. La Estación es solo una pequeña fracción de la nave. Los reactores principales, los depósitos de combustible y las bodegas pesan en conjunto más de 30.000 toneladas. Ellos producen la atracción gravitacional que te sujeta al suelo. Abel sacudió lentamente la cabeza. - Difícilmente, doctor. La atracción debe provenir de los campos gravitacionales estelares, o el peso de la nave debería ser de alrededor de 6 x 1020 toneladas. El doctor Francis miró pensativamente a Abel, consciente de que el joven le había tendido una trampa muy simple. La cifra que había citado era casi la masa de la Tierra. - Son problemas muy complejos, Abel. Yo no me preocuparía demasiado por la mecánica estelar. Es responsabilidad del capitán Peters. - No intento usurpársela - le aseguró Abel - sino simplemente extender mis conocimientos. ¿No cree que valdría la pena apartarse un poco de las reglas? Por ejemplo, sería interesante comprobar los efectos del aislamiento continuo. Podríamos seleccionar un grupo pequeño, someterlo a estímulos artificiales, incluso encerrarlos aparte del resto de la tripulación y condicionarlos para que crean que están de regreso en la Tierra. Podría ser un experimento realmente valioso, doctor. Mientras esperaba en la sala de conferencias que el general Short concluyera su discurso de apertura, Francis se repitió la última oración, preguntándose ociosamente qué hubiera pensado Abel, con su ilimitado entusiasmo, del círculo de rostros derrotados que rodeaba la mesa. «...lamento tanto como ustedes, caballeros, la necesidad de interrumpir el proyecto. Sin embargo, ahora que la decisión proviene del Departamento Espacial, es nuestro deber implementarla. Por supuesto, la tarea no será fácil. Lo que necesitamos es un lento repliegue, una readaptación gradual de la tripulación que los hará descender a la Tierra con tanta suavidad como un paracaídas» El general era un hombre brusco, de rostro agudo, de alrededor de cincuenta años, con una espalda poderosa pero ojos sensibles. Se volvió hacia el doctor Kersh, responsable de los controles dietéticos y biétricos a bordo de la cúpula. - Por lo que me dice, doctor, es probable que no tengamos tanto tiempo como desearíamos. El joven Abel parece ser un problema serio.
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Kersh sonrió. - Estaba observando la comisaría cuando oí sin querer que Abel le decía al doctor Francis que le agradaría hacer un experimento con un pequeño grupo de tripulantes. Un ejercicio de aislamiento, créase o no. Ha calculado que los dos tripulantes de proa podrían estar aislados durante dos años o más antes de que sea necesario reabastecerlos. El capitán Sanger, a cargo del control técnico, añadió: - También ha estado tratando de evitar sus sesiones de condicionamiento. Ha usado unos tapones de algodón debajo de los audífonos, perdiendo así el noventa por ciento de la voz subsónica. Lo advertimos cuando registrarnos la cinta de su electrocardiograma, y vimos que no había ondas alfa. Primero pensamos que el cable se habría cortado, pero cuando hicimos una verificación visual en la pantalla, vimos que tenía los ojos abiertos. No estaba escuchando. Francis tamborilleó sobre la mesa. - No tiene importancia - dijo -. Era una secuencia de instrucción matemática, el sistema antilogarítmico de cuatro cifras. - Me alegra que lo haya perdido - dijo Kersh con una carcajada -. Tarde o temprano averiguará que la cúpula viaja en una órbita elíptica a 93 millones de millas de una estrella enana de la clase espectral G. - ¿Qué hace usted ante este intento de evadir el condicionamiento, doctor Francis? - preguntó Short. Cuando Francis se encogió de hombros vagamente, Short agregó: - Creo que debernos considerar el asunto con mayor seriedad. De ahora en adelante, nos atendremos a lo programado. - Abel retomará el condicionamiento - dijo Francis sin entusiasmo -. No hay necesidad de hacer nada. Sin un contacto diario y regular, pronto se sentirá perdido. La voz subsónica está compuesta por los tonos vocales de su madre; cuando no la escuche más, se sentirá desorientado, completamente abandonado. Short asintió con lentitud. - Bien, esperemos que así sea. Se dirigió al doct or Kersh.
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- En términos generales, doctor, ¿en cuánto tiempo calcula que podremos traerlos de regreso? Considerando que deberá darles completa libertad, y que todas las cadenas periodísticas y televisivas los entrevistarán cien veces. Kersh eligió con cuidado sus palabras. - Obviamente, será una cuestión de años, general. Todos los ejercicios de condicionamiento deberán revertirse en forma gradual, tal vez tengamos que introducir una colisión con un meteoro para suplir alguna deficiencia... yo diría que de tres a cinco años. Tal vez más. - Muy bien. ¿Y cuál es su cálculo, doctor Francis? Francis jugó nerviosamente con su secante, tratando de considerar la pregunta con seriedad. - No tengo idea. Traerlos de regreso. ¿Qué quiere decir, general? ¿Traer de regreso qué? Irritado, espetó: - Cien años. Las risas invadieron la mesa, y Short le sonrió amistosamente. - Eso sería el doble del proyecto original, doctor. Su trabajo allí no debe haber sido muy bueno. Francis sacudió negativamente la cabeza. - Está equivocado, general. El proyecto original era que llegaran a Alfa del Centauro. No se dijo nada de traerlos de regreso. Cuando las risas se disiparon, Francis se maldijo por su torpeza: fastidiando al general no ayudaría a la tripulación de la cúpula. Pero Short parecía impasible. - Muy bien - dijo - es obvio que llevará algún tiempo. Y echando una mirada a Francis, añadió mordazmente. - Debemos pensar en los hombres y mujeres de la nave, no en nosotros; si necesitamos cien años, esperaremos cien años, ni uno menos. Tal vez les interese saber que el Departamento Espacial cree que serán necesarios quince años. Como mínimo.
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Hubo un revuelo de interés alrededor de la mesa. Francis miró a Short con sorpresa. Muchas cosas podían suceder en quince años, incluso la opinión pública podía volver a favorecer los viajes espaciales. - El Departamento recomienda que continuemos con el proyecto como antes, con cualquier disminución presupuestaria que podamos hacer, detener la cúpula es solo el comienzo y que condicionemos a la tripulación para que crean que han comenzado el regreso, que su misión ha sido meramente de reconocimiento, y que traen información vital de regreso a la Tierra. Cuando desciendan de la nave, se los tratará como héroes, y aceptarán la extrañeza del mundo que los rodea. Short paseó su mirada alrededor de la mesa, esperando que alguien respondiera. Kersh se miraba las manos con expresión dudosa, y Sanger y Chalmers jugaban mecánicamente con sus secantes. Cuando Short estaba a punto de proseguir, Francis se rehizo, advirtiendo que se enfrentaba con su última oportunidad de salvar el proyecto. Aunque los demás no estaban de acuerdo con Short, nadie intentaría discutir con él. - Mucho me temo que eso no servirá, general - dijo Francis - aunque de todos modos aprecio la previsión del Departamento y su comprensivo punto de vista. El plan que usted ha delineado parece plausible, pero no funcionará. Francis se inclinó hacia adelante, y prosiguió, con voz precisa y controlada. - General, esta gente ha sido entrenada desde la infancia para aceptar la idea de que formaban un grupo cerrado, y que jamás tendrían contacto con ninguna otra persona. A nivel inconsciente, a nivel de sus sistemas nerviosos funcionales, no existe nadie más en el mundo; para ellos, la base sistémica de la realidad es el aislamiento. Jamás conseguirá entrenarlos para que inviertan todo su universo, tal como jamás conseguirá enseñarle a volar a un pez. Si usted trata de interferir con los esquemas de sus psiquis, producirá la misma clase de bloqueo mental absoluto que se aprecia al tratar de enseñarle a un zurdo a usar su mano derecha. Francis echó una mirada al doctor Kersh, que asentía. - Créame, general, contrariamente a lo que usted y el Departamento Espacial suponen, la gente de la cúpula no quiere salir. Si les dieran a elegir, preferirían quedarse allí, del mismo modo que un pececito prefiere quedarse en la pecera. Short hizo una pausa antes de replicar, evidentemente para evaluar a Francis. - Tal vez esté en lo cierto, doctor - admitió -. ¿Pero a qué nos conduce eso? Tenemos solo quince años, tal vez veinticinco. - Hay una única posibilidad - explicó Francis deje que el proyecto continúe, exactamente como antes, pero con una diferencia: impídales que se casen y 18
tengan hijos. Dentro de veinticinco años, solo quedará con vida la actual generación joven, y en cinco años más todos estarán muertos. El promedio de vida en la cúpula es apenas superior a los 45 años. A los 30, Abel será probablemente un viejo. Cuando comiencen a morir, nadie se preocupará ya por ellos. Hubo más de medio minuto de silencio, y luego Kersh habló. - Es la mejor sugerencia, general - dijo -. Es humanitaria, y al mismo tiempo satisface el proyecto original y las órdenes del Departamento. La ausencia de niños sería solo una ligera desviación del condicionamiento. El aislamiento básico del grupo se intensificaría, en vez de disminuir, así como la conciencia de que ellos jamás llegarán a ver el descenso en otro planeta. Si eliminamos los ejercicios pedagógicos y le restarnos importancia al vuelo espacial, pronto se trasformarán en una pequeña comunidad cerrada, no muy diferente de cualquier otro grupo aislado en vías de extinguirse. - Otra cosa, general - interrumpió Chalmers -. Sería mucho más sencillo, y también más barato, si pudiéramos ir clausurando progresivamente la nave a medida que murieran los tripulantes, hasta que finalmente, no quedara más que una cubierta habilitada, incluso unas pocas cabinas. Short se puso de pie y caminó hasta la ventana, mirando a través de los vidrios cargados de escarcha, en dirección a la gran cúpula en el interior del hangar. - Suena como una perspectiva terrible - comentó - Completamente descabellada. Aunque como dicen, puede ser la única salida.
Moviéndose sigilosamente entre los caminos estacionados en el hangar en sombras, Francis se detuvo un momento para mirar las ventanas iluminadas de las oficinas de control, donde dos o tres miembros del personal nocturno vigilaban la hilera de pantallas de TV, ellos también semidormidos mientras observaban a los dormidos ocupantes de la cúpula. Francis salió de las sombras y corrió hacia la cúpula, subiendo la escalera que conducía al punto de acceso, nueve metros más arriba. Abriendo la escotilla exterior, entró gateando y la cerró a sus espaldas, luego destrabó la cerradura del acceso interno y salió del cilindro de dormir para emerger en su cabina silenciosa. Una sola luz amortiguada brilló en la pantalla del monitor de TV cuando reveló a los tres empleados de la oficina de control, reclinados en medio de una bruma de humo de cigarrillos a dos metros de la cámara. Francis aumentó el volumen del intercomunicador, luego lo golpeó fuertemente con los nudillos. 19
Con la chaqueta desabotonada, los ojos aún nublados por el sueño, el coronel Chalmers se inclinó hacia adelante en la pantalla, con sus asistentes detrás de él. - Créame, Roger, no está probando nada. El general Short y el Departamento no reconsiderarán su decisión, en especial ahora que se ha sancionado una ley especial de autorización. Como Francis lo miró escépticamente, añadió: - Lo único que conseguirá será ponerlos en peligro. - Me arriesgaré - dijo Francis -. Demasiados convenios se han roto en el pasado. Aquí podré vigilar las cosas de cerca. Trató que su voz sonara fría y desapasionada; las cámaras estarían registrando la escena y era importante producir una impresión adecuada. El general Short sería el más interesado en evitar el escándalo. Si decidía que no era probable que Francis saboteara el proye cto, tal vez lo dejara permanecer en la cúpula. Chalmers buscó una silla; y en su rostro había una expresión grave. - Roger, tómese un poco de tiempo para reconsiderarlo todo. Tal vez usted sea un elemento más discordante de lo que se imagina. Recuerde, nada sería más fácil que sacarlo de allí: un niño podría abrirse paso a través del casco oxidado con un abrelatas romo. - No lo intente - le advirtió Francis con tranquilidad -. Voy a trasladarme a la Cubierta C, así que si vienen a buscarme, todos lo sabrán. Créame, no trataré de interferir con los planes de clausura. Y no programaré ningún matrimonio entre adolescentes. Pero creo que la gente de aquí me necesitará por más de ocho horas diarias. - ¡Francis! - dijo Chalmers -. ¡Una vez que entre no volverá a salir jamás! ¿No se da cuenta de que se está enterrando en una situación totalmente irreal? Se está encerrando deliberadamente en una pesadilla, lanzándose en un viaje sin retorno a ninguna parte. Secamente, antes de apagar por última vez el aparato, Francis replicó: - A ninguna parte no, coronel: a Alfa del Centauro.
Sentándose en la estrecha litera de su cabina con un sentimiento de agradecimiento, Francis descansó un momento antes de encaminarse a la comisaría. Durante todo el día había estado cifrando las cintas perforadas de la 20
computadora para Abel, y los ojos le ardían por el esfuerzo que significaba haber estampado manualmente cada una de las miles de perforaciones. Durante ocho horas había estado sentado sin interrupción en la pequeña celda de aislamiento, con electrodos sujetos a su pecho, codos y rodillas, mientras Abel medía sus ritmos respiratorio y cardíaco. Los tests no guardaban ninguna relación con los programas diarios que ahora Abel hacía para su padre, y a Francis le estaba resultando difícil conservar la paciencia. Inicialmente, Abel había comprobado su habilidad para seguir un conjunto de instrucciones prescritas, produciendo una función exponencial infinita, luego una representación digital de pi elevado a miles de potencias, por fin, Abel lo había persuadido de que cooperara en un test más difícil: la tarea de producir una secuencia totalmente arbitraria. Cada vez que repetía en forma inconsciente una progresión simple, como sucedía cuando estaba fatigado o aburrido, o un posible fragmento de una progresión mayor, la computadora que controlaba sus progresos hacía sonar una alarma en el escritorio y él debía recomenzar. Después de unas pocas horas, el zumbador roncaba cada diez segundos, mordiéndolo como un insecto malhumorado. Finalmente, Francis había tropezado hasta la puerta, enredándose con los cables de los electrodos, para descubrir con fastidio que la puerta estaba cerrada con llave (ostensiblemente, para prevenir una interrupción de las patrullas contra incendios). Luego, a través de la pequeña tronera, vio que la computadora del cubículo exterior funcionaba sin que nadie la controlara. Pero cuando los violentos golpes de Francis alertaron a Abel, que se hallaba en el otro extremo del laboratorio continuo, el muchacho se había mostrado irritable con el doctor por querer interrumpir el experimento.
- Maldición, Abel, hace ya tres semanas que estoy perforando estas cosas. Hizo un gesto de dolor cuando Abel lo desconectó, arrancando bruscamente las cintas adhesivas. - Tratar de producir secuencias arbitrarias no es nada sencillo; mi sentido de la realidad comienza a evaporarse. (A veces se preguntaba si Abel no esperaría secretamente que esto sucediera). Creo que me merezco tu agradecimiento. - Pero, doctor, habíamos convenido que la prueba duraría tres días - señaló Abel -. Sólo después de ese plazo empiezan a aparecer los resultados valiosos. Lo más interesante son los errores que usted comete. El experimento ya no tiene sentido. - Bien, probablemente jamás lo haya tenido. Algunos matemáticos sostenían que es imposible definir una secuencia arbitraria.
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- Pero podemos suponer que sí es posible - insistió Abel -. Solo estaba permitiéndosela que practicara antes de que empezáramos con los números trasfinitos. En este punto Francis se rebeló. - Lo siento, Abel. Tal vez ya no esté en las mismas condiciones que antes. Y de todos modos, tengo otros deberes que cumplir. - Pero no le llevan mucho tiempo, doctor. Realmente, ahora no tiene nada que hacer. Tenía razón, y Francis se vio forzado a admitirlo. En el año que había pasado en la cúpula, Abel había simplificado notablemente la rutina diaria, suministrando a Francis y a sí mismo un exceso de tiempo libre, en particular porque el doctor jamás iba a condicionamiento. (Francis temía a las voces subsónicas. Chalmers y Short intentarían sacarlo sutilmente, tal vez demasiado sutilmente). La vida a bordo había sido para él una carga mayor que lo que había previsto. Encadenado a las rutinas de la nave, limitado en sus recreaciones y con escasos pasatiempos -no había libros a bordo- le resultaba cada vez más difícil conservar su antiguo buen humor, comenzaba a hundirse en el mortífero letargo que había invadido a la mayor parte de los miembros de la tripulación. Matthias Granger se había retirado a su cabina, satisfecho de dejar la programación en manos de Abel, y pasaba el tiempo jugando con un reloj descompuesto, en tanto que los dos Peters apenas si salían de Control. Las tres esposas eran completamente inertes, y se sentían satisfechas de tejer y murmurar acerca de las otras. Los días pasaban imperceptiblemente. A veces, Francis se decía a sí mismo con ironía que casi creía estar en camino hacia Alfa del Centauro. ¡Esa sí que hubiera sido una broma para el general Short! A las 6:30, cuando fue a la comisaría para su comida vespertina, descubrió que había llegado con quince minutos de retraso. - Esta tarde cambió el horario de su comida - le dijo Baker, cerrando la escotilla -. No tengo nada preparado para usted. Francis comenzó a protestar, pero el hombre no cedió. - No puedo alterar los horarios de la nave sólo porque usted no miré las Ordenes de Rutina, ¿no es cierto, doctor? Cuando salía, Francis se encontró con Abel, y trató de convencerlo de que diera una contraorden. - Podrías haberme avisado, Abel. Maldición, he estado toda la tarde metido en tu equipo de experimentos. 22
- Pero usted volvió a su cabina, doctor - señaló suavemente Abel -. Para llegar allí desde el laboratorio, tiene que haber pasado frente a tres avisos de OER. Recuerde que debe mirarlos siempre. En cualquier instante se pueden producir cambios de último momento. Mucho me temo que ahora deberá esperar hasta las 10:30. Francis regresó a su cabina, sospechando que el súbito cambio no había sido más que una venganza de Abel por haber interrumpido el experimento. Tendría que mostrarse más conciliador con Abel, el joven podría convertir su vida en un infierno, matarlo literalmente de hambre. Ahora era imposible escapar de la cúpula: había una sentencia de 20 años de prisión para todo el que entrara sin autorización en la nave simulada. Después de descansar alrededor de una hora, salió a las 8 de su cabina para cumplir con sus verificaciones habituales de los obturadores de presión ubicados junto a la Pantalla de Meteoros de la Cubierta B. Siempre fingía leerlos, disfrutando de la sensación de participar en un viaje espacial que este ejercicio le producía, aceptando deliberadamente la ilusión. Los obturadores estaban montados en el punto de control situado a un intervalo de diez metros del comienzo del corredor perimetral, un angosto pasadizo que rodeaba al corredor principal. Solo allí, escuchando el sonido breve y zumbante de los servomecanismos, se sintió en paz dentro del vehículo espacial. «La Tierra misma está en órbita alrededor del Sol», meditó mientras verificaba los obturadores, «y todo el Sistema Solar se mueve a 40 millas por segundo en dirección a la constelación de Lyra. El grado de ilusión existente es una compleja cuestión.» Algo interrumpió su ensoñación. El indicador de presión oscilaba ligeramente. La aguja se movía entre 0,001 y 0,0015 psi. La presión interior de la bóveda era ligeramente superior a la atmosférica, con el objeto de que el polvo pudiera ser expelido a través de grietas refractarias (aunque el objeto principal de los obturadores de presión era poner a la tripulación a buen recaudo en los cilindros de emergencia a prueba de vacío en caso que la cúpula fuera dañada y se necesitara realizar reparaciones desde el interior). Por un momento Francis sintió pánico, y se pregunta si finalmente Short habría decidido venir a buscarlo: la lectura que había hecho indicaba que, por insignificante que fuera, se había abierto un brecha en el casco. Luego el indicador volvió a cero, y se oyeron pasos que resonaban en el corredor radial, acercándose en ángulo recto más allá de la siguiente mampara.
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Rápidamente, Francis se ocultó en las sombras. Antes de morir, el viejo Peters había pasado mucho tiempo vagando misteriosamente por ese corredor, tal vez ocultando algunos víveres detrás de los paneles oxidados. Se inclinó hacia adelante cuando los pasos cruzaron el corredor. ¿Abel? Miró cómo el joven desaparecía al bajar una escalera, luego se internó en el corredor radial, palpando el revestimiento gris, en busca de algún panel retráctil. Inmediatamente contigua a la pared terminal del corredor, contra la pared exterior de la cúpula, había una pequeña cabina de control de incendios. Había un mechón de fibras blanco-pizarra en el piso de la cabina. ¡Fibras de amianto! Francis entró a la cabina, y en unos pocos segundos localizó un panel flojo que había perdido sus oxidados remaches. Era un rectángulo de veinticinco centímetros por quince, y se deslizó con facilidad. Más allá estaba la pared exterior de la cúpula, al alcance de la mano. Allí también había una plancha floja, mantenida en posición por un tosco gancho. Francis vaciló, luego levantó el gancho y retiró el panel. ¡Estaba mirando directamente hacia el hangar! Abajo, una hilera de camiones estaba descargando suministros sobre el piso de cemento a la luz de un par de reflectores, un sargento gritaba órdenes al escuadrón de trabajo. A la derecha estaban las oficinas de control, Chalmers cumplía en su oficina el turno de la noche. El agujero estaba directamente por debajo de la escalera, y los sobresalientes peldaños metálicos lo ocultaban de los hombres del hangar. Las fibras de amianto habían sido deshilachadas cuidadosamente para que ocultaran el panel retráctil. El gancho de alambre estaba tan oxidado como el resto del casco, por lo que Francis calculó que la ventana habría estado en uso durante más de treinta o cuarenta años. De modo que era prácticamente seguro que el viejo Peters había mirado regularmente a través de la ventana, y sabía a la perfección que la nave espacial era un mito. No obstante, había permanecido a bordo, advirtiendo tal vez que la verdad destruiría a los demás, o había preferido ser capitán de una nave artificial antes que exponerse como una curiosidad en el mundo exterior. Presumiblemente, había trasmitido el secreto. No a su taciturno y desolado hijo, sino a la única otra mente ágil, a la que guardaría el secreto y lo aprovecharía al 24
máximo. Por sus propios motivos, él también había decidido permanecer en la cúpula, advirtiendo que pronto sería el único capitán real, y que estaría libre para proseguir sus experimentos de psicología aplicada. Incluso era probable que no hubiera percibido que Francis no era un verdadero miembro de la tripulación. Su confiado manejo de los programas, su pérdida de interés por los procedimientos de control, su despreocupación acerca de los dispositivos de seguridad, todo señalaba algo... ¡Abel sabía!
FIN
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El Gigante Ahogado J. G. Ballard EN LA MAÑANA DESPUÉS de la tormenta las aguas arrojaron a la playa, a ocho kilómetros al noroeste de la ciudad, el cuerpo de un gigante ahogado. La primera noticia la trajo un campesino de las cercanías y fue confirmada luego por los hombres del periódico local y de la policía. Sin embargo, la mayoría de la gente, incluyéndome a mí, no lo creímos, pero la llegada de otros muchos testigos oculares que confirmaban el enorme tamaño del gigante excitó al fin nuestra curiosidad. Cuando salimos para la costa poco después de las dos, no quedaba casi nadie en la biblioteca donde yo y mis colegas estábamos investigando, y la gente siguió dejando las oficinas y las tiendas durante todo el día, a medida que la noticia corría por la ciudad. En el momento en que alcanzamos las dunas sobre la playa, ya se había reunido una multitud considerable, y vimos el cuerpo tendido en el agua baja, a doscientos metros. Lo que habíamos oído del tamaño del gigante nos pareció entonces muy exagerado. Había marea baja, y casi todo el cuerpo del gigante estaba al descubierto, pero no parecía ser mayor que un tiburón echado al sol. Yacía de espaldas con los brazos extendidos a los lados, en una actitud de reposo, como si estuviese dormido sobre el espejo de arena húmeda. La piel descolorida se le reflejaba en el agua y el cuerpo resplandecía a la clara luz del sol como el plumaje blanco de un ave marina, Perplejos, y descontentos con las explicaciones de la multitud, mis amigos y yo bajamos de las dunas hacia la arena de la orilla. Todos parecían tener miedo de acercarse al gigante, pero media hora después dos pescadores con botas altas salieron del grupo, adelantándose por la arena. Cuando las figuras minúsculas se acercaron al cuerpo recostado, un alboroto de conversaciones estalló entre los espectadores. Los dos hombres parecían criaturas diminutas al lado del gigante. Aunque los talones estaban parcialmente hundidos en la arena, los pies se alzaban a por lo menos el doble de la estatura de los pescadores, y comprendimos inmediatamente que este leviatán ahogado tenía la masa y las dimensiones de una ballena. Tres barcos pesqueros habían llegado a la escena y estaban a medio kilómetro de la playa; las tripulaciones observaban desde las proas. La prudencia de los hombres había disuadido a los espectadores de la costa que habían pensado en vadear las aguas bajas. Impacientemente, todos dejamos las dunas y esperamos en la orilla. El agua había lamido la arena alrededor de la figura, formando una concavidad, como si el gigante hubiese caído del cielo. Los dos pescadores estaban ahora entre los inmensos plintos de los pies, y nos saludaban como turistas entre las columnas de un templo lamido por las aguas, a orillas del Nilo. Durante un momento temí que el gigante estuviera sólo dormido y pudiera moverse y juntar de pronto los talones, pero los ojos vidriados miraban fijamente al cielo, sin advertir esas réplicas minúsculas de sí mismo que tenía entre los pies. Los pescadores echaron a andar entonces alrededor del cuerpo, pasando junto a los costados blancos de las piernas. Luego de detenerse a examinar los dedos de la mano supina, desaparecieron entre el brazo y el pecho, y asomaron de nuevo para 1
mirar la cabeza, protegiéndose los ojos del sol mientras contemplaban el perfil griego. La frente baja, la nariz recta y los labios curvos me recordaron una copia romana de Praxiteles; las cartelas elegantemente formadas de las ventanas de la nariz acentuaban el parecido con una escultura monumental. Repentinamente brotó un grito de la multitud, y un centenar de brazos apuntaron hacia el mar. Sobresaltado, vi que uno de los pescadores había trepado al pecho del gigante y se paseaba por encima haciendo señas hacia la orilla. Hubo un rugido de sorpresa y victoria en la multitud, perdido en una precipitación de conchillas y arenisca cuando todos corrieron playa abajo. Al acercarnos a la figura recostada, que descansaba en un charco de agua del tamaño de un campo de fútbol, la charla excitada disminuyó otra vez, dominada por las enormes dimensiones de este coloso moribundo. Estaba tirado en un ligero ángulo con la orilla, las piernas más hacia la costa, y este detalle había ocultado la longitud real del cuerpo. A pesar de los dos pescadores subidos al abdomen, el gentío se había ordenado en un amplio círculo, y de cuando en cuando unos pocos grupos de tres o cuatro personas avanzaban hacia las manos y los pies. Mis compañeros y yo caminamos alrededor de la parte que daba al mar; las caderas y el tórax del gigante se elevaban por encima de nosotros como el casco de un navío varado. La piel perlada, distendida por la inmersión en el agua del mar, disimulaba los contornos de los enormes músculos y tendones. Pasamos por debajo de la rodilla izquierda, que estaba ligeramente doblada, y de donde colgaban los tallos de unas húmedas algas marinas. Cubriéndole flojamente el diafragma y manteniendo una tenue decencia, había un pañolón de tela, de trama abierta, y de un color amarillo blanqueado por el agua. El fuerte olor a salitre de la prenda que se secaba al sol se mezclaba con el aroma dulzón y poderoso de la piel del gigante. Nos detuvimos junto al hombre y observamos el perfil inmóvil. Los labios estaban ligeramente separados, el ojo abierto nubloso y ocluido, como si le hubieran inyectado algún líquido azul lechoso, pero las delicadas bóvedas de las ventanas de la nariz y las cejas daban a la cara un encanto ornamental que contradecía la pesada fuerza del pecho y de los hombros. La oreja estaba suspendida sobre nuestras cabezas como un portal esculpido. Cuando alcé la mano para tocar el lóbulo colgante alguien apareció gritando sobre el borde de la frente. Asustado por esta aparición retrocedí unos pasos, y vi entonces que unos jóvenes habían trepado a la cara y se estrujaban unos a otros, saltando en las órbitas. La gente andaba ahora por todo el gigante, cuyos brazos recostados proporcionaban una doble escalinata. Desde las palmas caminaban por los antebrazos hasta el codo y luego se arrastraban por el hinchado vientre de los bíceps hasta el llano paseo de los músculos pectorales que cubrían la mitad superior del pecho liso y lampiño. Desde allí subían a la cara, pasando las manos por los labios y la nariz, o bajaban corriendo por el abdomen para reunirse con otros que habían trepado a los tobillos y patrullaban las columnas gemelas de los muslos.
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Seguimos caminando entre la gente, y nos detuvimos para examinar la mano derecha extendida. En la palma había un pequeño charco de agua, como el residuo de otro mundo, pisoteado ahora por los que trepaban al brazo. Traté de leer las líneas que acanalaban la piel de la palma buscando algún indicio del carácter del gigante, pero la dilatación de los tejidos casi las había borrado, llevándose todos los posibles rastros de identidad y los signos de las últimas circunstancias trágicas. Los huesos y los músculos de la mano daban la impresión de que el coloso no era demasiado sensible, pero la precisa flexión de los dedos y las uñas cuidadas, cortadas todas simétricamente a una distancia de quince centímetros de la carne mostraban un temperamento de algún modo delicado, confirmado por las facciones griegas de la cara, en la que se posaban ahora como moscas todos los vecinos del pueblo. Hasta había un joven de pie en la punta de la nariz, moviendo los brazos a los lados y gritándoles a otros muchachos, pero la cara del gigante conservaba una sólida compostura. Regresando a la orilla nos sentamos en la arena y miramos la corriente continua de gente que llegaba del pueblo. Unos seis o siete botes de pesca se habían reunido a corta distancia de la costa, y las tripulaciones vadeaban el agua poco profunda para ver desde Más cerca esta presa traída por la tormenta. Más tarde apareció una partida de policías y con poco entusiasmo intentó acordonar la playa, pero después de subir a la figura recostada abandonaron la idea, y se alejaron todos juntos echando miradas divertidas por encima del hombro. Una hora después había un millar de personas en la playa, y doscientas de ellas estaban de pie o sentadas en el gigante, apiñadas en los brazos y las piernas o circulando en un alboroto incesante por el pecho y el estómago. Un grupo de jóvenes se había instalado en la cabeza, empujándose unos a otros sobre las mejillas y deslizándose por la superficie lisa de la mandíbula. Dos o tres habían montado a horcajadas en la nariz, y otro se arrastró dentro de uno de los orificios, desde donde ladraba como un perro. Esa tarde volvió la policía y abrió paso por entre la multitud a una partida de hombres de ciencia—autoridades en anatomía y en biología marina—de la universidad. El grupo de jóvenes y la mayoría de la gente bajaron del gigante, dejando atrás unas pocas almas intrépidas encaramadas en las puntas de los dedos de los pies y en la frente. Los expertos anduvieron a pasos largos alrededor del gigante, deliberando con señas vigorosas, precedidos por los policías que iban apartando a la multitud. Cuando llegaron a la mano extendida, el oficial mayor se ofreció para ayudarlos a subir a la palma, pero los expertos se negaron apresuradamente. Luego que estos hombres regresaron a la orilla, la muchedumbre trepó una vez más al gigante, y cuando nos marchamos a las cinco ya se habían apoderado totalmente del cuerpo, cubriendo los brazos y las piernas como una compacta banda de gaviotas posada en el cadáver de un cetáceo. Visité de nuevo la playa tres días después. Mis amigos de la biblioteca habían vuelto al trabajo, y habían delegado en mí la tarea de vigilar al gigante y preparar un informe. Quizá entendían mi interés particular por el caso, y era realmente cierto que yo estaba ansioso por volver a la playa.
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No había nada necrofílico en esto, porque el gigante estaba realmente vivo para mí, más vivo por cierto que la mayoría de la gente que iba allí a mirarlo. Lo que yo encontraba tan fascinante era en parte esa escala inmensa, los enormes volúmenes de espacio ocupados por los brazos y las piernas que parecían confirmar la identidad de mis propios miembros en miniatura, pero sobre todo el hecho categórico de la existencia del gigante. No hay cosa en la vida, quizá, que no pueda ser motivo de dudas, pero el gigante, muerto o vivo, existía en un sentido absoluto, dejando entrever un mundo de absolutos análogos, de los cuales nosotros, los espectadores de la playa, éramos sólo imitaciones, diminutas e imperfectas. Cuando llegué a la costa el gentío era considerablemente menor, y había unas doscientas o trescientas personas sentadas en la arena, merendando y observando a los grupos de visitantes que bajaban por la playa. Las mareas sucesivas habían acercado el gigante a la costa, moviendo la cabeza y los hombros hacia la playa, de modo que el tamaño del cuerpo parecía duplicado, empequeñeciendo a los botes de pesca varados ahora junto a los pies. El contorno irregular de la playa había arqueado ligeramente el espinazo del gigante, extendiéndole el pecho e inclinándole la cabeza hacia atrás, en una posición más explícitamente heroica. Los efectos combinados del agua salada y la tumefacción de los tejidos le daban ahora a la cara un aspecto más blando y menos joven. Aunque a causa de las vastas proporciones del rostro era imposible determinar la edad y el carácter del gigante, en mi visita previa el modelado clásico de la boca y de la nariz me habían llevado a pensar en un hombre joven de temperamento modesto y humilde. Ahora, sin embargo, el gigante parecía estar, por lo menos, en los primeros años de la madurez. Las mejillas hinchadas, la nariz y las sienes más anchas y los ojos apretados insinuaban una edad adulta bien alimentada, que ya mostraba ahora la proximidad de una creciente corrupción. Este acelerado desarrollo postmortem, como si los elementos latentes del carácter del gigante hubieran alcanzado en vida el impulso suficiente como para descargarse en un breve resumen final, me fascinaba de veras. Señalaba el principio de la entrega del gigante a ese sistema que lo exige todo: el tiempo en el que como un millón de ondas retorcidas en un remolino fragmentado se encuentra el resto de la humanidad y del que nuestras vidas finitas son los productos últimos. Me senté en la arena directamente delante de la cabeza del gigante, desde donde podía ver a los recién llegados y a los niños trepados a los brazos y las piernas. Entre las visitas matutinas había una cantidad de hombres con chaquetas de cuero y gorras de paño, que escudriñaban críticamente al gigante con ojo profesional, midiendo a pasos sus dimensiones y haciendo cálculos aproximativos en la arena con maderas traídas por el mar. Supuse que eran del departamento de obras públicas y otros cuerpos municipales, y estaban pensando sin duda cómo deshacerse de este colosal resto de naufragio. Varios sujetos bastante mejor vestidos, propietarios de circos o algo así, aparecieron también en escena y pasearon lentamente alrededor del cuerpo, con las manos en los bolsillos de los largos gabanes, sin cambiar una palabra. Evidentemente, el tamaño era demasiado grande aun para los mayores empresarios. Al fin se fueron, y los niños siguieron subiendo y bajando por los brazos y las piernas, y los jóvenes forcejearon entre ellos sobre la cara supina, dejando las huellas arenosas y húmedas de los pies descalzos en la piel blanca de la cara.
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Al día siguiente postergue deliberadamente la visita hasta las últimas horas de la tarde, y cuando llegué había menos de cincuenta o sesenta personas sentadas en la arena. El gigante había sido llevado aún más hacia la playa, y estaba ahora a unos setenta y cinco metros, aplastando con los pies la empalizada podrida de un rompeolas. El declive de la arena más firme inclinaba el cuerpo hacia el mar, y en la cara magullada había un gesto casi consciente. Me senté en un amplio montacargas que habían sujetado a un arco de hormigón sobre la arena, y miré hacia abajo la figura recostada. La piel blanqueada había perdido ahora la perlada translucidez, y estaba salpicada de arena sucia que reemplazaba la que había sido llevada por la marea nocturna. Racimos de algas llenaban los espacios entre los dedos de las manos, y debajo de las caderas y las rodillas se amontonaban conchillas y huesos de moluscos. No obstante, y a pesar del engrosamiento continuo de los rasgos, el gigante conservaba una espléndida estatura homérica. La enorme anchura de los hombros y las inmensas columnas de los brazos y las piernas transportaban la figura a otra dimensión, y el gigante parecía más la imagen auténtica de un argonauta ahogado o de un héroe de la Odisea que el retrato convencional de estatura humana en el que yo había pensado hasta ese momento. Bajé a la orilla y caminé entre los charcos de agua hacia el gigante. Había dos muchachos sentados en la cavidad de la oreja, y en el otro extremo un joven solitario estaba encaramado en el dedo de un pie, examinándome mientras me acercaba. Como yo había esperado al postergar la visita, nadie más me prestó atención, y las personas de la orilla se quedaron allí envueltas en las ropas de abrigo. La mano derecha del gigante estaba cubierta de conchillas y arena, que mostraba una línea de pisadas. La mole redondeada de la cadera se elevaba ocultándome toda la visión del mar. El olor dulcemente acre que yo había notado antes era ahora más punzante, y a través de la piel opaca vi las espirales serpentinas de unos vasos sanguíneos coagulados. Aunque pudiera parecer desagradable, el descubrimiento de esta incesante metamorfosis, una visible vida en la muerte, me permitió al fin poner los pies en el cadáver. Usando el pulgar como pasamano, trepé a la palma y comencé el ascenso. La piel era más dura de lo que yo había esperado, cediendo apenas bajo mi peso. Subí rápidamente por la pendiente del antebrazo y por el globo combado del bíceps. La cara del gigante ahogado asomaba a mi derecha; las cavernosas ventanas de la nariz y las inmensas y empinadas laderas de las mejillas se elevaban como el cono de un extravagante Di la vuelta por el hombro y bajé a la amplia explanada del pecho, sobre la que se destacaban los costurones huesudos de las costillas, como vigas inmensas. La piel blanca estaba moteada por las magulladuras negras de innumerables huellas, donde se distinguían claramente los tacos de los zapatos. Alguien había levantado un pequeño castillo de arena en el centro del esternón y trepé a esa estructura derruida a medias para tener una mejor visión de la cara. Los dos niños habían escalado la oreja y se arrastraban hacia la órbita derecha, cuyo globo azul, completamente cerrado por un fluido lechoso, miraba ciegamente más
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al]á de aquellas formas diminutas. Vista oblicuamente desde abajo, la cara estaba desprovista de toda gracia y serenidad; la boca contraída y la barbilla alzada, sustentada por los músculos gigantescos, se parecían a la proa rota de un colosal naufragio. Tuve conciencia por vez primera de los extremos de esta última agonía física, no menos dolorosa porque el gigante no pudiera asistir a la ruina de los músculos y los tejidos. El aislamiento absoluto de la figura postrada, tirada como un barco abandonado en la costa vacía, casi fuera del alcance del rumor de las olas, transformaba la cara en una máscara de agotamiento e impotencia. Di un paso y hundí el pie en una zona de tejido blando, y una bocanada de gas fétido salió por una abertura entre las costillas. Apartándome del aire pestilente, que colgaba como una nube sobre mi cabeza volví la cara hacia el mar para airear los pulmones Descubrí sorprendido que le habían amputado la mano izquierda al gigante. Miré con asombro el muñón oscurecido, mientras el Joven solo, recostado en aquella percha alta a treinta metros de distancia, me examinaba con ojos sanguinarios. Esta fue sólo la primera de una serie de depredaciones. Pasé los dos días siguientes en la biblioteca resistiéndome por algún motivo a visitar la costa, sintiendo que había presenciado quizá el fin próximo de una magnífica ilusión. La próxima vez que crucé las dunas y empecé a andar por la arena de la costa, el gigante estaba a poco más de veinte metros de distancia, y ahora, cerca de los guijarros ásperos de la orilla, parecía haber perdido aquella magia de remota forma marina. A pesar del tamaño inmenso, las magulladuras y la tierra que cubrían el cuerpo le daban un aspecto meramente humano; las vastas dimensiones aumentaban aún más la vulnerabilidad del gigante. Le habían quitado la mano y el pie derechos, los habían arrastrado por la cuesta y se los habían llevado en un carro. Luego de interrogar al pequeño grupo de personas acurrucadas junto al rompeolas, deduje que una compañía de fertilizantes orgánicos y una fábrica de productos ganaderos eran los principales responsables. El otro pie del gigante se alzaba en el aire, y un cable de acero sujetaba el dedo grande, preparado evidentemente para el día siguiente. Había unos surcos profundos en la arena, por donde habían arrastrado las manos y el pie. Un fluido oscuro y salobre goteaba de los muñones y manchaba la arena y los conos blancos de las sepias. Cuando bajaba por la playa advertí unas leyendas jocosas, svásticas y otros signos, inscritos en la piel gris, como si la mutilación de este coloso inmóvil hubiese soltado de pronto un torrente de rencor reprimido. Una lanza de madera atravesaba el lóbulo de una oreja, y en el centro del pecho había ardido una hoguera, ennegreciendo la piel alrededor. La ceniza fina de la leña se dispersaba aún en el viento. Un olor fétido envolvía el cadáver, la señal inocultable de la putrefacción, que había ahuyentado al fin al grupo de jóvenes. Regresé a la zona de guijarros y trepé al montacargas. Las mejillas hinchadas del gigante casi le habían cerrado los ojos, separando los labios en un bostezo monumental. Habían retorcido y achatado la nariz griega, en un tiempo recta, y una sucesión de innumerables zapatos la habían aplastado contra la cara abotagada.
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Cuando visité otra vez la playa, a la tarde del día siguiente, descubrí, casi con alivio, que se habían llevado la cabeza. Transcurrieron varias semanas antes de mi próximo viaje a la costa, y para ese entonces el parecido humano que habla notado antes había desaparecido de nuevo. Observados atentamente, el tórax y el abdomen recostados eran evidentemente humanos, pero al troncharle los miembros, primero en la rodilla y en el codo y luego en el hombro y en el muslo, el cadáver se parecía al de algún animal marino acéfalo: una ballena o un tiburón. Luego de esta perdida de identidad, y las pocas características permanentes que habían persistido tenuamente en la figura, el interés de los espectadores había muerto al fin, y la costa estaba ahora desierta con excepción de un anciano vagabundo y el guardián sentado a la entrada de la cabaña del contratista. Habían levantado un andamiaje flojo de madera alrededor del cadáver y una docena de escaleras de mano se mecían en el viento; alrededor había rollos de cuerda esparcidos en la arena, cuchillos largos de mango de metal y arpeos; los guijarros estaban cubiertos de sangre y trozos de hueso y piel. El guardián me observaba hoscamente por encima del brasero de carbón, y lo saludé con un movimiento de cabeza. El punzante olor de los enormes cuadrados de grasa que hervían en un tanque detrás de la cabaña impregnaba el aire marino. Habían quitado los dos fémures con la ayuda de una grúa pequeña, cubierta ahora por la tela abierta que en otro tiempo llevaba el gigante en la cintura, y las concavidades bostezaban como puertas de un granero. La parte superior de los brazos, los huesos del cuello y los órganos genitales habían desaparecido. La piel que quedaba en el tórax y el abdomen había sido marcada en franjas paralelas con una brocha de alquitrán, y las cinco o seis secciones primeras habían sido recortadas del diafragma, descubriendo el amplio arco de la caja torácica. Cuando ya me iba, una bandada de gaviotas bajó girando del cielo y se posó en la playa, picoteando la arena manchada con gritos feroces. Varios meses después, cuando la noticia de la llegada del gigante estaba ya casi olvidada, unos pocos trozos del cuerpo desmembrado empezaron a aparecer por toda la ciudad. La mayoría eran huesos que las empresas de fertilizantes no habían conseguido triturar, y a causa del abultado tamaño, y de los enormes tendones y discos de cartílago pegados a las junturas, se los identificaba con mucha facilidad. De algún modo, esos fragmentos dispersos parecían transmitir mejor la grandeza original del gigante que los apéndices amputados al principio. En una de las carnicerías más importantes del pueblo, al otro lado de la carretera, reconocí los dos enormes fémures a cada lado de la entrada. Se elevaban sobre las cabezas de los porteros como megalitos amenazadores de una religión druídica primitiva, y tuve una visión repentina del gigante trepando de rodillas sobre esos huesos desnudos y alejándose a pasos largos por las calles de la ciudad, recogiendo los fragmentos dispersos en el viaje de regreso al océano. Unos pocos días después vi el húmero izquierdo apoyado en la entrada de un astillero (el otro estuvo durante varios años hundido en el lodo, entre los pilotes del muelle principal). En la misma semana, en los desfiles del carnaval, exhibieron en una carroza la mano derecha momificada.
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El maxilar inferior, típicamente, acabó en el museo de historia natural. El resto del cráneo ha desaparecido, pero probablemente esté todavía escondido en un depósito de basura, o en algún jardín privado. Hace poco tiempo, mientras navegaba río abajo, vi en un jardín al borde del agua, un arco decorativo: eran dos costillas del gigante, confundidas quizá con la quijada de una ballena. Un cuadrado de piel curtida y tatuada, del tamaño de una manta india, sirve de mantel de fondo a las muñecas y las máscaras de una tienda de novedades cerca del parque de diversiones, y podría asegurar que en otras partes de la ciudad, en los hoteles o clubes de golf, la nariz o las orejas momificadas cuelgan de la pared, sobre la chimenea. En cuanto al pene inmenso, fue a parar al museo de curiosidades de un circo que recorre el noroeste. Este aparato monumental, de proporciones sorprendentes, ocupa toda una casilla. La ironía es que se lo identifica equivocadamente como el miembro de un cachalote, y por cierto que la mayoría de la gente, aun aquellos que lo vieron en la costa después de la tormenta, recuerda ahora al gigante (si lo recuerda) como una enorme bestia marina. El resto del esqueleto, desprovisto de toda carne, descansa aún a orillas del mar: las costillas torcidas y blanqueadas como el maderaje de un buque abandonado. Han sacado la cabaña del contratista, la grúa y el andamiaje, y la arena impulsada hacia la bahía a lo largo de la costa ha enterrado la pelvis y la columna vertebral. En el invierno los altos huesos curvos están abandonados, golpeados por las olas, pero en el verano son una percha excelente para las gaviotas fatigadas.
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Tiempo de pasaje J.G. Ballard
LA LUZ DEL SOL se derramaba entre las flores y las lápidas, y el cementerio era un brillante jardín de esculturas. Como dos cuervos grandes y flacos, los sepultureros se apoyaban en las palas, entre ángeles de mármol, y las sombras se arqueaban sobre el costado blanco y liso de una tumba reciente. La inscripción estaba todavía fresca: JAMES FALKMAN 1963-1901 "El Fin no es más que el Principio" Sin apresurarse, empezaron a desmontar la capa frágil de césped, luego sacaron la lápida mortuoria y la envolvieron en una lona, poniéndola detrás de las tumbas de la hilera siguiente. Biddle, el más viejo de los dos, un hombre delgado de chaleco negro, señaló hacia las puertas del cementerio, por donde se acercaba el primer cortejo fúnebre. —Ahí están. Démonos prisa. El hombre más joven, un hijo de Biddle, observó la pequeña procesión que serpenteaba entre las tumbas. En el aire flotaba el olor fresco de la tierra removida. —Siempre llegan temprano —murmuró, reflexivo—. Nunca esperan a que sea la hora. De la capilla de los cipreses llegaron las campanadas de un reloj. Trabajando con rapidez, los dos hombres apilaron la tierra blanda, en un cono geométrico a la cabecera de la sepultura. Unos pocos minutos más tarde, cuando llegó el sacristán con los deudos principales, descubrieron la teca pulida del ataúd, y Biddle bajó de un salto junto a la tapa y raspó la tierra húmeda adherida a los bordes de bronce. La ceremonia fue breve, y los veinte deudos, encabezados por la hermana de Falkman, una mu'jer alta y canosa de cara delgada y autocrática que se apoyaba en el brazo del marido, regresaron pronto a la capilla. Biddle le hizo una seña al hijo. Levantaron el ataúd del suelo y lo cargaron en un carro, atándolo con unas correas debajo del arnés. Luego echaron la tierra en la sepultura y pusieron otra vez los cuadrados de césped. Cuando empujaron el carro de vuelta a la capilla, la luz del sol resplandecía entre las tumbas cada vez más escasas. Cuarenta y ocho horas más tarde el ataúd llegó a la mansión de piedra gris de James Falkman, en las lomas más altas de Mortmere Park. La avenida estaba casi desierta y pocos vieron el coche fúnebre que entraba en la calzada bordeada de árboles. Las persianas estaban bajas, y unas coronas enormes descansaban entre los muebles de la sala donde Falkman yacía inmóvil en el féretro, sobre una mesa de caoba. En la luz débil del cuarto, la cara cuadrada, de mandíbula firme, era inocente y serena; un mechón corto de pelo le caía sobre la frente, de modo que el rostro parecía menos severo que el de la hermana.
Un solitario rayo de sol, atravesando los oscuros sicómoros que guardaban la casa, se movió lentamente por el cuarto a medida que pasaba la mañana, y durante unos pocos minutos brilló en los ojos abiertos de Falkman. Aún después que el rayo se hubo ido, las pupilas conservaron un débil fulgor, como el reflejo de un estrella vislumbrado en el fondo de un pozo oscuro. Durante todo el día, ayudada por dos amigas, unas mujeres de cara enjuta que llevaban largos abrigos negros, la hermana de Falkman anduvo calladamente por la casa de un lado a otro. Las manos rápidas y diestras sacudieron el polvo de las cortinas de terciopelo de la biblioteca, dieron cuerda al reloj miniatura Luis Xv en el escritorio del estudio, y pusieron de nuevo el barómetro grande en la escalera. Las mujeres 110 hablaron entre ellas, pero unas pocas horas más tarde la casa se había transformado; los revestimientos oscuros de la sala fulguraban cuando hicieron pasar a las primeras visitas. —El señor y la señora Montefiore... —El señor y la señora Caldwell... —La señorita Evelyn Jeremyn y la señorita Elizabeth... —El señor Samuel Banbury... Una a una, asintiendo a medida que eran anunciadas, las visitas entraron en la sala y se detuvieron junto al ataúd, examinando el rostro de Falkman con un interés circunspecto; luego pasaron al comedor, donde les sirvieron un vaso de oporto y una bandeja de bizcochos. La mayoría de las visitas era gente mayor, demasiado abrigada para aquellos días cálidos de primavera; uno o dos estaban visiblemente intranquilos en la casa grande, revestida de roble, y todos mostraban el mismo aire de callada expectativa. A la mañana siguiente sacaron a Falkman del ataúd y lo subieron por las escaleras hasta el dormitorio que daba a la calle. Le quitaron la sábana enrollada que le cubría el cuerpo endeble, vestido sólo con un grueso pijama de lana. Falkman yació inmóvil entre las sábanas frías, con una expresión de reposo en el rostro ciego y gris, ajeno al suave llanto de la hermana sentada a la cabecera de la cama, en la silla de respaldo alto. La hermana sólo se contuvo, ya más desahogada, cuando llegó el doctor Markham y le puso una mano en el hombro. Casi como si esto fuera una señal, Falkman abrió los ojos. Durante un momento la mirada de pupilas débiles y acuosas vaciló, titubeando, y al fin se detuvo en la cara llorosa de la hermana, sin que Falkman moviese la cabeza. Cuando ella y el doctor se inclinaron sobre el lecho, Falkman sonrió fugazmente, separando los labios en un gesto de inmensa paciencia y comprensión. Luego, claramente agotado, cayó en un sueño profundo. Después de asegurar las persianas, la hermana y el médico salieron de la habitación. Abajo, las puertas de calle se cerraron despacio y la casa quedó en silencio. Poco a poco, el sonido de la respiración de Falkman se volvió más regular; por encima de la respiración se oía el susurro de los árboles oscuros que se mecían afuera. Así llegó James Falkman. Durante la semana siguiente descansó tranquilamente en cama; recobraba fuerzas hora a hora, y al fin la hermana le pudo preparar las primeras
comidas. La mujer se sentaba en la silla de madera negra, luego de haberse cambiado el luto por un vestido gris de lana, y examinaba a Falkman críticamente. —James, tienes que comer más. Estás completamente débil. Falkman apartó la bandeja y dejó caer las manos largas y delgadas sobre el pecho. Miró a la hermana con una sonrisa cariñosa. —Ten cuidado, Betty; me estás cebando. Betty alisó la colcha con rápidos movimientos. —Si no te gusta, James, tendrás que valértelas solo. Una leve risita ahogada brotó de la garganta de Falkman. —Gracias, Betty, lo haré de veras. Falkman se recostó en la cama, sonriendo, mientras la hermana se alejaba taconeando con la bandeja. Tomarle el pelo a Betty le hacía casi tanto bien como las comidas que ella preparaba, y sintió que la sangre le llegaba a los pies fríos. Tenía la cara todavía flaccida y gris, y conservaba cuidadosamente las fuerzas, moviendo sólo los ojos cuando miraba los cuervos que se posaban en el borde de la ventana. Poco a poco, a medida que las conversaciones con ia hermana se hacían más frecuentes, Falkman fue recuperándose y al fin pudo sentarse en la cama. Empezó a interesarse más en el mundo de alrededor, observando por las ventanas francesas la gente de la avenida y discutiendo los comentarios de Betty. —Ahí va Sam Banbury otra vez —dijo Betty con displicencia cuando pasó un hombrecito de aspecto de gnomo, caminando con dificultad—. Al Swan, como siempre. Cuándo buscará trabajo, quisiera saber. —Sé más bondadosa, Betty. Sam es un hombre muy cuerdo. Yo preferiría antes ir a la taberna que a un trabajo. Betty emitió un gruñido escéptico; aparentemente esa no era la imagen que tenía del carácter de Falkman. —Tienes una de las mejores casas de Mortmere Park —dijo—. Creo que deberías cuidarte más de gente como Sam Banbury. Sam no es de tu clase, James. Falkman miró sonriendo a la hermana. —Todos somos de la misma clase, Betty. ¿O has estado aquí tanto tiempo que ya lo olvidaste? —Todos olvidamos —dijo Betty con calma—. Tú también olvidarás, James. Es triste, pero ahora estamos en este mundo y no podemos permanecer indiferentes. Si la Iglesia pudiera mantener vivo el recuerdo en nosotros, tanto mejor. Sin embargo, como ya has de saber, la mayoría de la gente no recuerda nada. Tal vez eso sea bueno.
Betty recibió de mala gana a las primeras visitas, haciendo un alboroto tal que Falkman apenas pudo decir unas palabras. En realidad las visitas lo cansaron, y todo se redujo a unas pocas bromas formales. Hasta cuando Sam Banbury le trajo una pipa y un paquete de tabaco, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para darle las gracias, y quedó tan agotado que ya no pudo evitar que Betty se llevara los regalos. Falkman se sintió más recobrado cuando llegó el reverendo Matthews; durante media hora habló seriamente con el párroco, quien lo escuchó en éxtasis, interponiendo unas pocas ávidas preguntas. Cuando dejó la casa, el reverendo parecía seguro y renovado, y bajó las escaleras a pasos largos, sonriéndole alegremente a la hermana de Falkman. A las tres semanas Falkman había dejado la cama, y se las arreglaba para bajar cojeando las escaleras e inspeccionar la casa y el jardín. Betty protestaba, siguiéndole los pasos lentos y penosos y recordándole con voz severa que todavía no estaba bien, pero Falkman no le hacía caso. Se las arregló para llegar al invernadero y se apoyó en una de las columnas ornamentales, palpando con dedos nerviosos las hojas de los árboles en miniatura, sintiendo en la cara el aroma de las flores. Afuera, en el jardín, examinó todo lo que había alrededor, como si estuviera comparándolo mentalmente con un delicioso paraíso. Volvía a la casa caminando cuando se torció un tobillo en las baldosas rotas. Antes que pudiese gritar pidiendo ayuda, se había caído golpeándose la cabeza en las piedras. —James Falkman, ¿nunca me vas a escuchar? —protestó la hermana mientras lo ayudaba a cruzar la terraza—. ¡Te advertí que te quedaras en la cama! Cuando llegaron al salón de fumar, Falkman se sentó, agradecido, en un sillón, reacomodando los miembros fatigados. —Por favor, cálmate, Betty —dijo, cuando recobró el aliento—. Todavía estoy aquí, y me siento perfectamente bien. Falkman no había dicho más que la verdad. Luego del accidente se empezó a recuperar de un modo notable; la mejoría hacia la salud completa se aceleraba sin interrupciones, como si la caída lo hubiera liberado de las fatigas y las prolongadas molestias de las semanas anteriores. El paso se le volvió rápido y vigoroso, mejoró de color, un suave brillo rosado le cubrió las mejillas, y se movía atareado por la casa. Un mes más tarde la hermana regresó a su propia casa, admitiendo que Falkman ya podía cuidarse solo, y fue reemplazada por un ama de llaves. Reinstalado en la casa, Falkman se fue interesando cada vez más en el mundo exterior. Alquiló un coche cómodo y contrató a un chófer, y se quedaba en el club la mayoría de las tardes y las noches de invierno; pronto descubrió que era el centro de un vasto círculo de conocidos. Fue presidente de una cantidad de comités de beneficencia, donde mostró buen humor, tolerancia y una sagacidad que le ganaron el respeto de todos. Ahora andaba erguido, y el pelo canoso le brotaba abundantemente, tocado aquí y allí por algunos mechones negros; las mejillas curtidas por el sol se adelantaban en una mandíbula firme. Asistía todos los domingos a los servicios matutinos y vespertinos de la iglesia, donde tenía un banco privado, advirtiendo con cierta pena que los miembros de la congregación eran todos sólo gente mayor. Sin embargo descubrió que el cuadro pintado por la liturgia se apartaba cada vez más de los propios recuerdos a medida
que la memoria declinaba y pronto esa liturgia no fue sino una charada insensata que sólo podía aceptarse como acto de fe. Unos pocos años después, sintiéndose cada vez más inquieto, Falkman decidió ingresar como socio en una de las principales casas de corredores de bolsa. Muchos de los conocidos del club estaban también encontrando empleo, y dejando la plácida rutina del salón de fumar y el jardín del conservatorio. A Harold Caldwell, uno de los amigos más íntimos de Falkman, lo nombraron profesor de historia en la universidad y Sam Banbury se convirtió en gerente del Swan Hotel. La ceremonia del primer día de Falkman en la bolsa fue majestuosa y solemne. El socio más antiguo, el señor Montefiore, presentó al personal a tres socios menores que también ingresaban en la firma, y les entregó un reloj de oro que simbolizaba los años que trabajarían allí. Falkman recibió una cigarrera de plata repujada y fue ruidosamente aplaudido. Durante los cinco años siguientes Falkman trabajó con tesón, volviéndose cada vez más extrovertido y acometedor a medida que se sentía más atraído por los placeres materiales de la vida. Llegó a ser un golfista apasionado; luego, cuando el ejercicio lo fortaleció, jugó los primeros partidos de tenis. Como miembro influyente dentro de la comunidad comercial, los días pasaban para él en una agradable ronda de conferencias y cenas. No asistía más a misa, pero en cambio se pasaba los domingos en el hipódromo y en las regatas, cortejando a las jóvenes más atractivas.
Se sorprendió de veras cuando una persistente sensación de tristeza comenzó a obsesionarlo. Aunque no tenía origen claro, esa sensación se fue volviendo cada vez más fuerte, y Falkman descubrió que no quería salir por la noche. Renunció a los comités y no volvió al club. En la bolsa estaba siempre distraído y se pasaba las horas junto a la ventana, mirando el tránsito. Por último, cuando los negocios dejaron de interesarle, el señor Montefiore le indicó que se tomase una licencia indefinida. Durante una semana Falkman anduvo con indiferencia por la enorme casa vacía. Sam Banbury lo visitaba con frecuencia, pero la sensación de dolor de Falkman no tenía alivio. Bajó las persianas, se puso corbata y traje negros, y se sentó en la biblioteca oscurecida, clavando la mirada en el vacío. Al fin, cuando el abatimiento alcanzó el punto más bajo, se fue al cementerio a buscar a su mujer. La congregación se dispersó y Falkman se detuvo fuera de la sacristía a darle una propina a Biddle, el sepulturero, y a felicitarlo por el hijo pequeño, un querubín de tres años que jugaba entre las lápidas. Luego regresó a Mortmere Park, en el coche que seguía al carro fúnebre y encabezaba la comitiva.
—Un gran éxito, James —dijo la hermana con aprobación—. Veinte coches en total, sin contar los particulares. Falkman le dio las gracias, examinándola con ojos críticos. La conocía desde hacía quince años y era evidente ahora que Betty estaba volviéndose cada vez más tosca, de voz más áspera y ademanes exagerados. Siempre habían estado separados por una notoria brecha social que Falkman había aceptado caritativamente, pero ahora esa división se estaba acentuando de manera visible. Los negocios del marido de Betty habían empezado a empeorar, y ella apenas pensaba en otra cosa que en asuntos de dinero y prestigio social. Falkman se congratuló, sintiendo que el éxito y la sensatez lo habían acompañado en la vida, cuando una curiosa premonición, indistinta pero inquietante, le rozó la mente. Como el mismo Falkman quince años antes, la mujer yació primero en el ataúd dentro de la sala, que las coronas transformaban ahora en un emparrado verde oliva. Detrás de las persianas bajas el aire era oscuro y sofocante, y la mujer, de pelo rojo y abundante que le cubría la frente, de mejillas anchas y labios carnosos, le hizo pensar a Falkman en la bella durmiente de una glorieta mágica. Se apoyó en el riel de plata de la base del féretro y miró descuidadamente a la mujer, mientras la hermana reunía a los invitados alrededor del oporto y el whisky. Falkman observó atentamente las exquisitas pendientes y depresiones del cuello y del mentón; la piel blanca y suave se extendía hasta los hombros firmes. Al día siguiente, cuando la llevaron al piso de arriba, la presencia de la mujer colmó el dormitorio. Falkman estuvo sentado junto a ella toda la tarde, esperando a que despertara. Poco después de las cinco, en los escasos minutos de luz que quedaban antes que descendiese la oscuridad, cuando el aire colgaba inmóvil bajo los árboles del jardín, un tenue eco de vida se movió en la cara de la mujer. Los ojos se le aclararon y miró el cielo raso. Falkman se inclinó, expectante, y le tomó una mano fría. Sintió, muy lejos, un pulso débil. —Marión —susurró. La cabeza de la mujer se inclinó ligeramente, y los labios se separaron en una sonrisa tenue. Durante unos instantes miró serenamente al marido. —Hola, Jamie. La llegada de Marión rejuveneció completamente a Falkman. Esposo devoto, pronto se sumergió del todo en la vida común de los dos. Cuando Marión se recuperó de la larga enfermedad, después de la llegada, Falkman entró en la mejor época de su vida. El pelo se le puso negro y liso, engordo de cara, el mentón se le volvió más fuerte y firme. Volvió a la bolsa, trabajando ahora con un interés renovado. El y Marión hacían una buena pareja. De vez en cuando visitaban el cementerio y se unían al servicio que celebraba la llegada de otro de los amigos, pero esas llegadas eran cada vez menos frecuentes. Otros grupos de personas visitaban continuamente el cementerio, enrareciendo las hileras de tumbas, y a medida que sacaban los ataúdes y retiraban las lápidas, extensas zonas del cementerio se iban transformando en un prado abierto. La empresa de pompas fúnebres próxima al cementerio, que notificaba
a los familiares de los deudos, fue cerrada y vendida. Al fin, luego que Biddle, el sepulturero, rescató a su propia mujer de la última de las tumbas, el cementerio fue convertido en un campo de recreo infantil. Los años de matrimonio fueron los más felices de Falkman. En cada verano Marión parecía más delgada y más juvenil; el pelo rojo era ahora una diadema brillante, visible entre la gente de la calle cuando ella iba a buscarlo a la oficina. Regresaban a casa tomados del brazo, y en las noches de verano se detenían entre los sauces junto al río y se abrazaban como amantes. La felicidad de la pareja llegó a ser tan evidente para los amigos, que a la ceremonia religiosa asistieron más de doscientos invitados. Cuando se arrodillaron ante el altar celebrando los largos años de matrimonio, Falkman vio a Marión como una rosa tímida. Esa fue la última noche que pasaron juntos. Falkman había ido perdiendo interés en el trabajo de la bolsa, y luego de la llegada de hombres más viejos y serios lo habían descendido una y otra vez. Muchos de los amigos enfrentaban ahora problemas similares. A Harold Caldwell lo habían obligado a renunciar a la cátedra; ahora era profesor adjunto y tomaba cursos de postgraduado para familiarizarse con los numerosos trabajos aparecidos en los últimos treinta años. Sam Banbury era camarero en el Swan Hotel. Marión se fue a vivir con los padres de ella, y el departamento de Falkman, al que se habían mudado unos años atrás, después de cerrar y vender la casa, fue arrendado a nuevos inquilinos. Falkman, cuyos gustos se habían vuelto más simples con el paso de los años, tomó un cuarto en un hotel para estudiantes, pero él y Marión se veían todas las noches. Falkman se sentía cada vez más inquieto, sintiendo a medias que su vida se movía hacia un foco ineludible, y pensaba a menudo en dejar el empleo. Marión se oponía. —Pero perderás todas las cosas por las que has luchado, Jamie. Todos esos años. Falkman se encogió de hombros, masticando una brizna de hierba; estaban recostados en el parque, descansando, durante la hora del almuerzo. Marión trabajaba como vendedora en un supermercado. —Quizá tengas razón, pero no me gusta que me rebajen de categoría. Hasta Montefiore se va. Acaban de nombrar presidente al abuelo —Falkman se volvió y puso la cabeza en el regazo de Marión—. Es tan aburrida y sofocante esa oficina, con tantos viejos devotos. Ya no me interesa. Marión le sonrió cariñosamente. Falkman nunca había sido tan buen mozo; la cara tostada por el sol casi no tenía arrugas. —Ha sido maravilloso vivir juntos, Marión —le dijo Falkman en la víspera del trigésimo aniversario—. Qué suerte que nunca hayamos tenido un hijo. ¿Te das cuenta que algunos tienen hasta tres y cuatro? Qué tragedia. —Sin embargo, a todos nos puede pasar, Jamie —le recordó Marión—. Algunos dicen que tener un hijo es una experiencia noble y hermosa.
Durante toda la noche anduvieron juntos por el pueblo. El recato creciente de Marión avivaba el deseo de Falkman. Desde que se había ido a vivir con los padres, Marión se había vuelto tan tímida que casi no se atrevía a tomarlo de la mano. Luego Falkman la perdió. Caminaban por la feria, en el centro del pueblo, cuando se les unieron dos amigas de Marión, Elizabeth y Evelyn Jeremyn. —Allí está Sam Banbury —Evelyn señaló un puesto, al otro lado de la feria, donde acababa de oírse el estallido de un petardo—. Haciéndose el tonto, como siempre. Evelyn y la hermana cloquearon con desaprobación. Tenían unas bocas fruncidas y una expresión severa, y llevaban unos oscuros abrigos de pana abotonados hasta el cuello. Mirando a Sam, Falkman se apartó unos pasos, y de pronto descubrió que las tres muchachas habían desaparecido. Echó a correr entre la gente, tratando de alcanzarlas, y entrevio fugazmente el pelo rojo de Marión. Se movió cruzando los puestos a los empellones, derribando casi una carreta de hortalizas, y le gritó a Sam Banbury: —¡Sam! ¿Viste a Marión? Banbury guardó los petardos en el bolsillo y lo ayudó a buscar entre la gente. Anduvieron así una hora. Al fin Sam se dio por vencido y se fue, dejando a Falkman, que siguió rondando bajo las luces tenues de la plaza, vagando en medio de objetos en desorden mientras los propietarios de los puestos empacaban las cosas y se iban. —Discúlpeme, ¿ha visto a una muchacha por aquí? Una pelirroja... —Por favor, ella estuvo aquí esta tarde. —Una muchacha... —. .. llamada. .. Aturdido, Falkman descubrió que había olvidado el nombre. Poco después Falkman dejó el empleo y se fue a vivir con los padres. La casa pequeña, de ladrillo rojo, estaba al otro lado del pueblo; a veces, entre los sombreros apiñados de las chimeneas, veía las lomas distantes de Mortmere Park. La vida de Falkman entró ahora en una fase menos alegre, ya que empleaba la mayor parte del tiempo en ayudar a la madre y en cuidar de la hermana Betty. Comparada con la suya, la casa de los padres era fría e incómoda, completamente distinta de todo lo que Falkman había conocido hasta entonces. Aunque los padres eran gente buena y respetable, vivían limitados por la falta de éxito y la escasa educación. No se interesaban ni en la música ni en el teatro, y Falkman sentía que eran cada vez más toscos y torpes. Falkman dejó el empleo y el padre lo criticó abiertamente, pero la hostilidad que había entre ellos se apaciguó poco a poco a medida que el padre dominaba a Falkman, restringiéndole las horas libres y reduciéndole la cantidad de dinero para gastos
personales, y previniéndole incluso que no jugase con ciertos amigos. En realidad, al irse a vivir con los padres Falkman había entrado en un mundo totalmente nuevo. En el momento en que empezó a ir a la escuela, Falkman había olvidado por completo la vida pasada, y ya no se acordaba ni de la casa grande donde habían vivido rodeados de sirvientes. Durante el primer semestre de clase Falkman estuvo en un grupo de muchachos mayores, a quienes los maestros trataban como iguales, pero con el paso de los años, lo mismo que los padres, los maestros comenzaron a presionar a Falkman. A veces Falkman se rebelaba,, luchando por conservar su propia personalidad, pero al fin lo dominaron del todo, vigilándolo y moldeándole los pensamientos y el habla. Entendió oscuramente que todo el proceso educativo estaba calculado para ayudarlo a entrar en el extraño mundo crepuscular de la más temprana infancia. Ese proceso eliminaba deliberadamente toda huella de sofistica-ción, destruyendo, con las repeticiones constantes y los ejercicios cansadores, todos los conocimientos del habla y de las matemáticas, sustituyéndolos por una serie de versos y cantos sin sentido, preparando así un mundo de infantilismo total. Al fin, reducido casi al estado de un infante inarticulado, los padres intervinieron, sacándolo de la escuela, y Falkman pasó los últimos años de vida en la casa. —Mamá, ¿puedo dormir contigo? La señora Falkman miró el niño de cara seria que apoyaba la cabeza en la almohada. Cariñosamente, le pellizcó la mandíbula y luego le tocó el hombro al marido que se movía en la cama. A pesar de los años de diferencia entre padre e hijo, los dos cuerpos eran idénticos: las mismas cabezas y hombros anchos, el mismo pelo espeso. —Hoy no, Jamie; otro día, pronto. El niño miró a la madre con ojos muy abiertos, preguntándose por qué lloraba ella, pensando que tal vez había tocado uno de los tabúes que tanto fascinaban a los niños de la escuela, el misterio del destino último que los padres ocultaban cuidadosamente y que ya ni ellos mismos podían entender. Ahora Falkman empezaba a tener las primeras dificultades para caminar y alimentarse. Se tambaleaba torpemente por la casa, hablando con una vocecita aguda, y un vocabulario cada día más escaso hasta que sólo supo el nombre de la madre. Cuando ya no se pudo tener de pie, ella lo llevó en brazos, y le dio de comer como a un anciano inválido. La mente se le nubló a Falkman y sólo le quedaron flotando allí vagamente unas pocas constantes de calor y de hambre. Mientras pudo, dependió de la madre. Poco después, Falkman y la madre pasaron varias semanas en el hospital de maternidad. La señora Falkman volvió al fin y guardó cama unos pocos días, pero luego empezó a moverse con más libertad, desprendiéndose lentamente de ese peso adicional acumulado durante el encierro. Unos nueve meses después de volver del hospital, un período en el que ella y el marido pensaron continuamente en el hijo, en la tragedia compartida de esa muerte cercana, símbolo de la propia e inminente separación, los dos se sintieron más unidos y se fueron de luna de miel... [FIN]
El delta en el crepúsculo J.G. Ballard
TODAS LAS TARDES, cuando el crepúsculo denso y polvoriento se extendía sobre los riachos y el lodo seco del delta, las serpientes salían a las playas. Somno-liento, tendido en la silla de mimbre plegadiza, bajo el toldo del pabellón, Charles Gifford miraba las formas sinuosas que se enroscaban y desenroscaban subiendo por las cuestas. En la opaca luz azul el crepúsculo barría las playas húmedas como un reflector que iba apagándose, y los cuerpos entrelazados brillaban con un resplandor casi fosforescente. Los riachos más cercanos estaban a trescientos metros del campamento, pero por algún motivo la aparición de las serpientes coincidía con la recuperación de Gifford, que salía de la fiebre de la tarde. Cuando la fiebre se iba, llevándose consigo el diorama ya familiar de unos reptiles espectrales, Gifford se sentaba en la silla de mimbre y descubría las serpientes que se arrastraban por las playas, casi como si fueran aquellos mismos sueños materializados. Involuntariamente examinaba la arena alrededor del pabellón buscando rastros de pieles húmedas. —Lo raro es que salen siempre a la misma hora —le dijo al guía indio que había dejado la cocina del campamento y lo cubría ahora con una manta—. En un momento no hay nada allí, y en el siguiente miles de ellas pululan en todo el barro. —¿No frío, señor? —preguntó el indio. —Míralas ahora, antes que desaparezca la luz. Es realmente fantástico. Tiene que haber un umbral claro y definido... —Trató de alzar la cara pálida y barbuda sobre el arco de protección del pie, y dijo de pronto: —¡Está bienl ¡Está bien! —¿Doctor? El guía, un indio de treinta años llamado Mechipe, siguió arreglando el arco, volviendo a Gifford una cara de teca venosa y curtida, y mirándolo con ojos límpidos. —¡Te dije que te apartarasl Apoyándose débilmente en un codo, Gifford observó cómo la luz se apagaba ahora sobre los tortuosos terraplenes del delta, barriendo una última imagen de las serpientes. Todas las tardes, a medida que el calor del verano aumentaba, los animales eran más numerosos, como si conociesen de algún modo los períodos de fiebre de Gifford, cada vez más largos. —Señor, ¿traigo otra manta? —No, por Dios —dijo Gifford. Los hombros flacos le temblaban en el aire frío del atardecer, pero ignoró la molestia. Se miró el cuerpo inerte y cadavérico bajo la manta, examinándolo con una indiferencia que no había sentido por los indios desconocidos que agonizaban en el
hospital de campaña de la OMS, en Taxcol. Al menos había una tranquilidad pasiva en los indios, la impresión de que la integridad de la carne y el espíritu estaba en ellos todavía intacta, y que el fracaso de uno de los dos no hacía otra cosa que reforzar aún más esa integridad. Gifford hubiese querido alcanzar ese nivel de fatalismo; hasta el más miserable de los nativos, identificado con el flujo irrevocable de la naturaleza, había cubierto un lapso mayor de años que el de los europeos o norteamericanos más longevos, obsesionados por el paso del tiempo, tratando siempre de incorporar ávidamente las llamadas experiencias significativas. En cambio él, Gifford, había desechado su propio cuerpo, apartándolo como el cónyuge ya inútil de un matrimonio de conveniencia. Esa falta tan notable de fidelidad a sí mismo lo humillaba de veras. Gifford se palmeó las costillas huesudas. —No es esto, Mechipe, lo que nos ata a la mortalidad, sino nuestros malditos egos — le sonrió al guía—. Louise estaría de acuerdo, ¿no crees? El guía miraba una hoguera de desperdicios que crecía detrás del campamento. Bruscamente volvió la cabeza a la figura recostada en la silla, y los ojos le brillaron como puntas de flechas a la luz aceitosa del matorral incendiado. —¿Señor? ¿Quiere... ? —Olvídalo —dijo Gifford—. Trae dos whiskies con soda. Y más sillas. ¿Dónde está la señora? Miró a Mechipe, que no respondió. Los ojos de los dos hombres se encontraron brevemente, en un instante de claridad absoluta. Quince años antes, cuando Gifford había llegado al delta con la primera expedición arqueológica, Mechipe era uno de los ayudantes jóvenes. Ahora, ya en la madurez tardía de los indios —las arrugas y las cicatrices profundas le habían borrado las incisiones en las mejillas—, era experto en cuestiones de campamento. —La señora Gifford... descansa —dijo Mechipe crípticamente, y continuó tratando de cambiar el tempo y la dirección del diálogo—: Le diré al señor Lowry y luego traigo el whisky y una toalla caliente, doctor. —Está bien, Mechipe. Recostado, sonriendo irónicamente, Gifford escuchó los pasos del guía que se alejaban por la arena. Los sonidos leves del campo se movían alrededor —el chapoteo del agua en la casilla de la ducha, las voces apagadas de los indios, el gemido de un perro del desierto que rondaba el vaciadero de basura— y Gifford se hundió en el cuerpo flaco y cansado, tendido allí como una colección de huesos en un saco de noche, notando en los miembros que los sentidos debilitados del tacto y la presión despertaban de nuevo. A la luz de la luna las playas blancas del delta resplandecían como riberas de tiza luminosa; las serpientes emponzoñaban la cuesta como las adoradoras de un sol de medianoche. Media hora después, bebieron juntos los whiskies en el aire oscurecido. Reanimado por el masaje, Charles Gifford se sentó erguido en la silla, moviendo el vaso. El whisky le había aclarado el cerebro un momento; por lo general no le gustaba hablar de las serpientes delante de Louise, y menos aún delante de Lowry, pero el número de
aquellas criaturas había aumentado tanto que le pareció importante mencionarlas. Sentía además el placer algo malicioso —menos divertido ahora que en otro tiempo— de ver cómo Louise se estremecía ante la menor alusión a las serpientes. —Lo más extraordinario —explicó— es cómo aparecen en las playas a la misma hora. Debe de haber un nivel preciso de luminosidad, un número exacto de fotones al que responden... presumiblemente una reacción innata. El doctor Richard Lowry, ayudante de Gifford y conductor interino de la expedición desde el día del accidente, sentado ahora en el borde de la silla de lona, observó incómodamente a Gifford haciendo girar el vaso de whisky debajo de la larga nariz. Lo habían puesto de cara al viento, frente a los vendajes flojos que envolvían el pie de Gifford (pequeñas venganzas de esta clase aunque infantiles ayudaban a que Gifford continuara interesándose en la gente) y preguntó apartando la cara: —¿Pero por qué aumentaron de pronto? Hace un mes no se veía ninguna serpiente. —Dick, ¡por favorl —Louise Gifford miró a Lowry con una expresión de atormentada fatiga—. ¿Es necesario? —Hay una respuesta clara —le dijo Gifford a Lowry—. El delta se seca en verano, y empieza a parecerse a las lagunas de cincuenta millones de años atrás. Los anfibios gigantes habían muerto entonces, y los reptiles pequeños eran la especie dominante. Esas serpientes llevan en sí quizá lo que es de algún modo un paisaje interior cifrado, una imagen del paleoceno tan nítida como nuestros propios recuerdos de Nueva York y Londres —se volvió hacia Louise y la distante fogata de desperdicios le cubrió la cara de sombras—. ¿Qué pasa, Louise? No me digas que no recuerdas Nueva York y Londres. —No sé si las recuerdo o no —Louise apartó un rizo rebelde que le caía sobre la frente—. Quisiera que no pensases todo el tiempo en esos animales. —Bueno, estoy empezando a entenderlos. Me ha desconcertado siempre que aparezcan a la misma hora. Además no tengo otra cosa que hacer. No quiero quedarme aquí sentado, mirando esa maldita ruina tolteca. Hizo un ademán hacia la colina de piedra arenisca que se alzaba contra las nubes blancas iluminadas por la luna, a orillas del banco aluvial, a un kilómetro del campamento. Antes del accidente de Gifford las sillas habían mirado hacia las ruinas de la ciudad de terrazas que asomaba entre los cardos de la colina. Pero Gifford se había cansado de mirar todo el día las galenas y columnatas desmoronadas donde Louise y Lowry trabajaban juntos. Le dijo a Mechipe que desmontase el toldo y lo volviera noventa grados, pues quería conservar la última luz del crepúsculo apagándose sobre el delta occidental. Las llameantes hogueras de residuos que veían ahora animaban apenas la escena. Una tarde, luego de contemplar durante horas los riachuelos interminables y los bancos de lodo —el-agua descendía en el verano descubriendo unas orillas cada vez más sinuosas—, Gifford había visto por primera vez las serpientes. —Quizá sólo buscan un poco de oxígeno —comentó Lowry. Notó que Gifford lo miraba con una expresión de fastidio crítico y continuó—: Jung dice que la víbora es ante todo un símbolo del inconsciente, y que se nos aparece anunciando siempre una crisis psíquica.
—Tendría que aceptarlo, quizá —dijo Charles Gifford, y rió de mala gana sacudiendo el pie debajo del arco—. No me queda otro remedio, ¿verdad, Louise? —Louise observaba las fogatas con una expresión de aturdimiento, y antes que ella pudiese responder Gifford continuó—: Aunque en realidad no estoy de acuerdo con Jung. Para mí la serpiente es un símbolo de transformación. Todas las tardes, a la hora del crepúsculo, se recrean aquí las grandes lagunas del paleoceno, no sólo para las serpientes sino también para ustedes y para mí, si miramos con cuidado. Por algo es la serpiente un símbolo de sabiduría. Richard Lowry frunció el ceño, clavando lo» ojos en el vaso. —No estoy convencido, señor. Fue el hombre primitivo quien tuvo que asimilar los acontecimientos del mundo exterior a los de la propia psique. —Absolutamente cierto —replicó Gifford—. ¿De qué otro modo puede tener significado la naturaleza a menos que ilustre un acontecimiento interior? Los únicos paisajes reales son los internos, o sus proyecciones externas, como este delta —le pasó el vaso vacío a Louise—. ¿Estás de acuerdo, Louise? Aunque tú tal vez tengas una opinión freudiana sobre las serpientes. Este débil golpe de timón, ejecutado con la frialdad que era ahora característica de Gifford, detuvo la charla. Impaciente, Lowry miró su reloj, deseando alejarse cuanto antes de Gifford y aquellas patéticas groserías. Gifford, con una sonrisa helada en los labios, esperaba a que Lowry lo mirara; curiosamente, Lowry le parecía más antipático porque se negaba a tomarse el desquite, que por la relación todavía ambigua pero ya cristalizante entre él y Louise. Mediante esa neutralidad meticulosa y esos buenos modales, Lowry intentaba quizá conservar un mundo al que Gifford había vuelto la espalda, ese mundo en el que no había serpientes en las playas y donde los acontecimientos se sucedían en un solo plano temporal, como la proyección borrosa de un objeto de tres dimensiones en una cámara oscura defectuosa. La amabilidad de Lowry era también, por supuesto, un esfuerzo por protegerse a sí mismo y proteger a Louise de la lengua irascible de Gifford. Como Hamlet, que aprovechaba la locura para insultar e interrogar a todo el mundo, Gifford utilizaba a menudo el fatigado intervalo de lucidez que seguía a la caída de la fiebre para hacer los comentarios más punzantes. Cuando salía de aquella penumbra superficial, envueltas aún las imágenes de Louise y Lowry por los mándalas rotatorios que veía en sueños, daba rienda suelta a un humor atormentado. Que de este modo estuviese impulsando a Louise y Lowry a un climax inevitable estimulaba aún más a Gifford. Aquel largo adiós a Louise, prolongado durante tantos años, parecía posible al fin, aunque fuese sólo una parte de un adiós mayor, la inmensa despedida en que Gifford estaba a punto de aventurarse. Los quince años de matrimonio habían sido un poco más que un solo adiós frustrado, una búsqueda de medios para un fin que el firme carácter de los dos había evitado siempre. Mirando el perfil de Louise, paspado por el sol pero todavía hermoso, el pelo rubio descolorido que le caía sobre los hombros delgados, Gifford comprendió que su aversión no era de ningún modo personal, sino parte del sincero fastidio que sentía por casi toda la raza humana; y esa misma profunda misantropía era sólo un reflejo del imperecedero desprecio que sentía por sí mismo. Había pocas personas que él hubiese querido de veras, pero también había habido pocos 5 momentos en los que se hubiera querido a sí mismo. Toda su vida de arqueólogo, desde la temprana adolescencia
cuando había empezado a recoger moluscos fósiles en un cercano crestón de piedra caliza, había sido un esfuerzo inequívoco por regresar al pasado y descubrir el origen de su propia aversión. —¿Crees que mandarán un aeroplano? —preguntó Louise luego del desayuno, a la mañana siguiente—. Antes hubo un ruido... —Lo dudo —dijo Lowry alzando los ojos al cielo—. No lo pedimos. Ya nadie utiliza el campo de aterrizaje de Taxcol. El puerto se seca en verano y todos se van de la costa. —Pero habrá un médico. Tiene que haber quedado alguien. —Sí, hay un médico permanente para la zona del puerto. —Un idiota borracho —intervino Gifford—. Me niego a que esas manos infectas me toquen. Olvídate del médico, Louise. Aunque alguien esté dispuesto a venir aquí, ¿cómo crees que llegará? —Pero Charles... Gifford, irritado, señaló los resplandecientes bancos de lodo. —Todo el delta se está secando como una bañera
sucia. Nadie se expondrá a una buena dosis de malaria sólo para entablillarme el tobillo. De todos modos, ese muchacho que envió Mechipe debe de estar haraganeando por ahí todavía. —Pero Mechipe dijo que era de confianza —Louise miró desanimadamente a Gifford, que se había recostado en la silla—. Dick, tenías que haberlo acompañado. Ya estarías allí ahora. Lowry asintió, incómodo. —Bueno, no pensé... Todo se arreglará. ¿Cómo está la pierna, señor? —Magnífica —Gifford había estado observando el delta. Notó que Lowry lo miraba de reojo con una cara larga y fruncida—. ¿Qué ocurre, Lowry? ¿Le molesta el olor? —De pronto, exasperado, Gifford exclamó: —Hágame un favor y vayase a pasear, amigo. —¿Qué? —Lowry lo miró sorprendido—. Desde luego, doctor. Gifford observó la figura acicalada de Lowry que se alejaba muy tiesa entre los toldos. —Es espantosamente correcto, ¿verdad? Pero todavía no sabe cómo tomar un insulto. Yo me encargaré de que practique. Louise sacudió la cabeza lentamente. —¿Es necesario, Charles? Si no contáramos con Richard, estaríamos en un buen aprieto. No creo que seas justo.
—¿Justo? —Gifford repitió la palabra con una mueca—. ¿De qué hablas? Por Dios, Louise. —Está bien —respondió Louise pacientemente—, pero no tienes por qué culpar a Richard. —No lo culpo. ¿Eso es lo que dice tu querido Dick? Ahora que esto empieza a oler trata de descargar en mí toda la culpa... -No... Malhumorado, Gifford golpeó los brazos de la silla de mimbre. — ¡Claro que sí! —miró oscuramente a Louise torciendo la boca delgada, enmarcada por la barba—. No te preocupes, querida. Tú también lo harás cuando esto acabe. —Charles, por favor. —De todos modos, ¿a quién le importa? —Gifford, agotado, se recostó un momento, y luego, sintiendo la cabeza curiosamente despejada y una calma casi eufórica, empezó otra vez:— Doctor Richard Lowry; cómo le importa el título. Yo no hubiese podido ser tan descarado a esa edad. Un doctorado en filosofía de tercera clase, en mérito a los trabajos que yo hice por él, y se hace llamar "doctor". —También tú. —No seas tonta. Recuerdo cuando me ofrecieron por lo menos dos cátedras. —Pero no pudiste rebajarte aceptándolas —comentó Louise con una pizca de ironía en la voz. —No, no pude —dijo Gifford con vehemencia—. ¿Sabes lo que es Cambridge, Louise? ]Está atestado de Richard Lowrys! Además tuve una idea mucho mejor. Me casé con una mujer rica. Era encantadora, hermosa, y respetaba mi talento caprichoso, aunque de un modo levemente ambiguo. Pero sobre todo era rica. —Qué agradable para ti. —Los que se casan por dinero, lo ganan. Yo gané el mío de veras. —Gracias, Charles. Gifford rió entre dientes. —Tú sí que sabes cómo tomar un insulto, Louise. Es un problema de educación. Me sorprende que no hayas elegido algo mejor que Lowry. —¿Elegido? —Louise rió torpemente—. No sabía que lo había elegido. Creo que Richard es un hombre cortés y bien dispuesto... como tú pensabas cuando lo tomaste de ayudante, dicho sea de paso. Gifford iba a responder cuando un escalofrío le envolvió el pecho y los hombros. Tiró débilmente de la manta, aplastado por una poderosa sensación de inercia y fatiga. Miró
a Louise con ojos vidriosos, como si ya no recordara la enconada discusión. La luz del sol se había desvanecido, y una profunda oscuridad se extendía sobre la extensión del delta, iluminada un momento por las retorcidas figuras de miles de serpientes. Tratando de ver mejor, Gifford se inclinó hacia adelante, luchando con el íncubo que le oprimía el pecho, cayendo en seguida hacia atrás en un pozo de vértigo y náusea. —¡Louise! Louise le tomó rápidamente las manos y le sostuvo la cabeza. Gifford trató de vomitar, luchando con los músculos contraídos como una serpiente que trata de sacarse la piel. Oyó en la penumbra que Louise llamaba a alguien a los gritos, y el arco de protección cayó al suelo, arrastrando las ropas de la silla. —Louise —susurró Gifford—, quiero que una de estas noches... me lleves al sitio de las culebras. A menudo, en la tarde, cuando el dolor del pie aumentaba, Gifford abría los ojos y siempre veía a Louise al lado. Los sueños de Gifford no cesaban nunca, y lo llevaban de un plano de ensueño a otro, cada vez más abajo, entronizándolo en los inmensos mándalas, de círculos luminosos. En los días que siguieron las conversaciones con Louise fueron menos frecuentes. Gifford había empeorado y ya apenas podía hacer otra cosa que mirar hacia los bancos de lodo, casi ajeno a los movimientos y discusiones de alrededor. Louise y Mechipe eran todavía un puente tenue, que lo unía de algún modo a la realidad, pero el verdadero centro de atención de Gifford era el nexo de playas donde las serpientes aparecían a la caída de la tarde. Aquella zona era de veras intemporal, un sitio donde se sentía la simultaneidad del tiempo, la coexistencia de todos los acontecimientos de la vida pasada. Las serpientes aparecían ahora media hora antes. En una ocasión Gifford vislumbró las formas albinas e inmóviles, tendidas en las laderas al aire caluroso del mediodía. Las pieles blancas como la tiza y las cabezas alzadas, inclinadas como la cabeza de Gifford, les daban un aspecto de inconmensurable antigüedad, como las esfinges blancas de los corredores fúnebres en las tumbas faraónicas de Karnak. Aunque Gifford se sentía ahora mucho más débil, la infección se había extendido sólo a unos pocos centímetros por encima del tobillo, y Louise entendió en seguida que la agravación era el síntoma de un profundo desorden psicológico, un mal de pasagge inducido por el paisaje poderosamente atmosférico que evocaba el mundo-laguna del paleoceno. Durante uno de los intervalos de lucidez de Gifford, Louise propuso mudar el campamento hasta la sombra de la colina, cerca de la ciudad tolteca donde ella y Lowry llevaban a cabo los trabajos arqueológicos. Pero Gifford se había negado, pues no quería abandonar las serpientes de la playa. La ciudad de terrazas no le gustaba por algún motivo. No le importaba tanto haber traído de allí una infección que ahora le amenazaba la vida. Aceptaba sin demasiados miramientos que éste había sido un accidente desafortunado al que no podía atribuirse ningún significado especial. No obstante, la presencia enigmática de la ciudad de terrazas, de derrumbadas galerías y patios interiores cubiertos de cardos gigantes y musgo, parecía un inmenso artefacto construido por el hombre y que se oponía al naturalismo superreal del delta. La ciudad, lo mismo que el delta, retrocedía ahora en el tiempo, y la decoración barroca de los muros —donde se veían unas divinidades
parecidas a serpientes— se desvanecía reemplazada por los zarcillos entrelazados de las plantas de musgo; las formas seudoorgánicas que el nombre había grabado allí imitando a la naturaleza retornaban al modelo original. Lejos, detrás, como un inmenso telón de fondo, la antigua ruina tolteca parecía un mastodonte en descomposición, una montaña mortecina de oscuros sueños terrestres que envolvían a Gifford con una presencia luminosa. —¿Te sientes fuerte como para irnos? —preguntó Louise a Gifford una semana más tarde. No había aún noticias del mensajero de Mechipe. Louise observó a Gifford críticamente. Estaba acostado a la sombra del toldo, y el cuerpo flaco era casi invisible bajo el arco y las mantas; sólo la cara arrogante de barba espesa pertenecía de algún modo al Gifford de antes—. Quizá si nos encontráramos con la cuadrilla de búsqueda a mitad de camino... Gifford sacudió la cabeza mirando los riachos casi secos del delta, más allá de los llanos calcinados. —¿Qué cuadrilla de búsqueda? No hay ninguna lancha de tan poco calado entre aquí y Taxcol. —Quizá manden un helicóptero. Nos podrían ver desde el aire. —¿Un helicóptero? Estás imaginando cosas, Louise. Tendremos que quedarnos aquí otra semana por lo menos. —Pero tu pierna —insistió Louise—. Necesitas un médico ... —¿Cómo quieres que me mueva? Las sacudidas de una camilla me matarían en cinco minutos. Gifford alzó los ojos fatigados hacia la cara de Louise, pálida y quemada por el sol, esperando que se fuera. Louise se había inclinado hacia adelante, indecisa. Richard Lowry estaba sentado allí a cincuenta metros, al aire libre, fuera del toldo, tranquilo, observándola. Involuntariamente, antes que Louise pudiese impedirlo, la mano se le movió para arreglar el pelo. —¿Está Lowry ahí? —preguntó Gifford. —¿Richard? Sí —Louise titubeó—. Volveremos para el almuerzo. Te cambiaré las vendas entonces. Cuando Louise se alejó, Gifford alzó ligeramente la barbilla examinando las playas oscurecidas por la niebla de la mañana. Las lomas de barro cocido brillaban como hormigón caliente, y a lo largo de los canales se escurría apenas un débil hilo de fluido negro. Aquí y allá, en el fondo de los canales, asomaban unas isletas de cincuenta metros de diámetro, unos hemisferios perfectos que daban una curiosa formalidad geométrica al paisaje. Toda la zona estaba completamente inmóvil, pero Gifford, recostado en la silla, miraba las playas esperando a que apareciesen las serpientes. Cuando Mechipe vino a servir el almuerzo, Gifford comprendió que Lowry y Louise no habían regresado de las ruinas.
—Llévatelo —Gifford apartó la escudilla de sopa condensada—. Tráeme un whisky con soda. Doble —miró fijamente al indio—. ¿Dónde está la señora Louise? Mechipe puso de nuevo en la bandeja la escudilla de sopa. —La señora vendrá pronto, señor. El sol calienta mucho y se quedará allá hasta la tarde. Gifford se recostó un momento pensando en Louise y Lowry, y la imagen de los dos juntos tocó en Gifford el último residuo de emoción. En seguida trató de apartar la niebla con un movimiento de la mano. —¿Qué es eso? —¿Señor? —Maldición, pensé que había visto una —la forma blanca que apenas había alcanzado a vislumbrar se desvaneció entre las lomas opalescentes, y Gifford sacudió lentamente la cabeza—. Sin embargo, es demasiado temprano. ¿Dónde está ese whisky? —Viene, señor. Jadeando, luego de haberse incorporado en la silla, Gifford miró impaciente los toldos de alrededor. Detrás, en diagonal, emergiendo en el foco alargado de los ojos, asomaban los largos costurones de la ciudad tol-teca. En algún sitio, entre las galerías y los corredores en espiral, estaban Louise y Richard Lowry. Desde las terrazas altas que se alzaban sobre los bancos de arena, el campamento lejano debería de tener el aspecto de unas pocas cascaras blanqueadas por el sol, custodiadas por un muerto asegurado a una silla. —Querido, lo siento mucho. Tratamos de regresar, pero me torcí un pie... —Louise Gifford rió alegremente—. Casi como te ocurrió a ti, ahora que lo pienso. Quizá te haga compañía dentro de un día o dos. Me alegra que Mechipe te haya cuidado y te cambiara las vendas. ¿Cómo te sientes? Tienes mejor aspecto. Gifford asintió, somnoliento. La fiebre de la tarde había bajado un poco, pero ahora se sentía agotado, sin fuerzas. Sólo el whisky que había estado tomando a sorbos todo el día daba cierta animación a la presencia locuaz de Louise. —He pasado el día en el zoológico —dijo, añadiendo con un humor fatigado—: En la jaula de los reptiles. —Tú y tus culebras, Charles, eres divertido —Louise anduvo alrededor de la silla, frente al viento, y luego se apartó para el lado de sotavento. Le hizo una seña a Richard Lowry, que entraba en la tienda llevando una bandeja de muestra*—. Dick, ¿qué te parece si nos damos una ducha y luego nos juntamos con Charles, para tomar unos tragos? —Buena idea —respondió Lowry—. ¿Cómo está? —Mucho mejor —dijo Louise, y volviéndose a Gifford continuó—: No te incomoda, ¿verdad, Charles? Te hará bien conversar un poco.
Gifford movió vagamente la cabeza, y cuando Louise desapareció en los toldos, volvió los ojos a las playas. Allí, a la luz de la tarde, las serpientes se escurrían y retorcían, deslizándose unas sobre otras, a lo largo de todo el horizonte, cada vez más oscuro. Había ahora miles de serpientes, extendiéndose más allá de los márgenes de la playa en los terrenos que llegaban al campamento. Durante la tarde, cuando la fiebre había llegado al punto más alto, había tratado de llamarlas, pero tenía la voz demasiado débil. Luego, mientras tomaban los cócteles, Richard Lowry preguntó: —¿Cómo se siente, señor? —No obtuvo respuesta de Gifford, y dijo entonces:— Me alegra saber que la pierna ha mejorado. —Mira, Dick, me parece que es psicológico —dijo Louise—. Tan pronto como tú y yo dejamos de molestarlo, Charles mejora. Los ojos de Louise se encontraron con los de Lowry, y los dos se miraron un momento. Lowry jugó con el vaso, y una leve sonrisa confiada le asomó en la cara blanda. —¿Qué hay del mensajero? ¿Hubo noticias? —¿Oíste algo, Charles? Quizá pase un avión en un par de días. Durante este intercambio de agudezas, y las que se dijeron en los días siguientes, Charles Gifford se mantuvo callado y retraído, hundiéndose cada vez más en el paisaje interior que nacía en las playas del delta. Louise y Richard Lowry se le sentaban al lado por las tardes, cuando regresaban de la ciudad de terrazas, pero Gifford apenas se daba cuenta. Los dos eran ya para él como actores de un melodrama marginal, que se movían en un mundo periférico. De cuando en cuando pensaba en ellos, pero el esfuerzo no parecía tener sentido. Las relaciones de Louise con Lowry no lo inquietaban; en todo caso le agradecía a Lowry que lo hubiera librado de Louise. Una vez, dos o tres días más tarde, cuando Lowry se le acercó al atardecer, Gifford despertó un momento y dijo secamente: —Oí decir que encontraron un tesoro en la ciudad de terrazas. Pero antes que Lowry pudiera contestarle, Gifford había vuelto ya a sus ensoñaciones. Una noche, poco tiempo después, cuando un súbito espasmo de dolor lo despertó cerca del alba, vio a Louise y Lowry que paseaban en la polvorienta oscuridad azul, cerca de uno de los toldos. Durante un breve instante las dos figuras abrazadas se alzaron como culebras enroscadas en la arena. —¡Mechipel —¿Doctor? —¡Mechipe! —Estoy aquí, señor. —Esta noche, Mechipe —dijo Gifford—, dormirás en mi toldo. ¿Entendido? Te quiero cerca. Acuéstate en mi cama, si quieres. ¿Me oirás si llamo?
—Claro que sí, señor. La cara de ébano pulido observó a Gifford con cautela. Mechipe cuidaba ahora a Gifford con una atención reveladora: Gifford, aunque todavía un novato, había entrado al fin en un mundo de valores absolutos, compuesto por el delta y las serpientes, la presencia melancólica de las ruinas toltecas, y la pierna moribunda. Pasó la medianoche y Gifford se quedó tendido en la silla, mirando cómo subía la luna llena sobre las playas luminosas. Como la corona de una medusa, miles de serpientes se habían subido a las crestas de las playas y se extendían densamente por los bordes del llano, exponiendo los lomos blancos a la luz de la luna. —¿Mechipe? El guía había estado esperando en la oscuridad, sentado en cuclillas. —¿Doctor Gifford? Gifford habló en voz baja, pero clara. —Las muletas. Allí. —Mechipe le pasó los dos palos tallados y Gifford tiró a un lado las mantas. Sacó con cuidado la pierna del arco de yeso, se sentó, y volcó el arco. Apoyado en las muletas se inclinó hacia adelante hasta encontrar el equilibrio. El pie vendado se alzaba allí delante como un barrote de color blanco. —Bien. En la mesa, en el cajón de la derecha, está mi pistola. Tráemela. Por primera vez, el guía vaciló. —¿Pistola, señor? —Una Smith & Wesson. Tiene que estar cargada, pero hay una caja de balas en el cajón. El guía vaciló de nuevo, mirando hacia los dos toldos cercanos. Unos cortinados contra el polvo cerraban las entradas. Todo el campamento estaba en silencio. La arena todavía tibia acallaba las leves ráfagas de viento, y el aire era como talco. —La pistola —dijo Mechipe—. Sí, señor. Gifford se incorporó lentamente, y se detuvo. La cabeza le daba vueltas, pero el ancla enorme del pie lo aseguraba al suelo. Tomó la pistola y señaló el delta. —Vamos a ver las serpientes, Mechipe. Tú me ayudas. ¿Estás listo? Los ojos de Mechipe relampaguearon a la luz de la luna. —¿Las serpientes, señor? —Sí. Llévame a mitad de camino. Luego puedes volverte. No te preocupes, no me pasará nada. Mechipe asintió con lentos movimientos de cabeza, mirando hacia las playas.
—Lo ayudo, doctor. Moviéndose trabajosamente por la arena, Gifford se apoyó en el brazo del guía. Poco después descubrió que la pierna izquierda le pesaba demasiado para poder levantarla y arrastró el peso muerto por la arena blanda. —Cristo, es lejos. —Habían avanzado veinte metros, y por algún capricho óptico las serpientes más cercanas parecían estar a medio kilómetro de distancia, visibles apenas entre las pendientes suaves.— Adelante. Caminaron dificultosamente otros diez metros. La boca abierta del toldo de Lowry estaba a la izquierda, y la campana blanca de la red de mosquitos relucía entre las sombras como un monumento funerario. Casi agotado, Gifford avanzaba tambaleándose, tratando de ver a través de los colores del aire. De pronto el revólver se descargó saltando en la mano de Gifford con un relámpago y un rugido repentinos. Gifford sintió en el brazo los dedos endurecidos de Mechipe y oyó en seguida el grito asustado de una mujer, y alguien que salía de la tienda de Lowry. Una segunda figura —esta vez un hombre— apareció detrás, y volviéndose para echarle una ojeada a Gifford se precipitó entre los toldos, corriendo con la cabeza baja hacia la ciudad de terrazas, como un animal asustado. Fastidiado por estas interrupciones, Gifford buscó ciegamente el arma, forcejeando con las muletas. La oscuridad creció entonces alrededor, y la arena subió a golpearle la cara. A la mañana siguiente, mientras desmontaban y empaquetaban los toldos, Gifford se sintió demasiado cansado para mirar hacia el delta. Las serpientes no aparecían hasta las primeras horas de la tarde, y la decepción de no haber podido alcanzarlas la noche anterior lo había agotado. Cuando sólo quedaba el toldo de Gifford en todo el campamento, y las armazones desnudas de las duchas salían del suelo como piezas de una escultura abstracta, Louise se acercó. —Es hora de que te empaquen el toldo —Louise hablaba casualmente pero con cautela—. Los muchachos están preparándote una camilla. Tienes que estar cómodo. Gifford le indicó con un ademán que se marchase. —No puedo ir. Dejen a Mechipe conmigo y llévense a los otros. —Charles, muestra un poco de sentido común, por una vez —Louise, de pie, miraba a Gifford serenamente—. No podemos quedarnos aquí toda la vida, y tú necesitas tratamiento. Es ya evidente que el muchacho que envió Mechipe no llegó nunca a Taxcol. Nuestras provisiones no durarán eternamente. —No tienen que durar eternamente —los ojos de Gifford, casi cerrados, inspeccionaron el horizonte lejano como un par de binoculares defectuosos—. Déjenme comida para un mes. —Charles...
—Por Dios, Louise... —Rendido, Gifford apoyó la cabeza en la almohada. Vio a Richard Lowry que supervisaba el almacenaje de los equipos. Los muchachos indios se movían alrededor como niños complacientes.— ¿Por qué tanta prisa? ¿No se pueden quedar otra semana? —No podemos, Charles —Louise miró a Gifford directamente a la cara—. Richard siente que debe irse, ¿entiendes? Por consideración hacia ti. —¿Consideración hacia mí? —Gifford sacudió la cabeza—, Lowry me importa un rábano. Anoche yo iba a mirar las serpientes. —Bueno... —Louise se alisó la blusa—. Este viaje ha sido un fracaso, Charles. Hay muchas cosas que me asustan. Les diré que desmonten el toldo cuando estés listo. —Louise. —Haciendo un último esfuerzo, Gifford se sentó. Tratando de que Richard Lowry lo oyese y hablando con voz serena para no turbar a Louise, dijo entonces:— Fui a mirar las serpientes. ¿No lo entiendes? Louise lo interrumpió con un repentino estallido de exasperación: —¡Pero Charles! ¿No sabes que no hay serpientes? ¡Pregúntale a Mechipe, pregúntale a Richard Lowry o a cualquiera de los muchachosl ¡El río está seco como un hueso 1 Gifford se volvió a mirar las playas blancas del delta. —Vayanse los dos. Lo siento, Louise, pero no resistiría el viaje. —¡Tienes que hacerlo! —Louise señaló las colinas lejanas, la ciudad de terrazas y el delta—. Hay algo malo en este sitio, Charles. Te ha llevado a pensar de algún modo que... Seguido por un grupo de muchachos, Richard Lowry se acercaba lentamente, haciéndole señas a Louise. Louise vaciló un momento, y luego le indicó a Lowry que no se acercara y se sentó junto a Gifford. —Charles, escucha. Me quedaré otra semana como me pides, para que aclares ese problema de las alucinaciones, pero prométeme que te irás entonces; Richard puede irse solo y esperarnos en Taxcol con un médico —Louise bajó la voz—. Charles, siento lo de Richard. Ahora me doy cuenta... Se inclinó hacia adelante para ver la cara de Gifford. Gifford estaba tendido en la silla delante del toldo solitario; el círculo de muchachos lo miraba pacientemente desde lejos. Encima de una de las lomas, a quince kilómetros, flotaba una nube como el penacho de humo de un volcán dormido, aunque activo todavía. -Charles. Louise esperó a que Gifford hablara, pensando que iba a enojarse y que de este modo llegaría a perdonarla. Pero Charles Gifford sólo pensaba en las serpientes de las playas. [FIN]
El día eterno J.G. Ballard
EN COLUMBINE SEPT HEURES la luz era siempre crepuscular. Allí la hermosa vecina de Halliday, Ga-brielle Szabo, se paseaba toda la noche, levantando con el vestido de seda unas finas nubes de arena de color cereza. Desde el balcón del hotel vacío, cerca de la colonia de artistas, Halliday miraba por encima del río seco las sombras inmóviles en el suelo del desierto, el crepúsculo africano, infinito y continuo, que lo llamaba prometiéndole el cumplimiento de unos sueños perdidos. Las dunas oscuras, tocadas las crestas por la luz espectral, se alejaban como olas de un mar de medianoche. A pesar de la luz casi estática, inmovilizada en este crepúsculo interminable, el lecho del río parecía colmado de colores. Cuando la arena bajaba deslizándose en las orillas, descubriendo las vetas de cuarzo y las compuertas de hormigón del dique, la noche se encendía brevemente, iluminada desde dentro como un mar de lava. Las puntas de las viejas torres del agua y los bloques inconclusos de viviendas asomaban de pronto en la oscuridad, más allá de las dunas, cerca de las ruinas romanas de Leptis Magna. Hacia el sur, siguiendo el curso sinuoso del río, se extendía el añil intenso de los conductos de la planta de irrigación, donde las líneas de los canales se entrecruzaban como un delicado enrejado de huesos. Halliday pensó que esta transformación continua, tan rara de color como los extraños cuadros que adornaban el cuarto del hotel, revelaba las perspectivas ocultas del paisaje, y del tiempo, de manecillas casi congeladas en una docena de relojes sobre la repisa y las mesas. Halliday había traído consigo aquellos relojes a África del Norte con la esperanza de que allí, en el cero psíquico del desierto, se animasen repentinamente. Los relojes muertos, que lo miraban desde las torres municipales y los hoteles de los pueblos abandonados, eran la única flora desértica, las insólitas llaves que le abrirían las puertas de los sueños. Con esta esperanza había llegado tres meses antes a Columbine Sept Heures. El sufijo, que se agregaba a los nombres de todas las ciudades y pueblos —Londres 6 P.M., Saigón Medianoche—, indicaba las posiciones respectivas en el perímetro casi estacionario de la Tierra, la hora del día eterno en que habían quedado cuando el planeta dejó de existir. Halliday había vivido cinco años en la colonia internacional de Trond-heim, en Noruega, una zona de nieves eternas, donde los pinos, alimentados por el sol inmóvil, crecían más y más, aislando las ciudades. Este mundo de nórdica tristeza había sacado a luz todos los problemas latentes de Halliday en relación con el tiempo y los sueños. La dificultad de dormir, hasta en un cuarto oscurecido, inquietaba a todos —se tenía la impresión de estar perdiendo el tiempo perdido y a la vez de que el tiempo no pasaba, pues allí estaba el sol, estacionario en el cielo—, y Halliday en particular se sentía obsesionado por los sueños interrumpidos. Muchas veces despertaba con una imagen ante los ojos: plazas iluminadas por la luna y fachadas clásicas de un viejo pueblo mediterráneo, y una mujer que caminaba entre columnas en un mundo sin sombras. Este cálido mundo nocturno lo encontraría sólo trasladándose al sur. A trescientos kilómetros al este de Trondheim, la línea de crepúsculo era un corredor glacial de viento y nieve que se extendía hasta la estepa rusa, donde las ciudades abandonadas
yacían bajo los glaciares como joyas inaccesibles. En cambio, el aire nocturno del África era todavía cálido. Al oeste de la línea de crepúsculo comenzaba el hirviente desierto del Sahara, con los mares de arena fundidos en lagos de vidrio, pero a lo largo de una estrecha franja, en el límite de la luz, aún vivían unas pocas personas, en las viejas ciudades turísticas. Fue aquí, en Columbine Sept Heures, un pueblo abandonado a orillas del río seco, a ocho kilómetros de Leptis Magna, donde Halliday vio por primera vez a Gabrielle Szabo; se acercaba caminando como si acabara de salir de los propios sueños de Halliday. Allí había conocido también a Leonora Sully, la indiferente y maniática pintora de extrañas fantasías, y al doctor Richard Mallory, que trató de ayudarlo y devolverle el mundo de los sueños. Halliday podía entender por qué Leonora estaba en Columbine Sept Heures, pero a veces sospechaba que los motivos del doctor Mallory eran también muy ambiguos. El médico, un hombre alto y retraído, los ojos siempre ocultos detrás de los lentes oscuros que parecían acentuar una cerrada vida interior, se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en el auditorio de cúpula blanca de la Escuela de Bellas Artes, escuchando los cuartetos de Bartok y de Webern que quedaban en los álbumes. Esta música fue el primer sonido que oyó Halliday cuando llegó a la ciudad del desierto. En un parque de estacionamiento abandonado, cerca del muelle de Trípoli, encontró un Peugeot nuevo que había dejado un técnico francés de la refinería, y partió hacia el sur siguiendo la línea de las siete, cruzando pueblos polvorientos y plateados esqueletos de refinerías enterradas a medias cerca del río seco. Hacia el oeste, el desierto ardía en una bruma dorada bajo el sol inmóvil. Rizadas por las ondas térmicas, las paletas de metal de las ruedas hidráulicas, junto a los vacíos sistemas de irrigación, parecían girar en el aire cálido, acercándose a Halliday. Hacia el este, las márgenes del río se destacaban contra el horizonte oscuro, y los costurones de piedra caliza eran como el proscenio del mundo crepuscular. Halliday dobló hacia el río; la luz se apagaba a medida que se movía hacia el este, y siguió el viejo camino de balasto que corría cerca de la orilla. El centro del canal, de donde sobresalían unas rocas blancas entre los montones de guijarros, yacía como el espinazo de un saurio antiguo. A unos pocos kilómetros de la costa, Halliday encontró Columbine Sept Heures. Entre las dunas que cubrían las calles, invadiendo los chalets y las piscinas, cerca de la Escuela de Bellas Artes, se alzaban cuatro hoteles de turismo, con paredes que parecían espejos muertos. El camino se perdía de vista más allá del Oasis Hotel. Halliday salió del coche y subió por los escalones hasta el polvoriento salón de entrada. La arena cubría el suelo de baldosas como un tejido de encaje, y se acumulaba contra las puertas color pastel del ascensor y las palmeras muertas junto al restaurante. Halliday subió por la escalera hasta el entrepiso, y se detuvo junto a la resquebrajada ventana de vidrio laminado, más allá de las mesas. Los vidrios parecían desplazar lo que quedaba del pueblo, ya hundido a medias en la arena, a otra serie de dimensiones, como si el mismo espacio se hubiese retorcido de un modo grotesco, compensando así la pérdida de tiempo del paisaje. Ya decidido a quedarse en el hotel, Halliday salió a buscar agua y comestibles. Las calles estaban desiertas, obstruidas por la arena que avanzaba hacia el río seco. De
vez en cuando asomaban entre las dunas las ventanas empañadas de un Citroen o de un Peugeot. Caminando por los techos de los coches, Halliday entró en la calle de la Escuela de Bellas Artes. El edificio angular se alzaba en el aire como un ave blanca, bajo el palio del crepúsculo cereza. En la sala de estudiantes colgaban unas descoloridas reproducciones de una docena de escuelas de pintura, imágenes casi todas de mundos sin sentido. Halliday encontró, agrupados en el mismo cuarto, a los surrealistas Delvaux, Chirico y Ernst. Esos extraños paisajes, inspirados por sueños que los suyos no podían ya imitar, le hicieron sentir una profunda nostalgia. El Eco de Delvaux, principalmente, una junesca mujer desnuda que caminaba entre ruinas inmaculadas bajo un cielo de medianoche, le recordó su propia fantasía periódica. El anhelo infinito contenido en el cuadro, el tiempo sintético creado por las imágenes sucesivas de la mujer, eran partes de la noche invisible de Halliday. Encontró una vieja carpeta en el suelo, debajo de uno de los caballetes, y empezó a quitar las pinturas de los muros. Mientras caminaba por el techo hacia la escalinata exterior, encima del auditorio, Halliday oyó una música que venía de abajo. Miró hacia las fachadas de los hoteles, cuyas paredes protectoras se levantaban en el aire del crepúsculo. Detrás de la Escuela de Bellas Artes, los chalets del barrio de estudiantes se agrupaban alrededor de dos piscinas secas. Cuando llegó al auditorio, Halliday observó del otro lado de las puertas de cristal las hileras de asientos. En el centro de la primera fila había un hombre de traje blanco y lentes de sol, sentado de espaldas a Halliday. Era imposible saber si estaba realmente escuchando música; pero cuando terminó la grabación, tres o cuatro minutos más tarde, el hombre se puso de pie y subió al escenario. Apagó el estereógrafo y luego se adelantó a pasos largos hacia Halliday, mirándolo inquisitivamente a través de los lentes oscuros. —Yo soy Mallory... el doctor Mallory —el hombre extendió una mano firme pero evasiva—. ¿Se hospeda aquí? La pregunta parecía contener una comprensión completa de los motivos de Halliday. Halliday puso la carpeta en el suelo y se presentó: —Estoy en el Oasis. Llegué esta noche. Al darse cuenta de que la observación no tenía ningún sentido, lanzó una carcajada, pero Mallory lo miraba sonriendo. —¿Esta noche? Sí, es posible. —Cuando Halliday levantó la muñeca descubriendo el viejo Rolex de veinticuatro horas, Mallory movió afirmativamente la cabeza, ajustándose los lentes oscuros, como si estuviese mirando a Halliday con más atención. —¿Todavía tiene uno? A propósito, ¿qué hora es? Halliday echó un vistazo al Rolex. El Rolex era uno de los cuatro relojes que había traído consigo, sincronizados cuidadosamente con el reloj maestro de veinticuatro horas que aún funcionaba en el Observatorio de Greenwich, marcando las horas de un tiempo en que la Tierra giraba todavía en el cielo. —Casi las siete y media. Está bien. ¿No es esto Columbine Sept Heures?
—Es cierto. Toda una coincidencia. Sin embargo, la línea del crepúsculo está avanzando; yo hubiese dicho que aquí era un poco más tarde. Pero no tiene importancia —Mallory bajó del escenario, desde donde la alta figura se había alzado sobre Halliday como una horca blanca—. Las siete y media, hora vieja... y nueva. Tendrá que quedarse en Columbine. No es común encontrar así las distintas dimensiones unidas —Mallory echó una mirada a la carpeta—. Usted para en el Oasis. ¿Por qué allí? —Está vacío. —Convincente. Pero aquí todo está vacío. Sin embargo, entiendo lo que usted quiere decir; yo mismo me quedé allí cuando llegué a Columbine. Hace mucho calor. —Me mudaré al lado oscuro. Mallory hizo una pequeña reverencia, como admitiendo la seriedad de Halliday. Se acercó al estereó-grafo y desconectó una batería de automóvil que había en el suelo, al lado. Puso el pesado aparato en una maleta grande de lona y le dio a Halliday una de las asas. —Usted puede ayudarme. Tengo un pequeño generador en el chalet. Es difícil de recargar, pero las baterías buenas escasean cada vez más. Cuando salían a la luz del sol, Halliday dijo: —Puede usar la batería de mi coche. Mallory se detuvo. —Es usted muy amable, Halliday. Pero ¿está seguro de que no la va a necesitar? Hay más lugares que Columbine. —Quizá. Pero suponga que hay aquí alimentos suficientes para todos nosotros. — Halliday hizo un ademán con el reloj de pulsera—. De cualquier modo el tiempo está bien. O los dos tiempos, supongo. —Y los espacios que usted quiera, Halliday. No todos alrededor. ¿Por qué vino aquí? —Todavía no lo sé. Vivía en Trondheim; allí no podía dormir. Si puedo dormir, tal vez pueda soñar. Halliday empezó a explicar, pero Mallory levantó una mano pidiéndole silencio. —¿Y por qué cree que estamos todos aquí, Halliday? Los sueños nacen en el África. Tiene que conocer a Leonora. Usted le gustará. Pasaron junto a los chalets, con la primera piscina a la derecha. En la arena del fondo alguien había trazado una enorme figura zodiacal, decorada con caracoles y pedazos de baldosas. Se acercaron a la piscina siguiente. Una duna de arena había inundado un chalet, desparramándose en el estanque, pero habían despejado una pequeña zona de la terraza. Debajo de un toldo una joven estaba sentada en una silla de metal, frente a un caballete. Llevaba puestos una camisa de hombre y unos pantalones manchados de
pintura, pero la cara inteligente, de barbilla firme, parecía serena y alerta. Cuando el doctor Mallory y Halliday pusieron la batería en el suelo, la mujer alzó los ojos. —Te he traído un alumno, Leonora —Mallory le indicó a Halliday que se acercara—. Está viviendo en el Oasis... del lado oscuro. La joven invitó a Halliday a que se sentase en una silla reclinable, junto al caballete. Halliday apoyó la carpeta contra el respaldo. —Son para mi cuarto del hotel —explicó—. Yo no soy pintor. —Claro. ¿Puedo verlos? Sin esperar la mujer empezó a hojear las reproducciones, asintiendo en silencio cada vez que pasaba una. Halliday echó una mirada al cuadro inconcluso que había en el caballete, un paisaje por el que cruzaban las figuras grotescas de una extraña procesión, arzobispos con fantásticas mitras. Observó a Mallory, quien asintió con una mueca. —¿Interesante, Halliday? —Por supuesto. ¿Y los sueños de usted, doctor? ¿Dónde los guarda? Mallory no respondió; miró a Halliday, ocultando los ojos detrás de los lentes oscuros. Riendo brevemente,
y disipando la leve tensión entre los dos hombres, Leonora se sentó en la silla junto a Halliday. —Richard no nos lo dirá, señor Halliday. Cuando conozcamos los sueños de Richard ya no necesitaremos más los nuestros. Halliday se repetiría muchas veces esta observación en los meses siguientes. En muchos sentidos, la presencia de Mallory en el pueblo parecía ser la clave de los papeles que todos representaban allí. El médico de traje blanco, caminando silenciosamente por las calles cubiertas de arena, parecía el espectro del mediodía olvidado, y que renacía al anochecer para flotar como la música entre los hoteles vacíos. Hasta en aquel primer encuentro, cuando Halliday estaba sentado junto a Leonora haciendo unas pocas observaciones automáticas pero consciente sólo del roce de los hombros y las caderas de la mujer, tuvo la impresión de que Mallory, cualquiera que fuese la razón por la que se encontraba en Columbine, se había ajustado completamente al ambiguo mundo de la línea de crepúsculo. Para Mallory, Columbine Sept Heures y el desierto ya se habían vuelto parte de unos paisajes interiores que Halliday y Leonora Sully aún tenían que buscar en los cuadros. Sin embargo, durante las primeras semanas en el pueblo junto al río seco, Halliday siguió pensando en Leonora y en quedarse en el hotel. Usando el Rolex de veinticuatro horas, todavía trataba de dormir a "medianoche", despertando (o, para ser más precisos, admitiendo la realidad del insomnio) siete horas después. Luego, al comenzar la "mañana", inspeccionaba los cuadros que colgaban de las paredes del séptimo piso, y salía al pueblo, a recorrer las cocinas y las despensas de los hoteles, en busca de
provisiones de agua y de alimentos en conserva. A esa hora —un intervalo arbitrario que él mismo imponía al paisaje neutral— le daba la espalda al cielo del este, evitando la noche oscura que llegaba del desierto atravesando el río seco. Hacia el oeste, bajo el calor continuo del sol, la arena centelleaba como la última aurora del mundo. En esos momentos el doctor Mallory y Leonora parecían más cansados que nunca, como si sintieran aún el ritmo del antiguo día de veinticuatro horas. Ambos dormían en cualquier momento; muchas veces Halliday iba a visitar el chalet de Leonora y la encontraba durmiendo en la silla de lona junto a la piscina, con el velo blanco cubriéndole la cara, a la sombra de la pintura del caballete. Aquellos extraños dibujos, las imágenes de unos obispos y cardenales que se movían en procesión por paisajes ornamentales, eran la única actividad de Leonora. Mallory desaparecía en cambio como un vampiro blanco dentro de la casa, y salía de algún modo renovado unas pocas horas después. Luego de las primeras semanas Halliday entabló buenas relaciones con Mallory, y los dos escuchaban cuartetos de Webern en el auditorio o jugaban al ajedrez cerca de Leonora, junto a la piscina vacía. Halliday trató de descubrir cómo habían llegado Leonora y Mallory al pueblo, pero ninguno de los dos le respondió. Se le ocurrió que habían llegado por separado al África varios años atrás, y que se habían estado mudando hacia el oeste, de pueblo en pueblo, a medida que el límite de la luz cruzaba el continente. A veces Mallory se iba al desierto, a cumplir alguna imprecisa diligencia, y entonces Halliday veía a Leonora a solas. Caminaban juntos a lo largo del lecho seco del río, o bailaban al compás de unas grabaciones de cantos Masaí, en la biblioteca de antropología. Halliday no dependía más de Leonora sólo recordándose que había llegado al África no en busca de esta joven de pelo blanco y ojos amistosos, sino de la noctámbula lamia que llevaba en la mente. Como si se diera cuenta, Leonora se mantenía siempre apartada, sonriéndole a Halliday por encima de las extrañas pinturas del caballete. Este agradable ménage á trois habría de durar tres meses. Durante ese tiempo la línea de crepúsculo avanzó otro kilómetro hacia Columbine Sept Heures, y al fin Mallory y Leonora decidieron mudarse a una pequeña refinería, a quince kilómetros al oeste. Halliday casi esperaba que Leonora se quedase en Columbine, pero la joven se fue con Mallory en el Peugeot. Sentada en el asiento trasero, Leonora esperó a que Mallory tocase el último cuarteto de Bartok en el auditorio antes de desconectar la batería y llevarla al coche. Curiosamente, fue Mallory quien trató de persuadir a Halliday de que se fuese con ellos. A diferencia de Leonora, advertía en la relación que tenía con Halliday la presencia de elementos todavía indeterminados y se resistía a la separación. —Halliday, le será difícil quedarse aquí. —Mallory señaló el palio de oscuridad que pendía como una ola inmensa sobre el pueblo, al otro lado del río. El color carmesí del oscuro crepúsculo había invadido ahora las paredes y las calles. —La noche se acerca. ¿Se da cuenta de lo que eso significa? —Claro que sí, doctor. Es precisamente lo que he estado esperando. —Pero, Halliday... —Mallory buscó una frase. La figura alta, de ojos siempre ocultos detrás de los lentes oscuros, alzó la cabeza mirando a Halliday, al pie de los escalones
del hotel. —No es usted una lechuza, ni un condenado gato del desierto. Tiene que encontrar la solución a la luz del día. Dándose por vencido, Mallory volvió al coche. Saludó a Halliday con la mano cuando arrancaban, dando marcha atrás contra una de las dunas y levantando una nube de polvo rosado, pero Halliday no le respondió. Miraba a Leonora Sully en el asiento trasero, entre los lienzos, los caballetes. Las extrañas pinturas eran como los ecos de los sueños de Halliday. Cualesquiera que fuesen los sentimientos que le inspiraba Leonora, pronto los olvidó al descubrir un mes más tarde a otra hermosa vecina en Columbine Sept Heures. A un kilómetro al noroeste de Columbine, del otro lado del río seco, había una mansión colonial abandonada, habitada en otro siempo por los empresarios de la refinería, junto a la desembocadura del río. Sentado en el balcón del séptimo piso del Oasis Hotel, tratando de seguir la marcha imperceptible de la luz, mientras, alrededor, el mecánico tictac de los relojes antiguos contaban los minutos y las horas de aquellos días falsos, Halliday veía las paredes blancas de la casa, iluminadas brevemente por los reflejos de las tormentas de arena. Las terrazas estaban cubiertas de polvo, y las columnas del pórtico, junto a la piscina, habían caído en el estanque. Aunque sólo a cuatrocientos metros al este del hotel, el esqueleto vacío de la casa parecía estar ya envuelto en la noche cercana. Un día, poco antes de irse a la cama, Halliday vio los faros delanteros de un coche que daba vueltas alrededor de la mansión. Los haces de luz mostraron una figura solitaria que caminaba lentamente de un lado a otro en la terraza. Halliday abandonó toda pretensión de dormir y subió al techo del hotel, diez pisos más arriba, y se echó en la cornisa. Un chófer descargaba maletas del coche. La figura de la terraza, una mujer alta vestida de negro, caminaba con los movimientos casuales e indecisos de alguien que apenas sabe lo que hace. Luego de unos pocos minutos, el chófer tomó a la mujer del brazo, como despertándola de alguna clase de sueño. Halliday se quedó mirando desde el techo, esperando a que los dos personajes aparecieran de nuevo. Los movimientos extraños e hipnóticos de esta hermosa mujer —el pelo negro y la aureola pálida de la cara que flotaban como una linterna en la oscuridad lo habían convencido ya de que ella era la oscura lamia de todos los sueños olvidados— le recordaron a Halliday aquellos primeros paseos hacia el río, entre las dunas, tanteando por primera vez un territorio que ya había conocido en sueños. Cuando bajó a la habitación, se recostó en el canapé floreado, rodeado por los paisajes de Delvaux y Ernst, y de pronto se quedó dormido. Entonces tuvo los primeros sueños verdaderos, de ruinas clásicas bajo un cielo de medianoche, donde se movían unas figuras iluminadas por la luna, en una ciudad de muertos. Los sueños volvían cada vez que Halliday se dormía. Despertaba en el canapé, junto a la ventana-cuadro, con el suelo oscurecido del desierto sobre el alféizar, sintiendo que la frontera entre el mundo interior y el exterior se estaba disolviendo. Dos de los relojes, debajo del espejo de la repisa, ya se habían detenido. Con la muerte de los relojes se libraría de todas las viejas ideas sobre el tiempo. Al final de esa primera semana, Halliday descubrió que la mujer dormía a las mismas horas que él, saliendo a mirar el desierto en el momento en que Halliday se asomaba
al balcón. Aunque la figura solitaria de Halliday se distinguía muy claramente contra el cielo pálido, detrás del hotel, la mujer parecía no verlo. Halliday observó que el chófer llegaba al pueblo en el Mercedes blanco. Vestido con el oscuro uniforme, como una sombra borrosa, el hombre pasó por delante de las paredes descoloridas de la Escuela de Bellas Artes. Halliday bajó a la calle y caminó hacia la oscuridad. Atravesó el río, un Rubicón seco que separaba el pasivo mundo de Columbine Sept Heures de la realidad de la noche próxima, y subió por la otra orilla, hasta más allá de los viejos coches destrozados y de los tambores de gasolina iluminados por la luz crepuscular. Cuando llegó cerca de la casa, la mujer paseaba por el jardín, entre las estatuas cubiertas de arena; los cristales se acumulaban sobre las caras de piedra como la condensación de inmensas zonas de tiempo. Halliday titubeó junto a la muralla baja que rodeaba la casa, esperando a que la mujer mirase hacia allí. La cara pálida, la frente alta por encima de unos lentes oscuros, le recordaron de algún modo al doctor Mallory; una misma pantalla ocultaba una poderosa vida interior. La luz tenue persistía entre los planos angulares de las sienes de la mujer, mientras miraba hacia el pueblo, buscando al Mercedes. Cuando Halliday llegó a la terraza, la mujer estaba sentada en una de las sillas; tenía las manos en los bolsillos del vestido de seda, de modo que sólo se le veía la cara, de gastada belleza; los lentes oscuros parecían separarla del mundo, como una noche interior. Halliday se detuvo junto a la mesa, donde había un vaso, sin saber cómo presentarse. —Estoy en el Oasis... en Columbine Sept Heures —comenzó a decir—. La vi desde el balcón. Halliday señaló la distante torre del hotel; la fachada de color cereza se alzaba contra el aire cada vez más oscuro. —¿Vecino? —la mujer asintió—. Gracias por venir a verme. Yo soy Gabrielle Szabo. ¿Hay muchos más? —No... Se han ido. De todos modos había sólo dos, un médico y una pintora joven, Leonora Sully. A ella le gustaba el paisaje. —Claro. ¿Y también habla un médico? —la mujer acababa de sacar las manos del vestido de seda, y ahora las tenía en el regazo, como dos palomas frágiles—. ¿Qué hacía aquí? —Nada. —Halliday pensó en sentarse, pero la mujer no hizo ningún movimiento para ofrecerle la otra silla, como si esperara que Halliday desapareciese con la misma rapidez con que había llegado. —A veces me ayudaba en los sueños. —¿Sueños? —la mujer volvió la cabeza hacia Halliday y la luz descubrió unas huellas ligeramente hundidas, encima de los ojos—. ¿Hay sueños en Columbine Sept Heures, señor... ? —Halliday. Hay sueños ahora. La noche se acerca.
La mujer asintió, y levantó el rostro hacia el violeta del anochecer. —La siento en la cara... como un sol negro. ¿Con qué sueña usted, señor Halliday? A Halliday casi se le escapó la verdad, pero se encogió de hombros y dijo: —De todo un poco. Una vieja ciudad en ruinas... poblada de monumentos clásicos. Al menos anoche soñé con esa ciudad —Halliday sonrió—. Todavía me quedan algunos de los viejos relojes. Los otros se han parado. Del camino a lo largo del río subía un penacho de polvo amarillo. El Mercedes se acercaba velozmente. —¿Ha estado en Leptis Magna, señor Halliday? —¿El pueblo romano? Eso es en la costa, a ocho kilómetros de aquí. Si quiere la acompaño. —Buena idea. El médico de que me habló, señor Halliday, ¿a dónde fue? Mi chófer... necesita tratamiento. Halliday titubeó. Algo en la voz de la mujer parecía insinuar que podía perder de pronto todo interés en Halliday, muy fácilmente. Halliday no quiso rivalizar otra vez con Mallory y dijo: —Creo que al norte, a la costa. Se iba del África. ¿Es urgente? Antes que la mujer pudiese responder, Halliday sintió detrás, a pocos metros, la figura oscura del chófer, abotonada en el uniforme oscuro. Sólo un momento antes el coche había estado a cien metros de allí, en la carretera, y Halliday aceptó con un esfuerzo este salto cuántico en el tiempo. La cara menuda del chófer, de ojos penetrantes y boca apretada, lo miraba inexpresivamente. —Gastón, este es el señor Halliday. Se está alojando en uno de los hoteles de Columbine Sept Heures. Tal vez podrías llevarlo en el coche hasta el paso del río. Halliday iba a aceptar, pero el chófer no se movió. Halliday se estremeció sintiendo el aire frío del crepúsculo. Se inclinó saludando a Gabrielle Szabo y comenzó a alejarse. Cuando se detuvo, ya detrás del chófer, para recordarle a la mujer el viaje a Leptis Magna, oyó que ella decía: —Gastón, estuvo un médico aquí. Halliday miraba la casa desde el techo del Oasis Hotel, tratando de entender el significado de la ambigua frase de Gabrielle Szabo. La mujer estaba sentada ahora en la terraza, en la oscuridad, mientras el chófer hacía viajes de aprovisionamiento a Columbine y a las refinerías a lo largo del río. Una vez Halliday lo encontró en una esquina, cerca de la Escuela de Bellas Artes, pero el hombre simplemente saludó y siguió caminando con la lata de agua. Halliday postergó una próxima visita a la casa. Cualesquiera que fuesen los motivos por los que Gabrielle Szabo estaba allí, ella le había traído los sueños que él no había encontrado en Columbine Sept Heures ni en el largo viaje al sur. . . La presencia de la mujer, que movía alguna llave en la mente de
Halliday, era todo lo que él necesitaba. Dio cuerda a los relojes y descubrió que dormía ocho o nueve horas de esas supuestas noches. Sin embargo, una semana después se encontró otra vez con que no podía dormir. Decidió visitar a su vecina y atravesó el río, hacia el crepúsculo que oscurecía cada vez más la arena. Cuando llegó a la casa, el Mercedes blanco salía por la carretera hacia la costa. Gabrielle Szabo iba en el asiento de atrás, al lado de la ventana abierta, y el viento oscuro le levantaba el pelo negro. Halliday esperó cuando vio que el coche venía hacia él y aminoraba la velocidad. La cabeza de Gastón se inclinó hacia atrás, y los labios apretados dibujaron el nombre de Halliday. Suponiendo que el coche se iba a detener, Halliday saltó a la carretera. —Gabrielle... Señorita Szabo... La mujer se inclinó hacia adelante; el coche blanco aceleró y pasó esquivando a Halliday, lanzándole el polvo a los ojos mientras se alejaba llevándose el rostro enmascarado de Gabrielle Szabo. Halliday volvió al hotel y subió al techo, pero el coche había desaparecido en la oscuridad del noroeste y la estela se apagaba en el crepúsculo. Bajó al cuarto y se puso a caminar entre los cuadros. Al último reloj casi se le había acabado la cuerda. Cuidadosamente les dio cuerda a todos, sintiéndose aliviado de algún modo ahora que estaba libre de Gabrielle Szabo y del oscuro sueño que ella había traído cruzando el desierto. Cuando los relojes estuvieron otra vez en marcha, Halliday bajó al sótano. Durante diez minutos pasó de un coche a otro, de los Cadillacs a los Citroen, entrando y saliendo. Ninguno de los coches arrancaba, pero en el patio del taller encontró una motocicleta Honda, y luego de echar combustible en el tanque consiguió encender el motor. Salió de Columbine, y los ruidos del escape reverberaron en las paredes; pero a un kilómetro del pueblo, cuando se detuvo para ajustar el carburador, Columbine parecía haber estado abandonado durante años, y la presencia de Halliday no había dejado allí más huellas que las de su propia sombra. Fue hacia el oeste, y la aurora subió a su encuentro. Los colores fueron aclarándose, y donde había estado la línea ambigua del crepúsculo aparecieron los perfiles nítidos de las dunas, en el horizonte, y las aisladas torres de agua, que se levantaban como faros de bienvenida. La carretera desapareció al fin en el mar de arena y Halliday perdió el rumbo y continuó marchando a través del desierto. A un kilómetro hacia el oeste llegó a orillas de un viejo arroyo. Trató de bajar la cuesta, pero perdió el equilibrio y cayó de espaldas mientras la máquina saltaba golpeando las rocas. Halliday atravesó a pie el cauce del arroyo y subió por la otra orilla. Delante había una refinería abandonada, de puentes plateados y tanques que brillaban a la luz del amanecer, y más allá los techos blancos de las casas de los empleados. Mientras caminaba entre las hileras de chalets, junto a las piscinas vacías que parecían cubrir toda el África, vio el Peugeot estacionado en uno de los portales. Leonora Sully estaba sentada delante del caballete, junto a un hombre alto, de traje blanco. Al principio Halliday no lo reconoció, aunque el hombre se levantó y le indicó que se acercase. El perfil de la cabeza y la frente alta le eran familiares a Halliday, pero los
ojos parecían no tener ninguna relación con el resto de la cara. Entonces reconoció al doctor Mallory, y se dio cuenta de que por primera vez lo veía sin los lentes oscuros. —Halliday... mi querido amigo —Mallory caminó alrededor de la piscina vacía yendo al encuentro de Halliday, y acomodándose la bufanda sobre el cuello de la camisa—. Pensábamos que vendría un día... —Mallory se volvió hacia Leonora, que ahora le sonreía a Halliday—. La verdad es que ya empezábamos a preocuparnos, ¿verdad, Leonora? —Halliday... —Leonora lo tomó por un brazo y lo hizo volverse hasta ponerlo de cara al ¿oí—. ¿Qué pasó...? ¡Está tan pálido! —Ha estado durmiendo, Leonora. ¿No lo ves, querida? —Mallory miró a Halliday sonriendo—. Columbine Sept Heures está ahora detrás de la línea del crepúsculo. Halliday, usted tiene cara de alguien que sueña. Halliday asintió. —Es bueno salir de la oscuridad, Leonora. Los sueños no valían la pena. Cuando Leonora apartó la vista, Halliday se volvió hacia Mallory. Los ojos del médico lo inquietaban. La piel blanca de las órbitas parecía aislarlos, como si estuviesen mirándolo desde una cara escondida. Algo le dijo que la falta de lentes de sol señalaba un cambio en Mallory, que aún no había entendido del todo. Evitando los ojos de Mallory, Halliday señaló el caballete vacío. —Leonora, no está pintando. —No necesito hacerlo, Halliday. Sabe... —se volvió para tomar la mano de Mallory—. Ahora tenemos nuestros sueños. Nos llegan del desierto como pájaros enjoyados ... Halliday los miró a los dos, que estaban allí de pie, juntos. Luego Mallory se adelantó, los ojos blancos como espectros. —Halliday, claro que nos alegramos de verlo... tal vez le gustaría quedarse aquí... Halliday sacudió la cabeza. —Vine por el coche —dijo, dominándose. Señaló el Peugeot—. ¿Puedo llevármelo? —Claro que sí, mi amigo. Pero a dónde... —Mallory señaló el horizonte occidental, donde el sol ardía en un inmenso palio—. El oeste está en llamas. Halliday echó a caminar hacia el coche. —Me voy a la costa —por encima del hombro, continuó—: Gabrielle Szabo está allí. Esta vez, mientras huía hacia la noche, Halliday pensaba en la casa blanca del otro lado del río, hundiéndose ahora en la última luz del desierto. Siguió la carretera que corría hacia el noroeste desde la refinería y cruzó el arroyo por un abandonado puente de barcas. La luz escasa del crepúsculo tocaba las agujas distantes de Columbine Sept Heures.
Las calles del pueblo estaban desiertas, y el viento había borrado todas las pisadas. Halliday subió al cuarto del hotel. La casa de Gabrielle Szabo se alzaba solitaria del otro lado del río. Sosteniendo uno de los relojes de caja dorada, donde las agujas giraban lentamente, Halliday vio cómo el chófer entraba con el Mercedes en la carretera. Un instante después apareció Gabrielle Szabo, un fantasma negro en el anochecer, y el coche salió velozmente hacia el noroeste. Halliday caminó entre las pinturas del cuarto, mirando los paisajes a la luz débil. Juntó los relojes, los llevó al balcón, y los arrojó uno por uno a la terraza. Las caras destrozadas, blancas como los ojos de Mallory, lo miraban con las manecillas inmóviles. A un kilómetro de Leptis Magna oyó el agua que bañaba las playas en la oscuridad, y el viento que venía del mar azotando los médanos a la luz de la luna. Las columnas derruidas de la ciudad romana se levantaban junto al único hotel de turismo, que ocultaba los últimos rayos del sol. Halliday detuvo el coche en la entrada de la ciudad, al lado del hotel, y se puso a caminar, dejando atrás los quioscos abandonados. Delante asomaban las altas galerías del foro, y en los pedestales, sobre la cabeza de Halliday, se erguían las estatuas reconstruidas de las deidades olímpicas. Halliday trepó a uno de los arcos, y desde allí escudriñó las oscuras avenidas, buscando el Mercedes. No queriendo aventurarse en el centro de la ciudad, volvió al coche, entró luego en el hotel, y subió al techo. Junto al mar, donde habían desenterrado el antiguo teatro, Halliday vio el rectángulo blanco del Mercedes estacionado en el farallón. Debajo del proscenio, en el semicírculo llano del escenario, la figura oscura de Gabrielle Szabo se movía de un lado a otro entre las sombras de las estatuas. Mientras la miraba y pensaba en El Eco de Delvaux, la ninfa triplicada que camina desnuda entre los pabellones clásicos de una ciudad de medianoche, Halliday se preguntó si se habría quedado dormido sobre el tibio hormigón del techo. Nada parecía separar el mundo de los sueños del mundo de la ciudad antigua, y los luminosos fantasmas de la mente se movían con libertad entre el paisaje interior y el paisaje exterior, como si la mujer de ojos oscuros de la casa del río hubiera cruzado también las fronteras de la psique de Halliday, trayendo del tiempo un decisivo alivio. Halliday dejó el hotel, siguió la calle que atravesaba la ciudad desierta, llegó al borde del anfiteatro y se quedó allí mirando el lugar. Gabrielle Szabo se acercó caminando por las calles antiguas, y la luz efímera que pasaba entre las columnas le iluminó el rostro pálido. Halliday bajó por los escalones de piedra sintiendo la mirada del chófer desde el muelle, junto al coche. La mujer caminaba hacia Halliday, meciendo lentamente las caderas. Cuando llegó a tres metros de Halliday, Gabrielle Szabo se detuvo, tentando las sombras con la mano. Halliday se adelantó, dudando que ella pudiese verlo con los lentes de sol que aún llevaba puestos. Al oír el sonido de los pasos la mujer retrocedió, levantando los ojos hacia el chófer, pero Halliday le tomó las manos. —Señorita Szabo. La vi caminando aquí. La mujer retuvo las manos de Halliday con unos dedos repentinamente fuertes. Detrás de los lentes, la cara era una máscara blanca.
—Señor Halliday... —Gabrielle Szabo le palpó las muñecas, como aliviada de verlo—. Pensé que vendría. Dígame, ¿cuánto hace que está aquí? —Semanas... o meses, no recuerdo. Soñaba con esta ciudad antes de venir al África. Señorita Szabo, la veía a usted a menudo paseando entre estas ruinas. La mujer asintió, tomando a Halliday del brazo. Juntos se alejaron entre las columnas. Más allá de los pilares oscurecidos de la balaustrada estaba el mar, y las crestas blancas de las olas rodaban hacia la playa. —Gabrielle... ¿por qué estás aquí? ¿Por qué viniste al África? La mujer recogió con una mano el vestido de seda mientras bajaban por una escalera hacia la terraza. Se apoyaba fuertemente en Halliday, apretándole el brazo con los dedos, caminando tan tiesa que Halliday se preguntó si estaría ebria. —¿Por qué? Quizá para ver los mismos sueños. Halliday iba a hablar cuando oyó los pasos del chófer que bajaba detrás de ellos por la escalera. Miró alrededor, distrayéndose un momento del cuerpo ondulante de Gabrielle, y sintió el olor acre que salía de la abertura de una de las cloacas romanas, allá abajo. La boca de ladrillos de la alcantarilla se había desplomado, y las olas que llegaban de la playa cubrían parcialmente la cloaca. Halliday se detuvo. Trató de señalar la cloaca, pero la mujer le apretaba la muñeca con dedos de acero. —¡Allá abajol ¿Los ves? Retirando el brazo, Halliday señaló el agua de la alcantarilla, donde había media docena de figuras amontonadas, golpeadas por el mar y la arena húmeda, y que se reconocían como cadáveres sólo por los movimientos de los brazos y las piernas en el agua que entraba y salía. —Por amor de Dios... ¿quiénes son, Gabrielle? —Pobres diablos... —Gabrielle Szabo volvió la cabeza, mientras Halliday miraba la alcantarilla, tres metros más abajo—. La evacuación... hubo tumultos. Hace meses que están aquí. Halliday se arrodilló, preguntándose cuánto tiempo tardaría el mar en llevarse los cadáveres. Nadie podía saber ahora si eran árabes o europeos. Los sueños en los que había visto a Leptis Magna no habían incluido a estos tristes habitantes de las cloacas. De pronto, Halliday gritó de nuevo: —¿Meses? ¡No ése! Señaló otra vez el cuerpo de un hombre de traje blanco, tendido junto al borde de la alcantarilla. La espuma y el agua le ocultaban las largas piernas, pero tenía el pecho y los brazos al descubierto. La bufanda de seda que Halliday había visto una vez en el cuello de Mallory, le atravesaba la cara.
—¡Mallory! —la figura oscura del chófer apareció en el farallón, siete metros más arriba, y Halliday se puso de pie. Se acercó a Gabrielle Szabo, que parecía mirar el mar—. ¡Es el doctor Malloryl ¡Vivió conmigo en Columbine Sept Heures! Cómo... ¡Gabrielle, tú sabías que Mallory estaba aquíl Halliday la tomó de las manos, y la sacudió enfurecido, haciéndole salt-yr los lentes. Mientras la mujer se arrodillaba, buscándolos con desesperación, Halliday la sostuvo de los hombros. —¡Gabrielle! Gabrielle, eres... — ¡Halliday! —La cabeza gacha, la mujer tomó los dedos de Halliday y se los llevó a los ojos, apretándolos contra los párpados. —Mallory, él lo hizo... sabíamos que lo seguirías hasta aquí. Fue mi médico en otro tiempo, he esperado años... Halliday apartó a la mujer, pisando los lentes de sol. Miró la figura de traje blanco que flotaba en las olas, preguntándose qué pesadilla se escondería detrás de la bufanda que cubría el rostro del cadáver, y echó a correr por la terraza, dejando atrás el auditorio, y siguió corriendo por las calles oscuras. Cuando Halliday llegó al Peugeot, el chófer de traje negro estaba detrás, a no más de veinte metros. Halliday encendió el motor y giró en el polvo, alejándose. Alcanzó a ver en el espejo que el chófer se detenía y sacaba una pistola. El hombre disparó y la bala destrozó el parabrisas. Halliday dobló hacia uno de los quioscos, recuperó el dominio del coche y partió con la cabeza gacha; el viento frío de la noche le sopló en la cara unos fragmentos de vidrio escarchado. A tres kilómetros de Leptis, no habiendo señales del Mercedes, Halliday se detuvo y sacó a golpes el parabrisas. Mientras seguía hacia el oeste, el aire se entibió y la aurora subió ante él con su promesa de luz y tiempo. [FIN]
Pájaro de tormentas, soñador de tormentas J.G. Ballard
AL AMANECER LOS CUERPOS de los pájaros muertos brillaban en la luz húmeda del pantano, y los plumajes grises colgaban sobre el agua quieta como nubes caídas. Todas las mañanas, cuando Crispin salía a la cubierta de la nave, veía los pájaros tendidos en las ensenadas y los canales donde habían muerto dos meses atrás — limpias ahora las heridas por la lenta corriente— y observaba a la mujer canosa que vivía en la casa vacía debajo del acantilado y caminaba entonces por la orilla del río. A lo largo de la estrecha playa los pájaros inmensos, más grandes que cóndores, yacían a los pies de la mujer. Mientras Crispin la contemplaba desde el puente de la nave, ella caminaba entre los pájaros, agachándose de vez en cuando para arrancar una pluma de las alas extendidas. Al final del paseo, cuando regresaba por el prado húmedo hacia la casa, llevaba los brazos cargados de inmensos plumeros blancos. Al principio Crispin había tenido una oscura sensación de molestia viendo cómo esta extraña mujer bajaba hasta la playa y les quitaba sosegadamente las plumas a los pájaros muertos. Aunque en las márgenes del río y en la ensenada donde estaba anclada la nave había miles de criaturas muertas, Crispin las sentía aún como propiedad personal. El mismo, casi sin ayuda, había sido responsable de la matanza de muchos pájaros en las últimas terribles batallas, cuando llegaron de los nidos al mar del Norte atacando a la nave. Cada una de las inmensas criaturas blancas —gaviotas en su mayor parte, mas unos pocos petreles— llevaba en el corazón, como una joya, la bala de Crispin. Mientras observaba a la mujer, que cruzaba el prado hacia la casa, Crispin recordó otra vez las horas frenéticas que habían precedido al desesperado ataque final de los pájaros. Desesperado le parecía ahora, cuando los cuerpos yacían como una colcha húmeda sobre los fríos pantanos de Norfolk, pero entonces, meses atrás, cuando aquellas formas abultadas habían oscurecido el cielo de la nave, era Crispin quien había perdido toda esperanza. Los pájaros, más grandes que hombres, de envergaduras de hasta veinte metros, habían tapado el sol. Crispin corrió como loco por las herrumbrosas cubiertas de metal, arrastrando con las manos laceradas las cajas de municiones, y cargándolas en las recámaras de las ametralladoras. Mientras, Quimby, el muchacho idiota de la granja de Long Reach, a quien Crispin le había pedido que lo ayudara a cargar las armas, farfullaba en la cubierta de proa, saltando sobre las piernas torcidas, tratando de escapar a las enormes sombras que pasaban allá arriba. Cuando los pájaros se precipitaron sobre la nave, y el cielo fue de pronto una guadaña blanca, Crispin apenas alcanzó a refugiarse en la torrecilla, bajo el dosel de los aparejos. Había vencido sin embargo. La primera ola, que descendía como una armada blanca, fue derribada sobre los pantanos, y Crispin se volvió luego hacia el segundo grupo: una bandada que venia volando sobre el río, a baja altura. Los cuerpos habían golpeado los costados de la nave, sobre la línea de flotación, mellando el casco. En la culminación de la batalla, los pájaros habían estado en todas partes; las alas eran como cruces chillonas en el cielo, y los cadáveres chocaban contra el cordaje y caían en la cubierta, alrededor, mientras Crispin movía las pesadas ametralladoras, disparando a un lado y a otro. Crispin perdió toda esperanza una docena de veces, y
maldijo a los hombres que lo habían dejado en este armatoste herrumbroso a merced de los pájaros gigantes y contando sólo con la ayuda de Quimby, a quien había tenido que pagarle de su propio bolsillo. Entonces, cuando parecía que la batalla duraría para siempre, y cuando los pájaros ocultaban todavía el cielo, y ya casi no había municiones, Crispin vio a Quimby que bailaba sobre los cuerpos apilados en la cubierta, y los arrojaba al agua con la horquilla, a medida que caían a su alrededor. En ese momento Crispin supo que había vencido. Quimby —la cara y el pecho deformes manchados de plumas y sangre— trajo en seguida más munición. Gritando ahora, animado por un orgullo que nacía del coraje y del miedo, Crispin había acabado con el resto de los pájaros, matando a tiros a los rezagados, unos pocos halcones jóvenes, cuando volaban hacia la orilla. Durante toda una hora, cuando ya había muerto el último pájaro y las aguas del río pasaban enrojecidas de sangre, Crispin, instalado en la torre, disparó al cielo que se había atrevido a atacarlo. Poco después el tumulto y la excitación de la batalla habían concluido del todo, y Crispin descubrió que el único testigo de la victoria sobre aquel apocalipsis aéreo era un idiota patizambo a quien nadie prestaría atención. Por supuesto, la mujer canosa había estado siempre allí, oculta detrás de las persianas de la casa, pero Crispin no lo supo sino horas después, cuando ella empezó a pasearse entre los cadáveres. En un principio, Crispin se había sentido contento mirando los pájaros derribados, las formas borrosas arrastradas por los frescos remolinos del río y las aguas pantanosas. Envió a Quimby de vuelta a la granja, y observó cómo el idiota iba río abajo pateando los cuerpos hinchados. Luego, llevando como bandoleras los cartuchos de ametralladora, cruzados sobre el pecho, Crispin se instaló en el puente de mando. La aparición de la mujer lo alegró, sintiendo que ahora había alguien que lo acompañaba en el triunfo, y que ella debía de haberlo visto en la plataforma del puente. Pero la mujer le echó una única ojeada, y no volvió a mirarlo. Parecía que no tenía otro propósito que el de explorar la playa y el prado delante de la casa. Tres días después de la batalla la mujer había salido al prado con Quimby, y el enano se pasó la mañana y la tarde sacando de allí los cuerpos de los pájaros. Los apiló en una pesada carreta de madera, se metió luego entre las varas, y llevó la carga a un foso cerca de la granja. Al día siguiente apareció de nuevo en un bote de madera que impulsaba con una pértiga. La mujer iba de pie en la proa como un fantasma distante entre los cuerpos de los pájaros que flotaban en el agua. De cuando en cuando Quimby alzaba la pértiga y daba vuelta a alguno de los enormes cadáveres, como si buscase algo entre ellos. Había muchas historias apócrifas, y algunas gentes de la región contaban que los picos de los pájaros llevaban colmillos de marfil, pero Crispin sabía que esto era un disparate. Los movimientos de la mujer confundían a Crispin, pues sentía que la muerte de los pájaros había serenado también el paisaje alrededor de la nave y todo lo que allí había. Poco después, cuando la mujer empezó a recolectar plumas de pájaro, Crispin pensó que estaban despojándolo de un privilegio exclusivo. Tarde o temprano las ratas del río y otros saqueadores de los pantanos destruirían a los pájaros, pero ahora Crispin se sentía ofendido viendo que alguien lo despojaba de un tesoro obtenido con tanto esfuerzo. Luego de la batalla había mandado un breve mensaje manuscrito, de letra desigual, al oficial del puesto del ejército, a treinta kilómetros de distancia, y mientras no llegara la respuesta prefería que nadie moviera de su sitio aquellos miles
de cuerpos. Como miembro conscripto del servicio de vigilancia no podía esperar un premio en dinero, pero no era imposible en cambio que le dieran una medalla o lo recomendaran a las autoridades. El hecho de que la mujer era el único testigo, además del idiota Quimby, lo convenció de que no convenía contrariarla. Por otra parte, la mujer tenía una conducta tan rara que bien podía estar loca. Crispin nunca la había visto a menos de trescientos metros —la distancia que separaba a la nave de la orilla—, pero la miraba a menudo con ayuda del telescopio montado en la baranda del puente, y alcanzaba a verle con claridad el pelo blanco y el rostro arrogante y pálido, y los brazos delgados pero fuertes. La mujer andaba de un lado a otro con los brazos en jarras, y vestida con una bata gris que le llegaba a los tobillos. Tenía el aspecto descuidado de alguien que ha vivido solo durante mucho tiempo, y ya no le importa. Crispin observó durante horas a la mujer, que caminaba entre los cadáveres. La marea depositaba en la arena una nueva carga, todos los días, pero ahora que los cuerpos estaban descomponiéndose, no parecían tener ningún significado, excepto desde lejos. La casa de la mujer miraba la ensenada de aguas poco profundas donde había anclado la nave, una de esas tantas embarcaciones costeras que fueron transformadas apresuradamente cuando aparecieron las primeras bandadas de pájaros, dos años atrás. Mirando por el telescopio Crispin podía contar las marcas en el estuco blanco donde habían golpeado las balas de la ametralladora. Al fin del paseo, la mujer, llevaba en los brazos una guirnalda de plumas. Mientras Crispin la observaba, con las manos apoyadas en las bandoleras que le cruzaban el pecho, la mujer se acercó a uno de los pájaros, metiéndose en el agua poco profunda, y miró la cabeza sumergida a medias. Luego arrancó una pluma del ala y la sumó a la colección que llevaba en los brazos. Impaciente, Crispin volvió al telescopio. En el pequeño ocular, la figura tambaleante de la mujer, tapada casi por la espuma de plumas blancas, se asemejaba a la de un enorme pájaro ornamental, un pavo real blanco. ¿Se imaginaría quizá la mujer, por algún motivo, que ella misma era un pájaro? Crispin entró en la cabina del timón y pasó los dedos por la pistola de señales. Cuando la mujer apareciera de nuevo, a la mañana siguiente, él podía dispararle una de las luces por encima de la cabeza, avisándole así que los pájaros le pertenecían, subditos de su propio reino transitorio. El granjero, Hassell, que había venido con Quimby a pedirle permiso para quemar algunos de los cuerpos y utilizarlos como fertilizante, había admitido francamente los derechos morales de Crispin. Crispin acostumbraba inspeccionar en las horas de la mañana las cajas de municiones y las montaduras de la artillería. Las cajas de metal resquebrajaban las cubiertas herrumbrosas. La nave entera se hundía poco a poco en el lodo. En la marea alta, Crispin oía cómo el agua entraba por centenares de hendeduras y agujeros de remaches, como un ejército de roedores de lenguas de plata. Esta mañana, sin embargo, la inspección fue breve. Luego de probar la torrecilla del puente —siempre había la posibilidad de que apareciera de pronto algún pájaro rezagado, viniendo desde los terrenos de nidos, a lo largo de la costa abandonada— Crispin volvió al telescopio. La mujer estaba a un lado de la casa, cortando los restos de una pequeña pérgola de rosas. De cuando en cuando miraba el cielo y el acantilado, examinando la oscura línea escarpada como si esperara a uno de los pájaros.
Crispin sintió entonces que su propio temor a los pájaros había quedado atrás, y comprendió por qué le molestaba que la mujer les arrancase las plumas. A medida que los cuerpos y el plumaje empezaban a descomponerse, Crispin sentía una mayor necesidad de conservarlos. Recordaba a menudo aquellas caras trágicas que habían descendido del cielo, más lastimosas que temibles, víctimas de lo que el oficial de distrito había llamado un "accidente biológico".. . Crispin recordaba vagamente al hombre que había hablado de los nuevos promotores de crecimiento utilizados en los sembrados de East Anglia, y de cómo habían afectado, de un modo extraordinario e imprevisto, la vida de las aves. Cinco años antes Crispin había trabajado a jornal en el campo, incapaz de encontrar algo mejor luego de los años desperdiciados en el servicio militar. Recordaba el primero de los nuevos rocíos artificiales empleados en el trigo y en los sembrados de fruta; el viscoso residuo fosforescente que centelleaba en las plantas y los árboles a la luz de la luna transformaba el tranquilo remanso agrícola en un paisaje misterioso donde las fuerzas de una naturaleza oculta estaban siempre alertas y en movimiento. La goma de plata había obstruido las bocas de las gaviotas y las urracas, y los cadáveres habían cubierto los campos. El mismo Crispin había salvado a muchos de los pájaros limpiándoles el pico y las plumas y echándolos a volar hacia la costa. Los pájaros volvieron tres años después. Los primeros cuervos marinos y las gaviotas de cabeza negra tenían una envergadura de tres o cuatro metros, cuerpos fuertes, y picos capaces de despedazar a un perro común. Cerniéndose a baja altura sobre la campiña, mientras Crispin manejaba el tractor bajo los cielos despejados, parecían esperar algún acontecimiento. En el otoño siguiente apareció una segunda generación de pájaros, todavía mayores: gorriones feroces como águilas, plangas y gaviotas con envergaduras de cóndores. Esas criaturas inmensas, anchas y fuertes como hombres, escapaban de las tormentas de la costa, matando el ganado de los campos y atacando a las familias de campesinos. Regresando por algún motivo a los sembrados infectados, eran la avanzada de una flota aérea de millones de pájaros que oscurecieron los cielos del país. Impulsados por el hambre empezaron a atacar a los seres humanos, única fuente posible de alimento. Crispin había estado demasiado ocupado en la defensa de la granja y no había seguido el curso de la batalla contra los pájaros, que se libraba en todo el mundo. La granja — a no más de quince kilómetros de la costa— había sido sitiada. Luego de atacar a las vacas del lugar, los pájaros se volvieron hacia los edificios de la granja. Una noche Crispin despertó en el momento en que un pájaro fragata, de hombros más anchos que una puerta, hacía pedazos la persiana de la puerta y entraba en el cuarto. Tomando la horquilla, Crispin la clavó por el cuello a la pared. Luego de la destrucción de la granja, en la que murieron el propietario, los miembros de la familia y otros tres hombres, Crispin se ofreció como voluntario en el servicio de vigilancia. El oficial que encabezaba la columna motorizada rechazó al principio la oferta de Crispin. Examinando a aquel hombrecito, de cara de hurón, nariz ganchuda y una marca de nacimiento —como una estrella— bajo el ojo izquierdo, y que cojeaba por entre las ruinas de la granja vestido con poco más que una camiseta deportiva manchada de sangre, mientras los últimos pájaros se alejaban girando como cruces en el cielo, el oficial había meneado la cabeza, viendo en los ojos de Crispin una ciega necesidad de venganza.
Sin embargo, cuando contaron los pájaros muertos alrededor del horno de ladrillos, donde Crispin se había defendido empleando como única arma una guadaña poco más alta que él, lo aceptaron en seguida. Le dieron un rifle y durante media hora recorrieron los campos contiguos, cubiertos de esqueletos de vacas y cerdos, rematando a los pájaros caídos. Finalmente, Crispin había ido a parar a la nave de vigilancia, un armatoste grisáceo que se herrumbraba en un remanso de aguas pantanosas, donde un enano armado de una pértiga empujaba una barca entre cadáveres de pájaros, y una mujer loca se adornaba en la playa con guirnaldas de plumas. Durante una hora Crispin se paseó por la nave mientras la mujer trabajaba detrás de la casa. De pronto ella apareció con una cesta de mimbre colmada de plumas y las extendió sobre un bastidor junto a la pérgola de rosas. En la popa de la nave Crispin abrió de un puntapié la puerta de la cocina. Atisbo el oscuro interior. —¡Quimby! ¿Estás ahí? Este oscuro agujero era todavía como un segundo hogar para Quimby. El enano se aparecía de cuando en cuando en la nave, quizá con la esperanza de asistir a otra batalla contra los pájaros. No hubo respuesta y echándose el rifle al hombro Crispin fue hacia la escalerilla. Mirando siempre la orilla del río, donde el penacho de humo de una hoguera subía en el aire plácido, se ajustó las bandoleras y descendió por la crujiente escalerilla que llevaba a la lancha. Los cuerpos muertos de los pájaros se amontonaban alrededor de la nave como el piso empapado de una balsa. Luego de intentar que la lancha se abriera camino entre los cadáveres, Crispin detuvo el motor fuera de borda y empuñó un garfio. Muchos de los pájaros pesaban cerca de doscientos cincuenta kilos, y flotaban en el agua con las alas entrelazadas, enredados en los cables y cuerdas que bajaban de las cubiertas. Crispin apenas podía apartarlos con el garfio, y lentamente impulsó la lancha hacia la boca del estuario. Recordó que el oficial le había hablado del estrecho parentesco que unía a pájaros y reptiles —y esto explicaba evidentemente la ferocidad y el odio de los pájaros cuando tropezaban con algún mamífero—, pero para Crispin las caras lavadas que asomaban en la superficie eran como las caras de unos delfines ahogados, casi humanas, de expresión individual y serena. Mientras avanzaba por el río entre las formas flotantes se le ocurrió que había sido atacado por una raza de hombres alados, impulsados no por la crueldad del instinto ciego, sino por el llamado de un destino irrevocable y desconocido. A lo largo de la orilla vecina, las formas plateadas de los pájaros yacían entre los árboles y en los claros de hierba. Sentado en la lancha, Crispin sintió que había dejado atrás una apocalíptica batalla celeste, y que en el paisaje de la mañana los pájaros eran como los cadáveres de unos ángeles caídos. Acercó la lancha a la playa, apartando los pájaros tendidos en las aguas poco profundas. Por algún motivo, una bandada de palomas —y algunas tórtolas entre ellas— había caído a orillas del agua. Los cuerpos de pecho hinchado, de por lo menos tres metros de largo de la cabeza a la copa, yacían como dormidos sobre la arena
húmeda, cerrados los ojos a la cálida luz del sol. Sosteniéndose las bandoleras, Crispin saltó a la orilla. Delante se extendía un prado pequeño, cubierto de cadáveres. Caminó entre ellos hacia la casa, pisando a veces las puntas de unas alas. Un puente de madera cruzaba una zanja, y llevaba al jardín. A un lado, como un símbolo heráldico que señalaba el camino, se alzaba el ala de un águila blanca. Las plumas inmensas, delicadamente modeladas, le recordaron los adornos de una escultura monumental, y a la luz un poco más oscura de las proximidades del acantilado, las plumas aparentemente conservadas daban al prado el aspecto de un vasto jardín funerario avícola. Cuando Crispin llegó a la casa la mujer estaba de pie junto al bastidor, poniendo más plumas a secar. A la derecha, cerca del mirador, sobre una tosca armazón que la mujer había construido con unas maderas de la pérgola, había una pila de plumas blancas. Una atmósfera de ruina pendía sobre la casa; los pájaros habían roto casi todas las ventanas en los ataques de los últimos años, y en el huerto y el corral se acumulaba la basura. La mujer se volvió hacia Crispin. Lo miró, sorprendentemente, con una expresión severa, como no teniendo en cuenta el aspecto de bandido de Crispin: las bandoleras de cartuchos, el rifle, la cara atravesada de cicatrices. Mientras la observaba a través del telescopio, Crispin había pensado que la mujer era bastante mayor, pero, descubría ahora, no tenía mucho más de treinta años, y la cabellera blanca era tan espesa y tersa como el plumaje de los pájaros muertos en los campos de alrededor. El resto de la figura, sin embargo, a pesar de la firmeza del cuerpo y las manos, estaba tan descuidado como la casa. La hermosa cara, desprovista de todo maquillaje, parecía haber sido expuesta deliberadamente a los vientos cortantes del invierno, y la bata de lana que le llegaba a los tobillos estaba manchada de aceite y descubría los bordes raídos de unas viejas sandalias. Crispin se detuvo un momento, preguntándose por qué habría ido a visitar a la mujer. Las pilas de plumas que se secaban en el bastidor no eran de veras una amenaza a la autoridad, como lo había recordado mientras cruzaba el prado hacia la casa. No obstante, entendía que algo —quizá la experiencia de los pájaros— lo había ligado a la mujer. El cielo despejado y destructor, los campos de cadáveres tendidos a la luz, el fuego que ardía no muy lejos, todo parecía referirse a un pasado común. Poniendo la última pluma en el bastidor, la mujer dijo: —Se secarán pronto. Hoy calienta el sol. ¿Me puede ayudar? Crispin se adelantó, indeciso. —Por supuesto. ¿Qué desea? La mujer señaló un soporte todavía en pie de la pérgola de rosas. Un serrucho herrumbroso estaba clavado en una muesca de la madera. —¿Puede cortarlo? Crispin acompañó a la mujer hasta la pérgola, descolgando el rifle que llevaba al hombro, y señaló los restos de una cerca derruida, junto a la huerta.
—¿Quiere leña? Esa madera ardería mejor. —No... Necesita la armazón. Tiene que ser fuerte. —La mujer notó que Crispin jugueteaba ahora con el rifle y vaciló un momento, retrayéndose.— ¿Puede hacerlo? El enano no vino hoy, y es él quien me ayuda. Crispin alzó una mano. —Cuente conmigo. Apoyó el rifle contra la pérgola, y tomó el serrucho. Tironeó un rato, zafándolo de la muesca, y se puso a trabajar. —Gracias. Mientras Crispin serruchaba la mujer se quedó al lado, mirándolo con una sonrisa amable cuando las bandoleras empezaron a columpiarse junto con los movimientos del brazo y el pecho. Crispin se detuvo resistiéndose a quitarse las bandoleras, signo de autoridad. Miró hacia la nave, y la mujer comentó, recogiéndose la trenza de pelo: —¿Es usted el capitán? Lo he visto en el puente. —Bueno... —Crispin nunca había oído que alguien lo llamara capitán, pero el título parecía implicar cierto prestigio. Asintió modestamente—. Crispin —dijo, presentándose—. Capitán Crispin. Encantado de servirla. —Yo soy Catherine York —llevándose una mano al pelo blanco y apretándolo contra el cuello la mujer sonrió otra vez—. Hermoso barco. Crispin trabajó de nuevo con el serrucho, preguntándose si ella sabría lo que decía. Cuando sacó la armazón y la puso en el lecho de plumas, se ajustó ostensiblemente las bandoleras. La mujer pareció no darse cuenta, pero un momento después, cuando ella alzó los ojos al cielo, Crispin tomó el rifle y se le acercó. —¿Vio uno? No se preocupe, yo lo cazaré. —Trató de seguir los ojos de Catherine York que recorrían el cielo mirando un objeto invisible que pareció perderse detrás del acantilado, pero la mujer le volvió la espalda y se puso a acomodar las plumas mecánicamente. Crispin señaló los campos alrededor, y sintió que la perspectiva y el temor de una batalla le aceleraban el pulso.— Todos esos los maté yo... —¿Qué? Perdón, ¿qué dijo? La mujer miró alrededor. Parecía haber perdido interés en Crispin y estaba esperando vagamente a que él se fuese. —¿Necesita leña? —preguntó Crispin—. Le puedo conseguir alguna más. —Tengo suficiente. Catherine tocó las plumas de la armazón y luego le dio las gracias a Crispin y entró en la casa, cerrando la puerta del vestíbulo con un chirrido de goznes herrumbrosos.
Crispin atravesó el jardín y luego el prado. Los pájaros yacían alrededor como antes, pero recordando, aunque fugazmente, la simpática sonrisa de la mujer, Crispin los ignoró. Puso en movimiento la lancha, apartando los pájaros flotantes con bruscos golpes de pértiga. La nave estaba inmóvil, asentada en el lodo, rodeada de la balsa gris de cadáveres empapados. Crispin sintió por primera vez el peso sombrío de aquel herrumbroso armatoste. Mientras subía por la plancha vio la pequeña figura de Quimby en el puente, que miraba el cielo con ojos atolondrados. Crispin le había prohibido expresamente al enano que se acercase al timón, aunque era poco probable que la nave pudiese ir a alguna parte. Irritado, le gritó a Quimby que dejase el barco. El enano bajó a cubierta saltando por la red de cuerdas gastadas. Corrió hacia Crispin. — ¡Crispí —gritó, con su voz ronca— |Vieron unol ¡Venía de la costal Hassell me dijo que te avisara. Crispin se detuvo. Sintió que el corazón le saltaba en el pecho, y miró el cielo con el rabo del ojo, vigilando al mismo tiempo al enano. —¿Cuándo? —Ayer —el enano torció un hombro, como si tratara de sacar a luz un recuerdo extraviado—. ¿O habrá sido esta mañana? De todos modos, viene hacia aquí. ¿Estás preparado, Crisp? Apoyando firmemente una mano en la culata del rifle, Crispin. dejó atrás al enano. —Siempre estoy preparado —replicó—. ¿Y tú? —apuntó con un dedo hacia la casa—. Tendrías que estar con la mujer. Catherine York. Tuve que ayudarla. Dijo que no quería verte más. —¿Qué? —El enano corrió por la cubierta, tocando la baranda herrumbrosa con las manos. Al fin se dio por vencido con un elaborado encogimiento de hombros. —Ah, es una mujer extraña. Perdió al marido, sabes, Crisp. Y al bebé. Crispin se detuvo al pie de la escalera del puente. —¿Es cierto eso? ¿Cómo sucedió? —Una paloma mató al hombre, lo deshizo en el techo, luego se llevó al bebé. Un pájaro manso, no lo olvides. —Crispin lo miró escépticamente y el enano asintió con un movimiento de cabeza. —Así fue. El hombre, York, era también extraño. Tenía esa paloma enorme atada a una cadena. Crispin subió al puente y miró a través del río hacia la casa. Luego de meditar durante cinco minutos echó a Quimby de la nave, y se pasó media hora revisando la instalación de la artillería. Dio poca importancia a la historia de que habían visto uno de los pájaros —aún quedaban sin duda unos pocos extraviados, buscando las bandadas— pero la vulnerabilidad de la mujer del otro lado del río le recordó que tenía que tomar todas las precauciones. Cerca de la casa la mujer estaría relativamente segura, pero al descubierto, durante los largos paseos por la playa, sería una presa fácil.
Lo que podía ocurrirle a Catherine York le importaba de algún modo, y esa misma tarde decidió salir otra vez en la lancha. A medio kilómetro río abajo ancló la embarcación junto a un extenso prado abierto, directamente debajo de la línea de vuelo de los pájaros que habían atacado el barco. Era aquí, en el césped fresco y verde, donde habían caído más aves moribundas. Una lluvia reciente ocultaba el olor de las inmensas gaviotas y petreles que yacían unos sobre otros como ángeles. En el pasado Crispin siempre había andado con orgullo entre esta blanca cosecha que había segado del cielo, pero ahora caminó con rapidez por los retorcidos corredores, entre las aves, con un cesto de mimbre bajo el brazo, pensando sólo en la tarea que lo esperaba. Cuando llegó al terreno más alto, en el centro del prado, puso el cesto sobre el cadáver de un halcón, y empezó a desplumar las alas y los pechos de los pájaros que yacían en torno. A pesar de la lluvia, las plumas estaban casi secas. Crispin trabajó durante media hora, arrancando las plumas con las manos, y luego las fue llevando con el cesto a la lancha. Mientras iba y venia, la cabeza y los hombros inclinados apenas le asomaban por encima de los pájaros muertos. Cuando Crispin dejó la orilla, la pequeña embarcación estaba cargada de plumeros brillantes de la proa a la popa. Crispin iba de pie al timón, mirando por encima del cargamento, mientras navegaba río arriba. Ancló el bote en la playa debajo de la casa de la mujer. Una tenue columna de humo se alzaba desde el fuego, y Crispin oyó a la señora York que cortaba más leña. Crispin cruzó el agua poco profunda que rodeaba el bote, seleccionando las plumas mejores y ordenándolas en el cesto: las plumas brillantes de la cola de un halcón, el plumaje madreperla de un petrel, las plumas castañas del pecho de un eidero. Se echó el cesto al hombro y camino hacia la casa. Catherine York estaba acercando la armazón al fuego, arreglando las plumas entre el humo flotante. En la hoguera que se levantaba sobre la armazón de la pérgola había ahora muchas más plumas. La mujer había entrelazado las plumas de más afuera, que eran como un borde firme. Crispin puso el cesto delante de la mujer y dio un paso atrás. —Señora York, le .traje esto. Pensé que le podrían servir. La mujer miró oblicuamente al cielo, luego sacudió la cabeza como perpleja. Crispin se preguntó de pronto si ella lo habría reconocido. —¿Qué son? —Plumas. Para ahí —Crispin señaló la fogata—. Son las mejores que encontré. Catherine York se arrodilló, y la falda ocultó las gastadas sandalias. Tocó las plumas de colores como si reconociera a los propietarios originales. —Son hermosas. Gracias, capitán —la mujer se puso de pie—. Me gustaría quedarme con ellas, pero sólo necesito de este tipo. Crispin siguió con la vista la mano de la mujer que señalaba las plumas blancas de la armazón. Lanzando un juramento, palmeó la culata del rifle.
—¡Palomasl ¡Son todas palomasl ¡Cómo no me di cuental —Crispin recogió el cesto. — Le buscaré... —Crispin... —Catherine York lo tomó del brazo. Los ojos preocupados recorrieron la cara de Crispin, como esperando encontrar un modo amable de echarlo de allí. — Tengo bastantes, gracias. Ya está terminado. Crispin vaciló, esperando poder decirle algo a esta hermosa mujer de pelo blanco, que tenía las manos y el vestido cubiertos por el suave plumón de las palomas. Luego recogió el cesto y volvió a la lancha. Mientras navegaba por el río hacia la nave, Crispin caminó de un lado a otro en la lancha, echando el cargamento de plumas al agua. Detrás, los suaves plumajes se alejaban como una estela. Esa noche, mientras Crispin descansaba en la herrumbrosa litera del camarote, las visiones de unos pájaros inmensos que atravesaban los cielos luminosos del sueño fueron interrumpidas por el débil murmullo del aire en el cordaje, el clamor apagado de una voz aérea llamándose a sí misma. Crispin despertó y se quedó quieto, con la cabeza apoyada en el montante de metal, escuchando la voz que giraba en el mástil. Saltó de la litera. Tomó el rifle y subió al puente, descalzo, corriendo por la escalera. Cuando llegó a cubierta, con el cañón del rifle apuntando al aire, alcanzó a ver, contra la noche iluminada por la luna, la figura de un inmenso pájaro que se alejaba volando sobre el río. Crispin se precipitó hacia la baranda, tratando de afirmar el rifle para dispararle al ave. Se dio por vencido cuando la figura salió del alcance del arma y se perdió en la sombra del acantilado. Una vez puesto en guardia, el pájaro no volvería nunca más a la nave. Extraviado, habría esperado sin duda poder anidar entre los mástiles y el cordaje. Poco antes del amanecer, luego de una guardia ininterrumpida en cubierta, Crispin atravesó el río en la lancha. Sobreexcitado, estaba convencido de haber visto al pájaro dando vueltas sobre la casa de Catherine York. Quizá el pájaro habría descubierto a Catherine York, dormida, a través de las ventanas rotas. El eco sordo del motor golpeaba sobre el agua, quebrada por las formas flotantes de los pájaros muertos. Crispin se inclinó hacia adelante, apretando el rifle, y llevó la lancha hasta la orilla. Corrió por el prado oscurecido, donde yacían los cadáveres como sombras de plata, y se lanzó al patio cubierto de guijarros, arrodillándose junto a la puerta, tratando de oír los sonidos de la mujer que dormía en el cuarto de arriba. Durante una hora, mientras el alba subía sobre el acantilado, Crispin vagó alrededor de la casa. No había señales del pájaro, pero al fin encontró el montón de plumas colocado sobre la armazón. Se asomó al suave hueco gris, y advirtió que había sorprendido a la paloma en el acto mismo de preparar un nido. Cuidando de no despertar a la mujer que dormía arriba, detrás de las ventanas destrozadas, Crispin destruyó el nido. Aplastó los lados con la culata del rifle, y agujereó el fondo tejido. Luego, sintiendo la satisfacción de haber salvado a Catherine York de la pesadilla de salir de la casa y ver el pájaro preparado para atacarla, posado en la percha del nido, Crispin se alejó en la claridad creciente y volvió a la nave.
En los días siguientes, a pesar de no haber abandonado la vigilancia, Crispin no volvió a ver la paloma. Catherine York permaneció en la casa, y no supo que la habían salvado. Crispin patrullaba de noche la casa de la mujer. El cambio del tiempo, y el primer sabor del invierno cercano, habían alterado el paisaje, y durante el día Crispin pasaba las horas en el puente, sin ánimo de salir a los pantanos que rodeaban la nave. En la noche de la tormenta, Crispin vio otra vez el pájaro. Durante toda la tarde las nubes oscuras habían venido del mar, siguiendo la cuenca del río, y al anochecer la lluvia ocultó el acantilado de más allá de la casa. Crispin se quedó en la cabina del puente, escuchando cómo gemían los mamparos mientras el viento arrastraba un poco más la nave hacia el lodo. Los relámpagos parpadeaban sobre el río, iluminando los miles de cadáveres en los prados. Crispin estaba apoyado en el timón, mirándose la cara delgada reflejada en el vidrio oscuro, cuando un inmenso rostro blanco, afilado también, se deslizó dentro de la imagen del vidrio. Mientras Crispin miraba, un par de inmensas alas se extendieron de pronto en los hombros de esta aparición. En seguida, una mansa y blanca paloma, iluminada por el destello fugaz de un relámpago, se alzó entre las ráfagas huracanadas que envolvían el mástil, enredándose las alas en los cables de acero. Aún revoloteaba, tratando de refugiarse de la lluvia, cuando Crispin salió a cubierta y le atravesó el corazón de un tiro. A la mañana Crispin dejó la cabina y subió al techo. El pájaro muerto colgaba con las alas extendidas entre unos cables de acero enredados. La cara triste abría el pico hacia Crispin, con una expresión no muy distinta de la que había mostrado cuando apareció en el vidrio junto con la imagen de Crispin, durante el apogeo de la tormenta. Ahora, mientras el viento débil se apagaba en el agua, Crispin miró la casa al pie del acantilado. El pájaro colgaba como una cru/ blanca contra la vegetación oscura de los prados y el pantano, y Crispin esperó a que Catherine York se asomase a la ventana, temiendo que una ráfaga repentina arrojase la paloma a cubierta. Cuando Quimby llegó en el bote, dos horas después, Crispin lo hizo subir al mástil a asegurar la paloma en la cruceta. El enano parecía hipnotizado, y saltaba de un lado a otro debajo del pájaro, haciendo todo lo que Crispin le decía. —¡Dispara un tiro, Crispí —lo exhortó a Crispin, que estaba junto a la baranda, desconsolado—. Por encima de la casa, ¡eso la hará salir! —¿Te parece? —Crispin levantó el rifle, expulsando la cápsula de la bala que había destruido al pájaro. Miró cómo el cartucho brillante caía al agua plumosa. —No sé... puede asustarla. Iré allí. —Sí, Crisp... —el enano corría por la cubierta—. Tráela, yo ordenaré aquí. —Sí, quizá vaya. Mientras acercaba la lancha a la orilla, Crispin se volvió para mirar la nave, comprobando que la paloma muerta se veía claramente desde la distancia. A la luz de la mañana el plumaje brillaba como nieve contra los mástiles herrumbrosos.
Cuando se acercó a la casa vio a Catherine York de pie en la puerta. La mujer lo miraba con ojos severos; el viento le movía el pelo sobre la cara. Crispin estaba a diez metros cuando la mujer entró en la casa, cerrando a medias la puerta. Crispin echó a correr, y la mujer asomó la cabeza y gritó furiosamente: —]Vayase! [Vuelva al barco! ¡Vuelva a esos pájaros muertos que tanto quiere! —Señorita Catherine... —Crispin se detuvo junto a la puerta, balbuceando—. Yo la salvé... señora York. —¿Salvó? ¡Salve a los pájaros, capitán! Crispin trató de hablar, pero la mujer cerró la puerta de golpe. Crispin volvió caminando por el prado, y cruzó el río impulsando la tarca con la pértiga, sin advertir los redondos ojos de Quimby, que lo miraba desde la baranda del barco. —Crisp... ¿Qué pasa? —El enano parecía ahora tranquilo. —¿Qué ocurrió? Crispin meneó la cabeza. Levantó los ojos hacia el pájaro muerto, tratando de encontrar alguna solución a la última réplica de la mujer. —Quimby —le dijo al enano con voz serena—, Quim-by, la mujer se cree un pájaro. Durante la semana siguiente esta convicción creció en la mente aturdida de Crispin. El pájaro muerto lo obsesionaba también cada vez más, suspendido allá arriba como un inmenso ángel asesinado. Los ojos de la paloma parecían seguir a Crispin por la nave, recordándole aquella primera aparición, casi dentro de la cara de él mismo, en el vidrio del puente. Fue esta impresión de identidad con el pájaro lo que impulsó a Crispin en su estratagema final. Subió al mástil, se aseguró al puesto de observación, y con una sierra de mano cortó los cables que sujetaban el cuerpo de la paloma. La enorme forma blanca del ave oscilaba en el viento, y las alas caídas golpeaban a Crispin amenazando hacerle perder el equilibrio. A ratos la lluvia arreciaba, pero las gotas ayudaban a lavar la sangre del pecho del pájaro y las escamas de herrumbre en la sierra. Al fin Crispin bajó el ave a cubierta y luego la amarró a la puerta de la escotilla, detrás de la chimenea. Agotado, cayó en un sueño profundo y no despertó hasta el día siguiente. Al alba, armado de un machete, comenzó a destripar el cadáver del pájaro. Tres días después Crispin estaba de pie en el acantilado, encima de la casa. La nave se veía allá abajo, lejos, junto a la otra orilla. El cadáver hueco de la paloma, que Crispin llevaba puesto sobre la cabeza y los hombros, parecía poco más pesado que una almohada. En la breve claridad de la luz del sol alzó las alas extendidas, sintiendo la levedad de los huesos y la corriente de aire que atravesaba las plumas. En la cima del cerro se movían algunas ráfagas más fuertes, que casi lo alzaban en el viento, y se acercó más a la pequeña encina que lo ocultaba de la casa. Crispin apoyó en el tronco el rifle y las bandoleras. Bajó las alas y miró al cielo, asegurándose por última vez de que no había alrededor ningún halcón o gavilán
extraviado. La eficacia del disfraz había superado toda esperanza. Arrodillado en el suelo, las alas plegadas a los lados y la cabeza ahuecada del ave echada sobre la cara, Crispin sintió que se parecía en todo a la paloma. Desde la cubierta de la nave la cara del acantilado había parecido casi vertical, pero en realidad el suelo se inclinaba en un declive constante aunque no demasiado abrupto. Crispin pensó que con un poco de suerte podría remontarse unos pasos en el aire. Sin embargo, sólo esperaba bajar corriendo la mayor parte del trayecto hasta la casa. Mientras esperaba que apareciese Catherine York, Crispin sacó el brazo derecho de la grampa de metal que había amarrado al hueso del ala. Estiró la mano y le puso el seguro al rifle. Despojándose del arma y de las bandoleras y asumiendo el disfraz de los pájaros, Crispin había aceptado de algún modo, creía, la lógica demente de la mujer. No obstante, el vuelo simbólico que iba a realizar no sólo liberaría a Catherine York, sino también a él, Crispin, del hechizo de los pájaros. En la casa se abrió una puerta y un vidrio roto reflejó la luz del sol. Crispin se puso de pie detrás de la encina, asegurando las manos a las alas. Catherine York apareció, y atravesó el patio llevando algo en las manos. Se detuvo junto al nido reconstruido, con el pelo blanco notándole en la brisa, y acomodó algunas de las plumas. Crispin salió de atrás del árbol y caminó por la pendiente. A los diez metros encontró una zona de césped ralo. Echó a correr, batiendo desigualmente las alas, ganando velocidad. De pronto las alas se estabilizaron, el aire le silbó en la cara, y Crispin descubrió que podía planear. Estaba a cien metros de la casa cuando Catherine York alzó los ojos y lo vio. Unos instantes más tarde, cuando ella trajo la escopeta de la cocina, Crispin estaba demasiado ocupado tratando de dominar el veloz planeador, del que se había convertido en un perplejo pero alborozado pasajero. Gritó al remontarse del suelo inclinado, dando saltos de diez metros, sintiendo el olor de la sangre y del plumaje que le llenaban los pulmones. Llegó al perímetro del prado que rodeaba la casa, y cruzó la cerca a cinco metros sobre el suelo. Se sostenía con una mano del cadáver volador de la paloma, escondiendo a medias la cabeza dentro del cráneo, cuando la mujer le disparó dos tiros. La primera carga le atravesó a Crispin las plumas de la cola, pero la segunda le dio en el pecho y lo derribó sobre la hierba blanda, entre los pájaros. Media hora más tarde, cuando vio que Crispin había muerto, Catherine York se adelantó hacia el cuerpo retorcido de la paloma y empezó a arrancarle las plumas mejores, y a llevarlas al nido que estaba construyendo para el pájaro grande que vendría un día y le traería el hijo de vuelta. [FIN]