SELECCIÓN MENSUAL DE RELATOS DE FANTASÍA Y
1 Dirección literaria: DOMINGO SANTOS Selección de textos: D. SANTOS Y LUIS ...
34 downloads
641 Views
2MB Size
Report
This content was uploaded by our users and we assume good faith they have the permission to share this book. If you own the copyright to this book and it is wrongfully on our website, we offer a simple DMCA procedure to remove your content from our site. Start by pressing the button below!
Report copyright / DMCA form
SELECCIÓN MENSUAL DE RELATOS DE FANTASÍA Y
1 Dirección literaria: DOMINGO SANTOS Selección de textos: D. SANTOS Y LUIS VIGIL Supervisión técnica: J. RIBERA MAS Portada: ENRICH En la estela del cohete, un mundo nuevo se abre ante la humanidad. Nuevas razas, nuevos héroes, nuevas estructuras también. Un universo nuevo que se define ante nuestro futuro: e! universo que ha nacido ya en las historias de anticipación... Depósito legal B 36.790-66 Printed in Spain Editorial FERMA Avda. José Antonio, 800 Barcelona Río Bamba, 333 Buenos Aires
ÍNDICE NOVELA COMPLETA LA MESETA, por Christopher Anvil . . . . . . . . 69 Teniendo un hidrofusor es fácil construir otro. Pero, ¿cómo puede construirse uno sin tener otro anterior que lo fabrique? CUENTOS A LA OTRA ORILLA DEL RÍO, A TRAVÉS DEL BOSQUE, por Clifford D. Simak . . . . . . . . . . . 5 Una vieja granja en Wisconsin, las conservas de manzana de Mrs. Forbes y... MUTT, NO VENGAS A LA TIERRA, por F. Valverde Torné . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14 El cuerpo del piloto muerto iba a ser el lazo que uniera a venusinos y terrestres. LAS POLILLAS, por Arthur Porges . . . . . . . . . 23 Un hecho nimio puede cambiar el curso de la historia. Pero, ¿puede cambiarlo realmente? EL VIEJO Y EL ESPACIO, por Gérard Klein . . . . 47 Uno de los mejores escritores galos de anticipación, en una de sus muestras mas brillantes. LIMPIO, SANO Y JUSTICIERO, por Juan G. Atienza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 60 El día de la ejecución fue declarado festivo, para que todo el mundo pudiera presenciar el instructivo espectáculo. Y 3 cuentos de choque de Jacques Stemberg DOSSIER INFORME SOBRE LOS OVNIS - I . . . . . . . . . 31 Un análisis apasionante sobre el problema más real de nuestro tiempo. DIMENSIÓN 66 ESTUDIO ¿Qué es la fantasía científica? . . . . . . . . . . 123 INFORMACIÓN Marte, la Luna y las fotos del Mariner IV: un enigma sorprendente. Y Correspondencia, Cuestionario . . . . . 139
PREFACIO La aventura del lanzamiento de una nueva colección de fantasía científica es algo así como la aventura del lanzamiento al espacio de una nueva astronave. Como en la partida de un cohete hay en torno a ella emoción, miedo, esperanza. La nave está lista: sus bodegas están llenas, los cohetes a punto, el cargamento de hechos, proyectos e ilusiones completo. Alrededor de su vibrante mole hay expectación. Se aguarda el momento del disparo... Así nace hoy ANTICIPACIÓN. una colección distinta. Una colección que no pretende ser solamente una colección más de relatos de fantasía científica, y mucho menos una colección más de «ciencia-ficción». Una colección que, como su nombre indica, quiere ser, precisamente, una colección de relatos de anticipación.
PARTIDA Anticipación en el tiempo, Anticipación
en
el
espacio,
Antici-
pación en las ideas y en las concepciones, Anticipación en el Hombre y en todas sus creaciones.
ofrecer la más audaz información, crítica, estudio y, si es necesario, también la polémica. Anticipación en presentar una visión nueva de lo que nos rodea, con
Anticipación en divulgar las tendencias más actuales, en dar a conocer los nuevos estilos literarios, en ofrecer los más importantes temas.
una personalidad propia, un contenido original, y un estilo distinto. Anticipación en crear una obra de todos, por todos y para todos. Este es a grandes rasgos el baga-
Anticipación en hacer llegar al
je de la astronave que se encuentra
público hispano las nuevas y hasta
ahora en la pista de despegue,
ahora casi desconocidas escuelas de
aguardando el instante de su parti-
fantasía científica de otros países,
da. La carga está asegurada, el
las
francesa,
combustible en los depósitos, los
alemana,
motores a punto. La cuenta atrás ya
magnificas
italiana, rusa...
escuelas
portuguesa, y,
naturalmente,
LA
ESPAÑOLA. Anticipación en ofrecer los mo-
ha empezado. ANTICIPACIÓN va a partir. Estén preparados.
vimientos literarios de vanguardia,
Cuatro, tres, dos, uno...
uniéndolos también a los más im-
¡Cero!
portantes clásicos. Anticipación en
Vuelva
la página, por favor...
Clifford D. Simak
A LA OTRA ORILLA DEL RÍO, A TRAVÉS DEL BOSQUE Ilustrado por LEVEGHI Aquellos dos chiquillos decían que ella era su abuela, pero era imposible. Y sin embargo...
Los dos chiquillos vinieron caminando afanosamente por el sendero. Era la época de hacer conserva de manzanas, cuando florecían las primeras varas de San José y se desplegaban las margaritas silvestres. Cuando Mrs. Forbes reparó en ellos desde la ventana de la cocina, parecían unos niños que vinieran de la escuela, pues ambos llevaban un saco en el cual podían estar sus libros. Como Carlos y Santiago, como Alicia y Margarita... pero ya se hallaban en un lejano pasado la época en que estos cuatro habían atravesado el sendero en sus diarios recorridos a la escuela. Ahora tenían hijos propios que iban a ella. Volvió al fogón a remover las manzanas que cocían, para las que esperaban sobre la mesa los tarros de ancha boca, y luego miró de nuevo a través de la ventana de la cocina. Los dos niños se hallaban ya más cerca y vio que el chico era el mayor de los dos... diez años, acaso, y la muchachita no más de ocho. Pensó que podrían ir de paso, aunque aquello no parecía probable, pues la senda conducía a su granja y a ninguna otra parte. Los chiquillos dejaron el sendero y penetraron en el caminito que conducía a la casa, siguiendo tenazmente por él. No había ninguna vacilación en ellos; sabían a dónde estaban yendo. Se dirigieron a la puerta de rejilla de la cocina y se detuvieron ante ella, quedándose mirando a la mujer. El muchachito dijo: —Tú eres nuestra abuela. Papá dijo que teníamos que decirte enseguida que eras nuestra abuela. —Pero eso no es... —dijo ella, y se detuvo. Había estado a punto de
decir que ello era imposible, que ella no era su abuela. Y mirando a las serenas caritas infantiles, se sintió contenta por no haber pronunciado aquellas palabras. —Yo soy Elena —dijo la niña, con voz de flauta. —Vaya, es extraño —dijo la mujer—. Ese es también mi nombre. El chiquillo dijo: —Yo me llamo Pablo. Mrs. Forbes abrió la puerta y los pequeños entraron, quedándose callados, examinándolo todo en derredor, como si nunca hubiesen visto una cocina. —Es igual a como papá dijo —manifestó Elena—. Ese es el fogón, y la mantequera, y... El muchachito la interrumpió: —Nuestro apellido es Forbes —dijo. —Cómo, eso es imposible —dijo—. También ese es nuestro apellido. El muchachito asintió solemnemente: —Sí, sabíamos que lo era. —Quizá queráis un poco de leche y pastelillos —dijo la mujer. —¡Pastelillos! —exclamó Elena con un chillidito encantador. —No queremos causar ninguna molestia —dijo el chico—. Papá dijo que no debíamos molestar. —Dijo que debíamos ser buenos —añadió Elena con su aflautada vocecilla. —Estoy segura de que lo seréis —dijo la mujer— y no causáis ninguna molestia. En unos momentos había conseguido enderezarlo todo, pensó. Fue al fogón y apartó a un lado el caldero con las manzanas, para que cocieran lentamente. —Sentaos a la mesa —dijo a los pequeños—. Voy a traer la leche y los pastelillos. Lanzó una ojeada al reloj de pared, que punteaba los minutos sobre el anaquel. Casi las cuatro. Dentro de poco volverían los hombres del campo. Jackson Forbes sabría qué hacer; siempre lo había sabido. Los pequeños treparon a dos sillas, sentándose con solemnidad y mirándolo todo atentamente en derredor, al reloj de pared desgranando su tictac, al fogón con su madera ardiendo y el fulgor de las llamas en su tiro, a la leña apilada en su cajón, y a la mantequera que se hallaba en la esquina. Pusieron sus sacos en el suelo junto a ellos, y la mujer se fijó en que
eran unos sacos extraños. Estaban hechos de tejido grueso o lona, pero no tenían cuerdas o correas para sujetarlos. Sin embargo, a pesar de no tener cuerdas o correas, estaban cerrados. —¿Tienes algunos sellos? —preguntó Elena. —¿Sellos? —preguntó a su vez Mrs. Forbes. —No le hagas caso —dijo Pablo—. No debiera habértelos pedido. Los pide a todo el mundo, aunque mamá le dice que no lo haga. —¿Pero, sellos? —Los colecciona. Anda siempre cogiendo cartas. Por los sellos, ¿sabes? —Bueno, pues sí que debo tener algunas cartas antiguas —dijo Mrs. Forbes—. Luego las buscaremos. Fue a la despensa y tomó el jarro de loza con leche, y llenó un plato con pastelillos del tarro. Al volver vio a los niños sentados muy formalitos, en espera de los pastelillos. —Estaremos aquí sólo poco tiempo —dijo Pablo—. Un breve asueto. Luego vendrán a buscarnos de casa para volvernos a llevar. Elena asintió vigorosamente con la cabeza. —Eso es lo que nos dijeron cuando nos fuimos. Cuando yo tuve miedo de marcharme. —¿Tuviste miedo de marcharte? —Sí. ¡Era todo tan raro! —Quedaba tan poco tiempo... casi nada —dijo Pablo— y tuvimos que salir tan pronto... —¿De dónde sois? —preguntó Mrs. Forbes. —Pues —respondió el muchachito— de poca distancia de aquí. Caminamos no mucho y además teníamos el mapa. Papá nos lo dio y nos lo explicó todo cuidadosamente... —¿Estáis seguros que vuestro apellido es Forbes? Elena sacudió la cabeza afirmativamente, diciendo al mismo tiempo: —Pues claro que lo es. —¡Qué raro! —dijo Mrs. Forbes. Y resultaba más que raro, pues no había otros Forbes en la vecindad excepto sus hijos y nietos. Y aquellos dos niños, dijeran lo que dijesen, eran extraños. Los dos pequeños estaban ahora ocupados con la leche y los pastelillos, y Mrs. Forbes volvió al fogón y puso de nuevo el caldero con las manzanas en el fuego, removiendo la fruta con una cuchara de madera. —¿Dónde está el abuelo? —preguntó Elena. —En el campo. Ya vendrá pronto. ¿Habéis terminado con vuestros
pastelillos? —Los hemos acabado todos —dijo la chiquilla. —Entonces pondremos la mesa y haremos la cena. Quizá os gustará ayudarme. Elena saltó de su silla, diciendo: —Pues claro que sí. —Y yo —dijo Pablo— traeré un poco de leña. Papá dijo que debía ayudar. Dijo que podía traer la leña, y dar de comer a los pollitos, y recoger los huevos, y... —Pablo —dijo Mrs. Forbes—. Podría ayudar el que me dijeses lo que hace tu padre. —Papá —respondió el muchachito— es ingeniero temporal. Los dos jornaleros estaban sentados a la mesa de la cocina, con el tablero de damas entre ellos. El matrimonio se hallaba en la salita de estar. —Nunca verás algo semejante —decía Mrs. Forbes—. Había una pieza de metal y tirabas de ella, y corría a lo largo de otra tira de metal, y el saco se abría. Y tirabas en la otra dirección, y el saco se cerraba. —Algo nuevo —dijo Jackson Forbes—. Deben haber muchas cosas de las que no hemos oído hablar por estos remotos lugares. Hay inventores que sacan toda clase de cosas. —Y el muchachito —dijo ella— tiene la misma cosa en sus pantalones. Los tomé de donde los había tirado cuando se fue a la cama, y los plegué y los puse sobre la silla. Y vi esa tira de metal con los bordes como mellados. ¡Y la ropa que llevan! Los pantalones del chico están cortados sobre sus rodillas, y el vestido de la niña es tan corto... —Hablaban de unos artefactos —murmuró Jackson Forbes—, algo que al parecer se emplea para que viaje la gente. Y de cohetes... como si hubiese cohetes cada día y no precisamente en la Tierra. —No podíamos interrogarles, desde luego —dijo Mrs. Forbes—. Hay algo en ellos... algo que noté... Su marido asintió. —Ellos estaban asustados también. —¿Estás tú asustado, Jackson? —No lo sé —respondió él—, pero no hay otros Forbes. No por aquí, quiero decir. Carlos es el más próximo y está a cinco millas. Y ellos dijeron que habían caminado sólo un poco. —¿Qué vas a hacer? —preguntó ella—. ¿Qué podemos hacer?
—No lo sé exactamente —respondió él—. Ir a la cabeza del partido y hablar con el oficial de justicia, acaso. Esos pequeños deben haberse perdido. Alguien debe estar buscándolos. —Pues no actúan como si estuviesen perdidos —arguyó ella— Sabían que venían aquí. Sabían que nosotros estaríamos aquí. Me dijeron que yo era su abuela y luego preguntaron por ti y te llamaron abuelo. ¡Y están tan seguros! No actúan, no, como si fuesen extraños. Les han hablado de nosotros. Dijeron que estarían aquí poco tiempo y así es como actúan. Como si únicamente hubiesen venido de visita. —Creo —dijo Jackson Forbes— que voy a enganchar la yegua después del desayuno y daré una vuelta por la vecindad, para hacer algunas preguntas. Acaso habrá alguien que pueda decirme algo. —El chico dijo que su padre era un ingeniero temporal. Eso no tiene sentido. Temporal significa el poder mundano y la autoridad, y... —Podría ser alguna chanza —respondió el marido—. Algo que el padre dijo en broma y el chico tomó al pie de la letra. —Creo que voy a subir y ver si están dormidos —dijo Mrs. Forbes—. Y si han apagado las lámparas. Son tan pequeños, y la casa les es tan extraña... Si están dormidos, se las apagaré. Jackson Forbes gruñó su aprobación. —Es peligroso —dijo— dejar las lámparas encendidas de noche. Hay demasiada probabilidad de incendio. El pequeño estaba dormido, echado de espaldas, con el sueño profundo y saludable de los niños. Había tirado su ropa al suelo al desnudarse, pero ahora la tenía muy bien plegada en la silla, donde Mrs. Forbes la había puesto cuando fue a la habitación a dar las buenas noches. El saco estaba junto a la silla, abierto, reluciendo difusamente las dos tiras de metal mellado al tenue resplandor de la lámpara. En su umbroso interior percibíanse oscuras formas de efectos mezclados desordenadamente, no dispuestos como debían estarlo en un saco. Mrs. Forbes se detuvo, tomó el saco y lo puso sobre la silla, asiendo luego la trabilla metálica para cerrarlo. Por lo menos, se dijo a sí misma, debía estar cerrado y no abierto. Deslizó pues suavemente la trabilla por las tiras de metal, deteniéndose al ser obstruido el recorrido por un objeto que asomaba del interior. Vio que era un libro y se dispuso a ponerlo de manera que pudiera cerrar el saco. Pero al hacerlo vio el título en su lomo, en letras de opaco dorado... Santa Biblia.
Vaciló un instante, con sus dedos asiendo el libro, y luego lo sacó lentamente. Estaba encuadernado en costoso cuero negro, con su brillo amortiguado por el tiempo. Los bordes estaban resquebrajados y el cuero ajado por un largo uso. El dorado del canto de las hojas estaba desvaído. La abrió vacilante y allí, sobre la hoja de guarda, apareció la dedicatoria ya desteñida: A la hermana Elena, de Amelia 30 de octubre de 1896 Por muchos años.
Sintió aflojársele las rodillas y las dejó posar cuidadosamente sobre el suelo, donde, agazapada junto a la silla, volvió a leer la dedicatoria. 30 de octubre de 1896... Era ciertamente su cumpleaños, pero aún no había llegado, puesto que apenas estaban en el comienzo de septiembre de 1896. Y la Biblia... ¿qué edad tendría aquella Biblia que mantenía en sus manos? Cien años, quizá acaso más. Una Biblia, pensó... exactamente la clase de regalo que Amelia quería hacerle. Pero un regalo que no se lo había hecho todavía, uno que no podía ser hecho aún, pues el día que estaba señalado en la hoja de guarda se encontraba a un mes en el futuro. No podía ser aquello, desde luego. Se trataba de alguna especie de estúpida broma. O una coincidencia, quizá. En alguna otra parte había alguien que se llamaba también Elena y tenía una hermana que asimismo se llamaba Amelia, y la fecha era un error... alguien había escrito el año equivocado. Era cosa fácil de suceder. Pero no estaba convencida. Ellos habían dicho que su apellido era Forbes y habían venido directamente allí, y Pablo había hablado de un mapa indicador del camino. Acaso había otras cosas en el interior del saco. Lo miró y sacudió la cabeza. No debía hurgarlo. Había hecho mal en sacar la Biblia. El 30 de octubre tendría cincuenta y nueve años... una vieja granjera con hijos e hijas, y nietos que venían a visitarla los fines de semana y en vacaciones. Y una hermana Amelia también, que en este año de 1896 quería obsequiarle una Biblia como regalo de cumpleaños. Sus manos temblaban cuando alzó la Biblia y la volvió a meter en el saco. Tenía que contarlo a Jackson cuando bajara. Él podía tener alguna idea
sobre la cuestión, y sabría lo que hacer. Metió, pues, el libro de nuevo en el saco, tiró la trabilla y lo cerró. Lo volvió a poner en el suelo, y miró al muchachito tendido en la cama. Seguía dormido como un tronco, por lo que apagó la lámpara. En la habitación contigua dormía la pequeña Elena, de bruces, igual que una muñeca. La tenue llama de la lámpara titilaba bajo la brisa que penetraba por la abierta ventana. El saco de Elena estaba cerrado y alineado junto a la silla, en un buen sentido de la pulcritud. La mujer lo miró y vaciló durante un momento, moviéndose luego en torno a la cama hasta donde se hallaba la lámpara sobre la mesita de noche. Los chiquillos estaban dormidos y todo estaba en orden, por lo que no tenía más que apagar la lámpara y bajar a hablar con Jackson. Y quizá así él no tendría que enganchar la yegua a la mañana siguiente, e ir a hacer preguntas por la vecindad. Mas al inclinarse para apagar la lámpara vio el sobre en la mesita de noche, con los dos grandes sellos multicolores pegados en su esquina superior. ¡Qué lindos sellos!, pensó. Nunca había visto otros tan bonitos. Se inclinó para mirarlos mejor, y entonces vio grabado el nombre de Israel sobre ellos. Israel. ¡Pero si no existía tal nación! Era un nombre de la Biblia, pero no un estado. Y si no era una nación, ¿cómo podía tener sellos? Tornó el sobre y examinó los sellos, para asegurarse de que había visto bien. ¡Preciosos sellos! Los colecciona... Pablo lo ha dicho. Anda siempre cogiendo cartas de los demás. El sobre llevaba una estampilla, y al parecer una fecha, pero todo ello estaba muy borroso y no pudo sacar nada en claro. El borde de una carta asomaba ligeramente por la esquina del rasgado sobre. La sacó, jadeando en su prisa por leer el contenido, al par que sentía una helada punzada de miedo en su corazón. Vio que sólo era el final ce una carta, la última página de una carta y estaba en letras de molde y no manuscrita... con caracteres como los que se ven en los libros. Acaso estaba hecho por uno de esos aparatos de nuevo cuño que tenían en las oficinas de las grandes ciudades, pensó, y de los que había oído hablar. Máquinas do escribir... ¿era así cómo los llamaban? ...no creas, decía la única página, que tu plan es factible. No hay tiempo. Los ajenos nos cercan, y no nos darán ocasión.
Y además hay la ulterior consideración de su ética, aun en el caso de que pudiera llevarse a cabo. No podemos, en toda conciencia, retrotraernos al pasado y enviar nuestros problemas a la gente de hace un siglo. Piensa en los nuevos problemas que se crearían para ellos, en la confusión económica y en el efecto sicológico. Si crees que debes, cuando menos, enviar atrás a los chicos, piensa un momento en el desquiciamiento que se operará en esas dos puras almas cuando se percaten de la verdad. El suyo es un mundo pulcro y sólido... seguro e incólume y firme. Los conceptos de ese loco siglo destruirían cuanto tienen, todo en lo que creen. Pero supongo que no puedo atreverme a aconsejarte. He hecho lo que pedías. Te he escrito cuanto sé de nuestros antepasados de aquella granja de Wisconsin. Como historiador de la familia, estoy seguro de que mis datos son exactos. Empléalos como creas conveniente y Dios se apiade de todos nosotros. Tu amante hermano, Jackson P.S. Una sugerencia. Si envías a los chicos, podrías hacerlo con una generosa provisión de la nueva droga preventiva del cáncer. La tatarabuela Forbes murió en 1904 de lo que sospecho era esta enfermedad. Con estas píldoras podría haber vivido otros diez o veinte años. ¿Y qué habría supuesto ello, te lo pregunto, hermano, para este embrollado futuro? No pretendo saberlo. Puede salvarnos a nosotros. O bien matarnos más pronto. O acaso pueda no surtir efecto alguno. Te dejo el acertijo. Si puedo acabar el trabajo aquí y escaparme, estaré contigo al final. Volvió a deslizar mecánicamente la carta en el sobre y lo dejó sobre la mesa, junto a la resplandeciente lámpara, dirigiéndose luego lentamente a la ventana que daba al desierto sendero. Vendrán a recogernos, había dicho Pablo. ¿Pero cuándo vendrían? ¿Podrían acaso venir alguna vez? Sintió deseos de que viniesen. ¡Aquellos pobres seres, aquellos infelices chiquillos asustados, cogidos tan lejos en el tiempo! Sangre de mi sangre, pensó, carne de mi carne, a tantos años de distancia. Pero todavía su carne y su sangre, no importaba cómo estuvieran desplazados, no sólo estos dos seres que se encontraban bajo su techo esta noche, sino todos los demás que no habían de ir con ella. La carta había dicho 1904 y cáncer, y eso sería dentro de ocho años... y ella una vieja entonces. Y la firma había sido Jackson. ¿Un antiguo nombre
de familia, se preguntó, continuado y proseguido, una larga cadena de seres que llevaron el nombre de Jackson Forbes? Se sentía yerta y embotada. Después se sentiría espantada. Después desearía no haber leído la carta, ignorar su contenido. Pero ahora debía bajar y contárselo a Jackson de la mejor manera que pudiese. Atravesó la habitación, y tras apagar la lámpara salió al pasillo. Una voz salió de la próxima puerta abierta. —¿Eres tú, abuela? —Sí, Pablo —respondió—. ¿Quieres algo? Desde el umbral lo vio acurrucado junto a la silla, al rayo de la luna filtrándose a través de la ventana, hurgando en su saco. —Olvidé—dijo el muchachito—, algo que papá me dijo te entregase enseguida. Título original: OVER THE RIVER & THROUGH THE WOODS Traducción de V. de ARTADI
Para los venusinos, la llagada de la nave extraña fue la solución a uno de sus mayores misterios.
Sin
embargo,
hasta
que
franquearan con ella la barrera de nubes que los ocultaba el cielo, no sabrían todo lo que hay más allá de su planeta...
MUTT, no vengas a la Tierra F. Valverde Torné Ilustrado por BUYLLA
Para los más inteligentes sabios de Venus, el enigma había revelado una cosa asombrosa: era indiscutible que había, por lo menos, otro mundo habitado en algún lugar. Y este descubrimiento, además de haberles dejado estupefactos, les creaba toda una serie de problemas sin solución. Jamás se habían planteado la cuestión de la pluralidad de mundos, entre otras causas porque desconocían por completo qué había más allá de las impenetrables nubes que cubrían todo el planeta. Pero un día, del otro lado de aquellas nubes, cayó un cuerpo extraño, en cuyo interior hallaron un ser vivo de gran tamaño, inconsciente y cubierto de sangre. —Es una nave que ha venido de otro mundo, —dijo alguien—. Y el desgraciado ser que ha venido dentro sin duda nos trae un mensaje. La única solución que podían esperar los venusinos para resolver todos los problemas que les habían planteado era que el piloto de la astronave lograra sobrevivir y pudiera entender. Un pueblo tan adelantado que podía
volar a otros planetas forzosamente debía ser capaz de hacer llegar su mensaje a otras razas, por muy opuestas que fueran intelectualmente. Sin embargo, aquel piloto no parecía pertenecer a un pueblo espiritualmente desarrollado, y esto era, quizás, lo más increíble. A pesar de la inconsciencia en que se encontraba, sus ondas cerebrales adivinábanse extraordinariamente débiles, aun cuando en estado normal se ampliaran mucho. En cambio, resultaba evidente que aquellos seres ejercían sobre la materia un dominio prácticamente absoluto, lo cual para los habitantes de Venus resultaba casi imposible. Ellos, los venusinos, conocían el misterio de la vida y la muerte, pero no habían penetrado en el secreto del átomo. Su espíritu se había desarrollado a sus máximas posibilidades, pero eran incapaces de asomarse al Universo, al que sólo presentían como una sucesión de formas en las que el alma también podría encontrar espacio. A veces lo habían intentado, pero el vértigo les sumía en una sima negra sin fondo. Y he aquí que por fin la suerte, el azar, o el destino, les había brindado la oportunidad de encontrar el camino de la perfección máxima. —Si pudiéramos intercambiar nuestros conocimientos— había dicho el Supremo Rector—, tanto ellos como nosotros penetraríamos en el conocimiento de ocultos misterios. Por lo menos pódenos asegurar ya que existe otro mundo además del nuestro, donde las fuerzas naturales han podido ser sometidas. Ellos, como lo demuestra ese piloto agonizante que encontramos en la nave, ignoran los misterios del espíritu y de la vida. Por eso se encuentra en trance de morir. Pero nosotros hemos de salvarle. Sólo es preciso que logremos encontrar su alma, que no ha podido manifestarse. Entonces estaremos en condiciones de liberarle a él, y a todo su pueblo, de los sufrimientos físicos que conducen a la muerte. Y a nosotros nos ofrecerán los caminos de esos nuevos mundos que solamente podemos presentir, y en cuya existencia casi no nos atrevíamos a pensar. Pero aquel ser de otro mundo sucumbió sin poderles revelar sus
secretos. Fue algo inesperado, porque la muerte había dejado de tener, para los habitantes de Venus, un sentido de fin. Y con aquella muerte también sucumbieron sus esperanzas. —Es imposible que no tuviera alma —dijo el Supremo Rector, desconcertado—. Lo que ocurre es que no hemos conseguido penetrar en ella. Era sólo una cuestión de tiempo, pero su cuerpo estaba demasiado herido para resistir. ¡Pobre raza! ¿Cómo podríamos hacer para salvarles del sufrimiento? Los más profundos sabios del país seguían investigando aquel objeto venido de más allá de las nubes, sin poder comprender cuál era su secreto, ni la fuerza que lo hacía moverse. Para ellos, hasta una sencilla rueda habría carecido de explicación. Pertenecían a una especie que había evolucionado íntegramente en sentido espiritual, aunque esta condición les permitía, por lo menos, imaginar que una evolución en sentido opuesto también era posible. Si ambas civilizaciones podían encontrarse, si entre ellas se lograba establecer un intercambio de conocimientos, de puntos de vista, podrían esperar encontrar el equilibrio perfecto que pudiera conducirles a la máxima sabiduría. Mientras unos eran capaces de alcanzar otros mundos, los otros podían imponerse a los males físicos. Ellos, los habitantes de Venus, habían logrado vencer a la enfermedad, habían superado el dolor, tal vez porque ellos lo habían experimentado muy crudamente en sus carnes antes de descubrir que eran poseedores de una vida superior inmaterial. Su misticismo les había encerrado totalmente en su propio interior, impidiéndoles proyectarse hacia el mundo que les rodeaba. Eran, como la raza de aquel desgraciado piloto de otro mundo, seres incompletos, en realidad monstruosos, como si hubieran desarrollado hasta el máximo su brazo derecho a expensas de la total atrofia del izquierdo. Por primera vez en su historia, aquel objeto venido de otro mundo, pilotado por un extraño ser vivo, les hacía comprender la verdad: que su perfección era incompleta. La esperanza de encontrar una salvación mutua había desaparecido al morir aquel cuerpo, en cuyo espíritu no habían podido entrar. Pero no estaba todo perdido. Mutt había acariciado durante mucho tiempo su idea, hasta que adquirió la suficiente consistencia para exponerla al Supremo Rector. Además, era preciso actuar antes de que el cadáver del piloto comenzara a adquirir una rigidez que le hiciera totalmente inútil. —Tenemos en nuestras manos una última oportunidad, que seguramente no se nos presentará nunca más —empezó Mutt—. Durante
algún tiempo he estado madurando mi idea, y creo que es realizable. —Habla, Mutt —le apremió el Rector. El tiempo no solía tener el menor significado para los venusinos, pero en aquel caso se había convertido en un factor de la mayor importancia. Mutt contemplaba las nubes eternas e impenetrables de aquel cielo que tantos secretos ocultaba, y a los que por fin podían pensar en asomarse. —No hemos podido penetrar en el alma de ese gigante extraño, pero nada nos impide volverle a la vida, adoptando su cuerpo uno de nosotros. Creo que podríamos lograrlo. Yo me ofrezco voluntario, Supremo Rector. Lo he pensado bien. De este modo tal vez pudiera comprender el manejo de esa máquina, y dirigirla a su punto de origen. Entonces yo, con un cuerpo como el de ellos, podría pasar inadvertido en su mundo, estudiarlos y asimilar su cultura. Sería un proceso largo, pero nuestro objetivo quizás no podrá llevarse a cabo con la rapidez que desearíamos para ellos, puesto que para nosotros el transcurso del tiempo no importa. El plan a seguir debería hacerse después cuando comprendiéramos mejor el espíritu que anima a esos extraños seres. Pronto sin embargo, creo que podríamos hacerles comprender nuestro mensaje. Y si fracaso... sólo puede ocurrir que regrese de nuevo, o que tenga que permanecer para siempre en aquel desgraciado mundo. Es un riesgo que hemos de correr. —De acuerdo —aceptó el Supremo Rector después de reflexionar—. Sólo deseo que esto último no ocurra. En cualquier caso, tu sacrificio jamás será olvidado. ¿Estás dispuesto a someterte a la experiencia? —Ahora mismo. No fue tan fácil como habían imaginado. Una fuerza casi impenetrable se oponía tenazmente a que el espíritu de Mutt penetrara en el cuerpo de un ser tan extraño. —Algo muy poderoso separa los mundos aunque se encuentren —pensó Mutt después de varios intentos—. Pero una vez me propuse ser árbol y lo conseguí. Quizás sea la muerte la que me cierra el paso... Nosotros la hemos vencido. ¿Por qué no ahora? Volvió a concentrarse en la soledad de su celda, en la que se había encerrado junto con el cadáver. Podía trasladarse a todas partes, incluso salir al exterior si se le antojaba, pero aquel cadáver parecía rodeado de un muro imposible de derribar. Por fin lo consiguió. La memoria ancestral del dolor regresó desde una distancia de millones de generaciones de olvido para hacerse presente con toda su crueldad. Mutt se creyó incapaz de resistirlo, pero logró dominarse,
para lo cual tuvo que realizar un esfuerzo aún mayor. Y el cuerpo del piloto espacial volvió a la vida. Mutt, a través de sus ojos, descubrió un lugar nuevo. Era la misma celda, sólo que se presentaba con distintas dimensiones y con colores nuevos. Incluso algunas sensaciones, como la del olfato, le desagradaron vivamente. En cuanto a los recuerdos, en contra de lo que había supuesto, no existían. Aquel nuevo cerebro estaba en blanco para él. Sin duda había sufrido una conmoción demasiado fuerte, y no sabía cómo regenerarlo. Mutt seguía siendo única y exclusivamente Mutt, aunque podía ver su propio cuerpo exánime en un rincón. Se preguntó si alguna vez volvería a poseerlo. En aquel momento le era sencillísimo volver a recuperarlo, pero sólo debería hacerlo a su regreso. No quería, por otra parte, correr el riesgo de fracasar en un nuevo intento, después de que aquel éxito le había costado tanto esfuerzo. Sus ondas mentales encontraban una gran dificultad para proyectarse al exterior. Casi no podía recibir tampoco los mensajes de sus hermanos. Por lo menos la mitad de él pertenecía ya a otro mundo. Los miembros le obedecían fácilmente, pero se sentía torpe. Aquellas manos de sólo cinco dedos no parecían apropiadas para hacer cosas tan complicadas como una nave interplanetaria. Claro que su torpeza estaría compensada con creces con la eficacia del cerebro, que por otra parte continuaba ocultando toda clase de recuerdos. Consiguió emitir una orden y la puerta de la celda se abrió. Sus hermanos le contemplaron entre temerosos y sorprendidos. Allí estaba el Supremo Rector, con el que mentalmente pudo comunicarse, aunque todo intento de emisión mental le costaba un tremendo esfuerzo. —Temíamos que no lo conseguirías —dijo el Rector. —He conocido de nuevo el dolor —repuso Mutt—. Creo que he logrado regenerar los órganos destrozados de este cuerpo, pero el cerebro no admite regeneración. La facultad de la memoria está dañada. También me resulta casi imposible mantenerme en pie. —Lo conseguirás. No olvides que de momento debes pasar inadvertido para los habitantes de ese mundo desconocido al que deberás viajar. —Desconozco su forma de comunicarse. Ignoro si es telepática, sonora o visual. —Lo sabrás cuando estés allí. Y puesto que son tan imperfectos, es posible que tu desconocimiento de su lenguaje pueda pasar como un
fenómeno de amnesia, lo que después de todo parece ser cierto. Después aprenderás. —¡Pobres seres! ¡Cuántos males padecen! —Nosotros les libraremos de ellos. ¡Suerte, Mutt! Mutt consiguió a duras penas introducirse en la nave. Después de un rápido examen se convenció de que no podría encontrar sus señales. Aquello seguía siendo totalmente extraño para él. Se movió incómodo en aquella cámara que apenas tenía las dimensiones justas para su cuerpo. Se acomodó lo mejor que pudo e intentó, con sus poderosas ondas mentales, realizar el fenómeno de telequinesis que había de poner en movimiento la nave. No lo consiguió hasta que las fuerzas de las ondas del exterior actuaron al unísono con las suyas sobre la máquina. Ésta se elevó despacio, y de nuevo volvió a caer. No, allí debía haber algún secreto oculto, una fuerza mucho más poderosa que todas las fuerzas mentales juntas de todos los habitantes del planeta. Nunca conseguiría elevarse por encima de las nubes si no lograba descubrir aquel secreto. —Es demasiado pesado. No lo conseguiremos. Tal vez fue la casualidad que quiso que las nubes se desgarraran unos segundos y los rayos del Sol bañaran las células fotoeléctricas de la nave. Era aquel un fenómeno que ocurría muy raramente, y que por unos momentos permitía a la Gran Luminaria inundar de luz cegadora una reducida zona de la superficie del planeta. Mutt no pudo darse cuenta de esto, ya que le era imposible contemplar el exterior, pero de pronto se encendió ante él una luz que parpadeaba a intervalos, y un extraño silbido llegó a sus nuevos oídos. Entonces la nave salió proyectada al espacio, penetró en las nubes y se sumergió en la inmensidad del Cosmos. En la estación de seguimiento de Cabo Kennedy los observadores lanzaron un grito de triunfo. —¡Ha despegado del planeta! —exclamó el encargado de los mandos a distancia. —¡No es posible! —dijo el profesor Livingstone. —¡Pues se oyen claramente sus posibles averías, aunque las tuviera, de nuevo se dirige a la Tierra! —¿Cómo lo habrá logrado? Sus baterías estaban agotadas, y las células solares no recibían luz. —Eso demuestra que sabemos mucho menos de Venus de lo que
suponíamos. —Es verdad. Sin embargo, varias horas después comprobaron que no era posible establecer una comunicación regular con la nave, lo cual impedía dirigirla en su trayectoria. —Debe haber sufrido serias averías. —Se dirige a la Tierra —informó la voz del observador de radar—. Pero es imposible saber en qué punto caerá. —Va a estrellarse —murmuró el profesor Livingstone sombrío— ¿Hay señales de Philip? —Al parecer, respira con dificultad, pero sobrevive. El profesor pensó que de poco le serviría respirar al astronauta, puesto que le era imposible dirigir la nave, única forma de evitar que se estrellara. —No me explico cómo ha podido despegar de Venus —murmuró para sí—. De todas formas esta vez se matará. Sólo puede salvarle la suerte. A Mutt le habría gustado asomarse al exterior, pero algo le decía que era peligroso salir de su encierro. Por lo tanto, se mantuvo inmóvil, hasta que por fin comprendió que se acercaba al término de su viaje. Empezó a sentir sobre su nuevo e incómodo cuerpo un peso extraordinario. Los miembros se le agarrotaron. Apenas podía moverse. Hasta aquel momento había sentido frío, pero de pronto la temperatura se hizo insoportable. Y súbitamente todo se vino abajo a su alrededor. Milagrosamente, aunque sabiendo que se había roto algún hueso, salió arrastrándose de la destrozada nave. Una emoción extraña le embargó al contemplar el nuevo mundo al que había llegado. El cielo era negro, salpicado de millares de lucecitas, en un conjunto de destellos y profundas tinieblas de una belleza inimaginable. A su alrededor reinaba un silencio apacible. Se movió penosamente entre lo que le parecieron unos matorrales. —Bien, espero que alguien me encuentre pronto —pensó—. Debo encontrarme bastante mal. El dolor vuelve a invadirme. He de luchar contra él... Avanzó penosamente, aunque ignoraba si sería mejor mantenerse quieto, esperando que le encontraran. Después de todo estaba seguro de que la nave había sido dirigida a distancia. Alguien debía saber que se encontraba allí.
De pronto oyó un ruido acompasado, y una luz surgió en forma de rectángulo, y poco después apareció una extraña silueta. Mutt esperó con ansiedad y con una alborotada alegría que hizo saltar su corazón... El granjero regresó malhumorado al dormitorio. Su esposa, a la que también había despertado aquel ruido, estaba sentada sobre la cama. —¿Qué ha sido eso? —preguntó. —Una rata en el patio —respondió el hombre, metiéndose de nuevo en la cama y apagando la luz—. Debió caerle algo encima, estaba ya medio muerta. Sólo tuve que acabar de aplastarla. Puedes dormirte tranquila. Poco después ambos dormían profundamente. Mientras, por occidente, anticipándose al Sol, Venus asomaba resplandeciente sobre el horizonte...
Hacía más de una hora que andaba cuando aquel hombre llegó a la callejuela. Vaciló, pareció buscar alguna cosa, después echó repentinamente a correr. A su espalda no habla ninguna persona; nadie, ni siquiera una sombra. Y mucho menos ningún ruido sospechoso. Sin embargo, el hombre no corrió mucho trecho. Se detuvo de pronto bruscamente, como abatido por un golpe en la espalda, y cayó hacia adelante con los brazos extendidos. Cuando se le recogió estaba muerto. Fue fácil determinar que una bala de grueso calibre le había partido la columna vertebral. La cuestión de la bala, sin embargo, fue menos sencilla de resolver: nadie la halló, pese a ser buscada por todos lados. Además, no se produjo ningún disparo, y los habitantes de la callejuela se mostraron unánimes al afirmar aquel hecho. Porque el disparo, efectivamente, no resonó en aquella misma callejuela sino una hora más tarde. Y esta vez todos sus habitantes lo oyeron sobresaltados, estupefactos. No se pudo detener jamás al desconocido que efectuó el disparo. Se observó, sin embargo, que iba corriendo, como si persiguiera al vacío ante él, cuando de pronto se detuvo y disparó súbitamente, a diez metros del lugar donde se había hallado el cuerpo del hombre. Y la bala que se halló era exactamente la misma que lo matara. Se investigó largamente el hecho, pero no se pudo llegar a comprender jamás. Porque
la
causa,
ciertamente,
se
había
presentado
después
de
la
consecuencia. Y pese a lo inexplicable del hecho, fue preciso reconocer que sí había sucedido, y admitirlo a pesar de todo...
JACQUES STENBERG
Un biólogo otrora famoso, la llama de una vela en una cabaña, una polilla en la llama... y el futuro de un hombre pendiente del siguiente paso.
LAS POLILLAS Robert Rohrer Ilustrado por ENRICH Antes de convertirse en un alcohólico —y eso fue hace muchos años, muchos más de los que ahora podía recordar, aun en sus breves intervalos de lucidez—, Gene Temple había sido un biólogo prometedor. Hasta en su presente estado había ocasiones en que, haciendo una pausa en su errante vagabundear, descubría con un sobresalto de recuerdo cómo algún insecto revoloteante, cómo un lagarto al abalanzarse o cómo un halcón planeando en las alturas, traían a sus labios sus nombres en latín, nombres que sabía eran certeros, aunque por años los hubiera olvidado. El principio había sido un breve episodio, profesionalmente inexcusable, que había arruinado su carrera. Había permitido que se escapase de su laboratorio una especie de escarabajo altamente nocivo para varios tipos de vitales plantas alimenticias. Especie cuya entrada en el país sujeta a las más rígidas condiciones de aislamiento, únicamente era autorizada para la realización de experiencias científicas. Únicamente las medidas desesperadas de otros entomólogos vigorosamente respaldadas
por fondos gubernamentales, habían impedido que el insecto dañara irreparablemente a todo un estado. Y todavía ahora, cerca de cuarenta años después, la huella del escarabajo obligaba a un control y exterminio constantes con insecticidas especiales. Sólo unos pocos de sus íntimos sabían lo que se había ocultado tras su negligencia: la muerte de su joven esposa, tan amada por él, víctima de una dolorosa enfermedad, y la inmensa distracción que siguió a este hecho. Casi loco de dolor, Temple no había sabido siquiera, hasta meses después, que había dejado abierta la jaula de alambre, dando oportunidad a escaparse, utilizando sus fuertes alas, a una docena de hembras preñadas. No había presentado excusas, simplemente había dimitido. Después, a pesar de que muy pocas oportunidades de trabajo se le presentasen ya, rehusó las disponibles y desapareció. Al principio sólo se sentía miserable y culpable, pero al correr de los años una nueva emoción ahogó las otras: el resentimiento. Resentimiento con sus colegas por no haberlo defendido más vigorosamente, resentimiento con la prensa por tratarlo como un criminal, y finalmente un resentimiento vago hacia el mundo en su totalidad que, se convenció a sí mismo, había abusado de él tal como había abusado de tantos y tantos hombres de talento. El que estas acusaciones fueran en su totalidad exageradas, por no decir bastante infundadas, era un hecho que su cerebro embriagado, envenenado por tanto alcohol, no alcanzaba a comprender. Echado en el sucio camastro de una cabaña abandonada hacía mucho tiempo por su primitivo dueño, Temple acostumbraba a soñar despierto sobre el pasado, viéndose a sí mismo como un joven científico brillante injustamente aplastado por el destino —con la pérdida de Julie, su mujer— y después despiadadamente maltratado por el público. Tenía visiones de los descubrimientos que podría haber realizado, y sin los cuales debía pasar ahora el mundo. Una cura para el cáncer, basada en su noción —¿cuánto tiempo hacía de esto?— sobre las cecidomias y las agallas que producen en las plantas... sí, la gente lo iba a echar a faltar, ¡naturalmente! O aquellas ortigas, con sus gruesas raíces ferozmente vitales. Si alguien pudiese injertar frutales y plantas más valiosas a tan resistentes vegetales, ninguna clase de insectos u hongos podría atacar las cosechas; ¡ni siquiera se podía matar una de esas malditas ortigas con un lanzallamas! Claro que no era fácil; los manzanos y las malas hierbas no se injertaban ni por asomo; pero con las nuevas técnicas radioactivas —para destruir las
reacciones de rejección— un joven ingenioso podía lograr milagros. Joven, pensó amargamente Temple; estoy a punto de cumplir los setenta, o tal vez sean sesenta, bueno, de cualquier manera, me siento como si tuviera noventa. Dio la vuelta sobre la manchada colcha, gimiendo, y se tocó cautelosamente el abdomen. A través del hundido tejido podía notar una gran masa, gruesa y esponjosa. Sabía que era tan sólo el abuelito, sus hijos y nietos se repartían por todo su cuerpo. Cuestión de meses, tal vez de semanas. Bueno, cuanto antes mejor. La autopista se acercaba y esta miserable parcela de hierbajos —cincuenta acres de tierra sin valor— sería pronto engullida, dejándolo tan sin hogar como un roedor expulsado de su madriguera por un arado. Y no tenía otro lugar donde ir. Aquí los veinte dólares mensuales de la pequeña herencia de Julie lo mantenían vivo hasta cierto punto, y aun abastecido de bebida, claro que siempre que comiese pan duro, habas rancias y no desdeñase las sobras en la ciudad. Sí, mejor terminar aquí que en cualquier Casa de la Caridad, yaciendo sobre su propia suciedad con aburridos, desabridos y malpagados cuidadores estatales esperando a que muriese. Oscurecía. Ordinariamente no le importaba, porque soñar era más fácil en ausencia de la luz. El rostro fantasmal de Julie se aclaraba a medida que la penumbra se deslizaba hacia el interior de la cabaña; y podía ver de nuevo el brillante equipo de laboratorio, y el bello microscopio de fase. Pero este atardecer la noche no era bien recibida; presagiaba la otra Noche que pronto caería sobre él, una Noche que creía eterna. Esto no importaba tampoco. Si hubiese sido tan cándido como para creer que Julie le esperaba más allá, habría sido demasiado estúpido para llegar a ser un científico; era mejor la honestidad intelectual que el aliento de mitos idiotas. Shakespeare explicaba claramente toda la historia; era más convincente la teología de «Macbeth» que la de Santo Tomás, Calvino, Basth, Lutero, toda aquella multitud de tontos. Un cuento contado por un Idiota, lleno de Ruido y de Furia, no significando Nada. La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Todo lo que uno tenía que hacer era darle una buena ojeada al mundo. Niños agonizando por todas partes, el mal floreciente, el bien acorralado, incapaz de hacer nada. Si yo estuviese diseñando el Universo, se dijo a sí mismo por enésima vez, haría que la salud fuese contagiosa y no la enfermedad. Diseño Perfecto... bazofia. ¿Tenía que ser comido un pobre gorgojo por larvas de mosquitos para hacer perfecta la obra de Dios? ¡Qué contrasentido!
Pero esto no solucionaba la creciente oscuridad. Había un cabo de vela por alguna parte. Se sentó, gruñendo, y lo buscó. Encontró el trozo pegado al fondo de una lata de atún, lo encendió y lo puso sobre una caja de embalaje. Le recordó el chiste de Mark Twain. Tener que encender una vela para buscar otra. Suspirando se dejó caer de nuevo en el camastro. De entre las sábanas extrajo una botella de vino, donde sólo quedaban algunas gotas. Las sorbió, lanzó una maldición, y tiró el recipiente vacío a un lado. Luego se recostó sobre un costado, consciente del bulto en su cuerpo, mirando a la llama. Fue entonces cuando llegó la polilla, pasando a través de la ventana desprovista de rejilla y cristal. Siguió su vuelo desabridamente al principio, luego con interés creciente. ¡Seguro que era una Melittia gloriosa cookei! Parpadeó incrédulamente. Esta bella y extremadamente rara subespecie de polilla sólo se había encontrado en aquel país, pero de esto hacía lo menos cincuenta años, se creía comúnmente extinta hacia 1918. Él mismo nunca había visto una con anterioridad, excepto en colecciones. Estaba tan interesado que ni siquiera le sorprendió la tenacidad de su memoria al recordar todo esto. La enorme polilla, con su abdomen negro y amarillo, alas anteriores marronáceas y posteriores de color naranja, constituía una llamativa visión mientras revoloteaba cerca de la llama de la vela. Temple bizqueó sus ojos legañosos, casi dispuesto a capturar al raro insecto. Entonces vio algo más, algo que no podía creer apenas. La llama chisporroteó, esto debería haber significado una polilla tullida, con alas quemadas, pero no se notaba ninguna señal de daño cuando el insecto reanudó su vuelo. Obviamente, se dijo a sí mismo Temple, no había tocado la llama. Pero un nuevo portento le esperaba. La polilla quedó suspendida en el aire, directamente sobre la extremidad amarillenta, parecía como si frotase su abdomen en el fuego. La llama parpadeó de nuevo y ahora el insecto se detuvo en su mismo centro. Luego se marchó volando, fuerte e intacto. Temple se levantó, tambaleándose. La polilla se posó en la caja de embalaje y, extendiendo rápidamente una mano con asombrosa destreza, el hombre la capturó. Hasta el mismo tacto de las alas le llenó de asombro. Acercándolo a la llama, Temple estudió el palpitante insecto. Después de todo no era una cookei; había ciertas diferencias, diminutas pero inequívocas para un experto. Era una mutación, sus mismas alas parecían laminillas de metal, no
era extraño que el fuego no las dañase. ¡Cielos, si era una hembra cargada de huevos! Cubrió con un mugriento vaso a la polilla y precipitadamente improvisó una jaula con una caja de cartón y un pedazo de tela metálica; bueno, como jaula era una porquería, pero cumpliría con su cometido. Temple olvidó que era viejo y estaba enfermo y miró con satisfacción malsana a su prisionera, hasta que se consumió la vela. Si había otra, ahora no la podía encontrar, así que volvió al lecho con su cerebro funcionando a un ritmo frenético. Un mutante, pero no sólo eso; un mutante francamente improbable y desconocido. Consideran do lo rara que era la especie originaria, era probable —casi seguro— que este insecto fuese único que no existiera otro en todo el mundo. Pero llevaba huevos. Tenía que ver si transmitía sus características genéticas. ¿La nueva generación sería capaz de colocarse sobre las llamas de las velas? Además, ¿por qué lo hacía ésta? ¿Qué misión tenía esto en la lucha por sobrevivir de esta polilla, si es que tenía alguna? Tumbado allí, en la oscuridad estival, de repente se envaró ¡Energía! ¿Qué otra cosa podía ser? Tenía que ser esto. La polilla tomaba energía directamente de la llama. No, era demasiado absurdo, demasiado tonto, demasiado anticientífico. Y, de todas maneras... De todas maneras, se dijo firmemente a sí mismo, pruébalo y luego habla. Al día siguiente la polilla puso sus huevos, y murió. Temple los vigiló cual si fuese una clueca cobijando a sus polluelos. Cuando eclosionaron, les ofreció raíces de zumaque, uno de los alimentos básicos de la especie de la que provenían. Las larvas las ignoraron por completo, nada apetecían, y sin embargo iban creciendo. Retorciéndose sin cesar al sol, sus cuerpos se desarrollaron y finalmente tejieron sus capullos. Tras un período de metamorfosis, señaladamente corto, emergieron de éstos. Temple vio con alegría que la mayor parte mantenían la herencia, llevando las mismas características de su madre, la media luna negra en las alas traseras. Se agarraban débilmente a los tallos que había él colocado para su producción de seda. Se agarraban hasta que les dio el sol; entonces se inclinaron hacia él, con las alas extendidas a modo de capas. Y todavía rehusaban cualquier alimento; azúcar, miel, jarabe. Las cosas que tentaban a todas las polillas eran absolutamente indiferentes para éstas. Diariamente se inclinaban hacia el sol y, si hubieran estado en libertad, hubieran volado muchos kilómetros. ¡Polillas buscando al sol!, era algo excitante para un entomólogo, aunque fuera para uno moribundo. Temple tuvo una visión final. Esas polillas, las únicas en el mundo, eran
convertidores de energía, extrayendo su vitalidad del fuego: del fuego solar, del de una vela, y sin duda de cualquier otro. En sus cuerpecillos estaba la respuesta a las necesidades energéticas de la Tierra. La fisión nuclear había resultado un fracaso. Los carburantes orgánicos ya casi habían desaparecido. El mundo estaba superpoblado y hambriento. Él, Temple, podía ser el salvador del mundo, ésta era la realidad. Todo lo que tenía que hacer era dar a manifestar a esas polillas. Tal vez los científicos fueran escépticos, pero no podían desdeñar ninguna posibilidad, no en estos días. En los modernos laboratorios, con cuarenta años de adelanto sobre el que había sido suyo, podrían obtener de los insectos el más preciado secreto del siglo, en realidad de todas las épocas: el aprovechamiento directo, por conversión, de la energía solar. Seguro, podía salvar al mundo. Pero ¿qué era lo que le mandaba hacerlo? Las polillas revoloteaban incesantemente en su prisión. Estaban ansiosas de ser libres, de poder usar su bullente energía, de propagar su especie. La Naturaleza no volvería a producir otras como ellas. Fuese cual fuese la fantástica combinación de genes, de ADN, que les había dado el ser, no iba a producirse otra vez de inmediato y menos partiendo de una subespecie tan rara. Se tardaría millones de años en ello, en el mejor de los casos, y la Tierra no disponía de ese tiempo, no, al menos, la Tierra del Hombre. Temple sintióse viejo y enfermo, la masa en su estómago le empujaba hacia el suelo. ¿Qué le importaba a él la población mundial, la ciencia o las polillas? ¡Que muriesen de hambre todos los estúpidos y hacinados billones! Puso la jaula sobre las astilladas tablas del suelo, y la aplastó pesadamente con su pie derecho. Hubo un relámpago de brillante luz y notó calor aun a través de la gruesa suela. Luego oyó un sonido como el de un gran fusible al saltar. Levantó el zapato. Una pulpa verdosa. No más belleza, no más potencia anhelante. Simplemente un cieno de color verde. Se arrastró hacia la cama, cayó de bruces en ella y chapuceó ciegamente en el enredo de sábanas. Encontró una botella llena en una tercera parte y la miró parpadeante, con alegre asombro... Al anochecer, tras mucho buscar y refunfuñar, encontró un palmo de gruesa vela, la colocó en el borde de la caja de embalaje, y se dejó caer de nuevo al camastro para poder contemplarla. Pero sabía que ya no vendrían más polillas. Poco después, murió. La vela terminó por consumirse, pero una débil llamita se alzó en un ángulo de la caja de madera.
Aquella noche de verano, cuando la cabaña era una inmensa columna de fuego, dos polillas llegaron en distintas direcciones. Cada una de ellas tenía un par de medias lunas negras. Ambas quedaron suspendidas en el aire, en éxtasis, agotadas en la corriente de aire ascendente, brillando cual joyas. Entonces se aparearon. Título original: THE MOTHS Traducción de LUIS VIGIL
Aquí el mayor Wayne Cravney Hoffstedder Tercero, desde la superficie lunar. Mi compañero, de cuyo nombre no me acuerdo, y yo, hemos logrado llegar hasta aquí...
Existen en el mundo una serie de hechos que son considerados como malditos. Existen negados por todas las ciencias... pero existen. Sus nombres son muy varios. Se les conoce por platillos volantes, civilizaciones desaparecidas, percepción extra-sensorial, ritos ocultos, magia, leyendas incluso... Se les conoce por muchos nombres, pero no se les conoce tampoco. Juntos, forman un importante dossier. Es el dossier de los hechos malditos, de las verdades vetadas por la ciencia. Un dossier que, si fuera ofrecido sistemáticamente y en forma objetiva a la luz pública, cambiaría tal vez muchas verdades que hoy se dan por irrebatibles. Este es el espíritu que ha animado la creación, dentro de ANTICIPACIÓN, de este DOSSIER. Su propósito es ofrecer, número a número, una visión clara, sistemática y objetiva de todos estos hechos malditos, examinados a la luz de la razón y la ciencia, de sus verdades y de todas sus mentiras. Número a número, con la colaboración de un numeroso equipo de especialistas, DOSSIER reunirá el material, lo seleccionará, lo compondrá, y lo ofrecerá al público. Número a número, sistemáticamente, científicamente, los hechos más sorprendentes de nuestro mundo actual serán expuestos, analizados, juzgados y sentenciados. Así se abre hoy la primera carpeta de...
DOSSIER
DOSSIER
INFORME SOBRE LOS ONIS
1.- Primera de la serie de cinco fotografías que el reporter gráfico Ed Keffer tomó en Barra-da-Tijuca (Río de Janeiro) el 1 de mayo de 1952 (detalle del aparata, muy ampliado; nótese el fuerte grano de la emulsión}. La USAF americana pagó por los cinco negativos la exorbitante suma de 20.000 dólares, más de un millón de pesetas.
1.- Análisis de un problema: No es probable que exista actualmente en el mundo un tema que levante tantas controversias, polémicas y discusiones como el de los mal llamados platillos volantes. El público los toma a broma, los periódicos los ridiculizan, los gobiernos intentan ignorarlos, algunos los defienden contra viento y marea, otros los niegan categóricamente —incluso por sistema—, unos terceros aprovechan la ocasión para hallarle al asunto ribetes místicos, teosofistas, ocultistas... Ante tal caos de informaciones contradictorias, el que desea tener conocimiento exacto del problema se mueve en un mar de dudas, sin saber a qué fuente acudir. Según unos, no son más que el producto de alucinaciones; otros afirman que se trata de armas secretas de «alguna potencia enemiga»; los más niegan rotundamente su existencia, sin dar ninguna otra explicación.
Y ante esta inseguridad general es preciso hacerse, en buena ley, una pregunta definitiva: ¿qué son, en realidad, los platillos volantes? Pero la respuesta es mucho más compleja de lo que parece a primera vista.
¿ONIS o platillos volantes? La primera dificultad con que se enfrenta el que pretenda estudiar de una manera seria y científica el problema es la de su propio nombre: platillos volantes. Este desafortunado nombre nació a la luz pública el 24 de junio de 1947, cuando el piloto civil norteamericano Kenneth Arnold realizó su clásica y sensacional observación de nueve ONIS sobre los montes Rainier. Al relatar lo ocurrido, describió los objetos como unos discos planos, como moldes de pastel, y tan brillantes que reflejaban la luz del sol como un espejo. Parecían platos vueltos al revés. La frase fue recogida por un periodista, que la utilizó para bautizar con ella a los extraños objetos observados, y así recorrió todo el mundo, haciéndose célebre en poco tiempo. Tanto es así, que la palabra original inglesa, flying saucers, ha sido traducida literalmente en casi todos los idiomas: soucoupes volantes en francés, dischi volanti en italiano, pires voadores en portugués, letaiusche tarélki en ruso, platillos volantes en español1 (*). Y ciertamente —y así ha sido reconocido mundialmente— el nombre no puede ser más desafortunado para un problema tan serio como éste. Sólo su mención induce ya al comentario gracioso, al chiste fácil, al juego de palabras. Ha sido el principal talón de Aquiles por el que los detractores a priori del asunto lo han atacado, ridiculizándolo hasta tal punto que actualmente sólo oír este nombre predispone ya a un importante sector del público —que generalmente debería ser un poco más inteligente de lo que demuestra— a considerar el tema como cosa de locos. Es por el conjunto de todas estas circunstancias que, junto con la denominación de flying saucers, ha nacido otra, mucho más descriptiva y mucho más ajustada al fenómeno que debe situar: Unidentified Flying Objects (UFOS, en abreviatura), que también ha sido adoptada por casi todos los idiomas: Mystèrieux Objects Celestes (MOC) en Francia, Objetos No Identificados (ONIS) en España, Objetos Volantes No Identificados (OVNIS) en algunos países de Hispanoamérica. 1
Citado por Antonio Ribera en su magnífico libro "El gran enigma de los platillos volantes" (Editorial Pomaire, Barcelona, 1966). Es de hacer notar que en algunos países sudamericanos se les ha dado el nombre de platos voladores, menos desafortunado que el que conocemos en España. Sin embargo, como contrapartida, en estos mismos países los mismos OVNIS son designados, en lenguaje corriente, con el absurdo y horripilante nombre de platívolos.
Así, han aparecido dos formas distintas de hablar de un mismo problema: hablar de ONIS o hablar de platillos volantes. Hablan de platillos volantes los periódicos, los libros sensacionalistas, los que intentan atraer de cualquier modo la atención del público; los detractores, con el afán de ridiculizar el tema; los exaltados, que intentan hallar en él conexiones que está muy lejos de tener. En cambio, las siglas ONIS —mucho más frías, más escuetas, pero también mucho más apropiadas— son usadas únicamente por quienes intentan dar al problema su medida justa y actual, por los investigadores; por las Fuerzas Aéreas de los distintos países, por los que intentan, por encima de todo sensacionalismo, estudiar el asunto racional y científicamente, y hallar en su misterio inextricable un atisbo de realidad. Ante estas dos posturas opuestas, la segunda es, por encima de todo lo demás, nuestro objetivo.
¿Qué son los ONIS? Y una vez bien sentado este extremo, la pregunta surge de nuevo ante nosotros. ¿Cómo definir algo que no es más que un misterio inextricable, cuya solución no tendremos quizás hasta que uno de ellos entre en contacto directo con nosotros y podamos examinarlo, o hasta cuando sus tripulantes —ellos, sean quienes sean, procedan de donde procedan— decidan iniciar una comunicación. Porque, lo único que podemos afirmar sin lugar a dudas en este asunto es que los ONIS son aparatos tripulados, al parecer procedentes del espacio exterior. Esta es la conclusión a la que han llegado la totalidad de quienes han estudiado el problema de una manera completa, e incluso la de grandes personalidades como Von Braun («Nos encontramos frente a poderes mucho más fuertes de lo que hasta ahora habíamos supuesto, y cuya base nos es desconocida»), Jean Cocteau («Sólo los imbéciles vocingleros son capaces de creer en globos sonda, fantasmas y alucinaciones cada vez que el Universo se expresa al margen de sus programas de creencias y prejuicios»), C. G. Jung («Los ONIS no constituyen un mero rumor; una explicación psicológica tampoco sirve en estos casos, ya que los citados objetos han sido observados por numerosas personas a la vez. Todo indica que están dirigidos por pilotos de naturaleza humana y construidos por seres inteligentes superiores»), Hermann Oberth («Los ONIS son objetos reales y proceden del espacio interplanetario, pues ninguna potencia de la Tierra se halla en disposición de crear aparatos que reúnan sus extraordinarias
características»), y muchos otros cuya lista se haría interminable2. Las pruebas que podrían acumularse son concluyentes, y solamente un necio podría negar la evidencia. Ciertamente, el misterio continúa aún: desconocemos su naturaleza, su origen y sus ambiciones; no sabemos quiénes los tripulan, aunque sepamos que han de estar tripulados; ignoramos sus medios de propulsión, aunque existan teorías al respecto que pueden darse por ciertas totalmente, y sus características técnicas. Pero sabemos que existen, que no son alucinaciones ni fenómenos naturales. Sabemos que, dentro de la maraña de observaciones falsas e incluso engaños, hay un elevado porcentaje (que el ATIC, el servicio de inteligencia técnica de las fuerzas aéreas de los Estados Unidos, llegó a calcular en el año 1952 era de un 26'94 %3 que no tienen explicación posible, más que aceptando el que los ONIS son aparatos tripulados procedentes del espacio, puesto que no pudo probarse —a pesar de que el ATIC lo intentó por todos los medios— que fueran objetos o causas naturales, como son aviones o globos sonda, inversiones de la atmósfera, pájaros, etc. Sabemos que estas observaciones parecen atenerse a un plan predeterminado, señalado por las ortotenias (descubiertas por el investigador francés Aimé Michel), y una periodicidad asombrosamente correlativa a las oposiciones de Marte; sabemos también que en multitud de casos se han hallado huellas, se han hecho fotografías, se han filmado películas, se ha registrado su presencia en las pantallas de radar. Las pruebas se ofrecen concluyentes a los ojos del investigador atento. Si se parece a un pato, grazna como un pato, camina como un pato y nada como un pato, ¿qué otra cosa puede ser sino un pato?
Y sin embargo... Y sin embargo, la gente demuestra no sólo desconocer, que en cierto modo sería disculpable, sino ignorar por completo el problema. «Para la inmensa mayoría del público —dice Aimé Michel, en uno de sus más interesantes artículos4— el problema de los ONIS se presenta actualmente de la manera más simple del mundo: los platillos volantes son una farsa, los que los han visto son farsantes o iluminados, y el problema en sí mismo no existe». Esta es, desgraciadamente, la más pura realidad. Los ONIS pertenecen al reino de los Hechos Malditos de la ciencia, y quien comulgue con ellos es excluido del círculo de las personas sensatas. Hablar de ONIS es cometer una idiotez, defender su existencia, es una locura. Nadie puede 2 Aunque posteriormente, y de manera harto tendenciosa, demostrará estadísticamente que en la década que va de 1955 a 1965 este porcentaje había descendido a un promedio de un 1'5 a un 4 por 100. 3 Aparecido en el número 10 de la revista "Planète", correspondiente a mayo-junio de 1963. 4 Citado por Antonio Ribera.
exponerse a hablar del asunto, a menos que no le importe verse ridiculizado por las personas que por su cargo o su condición deberían mostrar mayor interés. Por eso no se puede por menos que admirar a personas como el mayor Donald E. Keyhoe o el capitán Edward J. Ruppelt en los Estados Unidos, Aimé Michel o Jacques Vallée en Francia, Antonio Ribera o Eduardo Buelta en España, a quienes no les han importado las críticas, duras muchas veces, injustificadas siempre, para seguir con sus investigaciones y lograr, gracias a ellas, una mayor comprensión y alcance del problema. ¿Cuáles son las causas de esta actitud del público, que ignora la realidad del problema y critica a quienes intentan ofrecérsela? Se podrían encontrar muchas causas, pero fundamentalmente pueden agruparse en tres, todas de indudable importancia y responsabilidad: la existencia de una prensa tendenciosa, la proliferación de los «místicos» y exaltados, y la inhibición de los gobiernos a ofrecer una explicación clara y definitiva del fenómeno, junto con la actitud pasiva o francamente hostil de los científicos profesionales (que muchas veces es miedo a comprometer sus empleos y gajes con declaraciones «platillistas»).
La prensa tendenciosa. El fundamento de toda la prensa, su misma razón de existir casi, es la necesidad de una información exacta, libre e imparcial. Desgraciadamente, no existe ninguna muestra en todo el mundo de este tipo de prensa: toda la prensa mundial está influida por tendencias más o menos fuertes, que tanto pueden ser políticas como económicas, sociales, de partido o de clase. Toda la información que llega a un periódico sufre una transformación, sutil a veces, manifiesta otras, antes de llegar al público. Las causas, motivaciones y consecuencias generales de esta transformación son complejas, y no tienen cabida aquí más que en un sentido: el de que también toda la información relativa a los ONIS sufre esta transformación antes de ver la luz, transformación que, la mayoría de las veces, la desvirtúa completamente. La mayoría de los periodistas —por no decir todos ellos— muestran desde lejos una profunda aversión a todo lo que respecta a los ONIS. Ciertamente, no se les puede culpar enteramente de su actitud, aunque sí en gran parte. Desde tiempo inmemorial el tema de los ONIS ha sido desvirtuado, atacado, ridiculizado desde todos lados. Tanto es así, que los periodistas actúan en este terreno con prevención. Decir ONI es decir platillo volante, y decir platillo volante es pisar suelo resbaladizo. El temor al ridículo es un gran miedo que tienen la mayor parte de todos los que se encuentran en comunicación directa con el público. Es por ello que, cuando alguien
informa de una observación de ONIS, el periodista adopte una postura recelosa: ¿engaño, alucinación, misticismo exasperado? La información, así, es cautelosa, vaga, poco digna de crédito... a menos que el periodista adopte la postura de tomar la cosa a broma y ridiculice el caso, como en una información aparecida hace algún tiempo en un periódico del norte de España, según la cual —según el periodista que la redactó, mejor dicho—, el ser extraterrestre que afirmaba haber visto el testigo, entre otras cosas, hablaba correctamente el español, aunque con «un ligero acento catalán»5 (*). La actitud puede ser en cierto modo disculpable, pero nunca justificable para quien tiene por misión informar verídicamente y con objetividad.
Por otra parte, la mayor parte de los periódicos y semanarios que se publican en el mundo demuestran demasiado frecuentemente un criterio muy poco honrado a la hora de elegir sus artículos, sacrificando muchas veces la veracidad en pro de un mayor sensacionalismo. De esta manera la reseña de una observación que por sus características puede ser importantísima se pierde en una información de agencia de apenas cinco líneas, mientras otra observación —frecuentemente tan sólo una seudoobservación— que no tiene ningún viso de verosimilitud, es comentada a dos o tres columnas, sólo porque es mucho más sensacionalista que la otra. 5
No señalamos con mayor precisión las características de este artículo periodístico para que nunca su autor pueda sentirse agraviado por nuestras palabras. Sin embargo, en este caso concretamente, la responsabilidad de los "sabrosos añadidos" era totalmente del periodista, puesto que nuestras investigaciones demostraron que la observación había sido un hecho cierto... aunque no había ocurrido todo como relataba el artículo precisamente.
Es entonces misión del investigador rebuscar entre la letra impresa, indagar incluso en las fuentes directas del lugar del suceso, para desentrañar la verdad de la noticia y llegar a una conclusión por encima de lo que ha llegado al público. Pero el público en general no tiene esta oportunidad, y así solamente puede guiarse por lo que lee directamente, que en general es precisamente lo que no debería leer. ¿Cómo puede exigírsele entonces un margen de confianza e interés hacía el asunto, si lo que lee relativo a él no le ofrece, por poco inteligente que sea, ninguna garantía de veracidad?
Los «místicos» y los exaltados. «No me es posible decir cuando empezaron mis primeras experiencias, ya que todo se ha producido gradualmente o sin saltos, pero ya en julio de 1961, previo anuncio indirecto en el campo, vi el primer platillo volante. Concretamente el domingo 9 de julio, sobre las 10 de la noche». Copiamos textualmente este párrafo6 como muestra de esta nueva «literatura de contacto con seres extraterrestres». Su autor es el autotitulado profesor Fernando Sesma, místico, astrólogo, fundador de la «Sociedad de Amigos de los Visitantes del Espacio», autor de centenares de horóscopos en diversas revistas, más de treinta artículos sobre platillos volantes (no sobre ONIS), y tres libros sobre el mismo tema, cuyos títulos son «La piedra de la sabiduría», «Yo, confidente de los hombres del espacio», «Yo y los hombres del espacio». El «profesor» Sesma afirma seriamente estar en contacto con seres procedentes de los planetas Auco y Niquivil (cuya lengua, la de los habitantes de este último, es nada menos que el vascuence), y para ampliar su afirmación da una serie de detalles que harían reír a un niño de ocho años. Y lo más interesante del caso no es que dicho profesor Sesma pretenda convencer con una serie de argumentaciones como éstas a un público ya de por sí reacio a ese tipo de informaciones, sino el hecho de que su autor cree firmemente en todo lo que dice, y llega incluso a irritarse si alguien (como la revista de donde hemos entresacado el fragmento que citamos) afirma no creer en sus palabras o no las toma suficientemente en serio.
6
Revista "siglo 20", n.° 3, 15 de mayo de 1965.
2. — Estos aviones pueden ser confundidos con ONIS... para alguien que no esté experimentado en conocerlos y distinguirlos. En la primera línea, el A-11; en la segunda, el F4F «Phanton», el F-106 «Delta Dart» y el F105 «Thunderchief»; en la tercera, el F-104 «Starfighter» y el F-101 «Voodoo»; en la cuarta, el británico T-188, de gran velocidad, y el americano X-3 «Stiletto»; en la quinta, el británico VTOL de despegue vertical, el americano X-13, el francés «Coleopter VTOL», también de despegue vertical, y el XF-85